3. El primero
Había sido una jornada laboral muy cansada. Era noche y el edificio se encontraba casi desierto. Solo dos personas estaban en las escaleras a esa hora de la noche: Gil y el gerente de recursos humanos. Un sujeto obeso, de baja estatura, calvo y con un bigote que recordaba las películas de los años setenta.
Mientras Gilberto bajaba, pues a esa hora ni los elevadores ni las escaleras eléctricas estaban en servicio, Nuñez se había devuelto por algo que olvidó en la oficina y subió a toda la velocidad que sus piernas cortas y regordetas le permitían, chocando con el joven Green, sin ni siquiera disculparse.
Furioso porque casi lo hizo caer, lo insultó, pero el tipo ni se inmutó y siguió su camino.
Ese breve contacto, activó en el chico algunas visiones que solía tener cada vez con más frecuencia. Se sujetó del barandal para no caer ante la brutalidad y la crueldad de lo que estaba viendo, emitiendo un gemido de dolor.
La sensación de repulsión que lo invadió después, hizo que se sacudiera con la mano, el lugar donde Nuñez lo había tocado. También, una creciente ira se apoderó de él y lo persiguió cómo un depredador a su presa.
Antes de que bajara el último tramo, y de un salto desde la parte de arriba, Gilberto se interpuso en su camino gracias a la agilidad y juventud que al otro le faltaba.
—Buenas noches, Nuñez.
—¡¿Pero que....?! —exclamó el aludido, asombrado ante la osadía del empleado.
La mirada feroz del joven lo perturbó hasta el punto de sentir un creciente pánico. Ese chamaco nunca le había caído bien y si le había dado el empleo, había sido por... Por.... La verdad no sabía ni por qué. Y no es que fuera un mal empleado, pero no le agradaba, no le gustaba tenerlo cerca.
Gil se aproximó y nervioso, Nuñez dio un paso atrás, aunque de forma tan torpe, que solo cayó sobre su trasero en el escalón.
—¿Dónde las dejó, Nuñez?
—¡¿Dónde dejé qué?! ¡Apartarte de mi camino!
—Las niñas, Nuñez, las que mató ¿En dónde las dejó?
—¡¿De qué niñas me habla, Aranda?! ¡Déjeme en paz o llamaré al velador!
—Adelante... Hágalo.
—¡Ayuda! ¡Déjame en paz, Aranda! ¡Hay cámaras! ¡¿Qué no ves, estúpido?! ¡Si me haces algo, te van a meter a la cárcel!
—¿Y por qué crees que te voy a hacer algo? Solo estamos platicando —sonrió como si estuvieran teniendo una conversación muy entretenida.
Núñez se escabulló por debajo del brazo del joven, o eso quiso Gil que creyera, porque solo estaba preparando el escenario para el acto final.
—¡¿Dónde las abandonaste, Nuñez?! ¡Eres un viejo asqueroso!
—¡No sé, las tiré por ahí! ¡Eran solo basura marginal que a nadie le hace falta! ¡A nadie le importan!
—¡A mí me importan!
Sin decir nada más, Gil empujó al tipo con una patada, quien por la sorpresa, no alcanzó a sujetarse del pasamanos y rodó hasta que se topó con la pared, donde pudo escuchar a sus propias vértebras cervicales romperse.
El chico miró el cadáver por unos instantes, después bajó y lo saltó para salir del edificio cómo si nada hubiera sucedido. Sabía que habían cámaras por doquier, pero por alguna razón, ese hecho no le preocupaba.
Boston, actualmente.
Frederick Wilson descansaba en la cama del hospital. Había resultado herido durante un tiroteo en un centro comercial, cosa que se había estado repitiendo con alarmante regularidad por todo el país.
Su habitación se encontraba llena de globos, tarjetas y flores que varios de sus compañeros y personas que estuvieron en el evento, llevaron como un humilde acto de gratitud.
Y es que Frederick ahora era conocido por muchos ciudadanos, cómo el héroe que salvó de la muerte a tres pequeños niños, a quienes puso a salvo del fuego cruzado durante las angustiantes más de tres horas que tardo la liberación de rehenes.
Pero para él, era solo un día más en su trabajo. Por eso había entrado a la fuerza policial y mientras estaba ahí recostado, agradecía haber resistido todo ese tiempo herido, para poner a salvo a esos asustados pequeños y sus padres.
Muchos reconocimientos y medallas le esperaban al volver a casa, aunque desafortunadamente, no el trabajo que tanto le apasionaba, pues uno de los proyectiles le dio en la rodilla derecha, alejándolo para siempre del trabajo en las calles.
Eso era algo que lo ponía triste y decidió dormir de nuevo, para ver si soñaba otra vez con aquella angelical rubia de grandes ojos azules y naricita respingada.
Nueva Orleans, semanas después.
Brenda caminaba de un lado para otro. Era la última manada a la que debía masacrar para poder irse tranquila a cumplir con su promesa. Pero francamente, estaba harta, deprimida. No le agradaba hacerlo, no le gustaba asesinar a esos seres quienes, al final, no eran culpables de la suerte que les había tocado.
Sufría mucho al pensar que estaba asesinando inocentes, mientras otras alimañas vagaban por el mundo dañando a otros con toda impunidad.
Los gritos de terror, de dolor de esa gente, no la complacían en lo absoluto y a menudo terminaba llorando sobre sus restos. Edward sabía lo que era eso, lo vio entre sueños derramando lágrimas luego de una de sus matanzas. La diferencia, era que él no lo hacía de forma consciente y ella, por más que no lo deseara, sí.
En cuanto a Klaus, esperaba no verlo de nuevo ni saber nada de él nunca más.
Mexicali
Gil no se explicaba cómo nadie lo investigó después de lo de Nuñez. Todavía siguió trabajando en ese lugar unos meses más y nadie lo investigó ni le pregunto nada. Aunque claro, tampoco era que la policía se esforzará mucho por hacer su trabajo.
Por su parte, intentó averiguar lo que las cámaras de seguridad habían captado esa noche, ya que tenía un conocido en vigilancia que lo dejaba entrar a acompañarlo, pero, precisamente esa ocasión, las pantallas se oscurecieron y no pudieron grabar nada, permaneciendo el asunto como un macabro misterio.
Durante un tiempo pensó en entregarse, en confesar su crimen, pero siempre había algo que se lo impedía. Cuándo llamaba a la policía, el teléfono no funcionaba, cuando trataba de acudir a la comisaría o a las oficinas de la procuraduría, la alarma de incendios se activaba, o los aspersores que nunca funcionaron y que ni siquiera estaban conectados a una fuente de agua, empezaban a provocar una copiosa lluvia adentro de las oficinas.
También hubo ocasiones en las que, de la nada, enmudeció y sus manos perdieron fuerza, lo que le impidió hacer su confesión por escrito.
Después de tantos sucesos extraños, por fin captó el mensaje y desistió.
Y no es que estuviera arrepentido, pero consideró que era lo correcto. Afortunadamente, Diane no estaba de acuerdo e hizo todo lo posible para evitar que cometiera semejante estupidez.
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