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14. La Casa Green

Gil despertó varias horas después sobre una mullida cama. La luz del amanecer le daba directamente en los ojos, lo que lo forzó a cubrirse la cara con el antebrazo.

Aún tenía puesta la ropa con la que salió de su casa la mañana anterior, lo que le hizo recordar lo que había pasado. Apurado, salió de la habitación y bajó los escalones de dos en dos hasta llegar a la planta baja.

Bastaba con mirar un poco a su alrededor para saber en donde se encontraba.

Dos grandes retratos decoraban una pared del recibidor: Uno era su padre y otro un hombre que no conocía.

—¡Emily! ¡Emily!

—Ay, ya despertaste cariñito —dijo con ternura, desde la parte de arriba, apoyada en la baranda.

—¡¿Fuiste tú, verdad?!

—No grites —bajó a toda velocidad— estoy frente a ti.

La miró con desprecio. Insistía con esa irritante sonrisita.

—¡Tú quemaste mi casa! —acusó furioso.

—Era necesario. Debías salir de esa asquerosa ratonera. A tu padre no le hub...

—¡Deja de repetir eso, maldita loca!

—¡No me hables así, Gilberto!

El joven retrocedió ante la cercanía de ella y su mirada intimidante, pero retomó el valor y no dio otro paso atrás.

—¡Era mi casa, eran mis cosas, las cosas de mi madre! ¡No tenías ningún derecho!

—El mismo maldito genio de tu padre, de veras... A ver mocoso gritón, tus cosas están a salvo en una bodega rentada. Lo único que se perdió ahí, fue una construcción vieja y decadente. Vacía en su mayoría.

—Aun así, no tenías ningún derecho.

—¿Acaso no te gustó tu cuarto?

—¡No voy a vivir aquí, entiende!

—No me obligues a hacer algo que no quiero

—¿Ah si? ¿Cómo qué? ¡Soy un adulto, no puedes obligarme a hacer tu voluntad!

—Obviamente, no me conoces, amor. Tú decides, Gilberto, por la buena o por la mala, pero será como debe ser. Y si no estás de acuerdo, consigue una Ouija y quéjate con tu padre, porque fue su idea.

—Eres una autoritaria. Así no se hacen las cosas.

—No sé de qué te estás quejando. Vas a vivir aquí, en la hermosa casa que perteneció a tu padre, cómodo, sin problemas de ningún tipo.

—El problema eres tú, asesina.

Brenda estalló en una carcajada.

—¡Ay, tan chulo mijo! ¿Qué crees tú, que hacía tu padre con los malandros? ¿Darles su besito de buenas noches y mandarlos a la cama? ¡Les sacaba las tripas, Gilberto! ¡Les arrancaba las piernas y los brazos mientras se reía! Lo disfrutaba bastante.

—¡Ya lo sé! Pero no quiere decir que me gustara. Era un vampiro, no podía evitarlo.

—¡Yo también lo soy! ¡Hago exactamente lo mismo qué él!

—¡Pero a ti te odio!

La vampiresa rodó los ojos, cruzando los brazos.

—Ese, mi amorcito, es tu problema. Como sea, ya no tienes a dónde ir, ni a quien acudir. He tenido grandes maestros y sé cómo hacer mi trabajo. Conozco tus pasos, cada uno de ellos. Qué haces, con quien te relacionas, lo que comes y casi hasta lo que evacuas, cariño.

—¡Maldita enferma!

—¡Así es! Disfruta de tu nuevo hogar.

—¿A dónde vas? ¡Todavía no acabo!

—Al jardín. Puedes venir si quieres...

Brenda avanzó unos pasos, sabía que el chico la seguiría y sonrió sin que la viera. Dicho y hecho, Gilberto la siguió, pero cuando estuvo en el umbral de la puerta principal, se topó con una barrera invisible que le impedía salir.

—Ah no, no puedes —se burló en su cara.

Antes de salir hasta la calle, se dirigió a su fiel mayordomo.

—Jean Philip, por favor, asegúrese de que le den de comer al niño, tal vez solo tiene hambre y por eso está tan berrinchudo.

—De inmediato, madame.

—¡No tengo hambre, sicópata!

Aunque no se deshizo en llanto, la actitud y las palabras de Gilberto le provocaron un breve derramamiento de lágrimas que secó con la manga de su blusa. Aquello no le agradó a Jean Philip en lo más mínimo y dirigió una mirada asesina al joven. Gil se sintió un tanto intimidado por el hombre, hasta avergonzado y prefirió regresar al cuarto que le había asignado.

Por la prisa de su salida, no había observado lo que había a su alrededor antes de salir. La foto de él con su padre, estaba enmarcada de forma más elegante y pendía de una de las paredes. Miró hacia la ventana, misma que, al igual que las otras habitaciones principales, daba a un balcón. Abrió las puertas intentando salir del lugar, con los mismos resultados anteriores: de nuevo la barrera invisible se interpuso en su camino.

Era ridículo, estaba preso en una cárcel con rejas invisibles. Se sentó en la cama para pensar en lo que haría, pero no se le ocurría nada. Se levantó y caminó hasta una puerta y la abrió. Detrás estaba de un armario repleto de ropa y zapatos comprados a su gusto, según lo que habían investigado de él para el propósito. Cerró la puerta y continuó con la inspección de la que sería su celda.

Un restirador con todo lo que un estudiante de arquitectura pudiera necesitar, estaba a un lado de la ventana.

No le había mentido, sabía mucho acerca de él, pero no iba a dejarse comprar con eso. Aunque, a decir verdad, estaba fascinado con ella y su estilo tan particular de obligarlo a hacer su voluntad.

—No mames —rio nervioso—, que pinche miedo con esta loca.

De un momento a otro, Gil quedó estático, de pie frente a una pared. Estaba empezando a tener visiones, pero no eran acerca de ella, sino de Jean Philip. Caminó un poco sin darse cuenta y al tocar una parte de la pared cerca del encendedor de la luz, pudo ver a una mujer abrazando lo que parecía ser un bebé, pero que resultó ser solo un envoltorio hecho a base de ropa de cama de una cuna. Sintió mucho dolor en el vientre y en el pecho, además de una profunda tristeza.

Esa sensación lo hizo alejarse de la pared. Volvió a la cama, recargándose en la cabecera. Era ella, esa pobre mujer enferma y deprimida, era Emily. Sintió pena por ella, pero seguía sin querer estar ahí. No tanto por el odio que dijo tenerle, sino porque esa casa estaba llena de dolor y las visiones cada vez que tocará un lugar significativo dentro de la historia de la construcción, se volvería una tortura. Aún recordaba el terrible suicidio de Emily cuando era niño y se preguntaba, como era posible que ella estuviera viva ahora.

Caminó hasta la ventana. Entre todas das rosas amarillas, ella, con su rubia cabellera, parecía otra de ellas.

¿Y si se quedaba? Cómo ella lo dijo, ya no tenía a donde ir, ni dinero. Lo hizo muy bien y no podía hacer más que reconocerlo.

—Tú ganas, Emily, tú ganas.


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