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Capítulo 6

Después de terminar mi relación inexistente con Luna, regresé a las andadas con mayor libertad, pero con más sed que antes.

Leo y yo salíamos de cacería todos los días, sin importar de que chicas se tratasen, yo solo buscaba aplacar mi sed y él buscaba la mejor carne de la ciudad.

Dos semanas después caminábamos por las calles de una de las ciudades vecinas, cuando la luz parpadeante de un extraño bar nos llamó. Con anterioridad había sucedido, pero nunca nos acercamos a ver de qué se trataba.

—Creo que es momento de entrar al infierno —sussuró Leonardo viendo a un par de chicas entrando al lugar—. No sé tú, pero yo tengo mucha curiosidad.

Otro par de chicas entraron al bar, esta vez suspirando al vernos.
Les sonreí de lado y ambas se sonrojaron deteniendose en la entrada.

—Vamos —volteé a ver a Leo y este asintió entusiasmado.

Las chicas nos llevaron a su mesa, pues se tenia que entrar con invitación al lugar, una vez dentro nos explicaron que el bar era una fachada, la verdadera acción ocurría en el sótano de aquel lugar.

Con una profundidad de veinte metros, se habían instalado varios pisos de habitaciones donde un sin fin de parejas acudian a buscar acción de todo tipo, desde lo que intercambiaban parejas, hasta los que practicaban cualquier tipo de parafilia existente.

Me sentía en el mismo cielo, así que no dudé en bajar con las chicas, Leo nos acompañó pero él se perdió en los pasillos donde las chicas bailaban desnudas para los voyeuristas.

—Esta es nuestra habitación —señaló una de las chicas, una bonita rubia que no era tan llamativa como su amiga latina—. Muchos de los miembros del club tenemos reservaciones especiales, esta es nuestra.

—Adelante. —Me invitó la exquisita latina—. Que no mordemos.

Le sonreí y me adentré en la habitación.

Era como entrar a una habitación de esos hoteles temáticos: las paredes tapizadas de un terciopelo negro que era iluminado por la tenue luz blanca de las lamparas y decoradas con una lámina de oro en las orillas.

En el centro de la habitación de encontraba una gran cama que no sabría de qué tamaño era pero que se veía enorme: recubierta con sábanas blancas que parecían de seda y un gran espejo sobre el techo que captaba cada centímetro de ella. A nuestra derecha se encontraba una pequeña habitación de baño con jacuzzi y regadera y a la izquierda un armario con una gran variedad de juguetes sexuales, junto a un sillón tántrico en color dorado.

—¿Qué tanto te gusta jugar? —preguntó la rubia quitándose el vestido para quedar cubierta solo por un conjunto de encaje rojo.

—Lo suficiente como para dejarte sin aliento —desaté mi corbata y me quité el saco.

—¿Quieres jugar con nosotras? —La sexy latina se quitó el vestido también, dejando al descubierto su curvilinea figura cubierta por un delicioso conjunto con transparencias en color negro.

—La pregunta más bien es, ¿ustedes aguantarán mi juego?

Ambas rieron coquetas y se apresuraron a desvestirme.
Aunque ambas chicas eran atractivas, ninguna lograba encenderme como yo quería.

Aún así me dispuse a hacer lo mío, no sin antes tragar una pastilla que me ofreció la latina; una pequeña pastilla rosada en forma de flor de loto: según aquello era una droga que ayudaba a activar los sentidos, haciendo que la experiencia fuese aún más placentera.

De inmediato comencé a sentir que los dedos me hormigueaban, la vista y el odio se me agudizaron, podía sentir la presencia de sus perfumes en la habitación y un ligero aroma a canela y madera que provenian de las velas que estaban encendiendo las chicas.

En seguida el ambiente se cubrió por la música más provocativa que en mi vida había escuchado, sin más comencé a tener relaciones con ambas, como si fuese la primera vez que tocaba a una mujer.

La sensación de estar con ellas era inexplicable, mi mente iba a mil queriendo hacer tantas cosas al mismo tiempo. Cuando logré que ambas llegaran al orgasmo, llegó mi turno.

No había muchas opciones en aquella habitación así que amarré a la latina en la cama, mientras que la rubia se ganó el lugar en el sofá: la amarré de piernas y brazos con un sujetador que tomaba sus cuatro extremidades al mismo tiempo.
Saqué dos vibradores y me encargué primero de la rubia, cuando estaba a punto de llegar al orgasmo me detuve en seco dejándola sorprendida.

—¿Qué sucede? —volteó a verme jadeando.

—Nada —caminé hasta la cama y me subí sobre la latina—. Es tu turno preciosa.

Por un momento me vio desconcertada, volteó a ver a su amiga y regresó la vista a mi.

—Pero...

La besé acariciando su cuerpo desnudo, la escuchaba respirando con dificultad debajo de mi. Utilicé el vibrador para estimularla al punto de tocar la cima del clímax y nuevamente me detuve en seco.

—Aún no.

—¿Por qué te detienes? —gritó desesperada.

Caminé al armario en busca de otro juguete, pues ninguna de las dos estaba provocando nada en mi. Me encontré con la máquina sexual automática y me dispuse a instalar una para cada una, las coloqué a una velocidad moderada hasta que vi que ambas estaban por llegar al orgasmo y subí el nivel de frecuencia.

—¡Yo te quiero a ti! —gritó la rubia en el sofá.

—¡Si necesitas otra pastilla, están en el cajón! —Me señaló la latina viendo el armario.

Busqué donde me indicaba y tomé un par de esas pequeñas pastillas rosadas, cuando las escuché gritando, de inmediato me abalance sobre la rubia, le quite la máquina y comencé a embestirla con fuerza.

Nunca supe qué fue lo que se apoderó de mi mente en ese momento, solo sé que mi sed no se saciaba, por más que intentaba llegar al orgasmo con aquella chica, no lo lograba.

«¿Será que he dejado de sentir? Desde que luna se fue no he vuelto a sentirme igual en el terreno sexual». Pensé.

—¡Detente! ¡Basta! —Los gritos aterradores de la chica me sacaron de mis pensamientos.

—¡Dejala! —Me pedía a gritos la latina desde la cama—. ¡La estas lastimando!

Apenas podía escucharla sobre la música, pero sus palabras no servirían de nada, aunque era verdad que estaba lastimando a la chica, pues un camino de sangre comenzaba a adornar el sillón.

—¡Para ya! —La rubia estaba llorando.

Tomé su cuello y lo apreté con todas mis fuerzas, la sentía retorcerse debajo de mi, pero no estaba dispuesto a ceder.

Su cuerpo se detuvo lentamente y la solté. Pero yo seguía sin poder correrme así que me apresuré a llegar a la cama.

—¡No me toques! —pidió la latina llorando—. ¡La mataste! ¡Tú la mataste!

Poco me importaba lo que decía, le quité la máquina y me subí de rodillas sobre ella.

—Tu querías jugar. —La observé fijamente, sus ojos llenos de miedo y desesperación derramaban lágrimas sin cesar—. Y aún no termino.

Ella intentó juntar sus piernas pero era inútil al estar atada. La abrí a más no poder y la penetre sin aviso, ella seguía gritando para que la soltara, pero yo no escuchaba más que los latidos de mi corazón resonando en mis oídos.

—¡Aaaahh! —Mis gritos eran desesperados y liberadores, mis manos tomaron voluntad propia hasta el cuello de la mujer—. ¡Sirve de algo maldita! —La apreté con fuerza sintiendo como llegaba por fin al orgasmo.

Me estaba transformando en alguien completamente diferente, ni si quiera yo sabía lo que buscaba, solo quería volver a sentir lo que Luna me hacía sentir.

Observé el cuerpo inerte debajo de mi, me dejé caer a su lado por un momento y a través del espejo vi su reflejo, una mancha de sangre cubría su intimidad.

Ambas chicas quedaron tendidas sin vida en aquella habitación, las bañé con el licor que dejaron cerca de la cama y busqué en sus bolsos algún encendedor.

Corrí al aseo a limpiarme y me volví a vestir. Mi respiración agitada me indicaba que me sentía angustiado, me detuve para observar un momento la escena.

—Este no soy yo. —Me crucé de manos caminando hasta la puerta y antes de abrirla arrojé el encendedor—. Esto es mejor que yo. Soy el maldito amo del universo, y eso nadie puede negarlo.

Sonreí como idiota y cerré la puerta detrás de mi.

Caminé por el pasillo satisfecho exudando confianza, mi cuerpo aún seguía bajo los efectos de la droga y las carcajadas se hicieron presentes.

No iba a desperdiciar mi estancia en aquel lugar, así que me entrometi en varias hacitaciones, me aproveché de varias chicas y me aseguré de seguir tomando más pastillas.

Cuando salí de la última habitación en los primeros pisos cerca del bar, escuché los gritos horrorizados de un grupo de parejas, di media vuelta y me encontré con un alocado Leonardo: su boca rojo carmesí me daba la respuesta a mis preguntas.

—¡Corre, Sebastián! —gritaba y reía como un demente.

Desconocía el motivo de sus carcajadas, pero tomé su mano cuando llegó a mi y salimos corriendo al área del bar, justo cuando todo el sótano explotó y las llamas llegaron a la superficie.

—¿Qué hiciste, demente? —Le pregunté cuando llegamos a la calle.

—¿Qué hiciste tu, pervertido? —atacó aún riendo.

Las sirenas de la policía y las ambulancias nos obligaron a salir de la zona.

Entre risas desenfrenadas y tropezones contra el pavimento, llegamos a nuestra ciudad, cada uno se fue a su departamento y yo me encerré en mi soledad.
No importaba a cuantas chicas tuviera conmigo, Luna me había echado a perder.

Ya no sentía lo mismo.

Ya no era el mismo.

Me metí a la ducha fría y me puse el pijama, como cualquier hombre en su sano juicio haría en una tranquila noche de jueves.

Me serví una taza de café caliente, pues la lluvia qué comenzaba a caer afuera iniciaba a enfriar el ambiente, me senté en el balcón a contemplar la luna llena.

—Ojalá estuvieras aquí.

El timbre en la entrada sonó y con pasos perezosos caminé a abrir.

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