Capítulo 1
Esa mirada era el auténtico espejo de su alma, un alma pura, inocente y bondadosa, sus mejillas rosadas reflejaban la calidez de su ser; el fuego que corría por sus venas, y sus labios, esos benditos labios suaves como el terciopelo, que invitaban al pecado, era un indiscutible ángel andante, así era ella.
Recuerdo que cuando la conocí, la vi tan inocente, pura y bondadosa, como ninguna mujer que hubiese conocido antes, tan irreal y perfecta que no me imaginaba haciéndole daño, yo buscaba una víctima más, pero en su lugar apareció mi perdición.
Siempre fui el típico chico que vivía rodeado de mujeres, desde que nací ellas me vieron con ojos de adoración, y no puedo culparlas pues la naturaleza fue buena conmigo y mis padres me heredaron sus mejores genes.
El verdadero problema llegó en los inicios de mi adolescencia, una mujer cruzó mi camino dejándome marcado para siempre, en una ruta que jamás me imaginé andar, provocando que mis peores deseos salieran a flote, que mi vida se convirtiera en un martirio.
O eso pensaba hasta que me independice y salí de la casa de mis padres, encontrando mi verdadero camino, el camino que me llevaría a cumplir mi venganza.
Llevaba una doble vida; de día era sólo un corredor de bolsa que amaba los números y el manejo de los mismos en todos los sentidos, pero por las tardes, mi verdadero ser salía a flote y mis noches se tornaban carmesí.
Aprovechaba mi belleza natural; mis encantos de galán, el porte elegante que había aprendido a manejar y la majestuosidad de mi caballerosidad indiscutible para conquistar a las mujeres, así como el buen físico en el que había trabajado por años.
Todas las mujeres caían rendidas a mis pies cual abejas en la miel, haciéndome saber único, tal como me gustaba sentirme; poderoso, dominante, por encima de cualquier persona, pues así era yo, un ser inalcanzable que pocos tenían el gusto de conocer, y cualquiera que me viera, pensaría que era un verdadero narcisista, pero no era para tanto, pues en algún momento me interesaba por las chicas.
Tenía cientos de citas con chicas hermosas; esbeltas rubias de piernas kilometricas, morenas curvilineas que parecían modelos de pasarela, pero mi especialidad era con un grupo selecto, pues poseía cierta fijación con las castañas, así que salía con ellas y después las llevaba a mi departamento.
Tenía relaciones sexuales hasta el hartasgo con ellas, pero no de cualquier tipo, las usaba de una forma tan salvaje, tan primitiva, y hasta cierto punto; enferma, adoraba lastimarlas y apretarlas del cuello justo cuando las veía llegar al clímax, de esa forma ellas estaban indefensas y yo tenía el control de todo, lo hacía tan fuerte que... les quitaba la vida, era entonces cuando yo mismo llegaba al clímax total.
-Vamos a mi departamento, chicas, ahí será más cómodo -Le propuse a las gemelas que me había encontrado en el centro comercial esa tarde-. Vivo en la ciudad vecina.
-Nos parece buena idea -aceptaron las castañas al unísono.
Manejé mi viejo convertible hasta mi departamento, un pequeño pero lujoso lugar en el centro de la ciudad, en la punta de uno de los edificios más altos.
Cuatro habitaciones, una pequeña cocina con comedor, una acogedora sala y dos baños grandes, refugiados entre paredes insonoras, perfecto para mis planes.
-Pero que hermoso lugar -comentó Ana, la hermana mayor por dos minutos.
-¿De qué dijiste que trabajas? -Anie, la hermana menor se quitó el abrigo y tomó el de su hermana para dejarlos en el perchero.
-Soy corredor de bolsa -Les conté la verdad, después de todo no volvería a verlas, nadie volvería a verlas-. Pero no hemos venido a platicar. Síganme.
Caminamos a mi habitación especial, una donde tenía todo tipo de juguetes sexuales, varios elementos que usaba para satisfacer mis necesidades y un pequeño mini bar, por si me daba sed.
-¿Podemos tomar una copa? -Anie ya estaba sirviendo vino rosado.
-Tomen lo que quieran -accedí sonriente.
Ambas chicas se mostraban tímidas, pero al mismo tiempo accesibles para probar lo que yo quisiera hacer con ellas.
Empezamos tranquilos: besos, caricias, una que otra mordida y algunos jadeos. Poco a poco fuimos subiendo el nivel del juego, me apropie del cuerpo de ambas, las hice mías hasta que me empezaron a pedir que parara, así que decidí que era momento de amarrarlas.
En el techo había un carrete con varios ganchos, las até a uno de ellos que caía cerca de la cama: sus manos sujetas sobre sus cabezas, una junto a la otra, quedando de pie sobre el edredón de terciopelo blanco, ambas desnudas y totalmente expuestas a mi merced, reían y jadeaban sin saber lo que sucedería.
Volví a tomar el ritmo que llevaba: sujete las piernas de Ana y las até a mi cintura para volver a apropiarme de su cuerpo a profundidad, un cuerpo que guardaba el prodigio de la humedad, era una suavidad de mujer: sabía muy bien lo que estaba haciendo pero sus expresiones faciales se tornaban angustiosas.
Empecé a besar a Anie sin aflojar mi ritmo con Ana, quien comenzó a pedirme que me detuviera; en un principio fueron súplicas placenteras, hasta que arrancó a gritar y rogar para que la soltara.
–¡Para por favor! ¡Para! —Ana intentó soltarse pero era inútil—. ¡Me duelen los brazos!
—¡Callate! —La abofetee y empecé una embestida salvaje—. ¡Todavía no termino!
—¡Bajame, Sebastián! —Me pidió Anie asustada.
—¡No me desconcentres! —tomé el cuello de Ana con firmeza, ella me vio horrorizada y sonreí—. Así me gusta... Que me tengas miedo.
—¡Basta! —Ana empezó a patalear y yo a embestirla sin piedad, apretando a más no poder mi mano sobre su cuello—. ¡Basta! ¡Me haces daño!
—¡Casi termino! —gruñi entre dientes.
—¡Ya... No...!
Vi su expresión de horror, la fuerza en sus piernas cedió y un suspiro escapó de sus labios, llegué al clímax total dejando escapar mis fluidos en su interior.
Arrojé a un lado su cuerpo inerte, que se quedó colgando del gancho. Anie gritaba horrorizada y suplicaba para que la soltara.
—¡Por favor...! ¡Déjame ir...! —berreaba cual niño consentido que no obtenía lo que quería—. ¡No dire nada!
Yo solo bajé de la cama, fui a beber un poco de ron con hielo, esperé unos minutos y asalte a mi siguiente víctima. Los gritos de Anie me excitaron más de lo normal, haciendo que terminara pronto con su tortura.
No podría describir la sensación exacta que eso producía en mi, pero me excitaba sobremanera ver sus ojos perdiendo el brillo y escuchar el último jadeo saliendo de sus labios.
Lo sé, suena cruel y despiadado, pero siempre había buscado satisfacer mis necesidades por encima de las de los demás, no me interesaba lo que les pasara a ellas o sus familias o cualquier cosa sentimental, solo buscaba enriquecer mi ego y ellas solas se ofrecían.
Una vez que terminaba con todo el asunto, entregaba los cuerpos a Leonardo; un viejo amigo del bachillerato, quien adoraba saciarse con la carne de mis víctimas, eso sí que era enfermo, pero no lo juzgaba, después de todo, ambos éramos del mismo clan.
Así pasábamos todas las tardes de fin de semana, en cuanto daban las seis de los viernes salíamos del trabajo, corríamos a nuestros departamentos, nos preparábamos para el festín vistiendo nuestras prendas más costosas, envolviendonos entre los hilos de las fragancias más exquisitas y cotizadas en el mundo de la moda para hombres.
Salíamos siendo unos verdaderos conquistadores que arrazaban con las miradas de propios y extraños, aunque mi amigo no era tan atractivo como yo, era un nueve seguro, tenía su encanto y siempre salía con una nueva conquista.
En fin, cuando conocí a Luna las cosas fueron diferentes.
Era una noche de verano, la luna llena amenazaba con asomarse, estábamos entrando al bar de costumbre: el Grape, donde las luces neón en tonos violeta y morado daban la sensación de estar entrando a un lugar prohibido, el lugar en donde menos esperabas encontrar el amor o cualquier cosa parecida.
Mesas para cuatro personas por todo el lugar, un pequeño escenario para el karaoke a nuestra izquierda y a la derecha la barra repleta de bebidas, la música a un volumen considerable y con buen ritmo, gente riendo y disfrutando la noche, algunas chicas coqueteaban con un grupo de chicos foráneos, hasta que nos vieron a nosotros.
Leonardo caminó a la barra como de costumbre, yo me detuve a sonreírle a un grupo de privilegiadas, quienes suspiraban sin reparo al verme.
—Ho-hola, Sebastián. —Una rubia en microfalda me sonrío con coquetería, según Leo, se llamaba Gabriella.
—Señoritas. —Al escuchar mi voz jadearon extasiadas y les sonreí de lado.
—¿Por qué no se sientan con nosotras? —sugirió una pelirroja cuyo escote daba una buena vista de sus grandes atributos.
—Aquí hay espacio para ti y tu amigo —señaló otra rubia mostrándome sus piernas.
—Se ven realmente exquisitas esta noche. —Aunque la idea era tentadora, no veía a ninguna castaña en ese grupito—. Tal vez pasemos en algún momento de la noche.
Ellas jadearon sorprendidas y dí la vuelta, seguro de que todas mojaron sus pantis por el alago.
Escuché los susurros a mis espaldas, confirmando mis pensamientos y me aproximé a la barra del lado derecho.
—¡Más grupis a tus pies! —señaló Leo bebiendo ron y acercándome la especialidad de la casa, un beso de ángel—. ¡Tal vez le llegó la hora a Gabriella y sus amigas! —indicó discretamente con la cabeza, a la mesa de las chicas que me habían detenido.
—¡No me interesan, ninguna es castaña! —apunté burlón y él se carcajeo.
Tomé mi bebida y dí media vuelta recargando mis codos en la barra, coloqué el vaso cerca de mis labios dispuesto a beberlo, cuando la vi.
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