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9. Un concierto para los ángeles

Trago muy duro al ver el edifico delante de mí. La universidad es el lugar más moderno de la ciudad pero este es el más majestuoso. Todo es de color blanco con detalles a dorado, sus torres, y puertas de doble filo me ven inertes, es gigantesco además del jardín en el que se encuentra la fuente de una hermosa mujer con el pecho desnudo y tantas plantas como se pueden contar.

En la entrada están un hombre que yo supongo debe rebasar ya la cuarta década de vida y una mujer que puedo decir tiene unos treinta o más solo guiándome por los mechones canosos del cabello azabache, de lo contrario se podría librar de al menos un lustro de edad como mínimo.

—Señorita Domenech, la esperábamos—dice la mujer cuando me acerco a ellos, lleva un par de tacones blancos y un enterizo muy estilizado mientras que su compañero lleva un traje sastre que se le ciñe a la perfección, mandado a hacer sin duda. Tienen toda la pinta de que van forrados de billetes hasta los zapatos.— Temíamos que no llegara. Dios, ¿qué le ocurrió?
—Nada de gravedad se lo aseguro, además no hay porque llamar al creador por una pequeñez tan mortal, ¿no lo cree?—le digo con una sonrisa de cortesía fría y la mujer ríe.

—Nos dijeron que tenía un gran sentido del humor, aunque un poco ácido.
—Creo que el humor negro es la expresión más inteligente de una persona, tener la fuerza de reírse de las desgracias denotando el no sentirse ofendido por algo de lo que, en efecto, no tiene por qué sentirse ofendido.

Ambos sonríen ante mi cátedra superficial de un tema banal. Siempre he tenido una gran labia y carisma, díganme egocéntrica, pero es cierto, mi poder de convocatoria y liderazgo ha estado en mí desde niña, supongo que esa es también una de las razones por las que mis trabajos, por insignificantes que hayan sido, no me han durado mucho tiempo. Hay que aprender qué hay algunos que no pueden liderar y otros que no pueden ser liderados.

—Concuerdo totalmente—dice la mujer antes de que su compañero se le adelante. Por un momento pienso que me da pena el que sea tan rica que su mirada está envenenada de petulancia y aires de alcurnia, sino pienso que podríamos ser amigas.

—Mi compañera y yo le agradecemos en nombre de la Academia Paida Angelon, que haya podido presentarse, sabemos que no ofrece conciertos privados.—dice solemnemente el hombre antes de que entremos al recinto.
—Más que eso, me retiré de la música hace años, pero siempre es un placer acudir a un público con tan buen gusto.
—Y mucho menos—dice el hombre abriendo las puertas—, todos los presentes son grandes admiradores suyos. Es bueno que hayamos hablado con su representante, seguramente la persuadió para que viniera.
—¿La señorita Boticelli?—digo medio riéndome de llamar a mi amiga por su apellido—. Si, lo hizo, pero no es mi representante sino mi entrometida compañera de piso, ya sabrán el temperamento que corre por la sangre italiana, y seguro también de la griega.
—¿De la griega?—preguntan ambos confusos.
Su academia, griego. Paidiá Angélon, «Hijos de ángeles», muy... Bonito.

Pretencioso más bien pero no digo nada más hasta que la mujer decide abrir la boca pintada de carmín como si hubiese bebido de una copa de sangre.

—Recibimos un paquete a su nombre, unos minutos antes de que usted llegara, enorme...—menciona como si recién se hubiera acordado.
—Sí, no me lo podía llevar a pie y mi artesano se negó a que me lo llevara en auto—le digo para explicarme un poco pero parece que no le interesan mis palabras, me llevan a un par de puertas mucho más grandes que las anteriores, en su interior puedo escuchar un par de voces.

—Esta es la oficina principal y nuestra sala de juntas—dice la mujer sin más. ¿Aquí me voy a presentar? ¿Aquí en este mísero lugar de paredes rígidas en donde la música será temporal? En las escuelas a las que he ido sé que no sería así, habría voces de niños que corren y son felices y la música no sería algo pasajero sino que permanecería en las paredes así se cayeran a pedazos.

—Adelante—dicen al unísono sacándome de mis divagaciones para luego abrir la puerta, dentro parece ser que me copeteo con la creme de la creme entre señoras y señores chapados a la antigua con puros en vez de cigarros y abanicos bordados a mano en lugar de los sencillos ventiladores de menos de diez centavos que compras en los abarrotes.

Al entrar la pequeña multitud me dirige una mirada unísona, despreciable. Se lo que piensan «Pero mira nada más, que sucios tiene los zapatos y que sentido de vestir tan simplón y corriente», pues perdónenme porque no cambie de armario cada viernes. Hay algunos que sí sudamos por poner pan en la mesa en lugar de embarrarse en finos trajes que podrían ser mejor invertidos en cosas más útiles.

—Bienvenidos sean todos, esperamos que disculpen esta ligera demora—dice el hombre con el reparo con el que te dirigirías al mismísimo rey de España—. Es un placer presentar ante ustedes una muestra del arte vivo y mundano, y una gran intérprete del mismo. Como sabrán la señorita Domenech no ha ofrecido conciertos privados desde la orquesta Gardiner que se separó trágicamente tras la muerte de su director, dejando en la sombra a miles de voces jóvenes y talentosas que tenían un brillante futuro en el mundo refinado de la música de cámara.

Habla bien, bonito y convence, pero sus modales ensayados siguen envueltos en un humo de hipocresía y frivolidad que no puedo pasar de largo, aún así todos en la sala están atentos.

—Y una de estas voces ha decidido volver el día de hoy ante ustedes, reciban por favor a Tara S. Domenech—termina el hombre y los estirados aplauden fríamente, siempre he odiado esos aplausos antes de las presentaciones, son vacíos y forzados pues aún no les he transmitido nada.

De igual forma me siento en la silla que me ofrecen que está a unos cinco metros de la gente y espero a que lleven mi estuche hasta el lugar. Uno de los chicos que lo carga suspira cuando deja la monumental pieza en el suelo y lo saca para entregármelo.

Me descalzo frente a lo más fino de la sociedad que me ven con desconfianza  y también me quito la bolsa que dejo sobre los zapatos.

Les dirijo una mirada de hierro a los presentes intentando penetrar en su carcasa concreta de repugnancia por mí y recibo el chelo de manos del joven tembloroso de menos de quince años de edad.

Abro las piernas en el ángulo correcto para colocar en medio el colosal instrumento y luego tomo el arco, más grande que el de un violín, fino y perfectamente cuidado, cortesía de Don Armando.

Lanzo un corto suspiro y coloco mis dedos izquierdos sobre las cuerdas mientras los derechos toman el arco con finura y lo colocan sobre ellas, marco la primera nota en la escala de mi y froto el arco sobre las cuerdas disfrutando del sonido grave y gutural que produce, mis pies descalzos hacen contacto en pinta con la madera y siento la tela de la falda adaptarse a la nueva posición de mis piernas y de la caoba del instrumento.

Una vez que lanzo la primer nota el resto de los acordes llegan solos, imparables y sin freno, mi cuerpo recuerda a mi amigo, la piel se vuelve más dura para soportar el peso, mis pies se ajustan al suelo para no dejarme caer y mis yemas se adaptan de nuevo a las cuerdas, antes de que me de cuenta estoy tocando la sonata nº 11 de Mozart, escrita para piano, a través de la cortina de mis párpados sólo me llega luz y todo está en un silencio sepulcral mientras toco, lenta y decididamente, con ahínco, con pasión. Jamás debí dejar la música. Mi destino iba por la música. Y luego todo acabó.

Cuando termino de interpretar la pieza mantengo los ojos cerrados para disfrutar el sonido de aplausos que llegan después, como siempre, ahora son genuinos, ahora aplauden porque quieren hacerlo.

Los aplausos siguen, y yo acepto a sus peticiones tocando una pieza más, una que despierte en ellos tal emoción que no necesiten aplaudir, que su emoción se notará en el aire.

Ajusto los dedos una vez más y, con mi amigo, toco la primer canción que aprendí, la que me llevó hasta aquí. La que me recuerda a mis padres. Für Elise, de Beethoven. En efecto, no aplauden por unos cinco minutos, y luego escucho un leve silbido, sigo con el repertorio anglicano que les fascina y sienta de maravilla a los nefilim que tengo por público.

Tras eso abro los ojos, la gente fina me ve con aceptación y puedo leer los labios de una señora emplumada al fondo de la estancia «No está tan mal». ¿No está tan mal? ¿¡No está tan mal!? La música no se puede estar mal, la música que inspira y arranca y llora no puede estar mal. No puede ser juzgada subjetivamente y me niego a ser juzgada con ella.

Ajusto mis dedos por última vez, tengo los ojos cien por cien abiertos, viendo las caras de estupefacción del público al oírme tocar la canción de rebeldía, una de las canciones favoritas de mi orquesta, siempre teníamos un coro que la cantara pero el simple ritmo es atronador. Sweet dreams.

Aún sin la letra puedo oírla en el aire. Susurrando en mi oído sus palabras amargas y poéticas.

Sweet dreams are made of this.

Se filtra en las paredes, se estrella en las ventanas.

Who am I to disagree?

La música puede, esta es mi única arma.

I travel the world and the seven seas.

Les doy batalla con mi música, no importa cuanto lo intenten nunca podrán derribar lo buena que soy.

Everybody is looking for something.

No se muere la persona se muere el alma, se matan los ideales no la filosofía, se acaba la muerte no la vida.

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[ref.] Los sueños dulces están hechos de esto, ¿quién soy yo para estar en desacuerdo? Viajo por el mundo y los siete mares, todo el mundo está buscando algo.

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