8. Sobre notas, sobre olvidos
La mañana llega de forma lúgubre y reptante, colándose por el cristal opaco de mi habitación. Despierto sola. Mi noche ha estado llena de oscuridad, y de orquídeas y de un gato negro que corre y rasguña. Mi cama nunca me pareció más segura.
Salgo de las sábanas de forma lenta y me quedo un rato viéndome al espejo, el arañazo sigue ahí, quizá dure una semana antes de cerrar por el arte interno de mis células y su infinita batalla contra los daños externos, pero hasta entonces me da un aspecto de villana de película. Veo el calendario pegando en mi pared y me detengo en el siguiente cuadrado que marca el día de hoy, fin de octubre, inicio de noviembre, lunes.
Jamás he estado más feliz de un lunes, quiero salir de casa, quiero llegar a la seguridad de un lugar donde hay más de dos personas que me cuiden la espalda y alejen a intrusos; a gatos intrusos en especial. Salgo de mi habitación para ver a mi amiga hablando en voz queda por el teléfono y el ceño fruncido.
—No, no está en venta—espera expectante a la respuesta de quien está del otro lado de la línea—. Me da igual cuánto dinero me ofrezca por él, ese cuadro se queda en el hospital.
Cuelga con enfado y deja el celular sobre la mesa, justo a un lado de Cartas del diablo a su sobrino, que irónica es mi vida y sus coincidencias, Lenizah siempre ha dicho que los que le llaman son vampiros, serpientes, demonios que escriben textos colosales llenos de ofertas jugosas que solo podrían ser igualados por una carta de finanzas públicas. Las cartas de un diablo.
—Hoy tienes trabajo—me recuerda mi amiga girándose y sin verme.
—Lo sé.
—No—me regresa colocando sobre mi mano un vaso con agua—. Hoy tienes trabajo. Una academia me llamó hace unos días preguntando por ti. Quieren que ofrezcas un concierto.
Me quedo de hielo mientras tomo el agua, el líquido cristalino tiene que adelgazarse para pasar junto a la piedra en mi garganta, fruto de los nervios. Un concierto, no he dado un concierto en mucho tiempo.
—¿Les dijiste que sí?—pregunto; mi amiga asiente descarada pero se apresura a hablar y decirme que solo dijo que me presentaría para ver la fecha en que la ofrecería y dar un mini concierto a menos de veinte infelices. Luego me entrega un papel que estaba en su celular encerrado entre el aparato y la funda del mismo.
—Es la dirección—me indica y luego me quita con suavidad el vaso de mi mano izquierda—. No te apures por Martha y los niños, de cualquier forma hoy no es un gran día para que vayas a dar clases.
Suspira abatida y luego se sienta en el sillón frotándose la cara, cabizbaja, llena de estrés y desesperación.
—Muchos están teniendo recaídas—me dice—, muchos padres los están sacando de la escuela, tienen miedo.
—¿Miedo?—. Al parecer, no estoy al tanto de las noticias que pasan en mi ciudad. Lenizah asiente viéndome con esos enormes ojos miel.
—Mi hermana lleva el caso—responde sincera y precisa—, es un virus que colocan en las inyecciones rutinarias de las escuelas. Los está enfermando y muchos no tiene un gran sistema inmunológico. Quieren hallar al responsable pero hasta ahora no hay evidencias concretas.
Asiento un poco y siento mi pecho oprimirse, adoro a muchos de esos niños, no verlos representa una pérdida importante y serían un bálsamo para mi corazón maltrecho.
—Mejor apúrate—me dice mi amiga levantándose y yendo a la cocina—. Campanilla no vendrá a recogerte volando.
Me quedo de pie un rato escuchando el discorde sonido del edificio, pisos que crujen, tuberías que pasan agua, todo en una armonía que solo él y sus habitantes podrían entender.
Regreso a mi habitación y veo la ropa, el clima no se ve muy prometedor pero, viéndolo por otro lado, es mi primer concierto en tres años, ay la vanidad, el pecado favorito del diablo; me llevaría a ponerme un suéter que no me proteja ni del aire con tal de verme bien. Me decanto por una sencilla falda larga y espesa con un estampado abstracto de figuras bicromático y una blusa negra que sube al cuello y abriga los brazos, no estoy dispuesta a pasar frío así que también me pongo un suéter de lana encima, por suerte, mis piernas nunca han sido muy friolentas.
Tomo un par de zapatos al azar que me calzo rápidamente y pruebo a ver si se pueden quitar igual de fácil. La respuesta es positiva. Me acerco al espejo y me veo unos instantes sentándome en el puf; tomo una brocha suave y la paso por una sombra castaña para luego ponérmela en los párpados, me la pienso dos veces antes de colocarlo sobre el ojo derecho, no quiero tocar la herida. Decido tomar una brocha más delgada y también le pongo la sombra, coloreo solo entre los bordes de carne rasgada y un poco en los costados de mis ojos, me coloco una crema hidratante y un humectante en los labios, la sombra es bástate tenue y a penas me da un aspecto más vivo. No me gusta mucho maquillarme, nunca aprendí a hacerlo muy bien y siempre me he mantenido en lo básico.
Me cepillo el pelo para desenredarlo u que se vea más presentable pero lo dejo suelto. Me quedo viendo un momento a mi escritorio antes de recordar que... no necesito las partituras. No necesito nada más que a él. A mi amigo.
Salgo de la habitación y veo a Lenizah ocupada con su paleta de colores al óleo y decido no interrumpirla, tomo la bolsa cruzada que aún descansaba sobre la mesa y me la pongo dirigiéndome a la puerta con la dirección en la mano, se me han ido ya veinte minutos de la mañana.
—Nos vemos, grilla—le digo y ella me responde con un balbuceo volteándose con un pincel en la boca y varios tubos de pintura en las manos, además de una tabla de madera bajo el brazo. Me río y salgo del apartamento. La puerta del 313 sigue cerrada pero aun así decido tocar, la puerta se abre y detrás aparecen un par de gafas de fondo de botella enmarcando unos ojos tiernos y saltones.
—Me voy ya Señora Higgins, Lenizah se queda.
—Oh, ¿estás bien primor?—me pregunta viendo a mi ojo, aún no abre toda la puerta, tampoco espero que lo haga.
—Sí, no es nada. Cuídela.
—Suerte.
Eso es todo antes de que yo baje las escaleras y emerja del edificio. No hay gatos cerca. Me voy caminando un poco hasta la esquina y enfilo mi camino hacia unas calles más adelante dónde él me espera. El taller me recibe con su acostumbrado aspecto decadente.
—¡Don Armando!—llamo en la estancia de donde cuelgan relojes, cuadros y demás artefactos. Un hombre sale desde atrás de un enorme reloj antiguo que llega a tocar el techo.
—Tara, no te esperaba tan temprano—me dice con el rostro manchado de grasa y las manos enfundadas de un par de guantes llenos de hollín.
—Surgió algo nuevo—le respondo encogiéndome de hombros—. Daré un concierto.
Él me ve y camina hacia una dirección lateral.
—Vaya, enhorabuena—responde y camina hacia una puerta elevando la voz para que aún lo escuche—. Está aquí, déjame sacarlo.
Se escucha un pequeño escándalo y luego Armando sale con las manos vacías.
—¿Dónde te presentas?—pregunta y yo le extiendo el papel con la dirección, el se quita uno de los guantes para poder tomarlo y lo ve rápidamente negando con la cabeza.
—Está muy lejos, no podrás llevártelo a pie—dice regresándome el papel—. Llamaré un taxi que te lleve, te lo mandaré a la academia.
No replico pero me duele que tenga que esperar más por poder tocarlo, sentirlo bajo mis manos. Don Armando toma un teléfono fijo y marca un número luego dice nuestra dirección y la dirección de la academia luego cuelga.
—Ya está, vendrá dentro de unos minutos.— Me sorprende que no diga nada sobre mi ojo pero también me alegra, Don Armando es el hijo del carpintero que atendía a mi padre y construyó sus muebles, debe tener ahora unos cuarenta o poco más. Es un gran amigo de la familia pero siempre hemos estado distanciados.
—¿Lo mandarás?—le pregunto y él asiente, poco después de escucha el claxon de un auto fuera del taller.
—Creo que ya llego tu carroza—dice y me abre la puerta, fuera hay un coche amarillo con el logo de una empresa a un costado.
—Asegúrate de que llegue—le digo antes de salir, Armando asiente y entonces yo abro la puerta del automóvil y entro en él.
—Buenos días—le digo al conductor que me regresa el saludo y arranca sin más. No intercambia más palabras conmigo ni viceversa.
Me ajetrea un poco la idea de volver a tocar en un concierto, de que alguien aún no haya olvidado mi música o lo que significó para tanta gente en su momento. ¿Porqué rescatarlo y porqué ahora? Mis ideas vagan en eso cuando la voz del conductor me sacan de mi ensimismamiento.
—Llegamos.
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