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15. Diez mil ochocientos

Uno, dos. Escucho lentamente cómo caen las gotas de agua de un grifo dañado. Tres, cuatro. Son mi única compañía desde hace horas, lentamente y a falta de sueño, he empezado a perder la paciencia y la cordura gracias a la falta de estímulos externos. Cinco, seis. He empezado a contar los segundos a la par que cuento las gotas de agua por segunda vez ya que perdí la cuenta la primera al confundirlas con los segundos. Diez mil ochocientos, diez mil ochocientos uno. Llevo aquí tres horas.

Mis ojos están menos cansados que nunca y una vez más me quitan la posibilidad de dormir un poco. Afuera no se oye ningún ruido, ni el más ligero paso y eso me está desesperando, las llaves de la habitación —o celda como prefieran llamarle— han estado colgando inertes y sosas del clavo oxidado tanto tiempo que he memorizado ya las formas irregulares del metal y he estudiado mentalmente el número plastificado que le cuelga en varios ángulos; en todos se ve mal.

Diez mil ochocientos veintitrés, diez mil ochocientos veinticuatro. Se me hace extraño ver que la luz que recibo de la ventana no cambia en los más mínimo, aún tiene un ligero tono azulado oscuro característico de la madrugada. He asumido que el tiempo, o al menos el tiempo geográfico, no debe transcurrir igual que en casa.

Casa. Una palabra antigua que parece que pertenece a otra vida muy lejana donde mi mayor preocupación era cómo iba a llegar a fin de mes y asegurarme de que mi Pepito Grillo no fuera a pintar las paredes en un arranque creativo.

No, contar, contar es lo único que debes de hacer ahora. Diez mil ochocientos treinta y siete, diez mil ochocientos treinta ocho. Y a la par veintinueve, treinta.

Horas y horas vacías sin nada más que el sonido constante de una única gota que cae y la sorda presencia del tiempo amenazando con ímpetu.

Nada.

Algo.

Un agudo silbido se oye fuera de mi puerta antes de escucharlo en la de a lado, y a lado, hasta que se aleja muchísimo.

—¡FUEGO!

Un pequeño temblor sacude la habitación tirando algo del yeso del techo que cae en un elegante polvo blanco hasta la cama, el corazón me retumba en el pecho y mi cerebro impulsado por la adrenalina me hace pararme y acercarme a la puerta pero esta se abre antes de que yo lo haga y Selvaggia me ve del otro lado del marco.

—¿Qué pasa? ¿Otro intento de homicidio?
—Es la orden—me dice dura tomando las llaves del clavo y sacándome de la habitación por el brazo, sus dedos largos y sin duda alguna asesinos se curvan encima de la manga larga de la blusa.

—Vámonos, están depurando.—Sea lo que sea debe ser muy serio porque camina con un paso muy firme hasta que llegamos de nuevo a la recepción. Huele a humo. Hay un par de anteojos de media luna en el escritorio circular con los cristales rotos. Wellen no está ahí.

Selvaggia abre la puerta hacia una calle ahora extrañamente vacía y camina a pasos agigantados sin soltarme; no soy una persona muy bajita pero aún así tengo que correr para seguirle el ritmo.

Llegamos hasta lo que se ve como un mercado de arte abandonado donde aún hay algunos cuadros tirados por ahí antes de que un hombre con una máscara de la peste negra pase corriendo por un lado y arroje lo que parece ser una granada en nuestra dirección.

Selvaggia me gira bruscamente haciendo que me estrelle de espaldas contra el muro de ladrillos y cubriéndome con todo su cuerpo; por un momento logro percibir el olor a gas antes de que su mano se coloque en mi boca y nariz y solamente pueda oler a sal, ella entera esta sudando de terror y aún así me aprieta contra el muro recibiendo de lleno el impacto de la granada.

Cuando el estallido termina ella se queda un rato en la misma posición, puedo sentir su mano aflojar la presión en mi rostro y como su cabeza se hace un poco al frente, el olor a sal en ella es demasiado penetrante, más aún que en el mar.

—Sígueme.—Tiene la voz algo rota y la oigo forzada seguramente por el dolor. Me vuelve a tomar por la muñeca pero esta vez también me sujeta por la espalda y básicamente corremos hasta el jardín trasero de alguna casa, no tengo tiempo a fijarme en los detalles porque inmediatamente me gira y me toma por la cara con ambos manos. Mi madre también hacía eso cuando era niña y me sentía segura pero cuando lo hace está mujer delgada, de casi dos metros y con una dentadura carnívora en vez de humana me siento aterrada.

—Escúchame bien Tara, te voy a mandar de regreso a tu mundo, y si alguien te pregunta qué pasó quiero que les digas que te robaron ¿de acuerdo?—Su presión se hace más intensa y por su prisa, se que tiene prohibido hacer lo que va a hacer—. Hay más de una forma de salir de Somnum que el túnel, jamás lo digas ¿de acuerdo?

Asiento torpemente y ella patea una fuente muy agrietada que está en el centro, esta se derrumba pero los trozos no se quedan en el suelo si no que caen por un agujero enorme que había debajo, como una madriguera de conejo.

—Vas a bajar por ahí y vas a llegar a una conexión de túneles, quiero que corras, como si no hubiera un mañana, corre hasta que sientas que no puedes más porque si no...

Una explosión lejana y varios gritos distraen su atención un momento antes de que se gire otra vez hacia mí.

—Vete de aquí.
—¿Tienes permitido hacer es..?
—No pienses en mí. Largo.

Y lo último que se es que estoy cayendo por la madriguera hasta que me golpeo dolorosamente en tierra pero no puedo pensar en otra cosa que en levantarme y hacer lo que me pidió: Correr.

Empiezo a correr por un túnel cualquiera como me lo ha dicho, sin descanso, un paso y otro sin parar.

Uno más y uno más hasta que mi mente empieza a fatigarse y empiezo a contar otra vez; uno, dos, tres, segundos donde pierdo energía y velocidad y agua y aliento. Ciento tres, ciento cuatro.

Empiezo a sentir náuseas, se me revuelve el estómago y me sube por la tráquea mientras corro mucho más lento que al inicio. Trescientos veintiséis, trescientos veintisiete.

Me estoy muriendo. Me estoy matando y ni siquiera se el porqué. Setecientos ochenta y nueve, setecientos noventa. Más y más.

Las piernas me fallan y por fin colapso en el suelo con el corazón bombeando sangre a lo bestia y los oídos zumbándome, curiosamente mi mente sigue contando aún cuando ya estoy moribunda. Dos mil cincuenta y dos, dos mil cincuenta y tres. No para, sigue y sigue mientras la falta de oxígeno me lleva a un desmayo.

Y pierdo la razón, solo veo blanco antes de desmayarme en la tierra. Diez mil ochocientos. Pierdo la cuenta después.

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