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Capítulo 33: Declaración de amor

21 de septiembre 2021

Los latidos del corazón se aceleraron en el momento en el que el automóvil pasó por la entrada de Las Bugambilias. Luisa observaba el camino que ahora recorría para llegar al frente de la rústica casa que era la del rancho donde vivió durante años atrás. Cualquier rastro de cobardía, debía soportarlo y suprimirlo si quería salir ilesa de la conflictiva visita que debía hacer.

Más de un pensamiento cruzó por su cabeza, aun así, no había cabida para retractarse, pues se encontraba ahí, con toda la fuerza que le restaba a su cuerpo. 

—Aquí está bien —especificó la mujer de manos sudorosas. 

 Antes de que pudiera bajarse del auto, apareció uno de los empleados de Gabriel. El hombre se acercó prácticamente corriendo detrás del auto que irrumpió en los terrenos sin un permiso.

—¡Esto es propiedad privada! —indicó el joven al tiempo que limpiaba el sudor de la frente con un paño desgastado.

No obstate, la antes dueña de dichos terrenos, asomó la cabeza por la ventanilla del automóvil y mostró una delicada sonrisa para el vaquero que apareció en su camino. 

—Buenos días —saludó Luisa.

—Disculpeme, señora, no sabía que era usted. ¡Buenos días! —declaró sonriente, retirándo el sombrero. 

De inmediato, el vaquero abrió la puerta y ella bajó del vehículo con ayuda del muchacho.

—He venido por algunas cosas —expuso como si fuera necesario especificar la razón de su visita a todo aquel que la mirara por aquellos lares. Ahora, más que nunca, se sentía ajena a Las Bugambilias. 

—¿Desea que busque al patrón? —cuestionó el joven, complacido por la presencia de su antigua jefa.

Sin embargo, Luisa no pudo responder, puesto que la rubia que vivía en su anterior hogar, apareció frente a ella con un sorprendido semblante. Mónica no era una de las mujeres que solía intimidarse por la insolente presencia de la exesposa de su prometido, muy por el contrario, sabía manejarla, entendía que la mejor manera de evitar los insultos de la escritora era ignorando sus molestas palabras. Sin embargo, a pesar de que Mónica aguardó por el sarcástico comentario, este nunca llegó.

—Buen día, Mónica. —Fue todo lo que Luisa permitió salir de sus labios.

—Hola —respondió el saludo con total seriedad. Aun cuando por dentro bien podría derrumbarse en pedazos. 

No obstante, la rubia no era la única intimidada por la incómoda situación. Luisa también lo estaba, quería subir al auto y salir lo más lejos que pudiera del rancho para jamás volver a poner un pie en el lugar, mas no tenía opción. Tragó saliva y mordió su labio inferior, así no notarían el nerviosismo que estaba por consumirla. 

—¿Dónde está Gabriel? He venido por mis cosas y quisiera...

—Está en los establos y no creo que pueda atenderte por el momento, pero tus cosas ya están guardadas. Dora se encargó de hacerlo como te gusta —interrumpió la rubia con la idea de finiquitar pronto el asunto.  

Al instante, Luisa arrugó la frente ante la desagradable respuesta, era Mónica la que impedía un encuentro entre ella y Gabriel o fue el mismo vaquero quien solicitó no ser molestado en caso de que ella apareciera. Ambos casos le molestaban, sobre todo porque no estaba ahí para discutir, sino para recuperar sus pertenencias. Decidió omitir la intromisión de la veterinaria y desvió la mirada hacia las ventanas que le pertenecían a su antiguo estudio.

—¿Qué pasó con las cortinas traslúcidas del estudio? —preguntó después de notar la gruesa tela que con seguridad impedía el paso de la luz solar a su sagrado recinto. Imaginar el espacio en total oscuridad le provocaba un nudo en la garganta que le hacía querer gritar.

—Gabriel ordenó guardarlo todo —declaró Mónica luego de ver hacia la ventana—. ¿Las cortinas también te interesan? Porque creo que esas no fueron colocadas en las cajas donde están tus pertenencias.

—¿Las cosas de mi estudio fueron guardadas en cajas? —cuestionó Luisa con la molestia que amenazaba su interior. 

Mientras tanto, la rubia asentía con la cabeza sin otra cosa que pudiera decir. 

»De acuerdo, ¿podría alguien ayudarme a subirlas al auto? —Apenas si tenía unos cuántos minutos en Las Bugambilias y ya se sentía sofocada. Ya ni siquiera intentaría hablar con su exmarido, tomaría sus cosas y se marcharía para siempre. 

Por su parte, la prometida del dueño se dedicó a analizar a Luisa, todavía esperaba el momento en el que ella explotara, momento que seguía sin aparecer.

—Le diré a alguien —resolvió la mujer para desaparecer de la vista de la castaña.

Respiró hondo, viró el cuerpo y se dedicó a percibir, con cada sentido, la vida que residía en Las Bugambilias, un recuerdo fortuito la sacudió de la nada. Aun sin haber puesto un pie en el interior de la casa, reconoció el acogedor sitio como suyo, situación que nunca surgió en el tiempo que vivió ahí. La ironía la golpeaba cada vez que pensaba en los buenos y malos momentos que pasó estando encerrada en aquel estudio donde solía sentirse protegida. El sol atravesando la ventana, el ruido de los cascos de los caballos, el ajetreo de hombres trabajando y ese peculiar aroma a cuero que se respiraba en la casa. Era un perfecto hogar que ella alimentaba con su presencia desde uno de los rincones del recinto, con las incontenibles palabras que se escribían para narrar historias. Una maravillosa morada de la que fue expulsada.

—¿Qué haces aquí? 

Luisa escuchó con la particular voz enronquecida de Gabriel a sus espaldas. Logró sosegarse antes de girarse y encontrarse con el intenso azul de los ojos de su exesposo. De pie, frente a ella, con ese rubor que siempre lo acompañaba, el sobrero puesto y el fango en las botas. 

—Hola —emitió la castaña casi en un susurro.

Mas nunca obtuvo un saludo de respuesta por parte del rubio que no desviaba la mirada de su rostro. La intimidaba lo suficiente como para sentirse pequeña a su lado, pero, ¿qué debía hacer, si en algún momento de sus vidas, fue ella la que jugó con sus sentimientos? Por otra parte, Gabriel quedó atónito ante la presencia de Luisa, era un reencuentro que, pese a lo mucho que lo esperó, nunca imaginó su propia reacción. 

»Vine por mis cosas —agregó con la voz entrecortada.

El vaquero asintió, luego de haber inflado el pecho. 

—Pudiste enviar a alguien —repuso en un intento por sonar relajado.

Luisa sonrió con medida, mientras jugaba con los dedos de sus manos. 

—Lo sé, pero quise hacerlo personalmente —expuso uniendo los labios con fuerza. 

—Le pediré a alguien que te ayude con eso...

—Gabriel, ¿podemos hablar? —Se atrevió a preguntar Luisa, interrumpiéndole los pasos. 

El vaquero parecía desinteresado en Luisa o al menos eso intentaba fingir frente a ella. Le daba cierto gusto verla más recuperada, se parecía más a la mujer que recordaba antes del caos sentimental en el que terminaron envueltos, aun cuando por ese momento se mostrara tímida, igual a un pequeño pajarito con problemas para volar. Bajó el rostro, sonrió para sí mismo sin que nadie lo notara y luego encogió los hombros, resignado a escucharla.

—Habla...

—En privado, por favor —pidió, después de observar la figura de la veterinaria, aparecer de nuevo.

El rubio se percató de los rostros desencajados de ambas mujeres con suma seriedad. Difícilmente, cualquiera de las dos hubiera podido deducir lo que pasaba por la mente del apuesto hombre. No había expresión alguna que pudieran leer.

—Vamos a mi oficina —respondió finalmente. 

Al instante, Luisa permitió que saliera algo de ese aire que tenía retenido en los pulmones. Mónica, por su parte, asintió y dejó que ambos pasaran hasta el pequeño despacho del dueño de Las Bugambilias. Ella, mejor que nadie, reconocía lo que Luisa representaba para su prometido, si bien, le molestaba la conversación que tendrían a puerta cerrada, también consideraba que lo mejor era que culminaran con ese pasado que los perseguiría por el resto de sus vidas. 

La sensación de tensión le volvía al cuerpo ahora que flaqueaba frente al hombre que poco antes fue su esposo, Luisa se sintió tan cercana y a la vez ajena, todo rastro de nerviosismo comenzaba a manifestarse en las sudorosas manos que no lograba controlar.

—Gabriel, yo... quisiera que...

—Arreglé con tu abogado el pago del dinero que te debo, en poco menos de un año quedará cubierto en su totalidad —aseguró el tipo de la barba descuidada, al tiempo que buscaba algunos documentos en uno de los cajones de su escritorio.

La mujer arrugó la nariz, desconocía cualquier acuerdo de pago que el rubio mencionó.

—Yo no te he pedido la devolución del dinero —emitió sorprendida por la devolución que no pidió. 

—No me interesa, lo tomé como un préstamo. Mi intensión nunca fue robarte como George te mal informó. Una parte de ese dinero, eran las donaciones anuales que se hacen para el hospicio donde creciste, la otra parte se invirtió en Las Bugambilias, ambas fueron tus ideas. También te entregaré tu expediente médico, supongo que lo estarás requiriendo —explicó él mientras colocaba una gruesa carpeta verde con el nombre de la castaña escrito al frente.

Luisa negó de tajo, puesto que no esperaba hablar de dinero. Eso era lo último que le pasó por la cabeza cuando Gabriel le pidió entrar a su despacho. 

—Tampoco te he pedido que hablemos por eso —interrumpió Luisa tras las frívolas palabras de su exmarido. 

—Entonces... ¿De qué quieres hablar? No se me ocurre nada más, después de todas esas ocasiones en las que te negaste a recibir mis llamadas o visitas —expresó el vaquero esta vez más cortante y con el ceño fruncido. 

Luisa lo entendió de repente y tenía sentido, se negó tantas veces a verlo que era tonto suponer que no estaría resentido. 

—Lo hice porque requería estar alejada de todos. —Se excusó desesperada, tragando grueso y un pálido semblante desbocado en tensión.

—De todos, con excepción de George. —Retiró el sombrero de su cabeza y permitió que el rojo de su rostro fuera más visible para la mujer—. ¿Sus visitas sí eran necesarias?  

—¡Fue solo una visita y no la acepté por las razones que tú crees...!

—Te enteraste de mi compromiso con Mónica y, de inmediato, corriste a los brazos del imbécil de George —soltó con el tono elevado y la mano en el aire—. ¡Niégalo! 

No obstante, Luisa no lo aceptaría, notó el descontento del rubio, pero esta vez no fingiría demencia como otras tantas veces hizo para otorgarle la razón. 

—No fue como tú piensas, Gabriel. George ya...

Una vez más fue interrumpida de manera abrupta por el enojo manifestado desde la gruesa voz del vaquero.

—¡No me interesa lo que sea que hagas con tu vida, por mí puedes volver a tus vicios y mentiras, siempre y cuando lo hagas lejos de mí! —espetó Gabriel con el cólera apoderado de su cuerpo.

La castaña permitió que un par de nacientes lágrimas brincaran de sus ojos, pues el dolor provocado por la crueldad que abundaba en las palabras de él, perforó parte de las minúsculas ilusiones que tenía por volver a verlo. Al mismo tiempo, este se percató del llanto sin permitirse a sí mismo un sosiego. 

»Oh, no, de ninguna manera te permitiré que ahora utilices el llanto como chantaje emocional para hacerme sentir mal. ¿Es un nuevo truco? ¿Llorar? Tú no lloras jamás —expuso desentendido de lo que sucedía en sus narices.

—¡No! ¡Te equivocas, no es un nuevo truco! A mí me hirieron tus palabras —respondió Luisa limpiando la humedad del rostro—. Gabriel... Yo quería pedirte perdón...

Los temblorosos sonidos que salieron de los labios de la mujer, erizaron los vellos del cuerpo del texano, el pulso se le aceleró y las rodillas temblaron.

—¿Qué? ¿Qué has dicho? —preguntó anonadado y con la cara de espanto.

—Sí, yo... te pido perdón por todo el daño que te causé, por haberme involucrado con George durante nuestro matrimonio, perdón por haberte usado como publicidad y perdón por haberte hecho lidiar con mi enfermedad —expresó con el poco aliento que le quedaba—. Perdón por todo...

Unas disculpas que parecían tan reales como irreales, un sentimiento que lo hubiese hecho caer de rodillas ante ella en cualquier otro momento, incluso meses atrás, cuando aún la tenía metida en cada rincón de su mente. Las disculpas de Luisa, más que sosiego, le dieron armas para sentir desapego.

—¿Te disculpas ahora? ¿Por qué? —indagó desconcertado y deseoso por saber la verdad. 

—¡Porque, sigo enamorada! —soltó la mujer sin el más mínimo temblor en la voz.

Ambas miradas conectadas por las sólidas confesiones que Luisa permitió salir desde la profundidad de su impulsiva mente. Esa que en su mayoría le traía problemas, esa que estaba dotada de la capacidad del uso de las palabras.

—¡Mientes! ¡Tú mientes todo el tiempo! —expresó el vaquero tallando la barbilla con la mano, en un impulso por no aceptar su realidad. 

—No, esta vez no lo hago. —Luisa le interrumpió las ideas en un grito cargado de fuerza—.  Te amo, aun cuando te moleste saberlo... No tengo la menor idea, si me casé enamorada, pero de lo que sí estoy segura es de que por ahora yo te amo, Gabriel Brown.

—¡No, claro que no! —reprochó ocultando la cara. 

—¡Puedes creerlo o no, pero es la verdad! —interceptó la mujer, buscando por conectar con los ojos azules que creía extrañar. 

Un grito que se metió directo en la cabeza de Gabriel. No obstante, él no lo quería creer, no sería de nuevo el títere de la afamada escritora, no volvería a sentirse como un accesorio decorativo para las fotografías. 

—¿Vienes aquí, un mes antes de mi boda con Mónica, a pedirme perdón y a decirme que me amas? ¿Qué demonios pretendes, Luisa?

—¡Nada, yo no pretendo nada! Yo no te estoy pidiendo que dejes a Mónica o que canceles tu boda. Finalmente, es tu vida, son tus decisiones y yo... ya no formo parte de ello. Mi único deseo era que lo supieras —declaró la castaña con un notable dolor en la voz—. Me estoy despojando de mi orgullo, Garbiel, tal vez podrías hacer lo mismo. 

El pecho acelerado era un claro síntoma de que anhelaba tener la fuerza suficiente para mantener la carcasa ruda que tenía puesta en su exterior, ese mismo orgullo que ella dejó caer, era lo único a lo que él podía aferrarse para alcanzar la felicidad que tanto anhelaba. 

—¡Vete, Luisa! Vete y ya no regreses —vociferó igual de adolorido que la escritora. 

La mujer asintió, cogió los documentos que el hombre le entregó y salió a paso veloz de la casona, mismo que fue su hogar. Los pies se detuvieron frente al estudio que mostraba su vacío interior tras la puerta abierta, como bien lo presintió, las cortinas traslúcidas fueron remplazadas por telas oscuras que impedían toda fuente de luz solar, aquel solitario espacio demandaba su presencia, donde soñaba despierta en el centro de las cuatro paredes que llamó santuario.

Jamás pensó que ver ese lugar tan lúgubre y solitario le dolería tanto, casi al grado de lo que le calaron los reclamos y rechazos de Gabriel, quien lucía igual de solitario y oscuro que aquel estudio. Con esfuerzo, logró emerger de sus pensamientos y se dirigió hacia la salida donde se encontró con el Jeep blanco ya cargado con sus pertenecías.

—¿Qué es esto? —preguntó casi en un susurro.

—Le pedí a los muchachos que subieran todo en tu auto —respondió Gabriel a sus espaldas. 

—No era necesario —replicó ella al tiempo que volvía la mirada hacia él.

—No quiero tus cosas en este lugar. También subieron el maletín con la laptop donde tienes grabadas tus increíbles historias —declaró con un tono sarcástico.

La mujer tragó saliva y asintió temperamental.

—Haré que descuenten el costo del Jeep de tu deuda —expresó para golpear el orgullo del vaquero.

—No quiero que lo hagas —recalcó el hombre igual de molesto. 

—Tampoco era necesario que me lo entregaras —replicó con una fulminante mirada. 

—¡Bien, haz lo que quieras! —Gabriel retiró de nuevo el sombrero y lo golpeó contra su pierna. 

—¡Eso estoy haciendo! —resolvió de tajo y tomó de la mano de Andrew las llaves del Jeep, subió en este y lo encendió para salir prácticamente despavorida de Las Bugambilias.

Aun cuando el rubio lo negara, con aquella salida sentía cada parte de su adolorida alma desprenderse en pedazos como si de un rompecabezas se tratara. ¿Cómo arrodillarse frente a la mujer que le trató como a un juego? Meses antes, cuando George dio a conocer ante la prensa su romance con Luisa, Gabriel se convirtió en la burla de gran parte de Texas. Las mujeres le enviaban mensajes de amor y apoyo incondicional, mientras los hombres no tuvieron reparo en herirle la hombría, incluso los trabajadores de Las Bugambilias hacían bulla sobre ello a sus espaldas.

Los ojos azules del texano se mantenían fijos en la parte trasera del Jeep mientras este se alejaba cada vez más por el camino que daba hacia la salida de sus terrenos.

—¿Gabriel, todo está bien? —preguntó Andrew desconcertado.

—Hablaré con Mónica y luego saldremos de aquí —señaló antes de virar su cuerpo para entrar a la casa e ir en busca de su prometida.

Minutos más tarde, Luisa hacía su arribo de regreso a la hacienda de los Fisher, donde aguardaba la desesperada Helen. Hecha un manojo de nervios, caminaba de un punto a otro con el gato en los brazos, asomándose de vez en cuando por la ventana. Apenas si vio el Jeep aparecer cuando esta soltó instintivamente al animal y corrió a la entrada de su casa. 

—¡Por dios! Me preocupé en el momento que vi volver el auto sin ti.

—¡Exageras, Helen! —expresó la castaña con cierto descontento después de la pelea con su exmarido. 

—Ni lo digas, ese hombre puede perder el control en cualquier momento. ¿Ustedes hablaron? —interrogó buscándole los ojos a su amiga. 

—Sí, entre reclamos y gritos, pero supongo que sí —confesó y asintió con la cabeza. 

Helen hizo grande la boca y llevó una mano a su abultado pecho. 

—¿Qué te dijo? —indagó preocupada. 

—Me odia, me detesta. No me cree nada de lo que le he dicho —replicó Luisa al tiempo que parecía odiar al mundo entero. 

—¿De qué hablaron? —Helen inclinó la cabeza hacia lado derecho y empleó un tono más dulce. 

Parecía no querer responderle a la latina; no obstante, tenía que sacarlo de su cuerpo o explotaría. 

—Le pedí perdón y le expliqué... que estaba enamorada de él.

—Luisa... Pequeña arpía traviesa... —expresó la Helen utilizando un tono juguetón y una pícara sonrisa—. Tú planeas impedir la boda de Gabriel.

De inmediato, la amargura de la castaña fue reemplazada por la sorprendente idea que nació de la mente de su amiga, ¿a caso todos pensarían eso? ¿Tan improbable era que estuviera enamorada?

—¡¿Qué?! ¡No! ¡No es lo que tú piensas! Yo de verdad lo quiero —siseó esa última frase, avergonzada por aceptar el sentimiento. 

—¡¿Bromeas?! El hombre prácticamente te secuestró durante el tiempo de tu amnesia. ¿Estás loca? —interrogó la amiga confundida. 

La cruda verdad se reflejaba en el rostro de la escritora, acababa de ser rechazada por el hombre que ella decía amar y nadie parecía creerle. 

—No es como crees... Él me protegió de mí misma, de mis adicciones, me cuidó de ti, de George, de la prensa y de todo.

—¡¿De mí?! —se señaló a sí misma estupefacta por la acusación. 

—Sí, Helen. También de ti. Tuviste mucha culpa al haberme llenado la cabeza de conclusiones absurdas —reprochó desganada. 

—Bueno sí, pero el hombre cuidó de ti, porque le convenía seguir exprimiéndote económicamente, mira el rancho que tiene ahora. Jamás lo hubiera podido lograr sin tu dinero. Michael me lo dijo —explicó Helen con la idea de hacer entrar en razón a la escritora. 

—A mí el dinero no me interesa y acordó un método de pago con mi abogado. Además, George fue el que me robó —confesó esta, entrelazando los brazos. 

Helen chasqueó la boca, conocía a Luisa o al menos eso creía. Nunca antes pasó por su casa para hablar sobre lo maravilloso que era Gabriel, sino que, muy por el contrario, siempre se mantuvo en un constante rechazo hacia la vida que él proponía tener a su lado. Una espontánea idea le recorrió la cabeza, si bien, ahora podía aceptar que su amiga, realmente estaba enamorada.

—Gabriel está por casarse... —añadió con la idea de retomar la furia contra su vecino. 

—Con la estúpida Barbie granjera —declaró la castaña con la frustración en la voz.

—Hay que admitir que es jovén y bonita —soltó Helen conmovida por el pesar de su amiga.

—Bastante, ella es la mujer perfecta para él: bonita, carismática, con su maldito pelo dorado al viento, a pesar del aroma a animales de establo y la ropa de granja que siempre usa, ella es... No puedo competir con ella —expuso en un desgarrador encuentro con su realidad. 

—Gabriel se casó contigo, enamorado, cariño. Tampoco te creas tan irrelevante —Helen colocó ambas manos en los hombros de ella.

—Estoy casi al borde de la anorexia, tengo un pésimo carácter, una enorme cicatriz en la pierna, problemas mentales y una serie de asuntos personales con los que tengo lidiar, sin mencionar a la prensa que me vigila constantemente. ¿Por qué él habría de preferirme a mí? —preguntó con la mirada enfocada en el enorme ventanal—. Será mejor que acepte mi derrota. Ellos tendrán hermosos bebés granjeros.

—¡Ay, cariño! —Helen estaba más que conmovida, Luisa sí estaba enamorada y con el corazón roto, después de todo—. ¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor?

—Nada, no hay nada que podamos hacer. Helen, gracias por todo, pero debo irme —indicó y luego limpió las lágrimas que aparecieron en su rostro.  

—¿Irte en estas condiciones? No, de ninguna manera. Además, no tienes un permiso para conducir, te lo revocaron después del accidente —intervino la latina ahora preocupada por la integridad de Luisa. 

—Me arriesgaré, lo siento. No puedo quedarme ni un día más, tengo cita con mi psiquiatra y no debo faltar a las sesiones o me internarán de nuevo. Te llamaré llegando a casa —informó decidida a subir al coche y salir de ahí. 

—Me dijiste que tampoco tenías un celular.

—Mi terapeuta me recomendó mantenerme alejada de las redes sociales, aunque tengo una línea telefónica, te daré el número —declaró más tranquila.

—Siendo así... Ve a recuperar tu vida —consintió la latina al tiempo que le daba un fuerte abrazo a su amiga.

Luisa se fundió entre los brazos de Helen y enseguida subió al Jeep para ir directo a su departamento. 

El camino de regreso a Dallas fue más pacífico de lo que pensaba, pues la liberación que sentía después de haberse disculpado con Gabriel y haberle confesado sus sentimientos, para ella, era la estabilidad que su atormentada mente requería. Llegó a su nuevo y reconfortante departamento, esperanzada por la idea de un descanso absoluto, ese que nadie sabía que su cuerpo necesitaba, luego de haber conducido de Las Bugambilias a Dallas y haber subido hasta su nuevo hogar las cajas repletas de sus incontables pertenencias.

Durante la mañana siguiente, Luisa observó los papeles de colores que tenía pegados en la puerta del refrigerador, donde decía «cita con el doctor James» hizo una minúscula mueca al recordar la cantidad de ropa y objetos que tenía por acomodar, le era claro que sería un día tedioso, uno donde requeriría importantes cantidades de café. 

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