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Capítulo 21: Misma historia, dos versiones

13 de agosto del 2020

Los ojos de Gabriel permanecían clavados en la pantalla del celular, las noticias sobre su ruptura matrimonial y el ataque contra él mismo, demostraban ser imprudentes y crueles. Había fotografías de él entrando a la comandancia e imágenes de Luisa sentada en una patrulla policiaca. Un hueco en el estómago y un nudo en la garganta lo atormentaron en medio de los pensamientos culposos que inundaban su cabeza. 

«Debí escucharla», se recriminó con cada nota que aparecía, mientras deslizaba el dedo en la pantalla.

Apagó el teléfono y lo guardó en el bolsillo del pantalón, toda esa basura comenzaba a provocarle daño. Enseguida, levantó la cara y observó por encima del hombro a George. El hombre realizaba llamada tras llamada, caminando de un punto a otro, luego gritaba y se enfurecía con quien parecía ser su asistente. Descargaba todo su enojo contra el jovencito de veintitrés años, recién egresado de la universidad; el muchacho se limitaba a agachar la mirada para después volver a lo suyo. La desesperación de George por apaciguar a la prensa, aparentaba estar acabando con él y esta vez, nada de las mentiras que se le ocurrieran podrían recaer sobre Gabriel.

Los cansados ojos del vaquero se colocaron sobre el pasillo y notó a dos policías que avanzaban en su dirección; se trataba de una mujer robusta y piel morena, con un semblante desencajado. A su lado iba su compañero: un rubio, alto y fornido hombre. La típica presencia de un texano.

—Señor Brown —llamó uno de los policías.

—¿Qué sucede, oficial? —preguntó, apartando sus pensamientos y enderezando el cuerpo.

—Tiene que acompañarnos.

El hombre quedó pasmado, tragó saliva e imaginó que algo estaba fuera de lo normal.

—¿Hay un problema con Luisa o mi declaración?

—Su esposa sigue en ello, señor. Pero usted debe venir con nosotros —informó la enorme mujer, mostrando las llamativas esposas plateadas.

—¿Qué? No, yo no hice nada... —dijo con cierto tono de desesperación, luego de entender lo que estaba por suceder.

Los policías omitieron las interrogantes de Gabriel y lo sujetaron del brazo que tenía libre para atarlo a uno de los policías, ya que decidieron respetar el cabestrillo que protegía la reciente herida de quien, horas atrás, fue considerado víctima.

George, atraído por los gritos, enfocó su atención y se encontró con un Gabriel renuente a cooperar. Verlo esposado, de algún modo, le proporcionaba felicidad.

El rubio fue trasladado a un cuarto de interrogatorio, igual de iluminado y bajo las mismas condiciones en las que mantenían a Luisa. Los detectives optaron por iniciar la secuencia de preguntas de manera inmediata, tomando en cuenta que ninguna de las dos versiones coincidía. Uno de los dos mentía y Douglas estaba decidido a terminar con ello antes de la cena.

—¿Café? —Ofreció el detective una vez que entró a la habitación.

—Estoy bien, gracias. ¿Por qué estoy aquí esposado a esta mesa? —preguntó el acusado usando un tono altivo—. No creo que esta sea su manera de invitarme un café.

—Las preguntas las haré yo, señor Brown —respondió el hombre sin siquiera mirarle el rostro—. Dígame, ¿por qué cree que está aquí, esposado a la mesa?

Señaló su mano con la mirada y luego se acomodó en la silla que seguía vacía. 

—Bueno, no lo sé. Hice la misma pregunta, detective. Supongo que alguna acusación debe haber en mi contra cuando es notable que no fui yo quien disparó el arma, más bien, soy el agredido —resolvió al tiempo que señalaba el cabestrillo donde reposaba el brazo herido.

El detective hizo una mueca y asintió de un movimiento de cabeza. 

—Una persona puede atacar bajo muchas circunstancias, señor Brown. Aquí el problema no es la agresión física, sino la razón por la que se originó —determinó arqueando una ceja con la mirada en el hombre frente a él.

Por su parte, Gabriel se negaba a la idea de ser señalado como el culpable de todo acto, tampoco quería creer que matarlo fuera un plan de Luisa; sin embargo, sabía que algo estaba mal. 

—No le diré nada que no haya dicho ya, todo está en mi primera declaración. Ella me atacó sin razón o, al menos, desconozco el motivo, porque ustedes no me han permitido hablar con ella —replicó sin ganas de volver a declarar. 

Para su sorpresa, el hombre que hacía las preguntas tenía el escepticismo plasmado en cada expresión de su cuerpo. 

—Su esposa nos contó de su amante y de sus problemas económicos. ¿Es usted el apoderado de sus bienes en este momento?

El semblante de Gabriel palideció gracias a la debilidad que, de cierto modo, le golpeó al instante, esa que lo atosigaba en cada día o noche en el que buscaba sobrevivir a su aún esposa. Ahora entendía el nuevo juego de Luisa, una vez más, la mujer supo preparar un plan brillante que le permitiría salirse con la suya como siempre sucedía.

—Ella está enferma, sufrió un accidente que la dejó incapacitada mentalmente para tomar decisiones. Y, por lo otro, sí tenía una novia, pero incluso Luisa lo sabía, vivíamos una doble vida. Nuestro matrimonio no es exactamente lo que la prensa dice que es —aseguró olvidándose del escándalo que la confesión podría ocasionar. 

El detective entrecerró ambos ojos, asintió con la cabeza, aceptando las palabras de Brown.

—Ya veo... ella también me habló del hombre de las sombras, dice que había alguien con acceso a su habitación que le hablaba y le susurraba cosas. ¿Qué sabe de eso? —inquirió con el tapón de la pluma entre los dientes. 

—¿Un hombre entre las sombras?—. Negó de inmediato—. Debe ser falso, lo único que busca es una excusa para evitar el divorcio o apoderarse de todo.

—¿A qué se refiere? —cuestionó Douglas, enderezó su robusta figura sobre la rígida silla.

—No es la primera vez que lo hace. Nuestra relación se ha vuelto un círculo vicioso. —Miró justo al punto donde sabía que se encontraba la cámara, desvió levemente los ojos y volvió al interrogatorio—. Discutimos, yo pido el divorcio, ella miente sobre algo y terminó aceptando sus convenientes ideas. Lo del hombre que quería matarla es falso, sabía que yo estaba molesto porque se inventó lo del embarazo.

Douglas asintió de nuevo, analizó sus notas y continuó con la charla.

—Entonces, ¿cómo fue, exactamente, que ambos terminaron en el establo a las cuatro de la madrugada?

—Hizo un escándalo, decidí no hacerle caso hasta que noté que el alboroto aumentaba. —Estaba incómodo, cansado y preocupado. Aun así, consideró que lo mejor era esclarecer la situación si quería quedar libre de toda culpa—. Fue entonces cuando fui a buscarla, pero ella ya había salido de la casa. Mis trabajadores la hallaron y pueden corroborarlo.

Una curvatura en los labios apareció en el rostro del detective, era como si sintiera que lo tenía atrapado. 

—Luisa nos aseguró que fue a buscarlo a su recámara y no lo encontró ahí. ¿Dónde estaba, señor Brown?

Gabriel levantó la mirada, pensó evitar responder, pero comprendía que de no hacerlo terminaría como un claro sospechoso. 

—Me avergüenza decirlo, pero me escondía de ella —declaró con la cara roja. 

—¿Por qué? 

La respuesta no era natural, ¿quién suele jugar a las escondidas por la madrugada? Incluso para Gabriel aquello sonaba absurdo. 

—Esas tres últimas noches fueron desastrosas, ella iba a mi habitación diciendo que buscaba mi protección. Como le dije antes, Luisa inventa cosas todo el tiempo para salirse con la suya. Lo último que yo necesitaba era caer en su red de mentiras de nuevo, estaba decidido a obtener el divorcio, así que me fui a dormir a otra habitación —explicó con un tono de decepción y desahogo. 

Con cada palabra que soltaba podía sentirse más libre, aunque también era como un cuchillo que oprimía contra Luisa. No obstante, aquello se tornaba cada vez más confuso para quien debía resolver el caso. Douglas, ahora se formulaba más incógnitas que respuestas, a pesar de su creencia en la inocencia de Luisa. 

—En resumen: su esposa pierde la memoria, los medicamentos que toma le afectan de manera mesurada, la desprende de los derechos para manejar su patrimonio, es atacada por un hombre en su propia casa y usted se esconde de ella —comentó con un tono poco condescendiente, recopilando los datos—. ¿No le parece extraño?

El texano contempló el semblante de aquel hombre que parecía estar del lado de Luisa. No, en realidad no lo parecía, el detective estaba a favor de su esposa, ella era la víctima. Frunció el ceño y comenzó a golpear, ligeramente, la yema de los dedos con la mesa, uno detrás del otro; las ideas se le acomodaron, pero previo a ello, tendría que hablar con ella y antes de ello, requería ser aconsejado.

—Necesito a mi abogado—. Fue lo que Gabriel emitió. 

Una notable curvatura se formó en los labios del detective Douglas.

—Eso creí.


El sonido de las manecillas del reloj, comenzaban a causar inquietud en la confundida mente de la castaña, quien seguía sentada en esa fría e incómoda habitación, donde apenas si se le permitía dar unos cuantos pasos. El café que le ofreció Douglas era todo lo que le acompañaba en el estómago y dos permisos para ir al sanitario fueron el pequeño entretenimiento por breves minutos.

Sin embargo, el rostro de Luisa mostraba estar sumergido en lo más profundo de sus pensamientos, mismos que se manifestaban en sus expresiones faciales; sonriendo, tarareando, un ceño fruncido, un par de lágrimas. No cabía duda de que en su cabeza existía una guerra sentimental y racional que sólo ella combatía. 

Las paredes vacías del lugar no ayudaban en nada, pues la imaginación era tal, que planteó diferentes escenarios para sí misma: alternativas para la resolución de su vida, donde siempre terminaba venciendo, feliz y al lado de quien creía amar. El mismo que, actualmente, se negaba a permanecer a su lado.

Cualquiera asumiría que es así como trabajan las brillantes mentes de los escritores, capacidades magistrales que se dedican a forjar historias para estimular la imaginación de los lectores y sumergirlos en su mundo. En esta ocasión, la inventiva no iba encaminada a la creación de un libro o de un cuento de hadas, sino todo lo contrario; se trataba de la vida de dos personas, esa que fue destruida por situaciones complejas que la misma pareja produjo y plantó a su alrededor. No era una historia cuyo final feliz, Luisa pudiera describir con su seductor lenguaje, tampoco era un párrafo mal escrito que fuera corregido. Esa era la realidad, su realidad.

El detective Douglas apareció frente a sus colegas después del riguroso cuestionamiento al que fue sometido Gabriel, el hombre que permanecía encerrado en el cuarto de interrogatorio ubicado a un costado de ella. Habían transcurrido más de veinticuatro horas y las ojeras comenzaban a relucir en el rostro del detective. El agotamiento era notable y en gran parte se debía a las respuestas opuestas que la pareja otorgaba. En ese punto, Douglas era más un mediador en la disputa matrimonial que una persona cualificada para resolver casos.

En las oficinas de la policía permanecían George y Andrew, esperando respuestas por parte de los hombres de elegantes trajes que hablaban entre ellos constantemente, caminaban de una oficina a otra y hacían sus apelaciones. Los abogados seguían sin ser capaces de hacer mucho, pues el lugar era un completo caos y todo era, en mayor parte, por el caso más famoso de Texas.

Los seguidores de Luisa arribaron al sitio con pequeñas pancartas que exigían justicia para la escritora, las noticias eran rápidas y las conspiraciones entre los reporteros lo eran aún más. Para ellos, la palabra «vender» era lo único que los mantenía ahí, de pie, soportando el hambre, la sed, el cansancio y la tenue llovizna que se manifestaba desde la inmensidad del grisáceo cielo.

La acusada le habló al detective sobre los medicamentos, aquellos que Gabriel insistía en que debía consumir. Entonces, se requirió de una orden de cateo para Las Bugambilias. Alejandro, el abogado de Gabriel, intentó impedirlo sin éxito. También demandaron la presencia de Dora, la mujer que estuvo conviviendo durante varios años con el falso matrimonio; si alguien sabía con exactitud lo que sucedía entre ellos, debía ser ella. Dora expuso algunos datos, pero el panorama no se esclarecía y el tiempo seguía corriendo.

—¡Cuarenta y ocho horas! ¡Cuarenta y ocho horas, y seguimos sin resolver el caso! —espetó el comandante de aquellas oficinas—. Me parece absurdo que no puedas con una pelea matrimonial, Douglas.

—Lo sé, Robert, pero esto no es lo que parece a simple vista. Esos dos de verdad esconden algo... —explicó con la voz vencida. 

—¡¿Esconder algo?! ¿Es esa tu conclusión después de cuarenta y ocho horas? Dios... Creí que eras el mejor —bramó con una mano en la cabeza, al tiempo que golpeaba el viejo escritorio con la otra—. Douglas, tengo a la maldita prensa sobre mí, ese es tu departamento, esta es mi comandancia y ahora el mundo entero espera una respuesta. ¡Debiste resolver esto durante las primeras veinticuatro horas como se hace con normalidad en este tipo de casos!

—Robert, eso haré. Te daré un culpable, sólo déjame continuar con mi trabajo —alegó intentando omitir el escándalo que rodeaba las oficinas. 

—¡Dime un nombre, quiero a uno de los dos tras las rejas ahora mismo! —exigió el comandante golpeando una vez más el escritorio repleto de papeleo. 

—¡Sabes que esto no funciona así! —masculló, buscando calmar las exigencias de su jefe y amigo—. Además, tengo razones para creer que ella no es tan culpable como se supone que es.

El comandante hundió el entrecejo al tiempo que caminaba por su pequeña oficina. 

—¿Por qué? ¿Por ser mujer o por ser famosa? ¿Ahora eres uno de sus fans?

Douglas negó en el acto, molesto por las acusaciones.

—Él esconde algo, ella fue drogada y Brown no ha querido decirnos nada, excepto que son medicamentos controlados y regulados por un médico que no aparece. —Señaló la puerta con un brazo extendido. 

—¿Revisaste la cédula? —cuestionó con cierto desespero por hallar una falla en todo aquello que ya estaba mal. 

—Claro que lo hice, Robert. No soy un maldito novato y eso no me lo dice todo. Siempre hay maneras de conseguir esas recetas cuando se tiene dinero. Ellos lo tienen o, al menos, él tiene el de ella.

—¿Brown te ha dicho algo nuevo?

El detective soltó el aire y denegó de nuevo. 

—No desde hace varias horas. Se niega a seguir respondiendo preguntas hasta que no le permita verla.

—¿Y la escritora? —Estaba intrigado por el caso. A las afueras de la comandancia había un tumulto de personas gritando.

—Tranquila, serena, como si esto no estuviera pasando. Ahí hablando con las paredes —siseó Douglas preocupado por la conducta de la mujer. 

Aquel volvió el rostro hacia su amigo, dejando de lado el papeleo. 

—¡Haz algo, entonces! Si no hubo nada en la casa, es porque ella es inocente, su versión es real —afirmó el comandante.

—Tampoco me puedo permitir confiar en su declaración. —Exhaló con desgano el agente—. Tiene amnesia.

—¡Demonios, Douglas! ¿Qué es esto? ¿Una telenovela? ¡Ve a resolver esto! —gruñó el uniformado mientras giraba para observar por la ventana a la multitud que esperaba a las afueras de la comandancia.

El detective terminó por asentir, se puso de pie y sacó el pecho frente a su jefe.

—Lo haré, pero tengo que solicitar un careo —soltó de una.

—¡¿Qué?! —preguntó volviendo la mirada confundida a su mejor detective—. Necesitas dormir, ¿cierto?

—Quieres que resuelva el caso ahora mismo, ¿no?

—Sí, pero... ¿Un careo para una disputa familiar? —Alzó una mano en el aire, como quien no acepta que tuvieran que llegar a tales extremos. Luego respiró hondo y vio a su amigo de un modo suplicante. 

—Es eso o seguimos con las averiguaciones, y créeme, no hay mucho fuera de la amnesia de la escritora y de las palabras contradictorias de ambos.

El robusto comandante de bigotes teñidos y cabello gris analizó con recelo la idea que, lejos de parecerle idóneo, le resultaba más una aberración que le traería muchos más problemas que respuestas, incluso podría empeorarlo todo.

—Si no hay más opción que esa, entonces ¡hazlo! —expresó el hombre para volver la atención a donde la multitud demandaba justicia para la escritora. 

08 de noviembre del 2013

Caminaba apresurada por una larga calle de Boston donde ya se manifestaba el otoño, no había nada que le hiciera detenerse, no habría nada que la incitara voltear atrás. Su mirada iba solo de frente, no existía un pasado, esta vez surgía un futuro. 

Dobló por la esquina de la calle y sintió el corazón detenerse al tiempo que observaba su libro en el hermoso escaparate de aquella librería, tuvo que leer varias veces el nombre de la autora que figuraba en la portada mientras se pellizcaba el brazo una y otra vez. Su sueño se hizo realidad, uno que no creyó que pudiera lograr.

La puerta de la librería se abrió y apareció el famoso editor que se encargó de compartir su talento con el mundo. Se acercó a ella con una enorme sonrisa que iba de oreja a oreja y la atrajo a su cuerpo para darle un fuerte abrazo.

—Lo dudaste todo el tiempo, ¿cierto? —interrogó el hombre de traje elegante y cálida mirada.

—Jamás consideré que fuera una posibilidad. ¡Oliver, yo escribí ese libro! —expresó sonriendo con pequeñas gotas de agua que le brotaban de los ojos, mientras sus dedos apuntaban el escaparate iluminado con luces.

—Esta es solo una librería. Una sola —dijo con el dedo índice extendido—. Justo en este instante, ese libro se está exhibiendo en cincuenta y dos librerías de esta ciudad. Además, estoy trabajando para que sea vendido en todo Estados Unidos —advirtió tocando los hombros de la castaña.

—¡Dios... Sigo sin poder creerlo! —manifestó la escritora con total felicidad. 

—Pues créelo, porque pronto tendremos que organizar firmas de libros, entrevistas y, por supuesto, el siguiente material.

—Ni siquiera sé cómo voy a agradecértelo —agregó ella con un enternecido semblante.

—Disfrutando lo que haces, creyendo en tu talento y asegurándote de que continúe siendo tu editorial, así como yo, tu editor —mencionó el hombre conmovido por la felicidad de Luisa—. ¡Te prometí que el mundo te leería y eso es lo que haremos! 

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