Capítulo 19: Un refugio para la mente
12 agosto 2020
La sensación del sol sobre su piel era reconfortante para la escritora, la luz y la amplitud del campo era lo único que le proporcionaba serenidad en aquellos días de enorme confusión. Días donde la soledad y el miedo, fueron sus exclusivos compañeros. Esa mañana salió a hurtadillas de casa pese a que nadie la vigilaba o la retendría, eran diversas la razones por la que se sentía presa en su propia casa.
Dora la incitaba a pasear por el campo, Gabriel la ignoraba por completo y George le insistía en no salir de dichos terrenos. Cansada de su encierro, caminó hasta llegar al hermoso espejo de agua que acostumbraba a visitar antes del accidente. Luisa, sin saberlo, estaba siendo acogida una vez más por su buen amigo, el lago, cuya frescura y serenidad contribuía con la dosis de paz que requería.
Después de haber fundido sus ojos con la naturaleza por varios minutos, se tumbó al costado de un tronco. La compañía crecía. Ahora eran Luisa, el lago, el sol y el tronco. No obstante, la vulnerable mujer, no se olvidaría de los calmantes, esos que aseguraba necesitar ingerir para un descanso, así por la noche podría mantenerse lúcida y alerta de lo que el enemigo pudiera hacer.
Dicho esto, introdujo las manos en los bolsillos del pantalón y, al volverlos, se encontró con dos pastillas blancas que llevó a su boca. Buscó a su alrededor ese cilindro plateado del que estuvo bebiendo whisky, mas no estaba por ningún lado, se olvidó de este en algún lugar de la casa. Hizo una expresión de descontento y tragó las píldoras con solo la saliva que tenía.
Pasaron algunos minutos antes de que la droga provocara esa maravillosa sensación de somnolencia que disfrutaba cuando se encontraba en soledad. Empezaron a pesarle los párpados, quería dormir. En realidad necesitaba el descanso, se lo estuvo negando por dos días completos.
Estaba dispuesta a relajar el cuerpo cuando unos ruidos que surgieron a su alrededor le hicieron alertarse de nuevo. Volvió la mirada en todas direcciones, pero no parecía haber alguien en su cercanía, o al menos eso fue lo que creía, puesto que de pronto escuchó la voz de una seductora mujer hablándole.
—¡Hola! —saludó la atractiva rubia de uno sesenta y cinco centímetros de estatura, labios carnosos, piel de cerámica, cabellera abundante y rizada.
«Es muy hermosa», pensó Luisa.
La mujer caminó hacia ella evitando causar estragos en la escritora.
—¿Quién eres? —preguntó al tiempo que se ponía de pie.
—Me llamo Margaret —respondió la rubia con una genuina sonrisa confabulada con el ambiente que leas rodeaba.
—¿Te conozco? —Estaba tan cansada que, con dificultad, podría recordarla—. Discúlpame, pero perdí la memoria en un accidente y me he olvidado de todas las personas que...
—No te preocupes por eso —interrumpió negando tanto con la cabeza como con las manos—. De ninguna manera podría creer que te olvidaste de mi rostro, Luisa.
—¿De qué hablas? —cuestionó, sintiéndose cada vez más atraída por la mujer.
—Digamos que soy muy importante para ti —aseguró Margaret al tiempo que se acercaba con delicadeza al lago.
Luisa la observaba incrédula, con más de una pregunta naciente en su cabeza.
—Supongo que vives por aquí cerca —dijo mientras analizaba los movimientos de la rubia.
—¡Oh, sí! Bastante cerca.
Por más extraño que pareciera, se sentía cómoda con la presencia de la desconocida. Una ligera curvatura se formó en sus labios, levantó el rostro y arqueó una ceja con la intención de resolver la encrucijada.
—¿Somos amigas, Margaret? —inquirió Luisa a fin de concretar lo que imaginaba.
La mujer sonrió y asintió de inmediato.
—Te lo dije: de ninguna manera te podrías haber olvidado de mí —expuso la rubia con total beatitud.
Luisa devolvió la expresión cargada de felicidad, estaba satisfecha luego de haber recordado a la mujer que por ahora le acompañaba.
—¿Por qué no habías venido a verme antes? —cuestionó extrañada.
—Creo que eso tiene mucho que ver con Gabriel. Él lo impidió de cierto modo. Supongo que el hombre está dispuesto a todo con tal de salirse con la suya.
La alegría de la escritora desapareció en el acto, Gabriel movió de nuevo las piezas alrededor de ella.
—No puedo soportarlo más —declaró en dirección a Margaret—. Vivo con el constante miedo de que me haga daño.
—Y debes temer —confirmó con el semblante ensombrecido—. Cuando se enoja, pierde el control. Además, tiene tiempo tras tu dinero. Lo sabes, ¿no?
Luisa asintió, ahora más que nunca creía en las malas acciones de su esposo. Sin embargo, no estaba dispuesta a ponérsela fácil, si él habría de quedarse con todo, antes tendría que matarla.
—¿Lo conoces bien?
—Tan bien como a ti —aseguró Margaret que ahora introducía sus manos y pies en el agua del estanque.
La castaña se acercó de a poco con la idea de sentir el agua; sin embargo, desistió, apenas se aproximó al lago.
—Me ha estado dando unas pastillas para mantenerme sedada, firmé unos documentos y ahora él maneja mi vida. Quiere hacerle pensar al mundo que he enloquecido para encerrarme en un hospital psiquiátrico. —Bajó el rostro y escondió la humedad que surgía de sus ojos—. El muy cobarde se deshará de mí.
La mujer la miró con cara de espanto, puesto que aquella historia parecía sacada de una novela de ciencia ficción, una de esas que Luisa hubiera podido escribir.
—Debes actuar primero. Solo así, no le permitirás que se salga con la suya —aseguró en un tono firme y precavido—. Tú no estás loca, Luisa. Muy por el contrario, eres una mujer fuerte y coherente. Tal vez tus recuerdos están fallando, pero dime tú, ¿a quién no nos ha traicionado la mente?
La castaña asintió satisfecha ante las palabras que su nueva amiga le brindó. Agradecía infinitamente la presencia de la hermosa rubia que pasó la tarde con ella entre rigurosas pláticas y extenuantes consejos. Mismos que Luisa decidió poner en práctica para defenderse de Gabriel.
Después de un par de horas, justo antes del anochecer, se despidió con cordialidad de Margaret y regresó a casa. La luz del sol, pronto, comenzaría a desvanecerse. De ningún modo, la oscuridad le era agradable por aquellos días, le hacía sentirse vulnerable, indefensa y expuesta al punto de ser consumida por las sombras que rondaban su habitación.
En su camino de retorno, escuchó una característica voz que venía desde el establo, supo que se trataba de Gabriel, quiso seguir de frente e ignorar su presencia, pero sus impulsivos gritos provocaron que se acercara para entender algo de lo que él hablaba. Figuraba con el teléfono sobre la oreja, caminando de un lado a otro, el rostro enrojecido; posiblemente por el calor o por la frustración que su voz declaraba.
La escritora estaba a punto de retroceder, cuando escuchó su nombre dicho de los labios de su esposo. Hablaba de ella o, al menos, eso parecía. De nuevo surgían los problemas con su presencia, ¿por qué Gabriel la detestaba tanto? ¿Qué hizo ella antes del accidente? Apenas si lograba comprenderlo.
—¡No, de ninguna manera tiene arreglo! Ella no está bien y se me ha salido de las manos —soltó con la enronquecida voz y tono alarmante, incluso sonaba desesperado.
¿Qué sucedía? ¿A qué se refería Gabriel con que se le fue de las manos? Probablemente, tenía que ver con las pastillas, esas que le hacía consumir y que él creía que continuaba tomando, así lograría que el mundo la percibiera como una mujer sin cordura.
—Busca a James, él sabrá qué hacer. Yo hablaré a la clínica. Luisa tiene que ser internada mañana mismo. —Volvió a explicar el rubio tallando la nuca.
La castaña llevó ambas manos a la boca y comenzó a retroceder antes de que el vaquero se percatara de su presencia; ya una vez, él se molestó mucho por haberla encontrado escuchando sus conversaciones. No cometería el mismo error, no ahora que se trataba de su libertad.
Con sigilo se internó en su casa, caminó alrededor de ella antes de ir a su santuario y luego iría de regreso a su recámara donde se suponía debía conciliar el descanso. Se sentía cansada, demasiado agotada física y mentalmente como para continuar con la batalla que tenía con Gabriel. Fue al escritorio, abrió el cajón y buscó ansiosa un par de píldoras que ingirió con el placentero líquido que surgía del cilindro plateado que olvidó horas atrás.
La respiración pausada apareció junto a la sensación de tranquilidad que los calmantes le proporcionaron. Permaneció sentada en el sofá por varios minutos, en un trance del que solo ella podría emerger. Eran escasas las motivaciones que llegaban a su cabeza, su vida sentimental era su propio infierno, uno que ella misma se provocó según Gabriel. Pese a que lo sabía todo, no podía parar de culparse por la vida que tenía: adicciones, un matrimonio fallido, una carrera que estaba siendo desatendida, no tenía ni la más remota idea de quién era en realidad.
«¿Quién era Luisa Brown?»
Era la tercera noche desde que el misterioso hombre se internó en los pensamientos de Luisa. Con dificultad, pensaba en otra cosa que no fuera eso y Gabriel despreocupó por completo del perturbador momento que atrofiaron los nervios de la vulnerable escritora. Él aseguraba que era parte de una estrategia bien montada para llamar su atención, o bien, terminar siendo seducido en la cama de su esposa.
Por otro lado, Luisa no podía sacarse de la cabeza las sombras y los susurros que percibió noches atrás; además de la conversación que mantuvo con Margaret y la discusión al teléfono que escuchó en el establo. Un día posterior al ataque, intentó dormir mediante el uso de calmantes que le ayudaran a relajar su impulsiva mente. A pesar de ello, no logró el descanso que tanto necesitaba, pasó las noches en vela, cuidando de sí misma, percibiendo cualquier sonido o movimiento y sofocando sus insistentes miedos.
Por las mañanas, caminaba descalza por la casa con una taza de café entre las manos, lo hacía casi como si se tratase de un espectro que se negaba a dejar la vida terrenal. Después se internaba de regreso en el estudio y dormitaba en el sofá frente al televisor. Llegada la noche, volvía a mantenerse alerta de cualquier cosa que pudiera dañar su integridad física, sin darse cuenta de que su estabilidad emocional estaba por completo expuesta y descontrolada.
Dora estaba preparada para servir la cena en la mesa de la cocina igual que cada noche, Gabriel entró a la casa con las botas llenas de fango como ya era costumbre; caminó directo al sanitario para lavar sus manos y de regreso a la cocina, donde la comida aguardaba. De nueva cuenta preguntó por la castaña, pero esta vez ni siquiera Dora le supo dar una respuesta. El hombre se encogió de hombros y observó la pantalla de su celular; las noticias sobre el embarazo de Luisa continuaban invadiendo parte de las redes sociales y eso le molestaba cada vez más.
—¿Qué de verdad nadie trabaja? —cuestionó molesto—. Es fastidioso que la gente no tenga nada más importante que hacer, además de meter las narices en mi vida privada.
—Texas la ama, Gabriel —respondió la mujer con un tono relajado, acercando una cerveza fría.
—No entiendo por qué. Es inestable, soberbia y falsa —manifestó con firmeza.
Para su suerte, los adjetivos no solo fueron escuchados por la tranquila Dora, sino también por su propia esposa, esa que él describía como su problema principal.
—¿Algo más que gustes agregar a tu petulante lista de adjetivos? —cuestionó Luisa desde la puerta.
Gabriel frenó sus movimientos en el instante en el que la vio. Ella de verdad necesitaba dormir; puesto que grandes ojeras enmarcaban el rostro, la piel lucía más pálida que de costumbre y estaba mucho más delgada de lo que estuvo antes. No obstante, su aspecto físico era un reflejo de los terrores que abundaban en la mente de la escritora.
—Luisa, cariño. ¿Por qué no te sientas a comer algo? —ofreció Dora con una expresión de preocupación.
—No quiero nada, gracias. Perdí repentinamente el apetito. Solo vine por agua, ya me iré a mi habitación —respondió ella, cogió el vaso que solicitó y se dio media vuelta para salir de la cocina.
—¡Luisa! —gritó Gabriel de pie frente a la mesa, mientras observaba a la mujer detenerse—. ¿Has estado tomando los medicamentos?
Se mostró Inseguro de haber cuestionado la salud de quien fuera su esposa; no obstante, la mujer asintió con los ojos anclados sobre él y de manera inmediata retomó el camino hacia la habitación.
El vaquero volvió el rostro a donde Dora, buscando la confirmación por parte del ama de llaves que se había encargado de suministrarle las pastillas y los alimentos.
—No ha comido nada bien estos últimos días, pero sí tomó los medicamentos.
—Eso ya es algo —agregó el rubio soltando el aire y continuando con la cena.
Largas horas pasaron y el reloj que Luisa miraba en su habitación marcaba las cuatro con quince minutos de la madrugada. Sabía que dentro de una hora, el sol comenzaría a mostrar sus primeros signos y eso la hacía sentirse mejor, llevaba tiempo que la oscuridad le molestaba, prefería la luz natural por la calidez que transmitía, era igual a los baños de agua caliente que tanto disfrutaba.
El cansancio la venció por cortos minutos, la mente le permitió soñar. Para Luisa, soñar no era placentero, pasaba la mayor parte del día con la mente divagando, imaginando todo tipo de historias que le abrumaba el pensamiento a cada instante. Era por eso, que los tranquilizantes se convirtieron en parte de su vida diaria, nada más bajo sus efectos conseguía apaciguar su inquieta invención mientras estaba despierta, pero cuando dormía, su cerebro la arrastraba al extraño mundo al que pertenecía, el mundo donde habitaban los cuantiosos personajes que sus lectores amaban.
Esta vez, el ingenio no la condujo a sus historias, sino a sus últimas vivencias, por lo que despertó alarmada tras una ligera pesadilla, donde el hombre sin rostro la perseguía de nuevo. Entendió que no existía forma de frenarlo, el atacante estaba en todos lados y tenía que acabar con él sola.
Agotada, se sentía agotada mentalmente y, aun así, debía encontrar fuerzas para acabar con su calvario con el sólo objeto de mantenerse con vida. Escuchó ruidos en el fondo de la habitación y sus enormes ojos marrones se abrieron de par en par, necesitaba examinar con atención aquello que parecía esperarla en el armario; requería estar despierta para identificar el rostro de quien la perseguía días y noches. Finalmente, se puso de pie con el pecho a punto de explotar y con un incontrolable temblor en el cuerpo, relamió sus labios resecos y se echó a andar a donde la oscuridad abundaba.
«Luisa» escuchó desde las sombras.
—¿Quién eres? —interrogó con la voz entre cortada y el pánico, apoderándose de ella— ¿Qué es lo que quieres?
No logró entender cómo fue que terminó prácticamente frente a la puerta del baño, justo en el lugar donde aseguraba que se encontraba el misterioso hombre, aguardando por su presencia. Una parte de ella quería salir corriendo; aunque, por otro lado, necesitaba revelar el rostro de su tormento.
«Luisa».
Empujó con lentitud la puerta tras percibir su nombre en un susurro y ahí, en medio de la opacidad, vio al hombre desconocido sin inmutarse por su presencia.
—¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí? —preguntó sin obtener respuesta—. ¡Responde!
Sin embargo, todo intento de comunicación fue roto cuando la sombra del hombre se fue contra ella.
»¡No! ¡Déjame en paz! —gritó la mujer que salía corriendo con dirección a la recámara de Gabriel.
Entró a la habitación sin haber llamado a la puerta, aunque su sorpresa fue mayor cuando se dio cuenta de que quien debía protegerla no estaba ahí.
—¡Gabriel! ¡Gabriel! —llamó en el centro de la recámara inspeccionando cada rincón.
Recordó el arma que su esposo guardaba en uno de los cajones y de inmediato corrió a buscarla.
«Luisa, ven aquí», de nuevo escuchó ruidos, pero esta vez no eran susurros, sino voces, creyó haber escuchado la voz de Gabriel llamándole.
«Ven a mi lado, Luisa».
—¿Dónde? ¿Dónde estás? —inquirió con el terror en la voz. Emergieron lágrimas de los ojos y un temblor que no le permitía moverse con cautela.
Esperó breves segundos en silencio por una respuesta que nunca recibió. Caminó con el arma oprimida con ambas manos. Apenas si podía sostenerla, no sólo por el miedo que se apoderaba de ella, sino también por la sudoración excesiva y el temblor que le producía el desconocido hombre que la llamaba una y otra vez.
«Luisa...» «Luisa, ven aquí».
Bajó las escaleras con lentitud, mientras parpadeaba un par de veces para que su visión se ajustara a la oscuridad que abundaba en la planta baja. Con el temblor en el habla, susurraba una canción que le ayudara a controlarse. Quería acercarse a la puerta principal para abrirla y salir corriendo, tal vez los primeros rayos del sol ya estarían asomándose por el horizonte. Sabía que no se trataba de un vampiro o algo por el estilo, pero tenía la extraña creencia de que bajo la luz, el hombre misterioso no le haría daño.
«Luisa, no te escondas de mí» de nueva cuenta la voz la llamó, pero esta vez con más fuerza.
Salió impulsada hacia el recibidor de la casa, donde chocó con una mesita y derribó un florero que terminó hecho pedazos en el suelo. El sonido de la porcelana quebrándose y los restos esparcidos por el piso, la remontaron a aquella pelea que tenía en la cabeza, la discusión donde Gabriel y ella reñían en la habitación, la misma donde supuso que fue agredida físicamente por su esposo: el hombre que juró amarla y protegerla.
La sombra misteriosa apareció una vez más de frente; no obstante, esta vez, sí identificaba un rostro, uno reconocido para ella: era el rostro de Gabriel, su marido. Con la cara de espanto, escuchó su nombre de nuevo, aunque en esa ocasión percibió la enronquecida voz del vaquero.
«Luisa».
—¡No! ¡Gabriel, no! —gritó ella con ambas manos sobre su rostro como quien buscaba protegerse, después volvió la mirada para percatarse de que el hombre seguía de frente, pero ahora, este buscaría acabar con su vida.
Luisa empujó la mesita con la que había chocado para salir de su alcance, abrió la puerta y corrió a través de la noche lo más rápido que pudo. No tenía un rumbo, ni un lugar al que quisiera llegar para sentir un resguardo, sólo era ella con el arma en las manos y sus pies descalzos. Terminó escondida en uno de los cubículos del establo, donde no había nadie fuera de los caballos de Gabriel. La pistola seguía en sus manos, el palpitante corazón acelerado no daba tregua y las lágrimas provocadas por la impotencia continuaban brotando de los ojos cafés.
—¡Luisa! ¡Luisa! —escuchaba a la lejanía.
—Es él, es él de nuevo —dijo para sí misma sin asomar la cabeza fuera del cubículo.
—¿Dónde estás Luisa? —escuchó de nueva cuenta.
Parecía luchar con su necesidad de salir corriendo y dar su ubicación; la cabeza le daba vueltas y los miedos la tenían abrumada por completo. Ya no tenía idea de lo que haría o de qué era lo que debía pensar. Por su cabeza no rondaba otra cosa que no fuera el rostro de Gabriel con el arma en la mano, él quería deshacerse de ella, él quería recluirla en un psiquiátrico y luego asesinarla. La codicia y la necesidad de salvar el rancho eran lo único que le importaba, Luisa lo tenía claro, Gabriel era su atacante. El atractivo vaquero texano con el que las lectoras de sus historias soñaron, era un asesino.
Las voces se hacían cada vez más cercanas, Luisa no soltaba el arma, la tenía sujetada con ambas manos muy cerca de su cuerpo, no faltaba mucho para que su esposo la encontrara y cuando lo hiciera, ella dispararía. Estaba decidida a salvar su vida y acabar con la de él. Respiraba con profundidad al tiempo que el ruido se intensificaba; de pronto, oyó a un peón alertar su presencia en el establo.
—¡Está aquí, Gabriel! —informó el hombre a las afueras del escondite de la mujer.
La puerta del establo se abrió y uno de los caballos relinchó.
—Que nadie entre —ordenó el patrón y una vez dentro, dio pequeños pasos al tiempo que inspeccionaba cada apartado del lugar.
»¿Luisa? Ven conmigo, todo está bien —expuso la cálida y enronquecida voz de Gabriel.
En cualquier otro momento, ella hubiera saltado sobre sus brazos para pedirle ayuda, diciéndole cuánto lo necesitaba, suplicando por su presencia. Pero ahora, bajo la nueva situación en la que hallaba, donde los tranquilizadores abrazos se transformaron en los de una traición. No, ella no quería morir, no ahora que lo recordaba todo.
Levantó el confundido rostro y lo vio, él estaba ahí de frente; sin embargo, él nunca imaginó que Luisa portaría un arma, esa que guardaba para situaciones poco comunes.
—Baja el arma, Luisa —indicó Gabriel dando un par de pasos hacia atrás.
Negó en el instante que fue dicho, tragó hondo y le apuntó directo.
—¡No, tú aléjate de mí, Gabriel! —Fuera de sí, desquiciada y temerosa de las acciones que no controlaba.
—¡Luisa, por dios! Tienes que dejar el arma. No hagas algo de lo que te puedas arrepentir —emitió casi suplicante.
—Tú eres quien me ha hecho daño, Gabriel. Me has estado drogando y enloqueciendo; y ahora me quieres matar —resolvió ella con el arma en dirección al cuerpo del texano y la cara desfigurada.
—¿Matarte? —cuestionó confundido—. No Luisa, por dios que imaginas cosas, será mejor que bajes eso. Yo cuido de tí.
—¡Ya basta, ya basta! ¡Déjame! —gritó alarmada, sin soltar la pistola.
Era notorio el miedo en su rostro, parecía que ni siquiera poseía el control de su cuerpo o mente. Con dificultad, su marido encontraba palabras para tranquilizarla, él buscaba que todo fuera un simple susto para todos, mantenía sus manos en alto para que ella las viera y se sintiera más segura; no obstante, ¿cómo lograrlo cuando la mujer estaba sumergida en sus propias teorías conspiratorias? La miraba pelear contra ella misma por el reconocimiento de la verdad, como si una parte luchara por recobrar la lucidez inexistente en la oscuridad de su mente. Finalmente, percibió los gritos de su esposa e instintivamente dio un par de pasos hacia ella.
Los movimientos del rubio fueron detenidos en seco por el estrepitoso sonido del arma, siendo disparada por Luisa. Gabriel terminó tendido en el piso del establo con la sangre emanando de su cuerpo. Los animales se inquietaron y los relinches provocaron la presencia de los vaqueros que trabajaban para Gabriel: el hombre herido que yacía en el suelo del establo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro