Capítulo 18: Voces y sombras
08 de agosto del 2020
Varios días transcurrieron y la noticia del embarazo de Luisa seguía rodando por internet sin ser desmentida. La escritora contempló la idea de hacerlo por medio de las redes sociales, tal vez utilizaría la cuenta de Instagram o Twitter. No obstante, tenía suficientes discusiones tanto con George como con Gabriel, razón por la que las fuerzas para atender minúsculos detalles, se desvanecían con cada día que cedía. Al menos, así la prensa estaría entretenida y dejaría de buscar nuevos encabezados.
Muchos reporteros intentaron filtrarse en los terrenos que rodeaban la casa, querían esa famosa fotografía donde se viera a la feliz pareja disfrutando del supuesto embarazo. Hasta el momento, Luisa no se atrevió a salir ni siquiera al balcón de su habitación, pasaba la mayor parte del tiempo tendida en su cama o en el sofá de su estudio, sumida en su autocompasión y alejada de los ojos de Gabriel. Así mismo, Helen trataba de comunicarse con la castaña, pero ella nunca respondió a las llamadas.
Por otro lado, Gabriel pasó el tiempo recorriendo gran parte de sus terrenos, reuniendo documentos y buscando información, aquella que le sirviera en la corte o como una posible defensa en caso de ser demandado por robo. Debido a ello, el vaquero aparecía constantemente sofocado por su mal genio. Los reporteros y su rompimiento con Mónica, también eran parte de las razones por las que no apaciguaba el enojo con el que vivía. Para Andrew, las cosas también se tornaron complejas, pues a pesar de su insistencia por tranquilizar a su amigo, este nunca pudo hacerlo, cuestión por la que discutían la mayor parte del día.
Tras la llegada de la noche de aquel día caluroso de Las Bugambilias, Gabriel asignó puestos de vigilancia para algunos de los hombres que trabajaban para él. No quería que, por ningún motivo, entraran reporteros a su propiedad.
Entró a casa, lavó sus manos y se sentó en la mesa de la cocina, acompañado nada más por la amable Dora. No era algo que le molestara, por el contrario, estaba acostumbrado a estar solo en el interior de su casa, ya que Luisa no solía estar presente. Con regularidad salía a las fiestas nocturnas en casa de Helen o se encerraba en su estudio durante la noche, sumergida en su propia imaginación.
—¿Dónde está? —preguntó el texano después de terminar su cena y todavía sentado en la mesa de la cocina.
—Encerrada en su habitación. Pidió un par de aspirinas para el dolor de cabeza y apagó las luces —respondió Dora con una jarra de limonada en la mano y la mirada perdida en ella.
Gabriel bajó los ojos, pasaron días desde su última discusión y no estaban cerca de entablar una conversación sin terminar gritando.
—¿Ha comido algo?
—Casi nada —negó con la cabeza colocando a un lado la bebida.
—¿Y los medicamentos? —cuestionó, una vez más, con una ceja arqueada y ambas manos sobre la mesa.
—Los ha consumido como de costumbre.
Un respiro profundo emergió desde los pulmones al tiempo que echaba el cuerpo hacia atrás en el respaldo de la silla. Al menos, ella seguía cuidando de su salud.
—Gracias, Dora; buenas noches —informó poniéndose de pie—. Me retiraré a dormir.
La mujer respondió de la misma manera y observó su salida de la cocina.
Rondaban las tres de la madrugada cuando el silencio y la oscuridad invadían el interior de la casa. Luisa despertó extrañada tras escuchar sonidos en su habitación, con rapidez encendió la pequeña lámpara que tenía en uno de los costados de la cama, para luego sentarse sobre la misma. Observó con detenimiento por varios segundos, pero la escasa iluminación que abundaba en el espacio no le permitía más que imaginar siluetas y formas. Talló ambos ojos con las manos y parpadeó dos veces, esperando que fuera Gabriel quien estuviera de frente. Descubrió su cuerpo de las sábanas y lo sacó de la cama, caminó por la habitación para encender el resto de las luces. Instintivamente, frunció el ceño después de haberse asegurado de que no había nadie a su alrededor, ni siquiera su marido, como su extraña mente le dictó.
Vaciló por unos instantes, meneó la cabeza y se percató de la sequedad en la boca, relamió sus labios buscando humedecerlos, era inútil, necesitaba saciar la sed. Entonces se dirigió hacia la cocina, deseaba tanto un vaso con agua que casi podía saborearlo sin tenerlo entre sus manos.
Anduvo hasta llegar a la cocina en sumo silencio, como si se tratara de un ladrón en una casa solitaria, desde el día en el que Gabriel la corrió de la hacienda, era así como se sentía, como una completa extraña en un lugar al que no pertenecía. Era tanta su incomodidad que, prácticamente, evitaba llamar la atención de los empleados de la casa, prefería que hicieran como si ella no existiera. De nuevo surgía la sensación de que aquello era una prisión, una de la que no sabía cuándo saldría.
Llegó al refrigerador y tomó ese vaso con agua que tanto necesitaba para saciar su sed, luego bebió otro y llevaría uno más para tenerlo en la habitación. Sin embargo, sus pensamientos de saciedad fueron interrumpidos por sonidos, igual a una voz que le hablaba en un susurro.
«Luisa».
«Luisa».
Escuchó en un par de ocasiones, permaneció de pie por breves momentos y vislumbró sombras moverse tras la oscuridad del comedor de su casa, sombras que recorrían cada espacio de izquierda a derecha y de arriba abajo. Agudizó la mirada, creyendo que se trataban de las mismas siluetas provocadas por los vigilantes que Gabriel puso a custodiar la casa de los reporteros, pero en esta ocasión, dichas formas murmuraban cosas.
«¿Qué es lo que dicen?», se preguntó. El pecho se le expandía, era claro el miedo que las sombras y los susurros sembraron en la mente de la escritora.
«Luisa»
Presa del temor, la mujer aceleró su andar rumbo a la habitación; ya no quería escuchar o atisbar más, aun cuando estas parecían perseguirle. No obstante, para su desgracia, apenas abrió la puerta de su recámara, vio a un enorme hombre que portaba un arma, demandando su muerte.
Dejó caer el vaso de agua al suelo y corrió despavorida, escaleras abajo rumbo a su estudio. Fue tan grande el escándalo causado que, en menos de un minuto, tanto Gabriel como Dora despertaron alertados. Encendieron cada luz del interior de la casa, puesto que debían averiguar lo que sucedía en sus narices.
—¡¿Qué pasa?! —cuestionó Dora en un grito de preocupación al tiempo que se encontró con Gabriel a las afueras de las habitaciones.
Él notó los cristales sobre el agua derramada frente a la recámara de Luisa. Ingresó y la buscó por todos lados, pero ella no apareció por ningún lado de la alcoba.
—Ayúdame a encontrarla.—Le indicó a Dora, quien permanecía a su costado.
Pasado un par de minutos, Dora la ubicó en un rincón del estudio, prácticamente hecha una bola con la cabeza entre las piernas, recitando un par de cosas que nadie lograba entender. Gabriel apareció junto a ellas y con tacto puso una de sus manos sobre la espalda de su esposa. La mujer estaba tan helada que parecía muerta, el cuerpo le temblaba y su mente parecía desconectada por completo.
—¿Luisa? Luisa, escúchame —dijo el rubio, intentando conectar con quien parecía perdida.
—¡No! ¡No me toques! ¡No te me acerques! —replicó en un grito junto con un brusco movimiento, después de percatarse de que dejó de estar sola.
El hombre la observó perplejo, sin la menor idea de lo que le acontecía. Se derribó en el piso junto a ella y colocó ambas manos en los hombros de su mujer.
—Dios... Estás temblando. ¿Qué te sucede? —interrumpió preocupado.
Luisa levantó el rostro y fijó el demacrado rostro en las azuladas cuencas de aquel que parecía angustiado.
—¡Un hombre! ¡Había un hombre en mi recámara! —Señaló la puerta con la mano temblorosa—. Yo lo vi, él quería matarme.
Le resultaba imposible que estuviera fingiendo, todos esos síntomas tenían que se parte de algo real, pero ¿quién querría matar a una escritora enferma? Tragó saliva y asintió para calmarla, enseguida volvió los ojos hacia la estática Dora.
—Haz que entre uno de los muchachos armados y que revise toda la casa —ordenó el rubio—. Luisa, quédate aquí.
Gabriel intentó ponerse de pie; sin embargo, la mujer que colgaba de su brazo no se lo permitió. Tenía miedo, el suficiente como para olvidarse de su orgullo y suplicar ayuda.
—No, no me dejes, por favor. No puedes dejarme, él quiere matarme —rogó aferrada a quien debía protegerla.
El temor en el rostro de la castaña era algo más que evidente, de ninguna manera se trataba de otra más de las mentiras de su esposa. Gabriel terminó asintiendo y se quedó a uno de los costados de ella buscando reconfortarla.
Después de minutos de búsqueda, tanto Dora como Lorenzo —un peón de Las Bugambilias— confirmaron el hecho de que no hubiera alguien en los interiores de la casa, si un extraño entró, ya debía estar fuera. Luisa continuaba asegurándoles que se trataba de un hombre que buscaba matarla, uno al que no le pudo ver el rostro.
Por su parte, el vaquero imaginó que pudo ser algún reportero, pero haberse inmiscuido a altas horas de la madrugada hasta los interiores de su casa, sería demasiado.
—Mañana averiguaremos lo que pasó, por el momento ve a dormir, Luisa —declaró el rubio al cabo de varios minutos de haberla mantenido en sus brazos.
—¡No, por favor, Gabriel! —Se puso de pie de un brinco—. Había un hombre enorme, sin rostro, y luego dijo que...
—Sí, sí... Entiendo lo que dices, pero no hay nadie aquí. Vas a estar segura en tu habitación —interrumpió el esposo con el solo objetivo de hacerla calmar.
Luisa tragó hondo, mordió un labio y bajó la mirada, era claro que no le creía.
—Permíteme dormir contigo —solicitó con el cuerpo todavía tembloroso.
El hombre negó de inmediato, pues, aunque entendía el miedo de Luisa, tampoco estaba dispuesto a caer de nuevo en sus mentiras.
—No, ni lo pienses, no dormirás conmigo —expuso dando zancadas a su habitación.
Ella corrió tras de él hasta interponerse en su camino.
—Gabriel, no te estoy pidiendo que tengamos sexo. Yo únicamente no quiero dormir sola después del ataque.
—No fue ningún ataque, y por mí, puedes dormir donde quieras, menos conmigo. La casa está vigilada, no hay nadie adentro, salvo Dora o yo, y ordené doblar la vigilancia. Ve a tu cama e intenta dormir —explicó redirigiéndose a la puerta de su alcoba por dentro.
La escritora tuvo que aceptar aquella rígida decisión de su esposo, regresó a su habitación con las emociones al borde. El resto de la noche para Luisa fue aún peor, con cada diminuto sonido o lejano movimiento, ella quería salir corriendo de la casa, alertada por la idea del enorme hombre que buscaba asesinarla.
22 de enero 2009
El vómito provenía con fuerzas desde los adentros del estómago de Luisa, las náuseas y los malestares que padecía, le impedían comer tranquila desde que dejó a su exnovio morir por una sobredosis. Su aspecto físico era realmente decadente, casi al grado de parecer enferma a causa de algo terminal.
Bajó la palanca del escusado para que el vómito desapareciera de su vista, limpió el rostro con una de las mangas y salió del cubículo que le proporcionó cierta intimidad. Caminó de largo a la salida del baño público en el que estaba, pues no deseaba ver su decaído semblante en el reflejo del espejo.
Pasaron dos horas antes de que su nombre fuera gritado por la enfermera de la recepción de esa clínica que parecía clandestina.
—Pasa —dijo la mujer y Luisa asintió tras ponerse de pie para seguir los pasos de la mujer.
—Quítate la ropa y ponte esto. Te recuestas sobre la camilla, el doctor vendrá enseguida.
Luisa tomó la bata desgastada que la mujer le entregó e hizo exactamente lo que le pidieron que hiciera. Recostada con la mirada en el techo, los pensamientos le gritaban saltar de la camilla y salir corriendo, tal vez en la salida se encontraría con ese apuesto millonario que estaría dispuesto a resolverle la vida, o posiblemente, el doctor que le practicaría el aborto sería quien la convencería de no hacerlo. En su soñadora mente apareció un vaquero, uno alto, guapo, con penetrantes ojos azules, cabello castaño, barba crecida y descuidada, con manos ásperas por el trabajo de campo. Sí, ¿por qué no? Ese era el hombre con el que se permitía soñar durante las noches.
El doctor entró, no era rubio, ni guapo, tampoco un moreno fornido; más bien, se encontró con un hombre gordo, desalineado y malhumorado. Él seguía sin decir algo, pero Luisa conocía a los hombres y apenas lo vio, supo que no sería bueno con ella.
—¿Cuántas semanas tienes? —preguntó con un tono despreocupado.
—Seis —respondió ella a sabiendas de que podían ser más.
El resto de los minutos fueron dolorosos, no solo por los aparatos que el médico tan bruscamente introducía en ella, sino también por la acción de lo que estaba haciendo. Se trataba de un aborto, del asesinato de un bebé. Luisa pretendía ser madre en algún momento de su vida, mas no bajo las circunstancias en las que estaba ahora: sin dinero, sin un hogar, sin un trabajo, vagando casi por cualquier lado. Su única riqueza eran sus historias, las mismas que llevaba con ella a cualquier parte, escritas en ese cuaderno roto y deshojado que no permitía que nadie leyera. Tal vez algún día alguien lo haría, alguien leería sus hermosas historias, tal vez algún día el mundo sabría quién era Luisa.
El doctor concluyó el proceso y le pidió a la joven que se vistiera de nuevo, ella lo hizo con lentitud, ya que seguía adolorida. Al salir, la enfermera le dio un folleto con indicaciones junto con una caja de antibióticos y medicamentos para el dolor. Luisa pensó que lo mejor sería que le dieran algo que le ayudara a limitar sus pensamientos, como las drogas que de vez en cuando consumía.
Le extrañaba la manera en la que esas clínicas de abortos pensaban en la integridad física de la madre sin hacerlo en la parte emocional. ¿Qué pasaba con lo sentimental? ¿Eso estaba bien? ¿Sufrir un aborto era normal? No, claro que no lo era, para ninguna mujer puede serlo. Las mujeres son seres cuya biología tiene la capacidad de dar vida, no de quitarla, para eso estaban los hombres, ellos pueden ser quienes la quiten, justo como recién hizo el doctor que le practicó el aborto. El médico que realizó su trabajo una vez que Luisa firmó el consentimiento.
Finalmente, Luisa salió de la clínica con una mochila colgada sobre su hombro, analizó los diferentes caminos, pensando en la dirección que debía tomar ahora que sólo era ella de nuevo.
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