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Capítulo 12: La necesidad de un beso

El semblante de Luisa palideció, apenas vio la silueta de George acercarse a ella para saludarla con un extraño y largo beso en la mejilla. Era evidente que el hombre provocaba algo en su interior, aun cuando desconociera el tipo de relación sentimental que tenían antes de la pérdida de memoria. Con dificultad escuchaba los sonidos emitidos por las voces de Helen y George, hablando de su relación con Gabriel, casi como si no estuviera frente a ellos, quería detenerlos, pero era mayor la incomodidad que surgía de la ignorancia en la que vivía. 

Un zumbido en la cabeza atrajo la debilidad de su mente, razón por la que Gabriel le pedía mantenerse en casa y libre de situaciones estresantes. Luego recordó las pastillas que tenía reservadas en su bolsa, las mismas que había omitido ingerir con la idea de mantenerse lúcida. Tal vez, el golpeteo en su cabeza se debía a la omisión del medicamento o tan solo se trataba del abrumador momento que le hacía sentirse sofocada.

—Sírveme un Martini, por favor —emitió saliendo de su trance.

—De inmediato, amiga —asintió Helen brincando del sofá al instante con una sustancial sonrisa, y enseguida le preguntó a George: —¿Tú quieres algo? 

—Whisky —respondió el hombre con la curvatura en los labios y la mirada en Luisa—. ¿Cómo estás? 

La castaña, apenas si podía verlo a la cara. Era tan grande su incomodidad que no podía evitar que las manos le sudaran.

—No lo sé, creo... estar bien —respondió confundida—. Salvo por la idea que ustedes tienen sobre Gabriel.

El hombre de traje se mofó, ninguno de los presentes creería que este fuera tan inocente. La misma Luisa arremetía contra él cada que podía. 

—¿Qué idea? ¿El secuestro? —preguntó al tiempo que observaba a la mujer asentir con el rostro—. No es ninguna idea; el hombre realmente te tiene secuestrada, sabe lo que representas para él, sobre todo ahora que las ventas de tus libros se han disparado por la promesa de un nuevo material, del que, por cierto, no sé nada.  

—Eso es porque no hay material nuevo, tienes que decirles la verdad —replicó ella en un acto desesperado por salir del problema en el que se metió a sí misma. 

Cuando despertó, jamás hubiera pensado que era una famosa escritora sin escribir. Al menos, no lo había hecho durante varios años, según George. 

Por su parte, el representante levantó una mano y apuntó a la castaña con el dedo índice. 

—Aceptar que mentiste sería acabar con tu carrera y por ningún motivo planeo hacerlo —emitió con total seguridad en la rígida voz—. No ahora que por fin comienzan a olvidarse del resto de tus problemas.

—Tendrás que hacerlo, porque yo no puedo escribir —respondió Luisa estirando su mano para tomar el Martini que Helen traía consigo.

La latina arrugó la frente y frunció el ceño, puesto que desconocía los detalles, para variar. 

—Espera, espera... ¿No hay un libro nuevo? ¿Eso es lo que están diciendo? —interrumpió, tomando asiento en el sofá con las piernas entrelazadas y el brazo extendido sobre la cabecera del mismo; finalmente, abrió la boca para hacer alarde de su sensualidad—. Michael sí que se decepcionará.

—Luisa tiene años que no escribe ni media cuartilla, tiene un absurdo bloqueo por culpa de Gabriel —respondió George después de beber del vaso de cristal con hielo que le entregó Helen.

—¿Y qué tiene que ver Gabriel en todo esto? —preguntó de nuevo la latina.

—¡Nada! —exclamó Luisa.

Al unísono George respondía con un: 

—¡Todo! 

Las miradas de ambos se cruzaron, evidenciando sus diferencias.

El corazón de Luisa no solo estaba acelerado por la presencia del representante, sino que ahora se sentía acorralada en la esquina de un ring esperando a ser golpeada.  Aunque en este caso, ningún tipo de golpe la haría recordar o asumir la realidad.

—Gabriel trabaja todo el día en el rancho, apenas si lo veo en casa; y cuando está conmigo, él nada más insiste en que debo intentar retomar mi vida laboral y escribir algo, ¿cómo puede eso afectar el hecho de que no tengo ese estúpido libro que George quiere? —agregó la escritora.

—Porque él se comporta de cierta manera frente a ti, pero hace y dice cosas a tus espaldas. ¿Sabías que se ha adueñado de tus cuentas bancarias? —cuestionó el hombre del traje en un intento por ganar la acalorada discusión que veía nacer. 

—Bueno, sí. Yo le firmé los documentos —asintió arrugando el entrecejo y entrelazando los brazos. 

Helen volvió los ojos donde la castaña y arqueó una ceja para hacer notar su desaprobación.

—¡¿De verdad?! ¿Por qué demonios hiciste eso, amiga? —cuestionó ella, absolutamente sorprendida de la confianza depositada en su marido. 

—Es por mi incapacidad mental, la amnesia y el medicamento me nublan los pensamientos.  Me es complicado caminar y hablar al mismo tiempo —resolvió observando a las dos personas con miradas extrañadas sobre ella.

George dejó el mutismo de lado, su cliente y amiga ahora actuaba como una tonta. 

—¿Qué tipo de medicamento es? —cuestionó. Esta vez pensando en lo peor de él, lo que acrecentaba las sospechas que parecían fundamentarse. 

No obstante, Luisa alzó los hombros restándole importancia al hecho de su ignorancia en cuanto a los medicamentos que ingería. 

—No lo sé, mi neurólogo dijo que era necesario y que tardaría algo de tiempo en adaptarme.

—¿Tienes algunas pastillas contigo ahora?

—Sí, de hecho, sí —Luisa hurgó en su bolsa y sacó las dos pequeñas tabletas blancas que debió haber ingerido horas atrás—. Debí haberlas tomado antes de salir de casa, pero no lo hice.

—¿Por qué? —preguntó Helen, echando un vistazo por sobre el hombro. 

—Por las razones que ya les expliqué; ese medicamento me hace sentir sedada la mayor parte del tiempo, siempre estoy cansada y somnolienta, con algo de suerte logro pensar —aseguró la escritora a la vez que mostraba sobre su mano las tabletas blancas marcadas con algunas letras y números en la superficie. George las cogió de inmediato para tomar una fotografía de ellas.

—¿Qué haces? —cuestionó Luisa.

—Investigaré sobre ellas y debo decir que me parece increíble que tú no lo hayas hecho ya —declaró con un tono de molestia—. Dame el nombre del neurólogo.

—Doctor James.

—James... ¿Qué?

—No lo sé, no recuerdo su apellido, fue el mismo que me atendió cuando sucedió lo del accidente —respondió ya fastidiada por el interrogatorio.

—Deberías estar más al pendiente de tu vida y otorgarle menos concesiones a Gabriel. Ese hombre te arruinará, Luisa —reprendió. 

La mujer tensó la mandíbula y ancló una fría mirada en el rostro del representante, pues los comentarios acusatorios sobre Gabriel comenzaban a frustrarla.

—¡Y tú deberías enfocarte en tus asuntos y decirle a la editorial que no existe ningún libro! —espetó Luisa con unos ojos altivos sobre el hombre.

—¡Amigos, por favor! No creo que sea el momento de discutir, no ahora que ignoramos todo sobre la nueva droga que está consumiendo Luisa. Además, tampoco sabemos con exactitud lo que quiere Gabriel —interrumpió Helen metiéndose entre ambos.

George visualizó el descontento por parte de la castaña; sin embargo, el descuido de Luisa y la abnegación a la que se estaba sometiendo, también causaban enojo en él.

—Helen, entraré al despacho de Michael—. mencionó con el teléfono en la mano—. Haré unas llamadas, ¿está bien?

—Sí, por su puesto —asintió Helen observando al fornido hombre de barba abundante salir del alcance de sus ojos. La mujer regresó la atención a su amiga, quien aún se encontraba sumida en sus propios pensamientos—. Está molesto porque no puede tenerte.

—¿Tenerme? ¡No soy un maldito objeto, Helen! —soltó curvando los labios. 

—Lo sé, pero le gustas mucho y él cree que Gabriel está utilizando la situación para obtener ventajas y eso puede ser cierto, amiga; porque tú jamás lo defendiste como lo haces ahora. Supongo que el hombre finalmente obtuvo lo que quiso.

—¿Qué es lo que puede querer Gabriel? Es mi esposo y está cuidando de mí, eso es todo. Ha sido amable y paciente.

Luisa mantenía esa fuerte defensa a favor de su marido, a pesar de las razones que su amiga le daba. 

—Sí, aunque ustedes dos estaban a nada de firmar los papeles del divorcio, Luisa.

—Lo del divorcio no era un hecho, además esos son asuntos que no tengo por qué discutir con ustedes —emitió fingiendo una seguridad que no había en su interior por aquellos días. 

—Bien, de acuerdo —Levantó las manos—. Dejaré el tema por la paz porque aun cuando se te reinició el cerebro, tu mal carácter y terquedad sigue estando intacto. Mejor te traeré otro Martini. 

Pasaron varios minutos donde Luisa estuvo solamente acompañada por el enorme gato obeso de Helen. La falta de medicamentos le permitía sentirse alerta sobre los sonidos y movimientos que había a su alrededor, de igual manera sus pensamientos parecían ser más veloces. Las palabras estaban alineadas y formaban oraciones largas para especular sobre los extraños actos de Gabriel, los cuales, ante los ojos de Luisa parecían ser completamente normales, pues la mujer se negaba de mil maneras a creer siquiera en la posibilidad de que fuera el hombre que cuidaba de ella, quien la podría estar engañando. 

Sí, todo parecía complejo y malintencionado, sin embargo, Luisa tenía la necesidad de aferrarse a la idea de que todo estaba bien, no podía, ni quería permitirse fragilidad, miedo o vulnerabilidad. La falta de recuerdos, el desconocimiento y la soledad, era todo lo que atosigaba su confundida mente. ¿Cómo saber si lo que vivió el último mes al lado de Gabriel, fue real o falso? ¿Realmente quería saberlo? Tal vez, en el fondo, prefería sentirse así, dormida y sedada. Mantenerse en la profunda y diminuta burbuja en la que los medicamentos encapsulaban sus pensamientos, entorpeciendo sus sentimientos y miedos, al menos, así, no podría diferenciar la ficción de la realidad y estaría creando en su imaginación la vida que deseaba vivir al lado de Gabriel.

Escuchó ruidos detrás de ella y sin voltear la mirada alcanzó a percibir el perfume de George. El hombre había retirado el saco junto con la corbata y desabotonado tanto mangas como el cuello, se le veía más relajado después de las importantes llamadas realizadas.

—¿Dónde está Helen? —preguntó al ver a Luisa encerrada en sus pensamientos.

— Ya viene, fue por otro Martini.

—Bien, eso te ayudará a sobrellevar lo que ahora debo decirte.

—¿Hablarás sobre Gabriel? —interrogó alertada por la insistencia de George.

—¡Sí, hablaré de Gabriel, porque el malnacido te está drogando! —expresó señalando la fotografía de las píldoras que recién tomó.

La efusiva voz de George era algo nuevo para Luisa, estaba tan poco tolerante aquella tarde que bien podría responderle de la misma manera.  Los ojos se le hicieron grandes y los fijó directo sobre quien le mencionaba lo peor. 

—¿Drogando? ¿De qué hablas? —Señaló la imagen—. Esas drogas me las recetó james, el neurólogo que atiende mi amnesia, yo estuve presente.

George negó con la cabeza, debía encontrar la manera de hacerla entender el problema que representaba el rubio, sobre todo para ella. 

—Escucha... Es posible que el infeliz haya cambiado tus medicamentos sin tu consentimiento, él te está dando Olanzapina; es un medicamento psiquiátrico que perturba tu mente, es medicina para personas con enfermedades mentales, Luisa —describió con total seriedad. 

—¿Enfermedades mentales? —cuestionó con el corazón a punto de explotarle—. ¡No! Yo no estoy...

—¡Es evidente que no lo estás, solo no tienes tus recuerdos y Gabriel se ha aprovechado de ello! —gritó dejando caer el saco sobre el sillón.

—¿Qué son esos gritos, George? —preguntó Helen llegando a la sala con unas bebidas en las manos y una mujer tras de ella con una charola llena de pequeños bocadillos—. Deja eso ahí y ve a preparar la comida.

—Se trata del famoso medicamento que Luisa ha estado tomando para la amnesia; y que, por supuesto no tiene nada que ver con ello —explicó soltando parte de la frustración caminando por el espacio en el que se encontraban. 

—Explícate, por qué no entiendo —continuó Helen intentando mediar el descontrol de George.

—¡Los fármacos son drogas para enfermos mentales! —vociferó el representante con dolor en los nudillos. 

—¿Enfermos mentales? ¡Por dios! —exclamó Helen espantada con la idea y ambas manos cubriendo su boca.

—Pero... ¿Por qué? ¿Por qué Gabriel me da esas píldoras? No tiene sentido... —Las palabras de Luisa quedaron flotando en el aire, apenas recordó la concesión del poder que firmó para que el texano pudiera hacerse cargo de sus cuentas bancarias.

Dejó su cuerpo caer sobre el sofá y, para ella, fue como si estuviera cayendo en un agujero negro infinito. Escuchaba las nubladas voces de Helen y de George sin poder identificar lo que decían con exactitud. La falta de coordinación y de entendimiento, esta vez no se debía a los medicamentos, sino al ataque de ansiedad que parecía estar atravesando. Tomó la copa que tenía de frente para ingerirla de un solo trago. Acto seguido, cogió el whisky de George e hizo, exactamente, lo mismo. El rostro de su representante apareció frente a sus ojos y luego el de Helen, quienes la miraban por completo extrañados al verla beber como lo hizo.

—¿Estás bien? —preguntó un George preocupado por quien fuera su cliente y amante.

—Las cuentas bancarias. Tú dijiste que sabías sobre los movimientos de las cuentas—. Logró decir después del impulso que la hizo reaccionar ante la idea de una estafa. 

Por su parte, George se mantenía estático y en cuclillas frente a ella.

—Bueno, sí. El banco me notificó de la concesión de derechos cuando intenté cambiar un cheque que tú firmaste para mi hace tiempo. —Acarició su barbilla con la mano—. Me dijeron que ahora debía tener la firma de Gabriel. El dinero era para publicidad.

La castaña mordió un labio, desvió levemente el rostro de George, era como si se estuviera debatiendo internamente entre decirlo todo o lamentarse en secreto. Luego de imaginar un futuro desfavorecedor, decidió hablarlo con el hombre que podría ayudarla a sobresalir de aquel caos. 

—Gabriel tiene problemas económicos con el rancho, lo sé porque lo acompañé al banco dos veces, en la primera ocasión me enteré de ello por accidente. Necesita un préstamo importante para cubrir gastos, de lo contrario no podrá sembrar y pondría en riesgo el pago de la hipoteca que ya tienen las tierras o al menos eso fue lo que entendí, porque cuando le pregunté se negó a responder.

George se puso de pie en brinco casi instantáneo; finalmente, sus sospechas en contra de Gabriel parecían ser ciertas. 

—¡Está más que claro que no te lo dirá! —soltó en un grito que asustó a Luisa—. El imbécil te ha mantenido al margen de lo que sucede en esas tierras porque no quiere que te quedes con la mitad del rancho. Desde que comenzaron con lo del divorcio, él lo dejó bastante claro y estaba molesto porque sabía que ningún juez te quitaría esa mitad. 

—Entonces... ¿Gabriel le está robando a Luisa? —preguntó Helen.

—Eso parece, pero para estar seguros, necesitamos que Luisa aproveche su ausencia —dijo George.

—¿Cómo? —interrogó la mujer de pie y a la vista del hombre.

—Primero que nada, dejarás de tomar esos dichosos medicamentos que no te sirven para nada, los cambiaremos con algo que se les parezca o aprenderás a fingir que los tomas, también entrarás a la oficina de Gabriel y te harás de cualquier información que nos ayude a conocer sus planes—empezó a dibujar pequeños círculos con el dedo índice en el aire—; busca en cajones, carpetas, cajas de seguridad o laptop, cualquier información nos servirá para meterlo a prisión.

—¿A la prisión? —emitió preocupada—, pero apenas si tenemos suposiciones, en realidad no sabemos qué es lo que está pasando.

—Escucha Luisa, Gabriel siempre ha querido manejarte a su antojo, siempre buscó que fueras la mujer recatada y sumisa que le espera en el rancho después de una larga jornada de trabajo, más nunca lo logró y esta es la oportunidad perfecta para lograrlo. Quiere tenerte ahí, encerrada todo el tiempo para hacer de ti y de tu dinero lo que se le antoje.

La mujer asintió a sabiendas de lo difícil que le sería hacerlo con Dora todo el día sobre ella.

Pasaron un par de horas más, antes de que la castaña notara la caída del sol. La tarde se les había ido entre ideas y especulaciones de los movimientos de Gabriel. Luisa con dificultad recordaba detalles de las últimas conversaciones que tuvo con su esposo, pues la mayor parte del tiempo lo vivió bajo los efectos de los fármacos. Con el miedo a descubrir la verdad, asumió la responsabilidad de encontrar pruebas que les guiaran a revelar los planes del vaquero. Se puso de pie de un movimiento para despedirse de Helen y George, pues ya era tiempo de regresar a las buganvilias antes de que alguien decidiera buscarla en el lago.

—Será mejor que me vaya ahora, porque Gabriel no tarda en llegar a Houston.

—De acuerdo, bebé. Márcame si me necesitas —asintió Helen plantando un beso en la mejilla de su amiga.

—Me quedaré con Helen y Michael esta noche, intenta encontrar algo hoy, ¿de acuerdo? —informó George, tocando el hombro de la castaña. Vamos, te acompañaré al auto.

—No es necesario, George —respondió Luisa observando con disimulo la mano del representante palpando su hombro.

—¡Genial, tendremos noche de póker! Llamaré a Michael —soltó Helen entusiasmada con la idea mientras oprimía unos botones en su celular.

George y Luisa salieron de la enorme casa atravesando el jardín trasero, donde la alberca ya se encontraba iluminada por los reflejos del ocaso. Él parecía relajado y sereno, mientras que Luisa se estaba intranquila y abrumada por todo lo descubierto, puesto que para la escritora era como una extraña película de terror donde ella era la protagonista. Se acercaron al Jeep blanco y ella sacó las llaves de su bolso para quitar el seguro, pero su intento por abrir la puerta fue obstruido por el brazo de George, quien tenía presionada la puerta con el peso ejercido sobre la misma.

—¿Cuánto tiempo más debo esperar para que las cosas vuelvan a la normalidad? —preguntó sin retirar la pasional mirada sobre ella. 

Luisa tragó saliva y parpadeó un par de veces, como buscando ganar tiempo para pensar en alguna respuesta 

—Creo que nunca volveré a la normalidad, George —comentó con profunda tristeza y un semblante desolado.

—No me refiero a tu amnesia, Luisa; sino a lo nuestro.

Una arruga en la frente de la escritora apareció en de inmediato.

—¿Lo nuestro? ¿Qué es exactamente lo «nuestro»? —interrogó decidida a enfrentar el encuentro que había estado evitando. 

George sonrió sin disimulo, necesitaba del tacto de la escritora y ya no quería esperar más. 

—Nos divertíamos juntos, tú te olvidabas de Gabriel al igual que el resto de tus problemas; mientras que yo lo hacía de los míos.

—Entonces, te refieres a la relación de amantes que llevábamos —aseguró sin tapujos, notando la descarada risa de George.

—Bueno... sí, me refería a eso. Sabes que me necesitas tanto como yo a ti —resolvió acercándose al cuerpo de Luisa.

Ella buscó alejarse, pero le fue imposible, pues estaba prácticamente acorralada entre el Jeep y el cuerpo del representante.

—Hoy no estoy para estos juegos —dijo interrumpiendo la proximidad del hombre hacia su rostro.

—Tan solo será un beso —agregó él haciendo caso omiso de los deseos de Luisa por apartarlo de su lado.

George besó a la escritora tan apasionadamente que ella apenas si pudo resistirse, la caricia dada sin piedad y sin permiso, provocó un desbordamiento de sensaciones, de esas que doblegan las objeciones y atraviesan los pensamientos. George permitió su desahogo en aquellos intensos segundos que erizaba la piel de Luisa, la misma piel que él palpaba con la fugaz fuerza de las manos que recorrían los pechos y espalda de la escritora, mientras la respiración de ambos se acrecentaba al ritmo de los latentes corazones. Finalmente, sus labios se separaron y las miradas entrelazadas fue lo único que permanecía.

—Debes irte —siseó George, enseguida abrió la puerta del auto para Luisa. 

Ella asintió y subió al Jeep para alejarse por el mismo camino por el que llegó a la hacienda de los Fisher.

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