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─ ─ ─ ─ ─ ─ ─ A ɴ ᴏ́ ɴ ɪ ᴍ ᴏ


S O P H Í A
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Un destello sutil, color menta, apareció por el rabillo de mi ojo, iluminando la habitación oscura en la que nos encontrábamos. El golpe de su perfume fresco llegó casi a la par en que encontré sus ojos en un rincón. Era Diego. Recién había llegado y me guiñó un ojo tan seductoramente que, de no ser por la pésima postura que tenía, fácilmente me hubiera derretido por aquel gesto. Por el contrario, su presencia me hizo erguir la espalda. Entonces, fui más consciente de la situación en la que me encontraba.

Esa noche, Lalo había llegado acompañado de un chico llamado Sebastián, a quien recordaba bien de Montecarlo, y desde su llegada, prácticamente se quedó pegado a mí como una ventosa. Él era agradable y absolutamente atractivo. Sus intenciones fueron demasiado obvias desde el inicio y las indiscreciones de Ángela tampoco lo hicieron sencillo de lidiar. Pero, a él no pareció afectarle. Se le veía tan cómodo en su propia piel que no le daba espacio al miedo; incluso de mí. Sus ojos eran como chispas y aunque no me provocaban nada en absoluto cuando me miraba, me interesó la manera tan natural de tratarme y hacerme ir de conversación en conversación, distrayendo la tortura que usualmente me abordaba cuando tenía chicos demasiado cerca; esa asfixiante sensación de pequeñez y que solo me obligaba a necesitar defenderme de algo que no lograba comprender. Por el contrario, con Diego, eso jamás me sucedía. Con él podía respirar al grado de volar. Con él no existía el miedo.

Aún tenía cosas por hacer. Necesitaba cambiarme de ropa, maquillarme, y quizás, ensayar un poco, pues a Leo se le ocurrió cambiar de último momento el repertorio preparado. Pero, Sebastián no conseguía cerrar la boca y Ángela continuaba tirando de mí para obligarme a actuar "apropiadamente" frente al chico, hasta que tuve suficiente de su control y de Sebastián, quien al comenzar con ese aburrido coqueteo, haciendo exagerados y continuos cumplidos, fue el momento perfecto para huir. Y mientras balbuceaba lo molesta que me sentía, Diego me sorprendió a medio vestir.

El único baño disponible, Leo, lo había deshabilitado con su peste a mierda infernal. Por lo que, no quedó más remedio que cambiarme en el baño al que le habían arrancado la puerta. Y fue allí, en ese pequeño espacio, donde corroboré el poder que tenía la simpleza de unos ojos. Sus ojos. Cualquiera hubiera hecho el intento por cubrirse, pero con él, prácticamente me pareció un crimen cubrirse. Sus ojos tenían la capacidad de tocarte y de llegar hasta lo último de los huesos, como si ellos fueran un filo levantando impecablemente la corteza de un árbol. Mi piel dejaba de ser piel y me convertía en una bombilla gigante de luz caliente, porque sí, ahora, sabiendo que él se ocultaba detrás del muro para darme privacidad, descubrí que me gustaba arder cuando él me miraba y que no tenía problema en que eso se me volviera vicio.

Por primera vez, me permití perder la compostura en el escenario, al nivel del desquicio total. En innumerables veces, soñé con hacer tales cosas, y hacerlo realidad se sintió tan malditamente bien que, me costó demasiado regresar a la tierra. No paraba de reírme y me concentré demasiado en disfrutar como se me iba apaciguando la adrenalina. Toda mi ropa estaba mojada de cerveza, mi cuerpo magullado por haber nadado sobre tantas manos. Pero, aun así, estaba imposiblemente satisfecha y feliz de haberme permitido aquello. Sin embargo, entre la multitud, se acercó aquello que todavía no decidía si podía permitírmelo. No me gustaban las sensaciones que me abordaban cuando estaba cerca, no me gustaba la persona en la que me convertía. Pero, sobre todo, no sabía por qué me sentía tan derrotada cuando la posibilidad de experimentar amor se me acercaba. Simplemente, podía verlo sonreír en cámara lenta, tocándome demasiado, hablándome sin que yo pudiera entender lo que decía hasta que los ojos de Sebastián cayeron en mi boca, y la oportunidad que había esperado por años, se diluyó cuando dije 'no'; sin saber por qué no, por qué sí, por qué.

Aquello no pareció gustarle. Sin embargo, él interpretó que quizás era demasiado pronto para mí. Le sonreí forzadamente y me obligué a ser muy gentil el tiempo restante, solo por compensar el que no sabía cómo demonios darle lo que él buscaba. Poco después, se fue y finalmente pude respirar. Agradecí que Leo me mantuviera ocupada para no pensar en lo mal que había hecho las cosas con el chico, y una vez que vi a Ángela conversando acaloradamente con Carlos, supe que casi no había pasado tiempo con mis amigos. Leila ya no se veía alrededor y me dolió un poco más saber que Diego tampoco.

–¡Eh! ¿Qué ocurre? –Le pregunté a Ángela al acercarme, notando que en realidad no estaba teniendo una pelea con Carlos, sino que, algo estaba molestándola y él estaba pagando por ello.

–Pues que ya queremos irnos, pero el idiota de Diego está inconsciente –dijo con fastidio, haciéndose a un lado para dejar a la vista el cuerpo de Diego, sentado, ebrio y con su cabeza echada hacia atrás. Una chispa me llenó el cuerpo de saber que él continuaba allí, pero al mismo tiempo, se desvaneció y me entristeció verlo en aquel estado: había algo en su forma de estar que me partió el alma, luciendo como si estuviera abandonado, y encima, un poco decepcionada al verlo tan inconsciente, pues imágenes de mi padre luciendo de esa misma manera llegaron a mi cabeza, junto con escenas donde él siempre terminaba gritándole mierda a mi madre, o bien, yo tenerle que ayudar cuando terminaba en la peor de las condiciones, tirado en algún lugar de la casa. Tragué saliva al suplir la imagen de mi padre por la de Diego.

–Bebió como un enfermo esta noche. No sé qué le sucedió. Ha estado de un humor de mierda. No quiere levantarse y encima el imbécil tiene que conducir –Se quejó Carlos.

–Él no va a conducir ¿Dónde tienen la cabeza? –hablé enfadada.

–Sophía. Nosotros venimos por nuestra cuenta. Podríamos llevarlo a menos que logres que se levante de allí. Aunque... Bueno, su casa no está de paso, tendríamos que desviarnos y... ¿Sabes lo que el hijo de perra va a hacernos si dejamos su auto aquí? –Se quejó Ángela, molesta, sin ánimos de solucionar el problema y mucho menos, sin intención de echar una mano. En cuanto a Carlos... Bueno, él parecía siempre un robot que únicamente hablaba si Ángela se lo autorizaba.

–Vale. Yo lo llevo.

–¿Qué? Si su casa no nos queda de paso, a ti menos.

–No los veo ofreciéndose a dar mejores opciones. Solo váyanse. Yo me encargo –respondí tajante. Las soluciones eran tan simples, pero siempre la gente se tomaba más tiempo en buscar culpables y quejarse. Era obvio que Diego había sido irresponsable por beber de más, sabiendo que llevaba su auto. Pero ¿Quién era yo para juzgarlo? Yo había hecho lo mismo días atrás y él había cuidado mi trasero borracho, por lo que ahora, era justo devolverle el favor.

–¡Eh! Despierta –Le hablé, peinando su cabello con mis dedos. Sintiéndome tan bendecida por tener una buena razón para tocarlo. Diego reincorporó la cabeza con torpeza, mirándome con el ceño fruncido–. Ya es hora de irse –Agregué con cautela. Diego continuó mirándome sin decir una sola palabra, ¿Estaba molesto?, ¿Se sentía mal? Pensé, sin saber por qué tenía esa mirada de estarme asesinando con sus ojos. Prácticamente, me ignoró como el chiquillo berrinchudo que era–. Diego. La fiesta ya terminó, tenemos que irnos –hablé un poco más fuerte.

–No... Estoy hasta los huevos de pedo y... Traigo el auto... Esa mierda vale más que tú y yo juntos... ¿Entiendes? –Arrastró las palabras. Sus ojos estaban tan desorientados que no sabía si sentirme mal por su aspecto o golpearlo para quitárselo de inmediato. Odié verlo así de mal. Tan derrotado, cuando para mí siempre lucía tan inmortal.

–Yo voy a conducir. Solo necesito que me ayudes a levantar tu trasero ¿Puedes hacer eso? –dije, tan contundente. Él se removió en su lugar, poniéndose de pie y trastabillando, pero alguien amortiguó su peso, impidiendo que se cayera. Acomodé su brazo sobre mi hombro y lo ayudé a sostenerse en nuestro trayecto hasta el ascensor.

–¡Odio... Los putos elevadores! –escupió con ira, mientras nos golpeábamos continuamente en el metal. Él era demasiado grande y pesado. De modo que, era imposible sostenernos a ambos mientras el ascensor hacía lo suyo para llevarnos a la planta baja.

Yo comencé a partirme de la risa y eso lo hizo todavía más imposible de ponernos en pie y seguir. Una vez que llegamos hasta su auto, Diego se estrelló como una mosca en la puerta del copiloto, amortiguando la caída con el retrovisor. Allí, colgado, frotó el metal con la manga de su chaqueta, como si puliera la cosa más preciada. Finalmente, conseguí ponerlo en pie.

–Las llaves –Le pedí, sosteniéndolo para evitar que se cayera en el intento de buscarlas.

–N-no tengo idea –dijo, muy sonriente.

Yo suspiré, rendida y... Sí. Nerviosa. Sabía de sobra lo que él estaba intentando hacer. Lo miré en la espera de que las llaves se revelaran solas, pero en su ropa no parecía haber rastro. Tanteé sobre su pecho y luego metí las manos a los bolsillos de su chaqueta, pero no hubo rastro. Mi padre, por lo regular, se echaba las llaves en la parte trasera del pantalón. Así que... Llevé mis manos hasta su trasero y metí las manos en los bolsillos, acercándome demasiado a su pecho.

Pareció que a él de pronto se le cortó el pedo, pues se quedó tan atento a todos mis movimientos, provocando cierta tensión y que la risa se me escapara. Él también comenzó a reírse. Estaba tan nerviosa como para guardar la cordura. Recargué mi frente sobre su pecho, presos de la risa nerviosa que nos entró a los dos.

–Diego... Solo dime dónde están –susurré, luego de quedarme muy claro que tenía un trasero bastante generoso y firme, pero no, allí tampoco estaban las llaves.

–Búscalas, Soph. Parece que hoy sí estás de suerte –Se burló, casi a punto de caerse. ¡Qué cabrón! Dije hacia sus ojos. Así que, sin más paciencia y queriendo simplemente ponerle fin a la situación, metí las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones.

–Hmm... –Gimió, mordiéndose el labio inferior. Sabía que estaba bromeando. Sin embargo, aquel pequeño sonido y su boca provocaron que se me estremeciera el cuerpo. Frío... Calor. Solté otra risa. Estaba muy nerviosa. Sus pantalones estaban ajustados y apenas había espacio para meter más la mano. Volvió a gemir y un millón de chispas me nadaron dentro; por la cabeza, el pecho, la columna y las piernas.

–¡Basta! Deja de hacer eso. Ni siquiera estoy tocándote <.

Gimió una última vez, antes de que la risa lo interrumpiera al conseguir sacar las llaves.

–¡Eres un idiota! –escupí, entre risas nerviosas.

Abrí el auto y dejé que se desplomara en el asiento del copiloto. Aprovechándome de su estado, regresé al camerino por mis pertenencias. Le envié un texto a Leo para que se llevara mi auto y volví al estacionamiento, escuchando a Diego vomitar. Cerró la puerta y se hundió en el asiento. Le tendí una toalla húmeda para limpiarse la boca y también le ayudé a colocarse el cinturón.

(♪) Encendí el auto con la emoción de escuchar el motor. Era una belleza. Salimos del estacionamiento y me adentré en la carretera. En el camino, un par de chicos borrachos y animados intentaron ligarme en un semáforo. Pisé el acelerador, con la intención de perderlos, pero solamente conseguí joder sus egos, provocando que, de pronto, estuviera yo compitiendo con ellos por las calles de la ciudad. La velocidad y una mala decisión los dejó atrapados entre algunos autos que conducían unos abuelos, y mientras los pasaba, me tomé la molestia de bajar la ventanilla y burlarme, exponiendo mi dedo medio en lo alto para que no se lo perdieran.

Miré de reojo el cuerpo de Diego, asegurándome que no fuera a vomitar a causa de la velocidad, y casi como si supiera que lo miraba, abrió pesadamente sus ojos, mirando al frente, perdido y con el ceño fruncido.

–¿Hay algo que está molestándote? –cuestioné, queriendo hacerle plática.

–Tu...u-uz me molesta –balbuceó, mal humorado.

–¿Mi qué? –pregunté, no muy segura de sí había escuchado Luz o Voz. Diego se quedó callado y resopló, cerrando los ojos. Creo que me quiere con la boca bien cerrada. Concluí sin molestarlo más.

Fue un completo desastre lograr llevar el cuerpo de Diego, desde el estacionamiento hasta su departamento. Terminé agotada y no hice mucho el intento por sostenerlo cuando se desvaneció mientras esperaba a que abriera la puerta de la entrada. No podía hacer tantas cosas a la vez. Levanté al gorila, dejándome casi la columna hasta llegar a su habitación. Me tenía tan agarrada por el cuello que, cuando se desplomó en el colchón, me llevó con él en la caída. Por primera vez, estaba siendo muy lista y me quedé unos segundos, disfrutando de aquello; de su aroma, su temperatura cálida y la manera en que me tenía apretada entre sus brazos.

–Ya puedes soltarme –susurré, pegada a su pecho y revolviéndome, en un intento de soltarme. Prácticamente, ya estaba estrujándome.

–Hmm... –Se quejó, aflojando su agarre. Me reincorporé con torpeza y encendí la lámpara de su mesita de noche. Él abrió los ojos, viajando por todo mi cuerpo con tanta libertad.

–¿Por qué siempre estás viéndome las tetas? –pregunté finalmente. Ya que, siempre lo hacía y ahora que iba tan borracho, esperé que dijera todo lo que yo necesitaba.

–Yo no... No te veo las... Sí. si te veo –confesó, con una sonrisa de lado, absurdamente adorable mientras me miraba. Pero, me dio una sensación de que él no estaba refiriéndose a mis tetas. Algo dentro me empezó a aletear.

Fui hasta su baño y robé el bote de basura, mismo que dejé a lado de su cama; en caso de que le entraran ganas de vomitar. Se lo hice saber y me le quedé mirando, en la espera de que hubiera comprendido. Pero, de pronto, él no me despegó la mirada, dejándome bien enterada de que, seguramente, ni escuchó nada de lo que le había dicho. Segundos después cerró los ojos, y allí, me tomé la libertad de contemplar como la luz ámbar de la lámpara metalizaba su piel dorada; haciéndolo lucir perfectamente celestial en las partes más brillantes.

Se removió como lombriz hasta empujarme fuera de la cama y sonreí al ver la postura tan torcida en la que había quedado. Esa noche llevaba un atuendo degradado que me recordó a aquellos lagos verdosos y ligeramente azules. Con toda su piel dorada, le daba ese aspecto tropical y fresco a partes iguales. Suponiendo que le debía molestar la ropa enmarañada, le ayudé a quitarse los zapatos, los calcetines y la chaqueta color menta. Lo dejé recostado más cómodamente y medité sobre si debía quitarle la camisa. (♪)

Dejando la cordura de lado, desabotoné los primeros dos botones más cercanos al pantalón. Él abrió los ojos lentamente, miró mis dedos y después dirigió su mirada profunda y sin parpadear hasta la mía.

–Quería que estuvieras cómodo, pero si te molesta, te la dejaré así, ¿Vale? –susurré, alisando su camisa y poniendo mis manos fuera, con vergüenza y temor ante su mirada cargada de seriedad, sin saber si en ella había tristeza, enfado o amenaza. Diego no dijo nada. En su lugar, parpadeó una sola vez y tomó mi mano, ubicándola de nuevo en el botón siguiente. Frío... Calor.

Nos turnamos para mirarnos mientras terminaba de desabrochar su camisa. Lo ayudé a incorporarse y su rostro quedó tan cerca del mío al deslizar la tela por sus hombros. Sentí la respiración de sus labios y sus ojos, llegando a lo más profundo de mi ser. La tensión era tan intolerable que terminé por empujarlo despacio, hasta hacerlo volver a la almohada.

–Te ves como la mierda –Le escupí, en un intento de que se desvaneciera mi nerviosismo, pero él sonrió como un ángel.

–Me encanta cuando dices esas cosas –confesó, luciendo como un chiquillo alegre–. Pareciera cruel, pero sería peor que no lo dijeras... Por cierto. Tú te ves preciosa –dijo, cerrando los ojos. Lo que me permitió sonrojarme y sonreír por aquello, libremente.

–Ya ¿Es aquí donde empiezas a decirle cosas lindas a las mujeres y después te pones cachondo? –Le dije. Él abrió con pesadez los ojos y sonrió de lado.

–Yo siempre voy cachondo. Y no. Descuida, no voy a aprovecharme de ti... Definitivamente, no eres una mujer con la que cogería –soltó, cerrando los ojos otra vez y cargado de cinismo.

Sentí tal sofoco en mi pecho que, no me dio tiempo de razonar para no tomármelo personal. Pero, ya era demasiado tarde. Su desprecio ya me había roto hasta los huesos. Y más porque, minutos antes, me había estado provocado un torbellino, llevándome a las nubes. Era demasiado sensible y me costaba más de lo normal recomponerme de las emociones, sin importar si eran buenas, y las malas, me costaba el triple. Por lo que, me pareció justificable el que me entraran tremendas ganas de asfixiarlo con las almohadas ¿Qué tenía yo mal? Tragué saliva y busqué algo dentro de mí que me ayudara a recomponerme. Solo es su opinión. Tiene derecho a pensar lo que quiera. Solo es su opinión. Me repetí, haciendo un grandísimo esfuerzo por ser asertiva, pero ya había tomado la decisión de dejarlo allí a que se pudriera en su vómito. Y antes de que me alejara de la cama, habló de nuevo

–: Tú eres una mujer a la que habría que hacerle el amor todo el día y todos los putos días –escupió, sin dejar de mirarme. Entonces fui consciente de como todas las sensaciones volvieron a mí de manera violenta hasta estrujarme la piel, tanto que creí que me rompería. Frío... Calor.

No fui capaz de respirar o de parpadear. En su lugar, sentí la necesidad de tocar la tierra. Así que, me senté despacio en el suelo, a un costado de su cama. Él giró suavemente su cabeza para mirarme de nuevo. Me estudió por un largo rato y yo gustosamente dejé que lo hiciera, acompañada de una tormenta de hielo y fuego que se vivía dentro de mi cuerpo. Me gustaba lo que se sentía. Resopló fuerte.

–Definitivamente, eres el diablo –susurró–. Y estas... Son las llamas –agregó, tomando mi cabello entre sus manos, frotándolo muy suave y provocándome cosquillas relajantes que, me obligaron a cerrar los ojos.

–¿Debería sentirme ofendida? –cuestioné, pues no conseguía entender lo que en realidad significaban sus palabras.

–No. Lucifer siempre ha sido el ángel más bello –aclaró pesadamente, antes de volver a cerrar los ojos. Yo me quedé tan estúpida, mirándolo dormir, deseando que pudiera decirme más. Sus palabras se sentían inconclusas y me habían llenado de algo inexplicable que ya no había manera de dejarlo ir.

Quedándose tendido e inconsciente, un pequeño ronquido salió de su pecho. Fue allí que me atreví a pasar los dedos sobre su frente, quitando los cabellos desordenados para después pasar despacio sobre los párpados que albergaban lo más precioso sobre la tierra. Toqué suavemente su nariz, contemplé sus labios carnosos, y como si fuera una especie de demente, me atreví a tocar ligeramente su pecho y su abdomen, esperando que no lo sintiera, pero su piel me delató, erizándose otra vez.

Me levanté de a poco y fui hasta su closet, abriendo los estantes y en busca de algo útil que ayudara a contrarrestar la resaca que podría tener al día siguiente. Una caja de condones, tamaño naval, me recibió tan ordenadamente dentro de lo que parecía ser el estante de los medicamentos y cosas de uso personal. Me reí en silencio al descubrir algo tan íntimo, pero después, no me pareció tan gracioso imaginarlo con todas esas mujeres. Fui hasta la cocina y abrí el refrigerador, encontrándome con algunos sueros sabor a coco. Tomé uno, junto con un plátano que arranqué de la canasta de frutas.

–¡Hey!, ¡Hey!, ¡Heeeey!... –comenzó a pegar de gritos y fui corriendo hasta su habitación–. No te vayas. Ven aquí –habló en cuanto aparecí en el umbral. Se revolvía incómodo en la cama, dejándome con una sonrisa estúpida en la cara por sus palabras. Ya no tienes remedio. Susurró mi cerebro. De verdad quería volver a ser razonable como siempre, pero últimamente, me sentía tan bien que no quería que nada de esas emociones se perdieran y mucho menos, perderlo a él.

–Estoy aquí. No iré a ningún lado –susurré, llegando hasta él. Sonrió muy encantador, para después acomodarse de nuevo.

–¿Quieres comer algo? –pregunté, quitándole la cáscara al plátano.

–Hmm... –murmuró. –Acerqué el plátano a la entrada de su boca y al ver que no la abría, removí sus labios con la punta. Diego abrió los ojos de golpe, empujando mi mano rápidamente. – ¡ES UN PUTO PENE! –gritó, sin titubear–. NO. NO –dijo medio alterado, limpiándose torpemente la boca y escupiendo. Yo, prácticamente, estaba tirada junto a su cama, ahogándome de la risa.

–Es plátano. Anda. Come. Solo la mitad. Te sentirás mejor –Insistí, aguantándome la risa y acercándole la mitad del plátano que se había partido accidentalmente. Él me miró como un chiquillo que al final sabía lo que le convenía. Masticó haciendo pausas tiernas, pues el sueño lo vencía. Enseguida, acerqué el suero y lo ayudé a beber, hasta que me detuvo.

–Suficiente. Me voy a mear en la cama –Arrastró las palabras, dejando caer la cabeza en la almohada. Solté una pequeña risa. Mi barriga estaba tan sensible que ya cualquier cosa continuaba provocándome más risa, la cual se esfumó por completo una vez que Diego abrió de golpe los ojos–. Métete en la cama –Me ordenó. Yo tragué saliva, entrándome los nervios, puesto que él iba borracho y temí que de pronto él quisiera hacer una estupidez y yo no saber qué hacer. O tal vez sí. Cada vez sentía que me acercaba más a él. Cada vez el acercamiento físico era mayor y cada vez me atacaba más fuerte la curiosidad por sentir un poco más.

Al decidir ignorarlo, apagué la luz para dejarlo que descansara. Entré en el baño y me cambié, dándole tiempo a que se fundiera en el sueño. Ya en la oscuridad, caminé hacia el otro lado de la cama, entrando en ella y sintiendo que me sumergía en las mismísimas nubes convertidas en sábanas, pero antes de que perdiera la consciencia, Diego balbuceó algo que me causó escalofrío, pues se suponía que estaba ebrio, más no ciego.

–: Apaga la luz.

–¿Cuál luz? –dije, medio asustada, pensando en que se tratara de esa clase de cosas que decían las personas antes de morir.

–Esta –contestó, llevando un dedo adormilado hacia la piel de mi brazo. Tragué saliva y no quise indagar, agradeciendo que él parecía perdido en sus sueños y probablemente le daba por hablar dormido. 

Estaba a punto de quedarme dormida frente al monitor. Las vacaciones de las que disfrutaban ya todo el mundo en algún lugar, nos dejaron al resto de los mortales consumirnos en la aburrición. En la galería no había ventas, proyectos, ni nada que nos mantuviera ocupadas a Ángela y a mí en horas laborales. Llevaba toda la mañana viendo estupideces en la computadora hasta que un chico muy simpático entró a la galería. Ángela y yo nos quedamos completamente secas cuando nuestros ojos aterrizaron sobre lo que el chico cargaba. Era un arreglo floral extraordinario e inusualmente bello.

–¿Sophía Arango? –Articuló el chico, pero yo lo escuché demasiado lejos. Aquel colorido me había dejado tan tonta. Eso y que no pude concebir que fueran para mí, pues nunca había recibido un ramo de flores. Mi sistema racional y emocional colapsó y solo pude percibir el pesimismo queriendo liderar la situación, pero no hubo mucho que pudiera hacer. El chico volvió a mover la boca, y por el rabillo de mis ojos, pude ver la silueta de Ángela brincoteando y hablando, con esa voz suya que me hizo volver a la realidad; por tan aguda y molesta.

–¿Cómo dice? –Le pregunté al chico, pues estaba yo como una idiota.

–¿Que si me puede firmar? –repitió, tendiéndome una hoja membretada. Firmé, sintiéndome tan torpe. Apenas recordaba cómo era sostener una pluma. Acto seguido, le agradecí por su servicio y este abandonó la galería.

Ángela continuó con su voz chillona, alterando por completo el espacio y el que me permitiera disfrutar tranquilamente de eso que parecía brillar demasiado sobre el mostrador. Pasé mis dedos, delicadamente, sobre los bordes de aquel detallado diseño de flores secas, percibiendo su olor añejo y delicioso. Estaban dentro de una caja de terciopelo color perla, repleta de florecillas algodonosas, blancas y algunas otras del color del trigo. El resto, eran de distintos colores sutiles en tonos rojizos, rosados y naranjas. Pero, de su centro y de manera enigmática, una fresca Dalia, color rojo oscuro, se apoderó por completo de mi atención, arrancándome el aliento. Una tarjeta blanca se dejó entre ver cerca de ella y la tomé con mis dedos temblorosos.

¿Me extrañaste?

Porque yo sí...

Como no te imaginas.

Leí la tarjeta anónima un montón de veces, sonriendo y con mi corazón golpeando demasiado fuerte. Mi sistema aún no funcionaba y no tenía idea de qué hacer, hasta que...

–Tiene que ser Sebastián. Será imbécil... ¿Qué había de malo en que pusiera su nombre? –Chilló Ángela, y yo, de inmediato, me quise morir de la decepción, sintiendo esta vez como la ilusión se escurría. Qué manera de joder el momento. Pensé, antes de que un montón de recuerdos se apretaran en mi cerebro, succionándome a los recuerdos.

Sebastián siempre estuvo todas las veces en que recibí aquellas Dalias, cada año, desde niña y hasta que salí de Montecarlo. Ahora que recién nos encontrábamos, no demoró en hacerlas llegar. También, recordé la reciente conversación que habíamos tenido por mensaje de texto y su molesta insistencia con el tema de saber cuál era mi flor favorita. Eso y que, curiosamente, desde que había llegado esa mañana a la galería, Ángela había estado actuando muy extraño, y ahora, estaba exagerando demasiado con todo el asunto de las flores.

Me di a la tarea de estudiarla, notando como tecleaba tan animada en su celular mientras continuaba escuchando su voz chillona. Segundos después, un mensaje de Sebastián saltó en la pantalla de mi celular. Saludando y preguntando sobre cómo iba mi día y lo que estaba haciendo en ese momento ¡Maldición! Resoplé, con molestia y decepción, haciendo un análisis muy minucioso. Él era demasiado insistente para mi gusto.

Comenzando a hacer la lista mentalmente, me detuve enseguida, al no encontrar suficientes razones para hacer juicios y negarle una oportunidad a Sebastián. Con todo ello, logré sentirme como un completo gusano miserable por no ser capaz de sentir algo por él. Era un buen chico y de la clase por la que todas las mujeres imploraban. Pero, ni con todo lo bueno, conseguía sentir ni una maldita chispa en lo absoluto. En su defecto, me molestaba tener que lidiar con él y lidiar con esa molesta sensación de no conseguir sentir todo eso bueno que alguien como él merecía.

Por la noche, nos encontrábamos eligiendo nuestros asientos en un bar cercano a la galería. Como siempre, Ángela nos obligó a sentar donde a ella le complacía. Por suerte, me conseguí un lugar en la cabeza de la mesa, por lo que no tendría que lidiar con la cercanía de Sebastián. Lo lamentable, fue que Diego terminó del lado opuesto. Con Sebastián cerca y Ángela saboteando nuestras interacciones, cada vez era más complicado hablarnos que, a veces, parecía que lo hacíamos de manera clandestina. Y para ser honesta, eso me dolía y comenzaba a extrañarlo más de lo debido.

Todos ordenaron las bebidas, y por cortesía, me vi obligada a beber un Martini exageradamente dulce que Sebastián ordenó para mí, de nueva cuenta, sin siquiera preguntar si me apetecía. Estaba molesta, pues además de que sabía terrible, ya había ocurrido algo similar cuando fuimos al cine, días atrás. Al parecer, él tenía una manía por ordenar lo que le apetecía y hacer que el resto se adaptara a ello, sin molestarse en preguntar. Apenas cruzamos palabra cuando él comenzó a teclear demasiado en su teléfono hasta levantarse de la mesa y tomar una llamada fuera del bar.

Me quedé como una idiota, sin poder escuchar ninguna conversación. El sonido de música estaba muy alto. Miré hacia Diego, con la posibilidad de llevar mi silla hasta él, pero ya estaba muy ocupado, sonriendo y siendo agradable con una morocha que lo tocaba y le sonreía demasiado. Parecían conocerse muy bien, por lo que, un minuto después, ella logró arrancar a Diego de nuestra mesa y llevárselo a la suya. (♪)

Sebastián continuó perdido y mis amigos estaban en lo suyo. Así que, no me quedó más remedio que ocuparme en pudrirme de celos y no perderme detalle de lo que ocurría con Diego y aquella chica. Platicaban demasiado cerca y sonreían tanto que sus dientes casi chocaban uno con el otro, hasta que lo hicieron finalmente.

La vida se me fue hasta el suelo y comencé a sentir que me arrancaban la piel y los órganos a pedazos. Un temblor constante me acompañó durante toda la escena. Ellos estaban besándose... Diego estaba besándola de una manera que no había visto antes. Quizás era porque cuando lo hacía yo apartaba la mirada, pero esta vez no lo conseguí. Descubriendo, al fin, que mi cuerpo era adicto al desamor. Y aunque me dolía, podía sentir como me nutría de ello, recordándome que eso era lo único que podía llegar a tener de alguien; solamente una desilusión tras otra. ¿Por qué, por qué?

Podía ver la carne de sus labios, deslizándose perversamente sobre los de ella y entrando en ella. Otras veces, podía ver como su lengua la tocaba, seduciéndola y volviendo aquel beso mucho más doloroso. La manera en que él se aferraba a su cuello y como ella se sujetaba a sus brazos, me hizo pensar que con esa clase de beso, debía ser difícil sostenerse. Y como si no fuera suficiente, también estaba la manera en que se sincronizaban perfectamente, pareciendo que danzaban, turnándose para devorar al otro. Finalmente, se pusieron de pie, tomados de las manos, y él se la llevó fuera de allí. No había que ser muy inteligente para saber lo que harían. Y con eso último, mi pecho terminó por sentirse tan pequeño como una ciruela pasa, y aunque no podía llorar por fuera, era perfectamente consciente que, dentro de mí llovía, sin la fuerza suficiente para hacerlo a cántaros, sino gota por gota, hiriendo lento.

Estaba muy desanimada y solo de pensar cuando Sebastián regresara, me llenaba de ira. No lo quería de vuelta. No lo quería alrededor. Solo quería irme y que ese día terminara. Pero, un mesero llegó muy puntual, no sabiendo bien si para machacarme o para hacerlo más sencillo, pues frente a mí, colocó un par de vasos pequeños. Uno, relleno de agua, y en el otro, sirvió tequila del de mi padre.

–Uh... Lo siento. Yo no he pedido...

–No se preocupe señorita. Se me ha ordenado que lo mantenga lleno hasta que usted me pida lo contrario –dijo. Pareciendo que se cuidaba las espaldas o que alguien más de la mesa pudiera escuchar.

–¿Quién le ha ordenado eso? –Quise saber, pero él se limitó a actuar como si estuviera haciendo su trabajo arduamente, limpiando la mesa y depositando una servilleta cerca de mi vaso. Golpeteó el papel con discreción, indicándome que algo había allí y después se retiró. Yo también miré alrededor, buscando por algo inusual, pero, sobre todo, que nadie en la mesa se enterara. Desdoblé la servilleta y entonces leí. (♪)

Que ganas de poderte decir lo mucho que me fascinas

sin tener que esconderme.

Mi pecho dio un vuelvo violento. La nota estaba escrita a mano y con una letra distinta a las que había recibido en el pasado. Sin embargo, estaba firmada como usualmente lo había hecho: dos signos de interrogación formando un corazón. Pero, hubo algo más que no había estado allí antes. Me había estremecido desde la punta de la cabeza hasta los pies y también pude percibir cierto dolor en sus palabras, o era que yo estaba adolorida y todo lo veía con exagerada melancolía.

Decidí llamar al mesero y le pedí una pluma. No estaba con el mejor estado de ánimo y ya había tenido suficiente de ese anónimo. No estaba para aguantar más estupideces. O se ajustaba mejor los pantalones, o era mejor que se olvidara y me dejara tranquila.

¿Y por qué lo haces?

¿No has tenido suficiente con toda una vida entre las sombras?

Doblé la servilleta con discreción, sintiéndome demasiado ansiosa. El mesero se acercó y me hizo gracia el talento con el que manejaba la situación: recogiendo vasos, limpiando y tomando la servilleta como si fuera basura. Me le quedé mirando, en la espera de que revelara algo. Quizás él era anónimo, pero apenas era un chiquillo y su rostro no me era en absoluto familiar. Lo vi alejarse y me quedé muy atenta en la espera de atraparlo con el susodicho. Lo perdí en las penumbras, y un largo rato después, volvió con su tabla repleta de bebidas. Las repartió entre las mesas sin detenerse, hasta acercarse con el mismo modus operandi.

La paciencia es mi mayor virtud.

¿Y tú?, ¿hasta cuándo tendrás suficiente?

Porque no soy yo el que está en las sombras.

Digamos que, estoy completamente bajo el sol.

Sin embargo. No voy a arriesgarme a que me destruyas.

A menos de que me des una garantía de que vas a tomarme entero. Sí o sí.

¡Qué cabrón! Murmuré. Además de otro par de palabrotas que me fluyeron. Estaba claro que se trataba de un "él" y que debía de conocerme, pues tenía razón. Era yo quien estaba en las sombras. No podía asegurar si él también lo estaba y tampoco podía garantizarle lo que cínicamente pedía. Nunca había hablado directamente con él. Sus tarjetas siempre habían pertenecido a un niño. Y ahora... Ahora me provocaban demasiado, siendo tan extraña la manera en que se dirigía a mí, pareciendo que sabía cosas, pero al mismo tiempo, no las suficientes como para predecir lo que iba a hacer con él.

Arrugué con rabia la servilleta, y desde la distancia, le hice saber al mesero que no era necesario devolver un mensaje. No tenía nada que decir. Solo en las películas la gente se enamoraba mediante letras. Yo no. Yo necesitaba primero saber a quién pertenecían. El chico asintió y continuó en lo suyo. Siempre cuidé sus pasos y cada cosa con la que interactuaba, intentando encontrar la falla que revelara la identidad del anónimo.

Una hora más tarde, decidí que era mejor irse, pues los tragos ya comenzaban a hacerme efecto. Supuse que el anónimo adivinó mis intenciones, pues de inmediato, envió al mesero. Rellenó mi vaso y de nueva cuenta, dejó una servilleta.

No te rindas, Sherlock.

¡Por favor!

No pude evitar sonreír ante aquello. Él estaba observándome desde algún lugar, intentando descubrirlo. Pero él era como un fantasma. Estaba cubriendo impecablemente sus pasos o yo era muy imbécil. Lo que sí, es que pude percibir que aquella súplica no tenía que ver con mi intento de encontrarlo. Era una súplica para tomarlo a él y aquello me estremeció de nuevo.

Una sombra me hizo esconder rápidamente la servilleta dentro de mi puño. Sebastián finalmente había regresado y logró que se me revolviera el estómago, muy segura de que no quería que fuera él quien estuviera detrás de todo. Había permanecido fuera casi lo necesario para enviar cada mensaje libremente. Se disculpó por su ausencia, y en seguida, cuestionó por lo que estaba tomando, haciendo una expresión rarísima que mostró lo inusual que le pareció ver a una mujer bebiendo algo que no fuera rosado ni tuviera cerezas por decoración. Aun con ese pequeño detalle, no pude agradecer mentalmente el que parecía que no había sido él, pues era de esa clase de chicos estúpidamente refinados que no sabían siquiera lo que era el tequila, si no era preparado directamente por un mixólogo francés. Pero, no había mejor opción. Él podría ser un excelente actor. Además, todo lo que se me ocurría pensar, siempre me llevaba a él.

Una desgana fue muy evidente en su rostro, por lo que se negó a ordenar otra bebida. Minutos después salimos del bar, y no fue hasta que estuve de pie que fui consciente de la cantidad de tragos que había bebido. Sebastián me apartó de donde estaban las chicas y presentí que quería que tuviéramos un momento. Era él. Tenía que serlo y ahora me lo iba a decir ¡NO, NO! Mis órganos comenzaron a torcerse y mi corazón a palpitar demasiado, sintiendo lo terrorífico de la situación.

Él comenzó a bajar la voz en un intento por seducir, a rozar mi cuerpo, hasta que le fue sencillo acercarse, en busca de un beso ¿Era eso lo que buscaba?, ¿será esa su garantía? Por un momento le perdí totalmente el sentido y el valor a besar, mientras se acercaba más a mis labios. Incluso, me pareció estúpido haber esperado tanto por algo tan insignificante y tonto, comprendiendo por qué todo el mundo besaba por besar, sin importar quien fuera. Entonces, antes de cerrar los ojos; pensando en tachar la primera opción a mi inexperiencia amorosa, lo vi por el rabillo del ojo. Volviendo de su encuentro.

Deseé que los celos me empujaran hacia la boca de Sebastián, pero hubo algo en Diego que me hizo recapacitar y volver a unir mis células al cuerpo. Comencé por sentir vergüenza de lo que estaba por hacer frente a él, y un segundo después, la risa me atacó, obligándome a ocultar el rostro y evitar aquel beso. Sebastián torció el rostro, en un intento de sonreír, pero fue claro que no comprendió la razón de mi risa. Yo tampoco. Así que, le mentí con la idea de que me avergonzaba besar en público. Él se me quedó mirando, como si fuera yo una niña boba y aquello también me avergonzó. Su incomodidad fue notoria y terminó por darme un rápido beso en la mejilla para después irse.

Sintiéndome tan idiota, me acerqué hasta los chicos y di un discurso sin sentido, mientras me despedía a manera general. Diego se me quedó mirando profundamente y no encontré el valor para acercarme de nuevo y despedirme de él como era debido. En su lugar, alcé la mano como una tonta y me largué lo más rápido posible hacia el estacionamiento. Pero, en el trayecto, comencé a ser más consciente de que ya iba con un buen pedo y no había manera de llegar hasta mi casa sin que me encerraran en la cárcel por conducir ebria.

Marqué a Leo, esperando que pudiera pasar por mí, o en su defecto, irme caminando y me recibiera esa noche. Él vivía muy cerca de allí y me pareció más conveniente. Al día siguiente tenía clase con André, y al menos, si me quedaba con Leo iba a tener oportunidad de dormir un poco más y reponerme de la posible resaca. Él tardó en responder, pero al final me hizo saber que TAMBIÉN estaba a punto de tener sexo. Que solamente tenía que esperar un poco y él pasaría por mí. Aparentemente, ese parecía ser el día sexual y yo me lo espada perdiendo a lo grande.

(♪) Busqué por las llaves de mi auto y desbloqueé el seguro. Abrí la puerta con el objetivo de esperar dentro, pero antes de que lo hiciera, unos pasos y una presencia me hicieron saber que tenía compañía.

–¿Soph? –Me llamó. Pero, desde antes, mi pecho ya había comenzado a retumbar simplemente por tratarse de él. También de rabia, de miedo, por enfrentarme a mis propias y no correspondidas emociones; de dolor y de anhelo, pues ya estaba cansada de sentir aquello una y otra vez–. ¿Estás... Bien? –Quiso saber, cuándo conseguí volverme hacia él–. ¿Puedes conducir? –preguntó, haciendo un millón de gestos que solamente lo hacían lucir imposiblemente bello y sexy. Frío... Calor...

Se le veía anormalmente agotado hasta el punto de parecer muy tranquilo. Tenía el cabello un poco despeinado y algo en su ropa azul me dejó de parecer impecable. No sabía mucho sobre sexo, pero algo dentro de mí supo con exactitud donde estuvo la boca de ella y por donde pasaron sus manos. Quise gritarle que no era de su incumbencia lo que yo hiciera con mi vida, pero, aunque llevara un moderado pedo encima, sabía de sobra que no tenía sentido mi furia, y que, mucho menos, tenía el derecho, pues tampoco era de mi incumbencia lo que él decidiera hacer con su vida y su cuerpo.

–No. Leo vendrá por mí, pero está ocupado teniendo sexo. Así que, lo esperaré aquí dentro ¿Qué tanto se puede tardar? Si para ustedes es todo muy rapidito ¿no? –Solté, sin poder evitar que las palabras me salieran tan amargas.

–Bueno... Eso va a depender de qué tan minucioso sea en el juego previo. Qué tanto aguante en el acto y si vaya a esperar para repetir –dijo, con esa cínica tranquilidad "postsexo". A mí me entró un montón de calor y después volví a sentir rabia de imaginar lo que él había hecho con aquella chica.

Me le quedé mirando, alucinándolo como una figura de goma, deformándose hasta alejarse. Y así lo sentía, como si en pocas horas se hubiera alejado mil años luz y yo no quería eso. No quería que se fuera. Pero, tampoco sabía cómo hacer para que se quedara y se acercara más. Rápidamente, volví hasta minutos antes en que estaba por desperdiciar mi primer beso. Recordando que, siempre había pedido porque fuera con alguien especial. Sebastián estaba lejos de serlo y el único que sobrepasaba lo especial estaba allí, frente a mí, con cara de imbécil ¿Y si yo lo tomo? Me pregunté un millón de veces, hasta que me estremecí por haber repetido las palabras del anónimo.

–¿Te puedo pedir algo? –Le dije.

–Siempre, Soph.

–No quiero ofenderte y... Siempre puedes decir que no, ¿vale? Es... Es bastante raro y...

–¿Qué es? –habló con aburrimiento, metiéndose las manos a los bolsillos.

–Tú... Tú me enseñarías a...–No pude terminar la frase. Estaba pensando demasiado. Sus ojos se quedaron esperando el resto, hasta que su cerebro comenzó a rellenar el espacio y su rostro se fue deformando hasta lucir como si fuera una monja descubriendo un pene–. A besar –dije rápido, pues supuse que él se estaba imaginando que era sexo. Su expresión cambió de inmediato hacia algo seductor, pero también hacia la ternura, para después suplirla por confusión y fruncir el ceño.

–¿No estabas aprendiendo eso antes? –dijo, un poco determinante y eso lo sentí como un golpe directo al estómago–. ¿Qué te ha dicho ese cabrón?, ¿te ha hecho sentir mal? –añadió, luciendo molesto.

–NO –dije fuerte, al molestarme sus intenciones protectoras y odié que me viera como algo demasiado frágil e inocente–. No nos hemos besado. Solo...–. Quería estar preparada. Iba a decir, pero eso resultaría demasiado crudo para oír e interpretarse como que lo estaba usando, cuando en realidad lo estaba eligiendo–. Olvida lo que dije, ¿Quieres? Estoy borracha y no sé lo que digo –solté rápido, pues ya me estaba arrepintiendo. Él se me quedó mirando profundamente, apretando la quijada. Avanzó hasta mí con decisión, y en un acto reflejo, me eché hacia atrás, pero la puerta del auto estaba abierta, dejándome atrapada.

Diego se mojó los labios de manera exquisita y se acercó un poco más, estudiándome. Frío... Calor... ¡Calor, calor! Casi nunca se acercaba tanto a mí, y en ese momento, un violento torbellino de sensaciones me volvió tan frágil el cuerpo que, creí que iba a desvanecerme como espuma de mar, sabiendo que si se acercaba más, me iba a rendir. Y de pronto quise... Sí que quise, pero el maldito perfume de la chica hizo cosquillas en mi nariz, logrando que me arrepintiera de una vez por todas. Apestaba a flores baratas. Ni siquiera había rastro del aroma de Diego. Ella se lo había llevado todo y yo estuve a punto de tomar las migajas. Una mierda que quería eso. Yo... Yo lo quería entero.

–Qué mal... Me parece que dices más cuando vas ebria que, a todo lo que te resistes cuando estás sobria –dijo, nadando entre mis ojos–. No te arrepientas de pedírmelo, Soph. Puedo hacerlo. Solo pídemelo cuando estés lista y muy consciente, pues de nada va a servir que se te olvide –Finalizó, echando un fugaz vistazo hacia mis labios. Se acercó otro poco y dejó un beso tierno en mi mejilla, antes de darse la vuelta e irse y dejarme con toda la piel estremecida y con un dolor irremediable dentro.

Me quedé completamente ausente de la vida, recordando todo una y otra vez, hasta que, en la lejanía, escuché a Leo hablándome mientras dejaba almohadas y frazadas sobre la cama que había en el estudio.

–¿Lu?, ¿te encuentras bien? –dijo, mirándome con preocupación–. ¿Qué mierda bebiste?

–Estoy bien –sonreí. Él no me creyó. Sin embargo, no insistió. Lo último que quería era su sermón por haber aceptado tragos de un extraño. Leo se dispuso a apagar las luces, dejando encendida la lámpara de piso que tenía cerca de la cama. Y antes de que saliera su silueta oscura por la puerta, se me salió por la boca la peor idea de todas–. Leo ¿Tú me enseñarías a besar? –dije, sonando tan natural. No fui capaz de ver su rostro en la oscuridad y agradecí por eso, pero en cuanto se aproximó, la descubrí muy deforme y molesta.

–¿Estás demente?... ¿Qué demonios pasa contigo?, ¿qué te hace pensar qué voy a hacer eso?... ¡Por Dios, Sophía!, ¿es que no puedes esperar más?... No tienes por qué forzar las cosas. Simplemente, déjalas estar ¿Sí? –soltó, casi sin respirar. Nunca me había regañado. No fui capaz de encontrar algo para decir. Así que, Leo se volvió muy aprisa y cerró la puerta demasiado fuerte, dejándome en un completo silencio.

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1: ( ♪ ) If I Lose Myself ﹣ Alesso Ft. OneRepublic

2: ( ♪ ) Call me, I Still Love You | Two Feet

3: ( ♪ ) Moth To A Flame ﹣ The Weekend

4: ( ♪ ) Where Are You ﹣ Elvis Drew X Avivian

5: ( ) 1995 | Emmit Fenn

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