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three



CHAPTER THREE
a song of ice and fire
(año 111 d.C)




Las noches nunca fueron la mejor compañía para Rhaegar.

Desde que era un niño pequeño, lo habían atormentado lo que padre llamaba sueños de dragón. Era normal en el linaje Targaryen que la magia en sus venas tratara de advertirles de miles de males; como Daenys, que anticipó la Maldición de Valyria y sacó a los Targaryen y a sus dragones del viejo imperio. Gracias a ella, los soñadores no eran extraños ni mal vistos para su línea de sangre.

Por supuesto, la importancia de los sueños de dragones sólo comenzaron a tener sentido cuando padre le confesó a Rhaegar el secreto que se mantenía entre los reyes y herederos de Poniente.

Sólo un Targaryen en el poder salvará al mundo conocido —dijo padre, aquella vez, frente al cráneo de Balerion—. De lo que se esconde detrás del muro en el Norte. Los Siete Reinos necesitaban estar unidos para el regreso de la larga noche, cuando el invierno venga.

Se acerca el invierno —murmuró Rhaegar, de once onomásticos en ese entonces. El valyrio salió entrecortado de su lengua, más por miedo que por falta de uso—. ¿No es el lema de la Casa Stark, majestad?

Lo es. —Viserys asintió, orgulloso de que su inteligente príncipe entendiera tan rápido—. Se dice entre los reyes y herederos al trono de hierro que la razón por la que Torrhen Stark haya doblado la rodilla frente a Aegon el Conquistador fue porque conocía las implicaciones del mal escondido en el muro, el que Bran el Constructor expulsó de las tierras de Poniente.

¿Entonces no debería haber una alianza más profunda con Invernalia, padre? —dijo Rhaegar, perdiendo todo signo de formalidades a favor del escalofrío en la base de su columna, sin poder apartar la vista del legendario dragón que vivió para doblegar a los Siete Reinos—. ¿No deberían nuestras casas estar unidas, como un frente fuerte ante el peligro? Si la Canción de Hielo y Fuego necesita a un Targaryen en el trono, debe necesitar también a un Stark en el Norte. El Conquistador lo sabía, Torrhen Stark lo sabía.

Su padre nunca respondió a las dudas de Rhaegar, o volvió a sacar el tema de la profecía. A veces, entre los murmullos de ambos al recrear aquella maqueta de su antigua cultura, padre mencionaba algo que vio en sus propios sueños; le recordaba a Rhaegar el deber de cada heredero Targaryen de traer el príncipe prometido a Poniente, con dragones y lobos unidos para comandar a los Siete Reinos a la batalla.

Sin embargo, Rhaegar nunca pudo olvidarlo. No importa qué tanto el tío Daemon asegurara que fueron los dragones quienes los hicieron reyes; él y cualquiera con una pizca Targaryen en las venas sabía que estarían igual de desaparecidos que Valyria de no ser por una soñadora. Daenys los salvó de la Destrucción, salvó a los dragones de la completa extinción; los sueños llevaron a la Casa Targaryen a lo que era ahora, impulsaron a Aegon a actuar.

Tan cerca de su diez y seis onomásticos, Rhaegar no podía simplemente ignorarlo. O silenciar su mente y sueños de los constantes recordatorios de procrear a un jinete de dragón. La sola idea le daba piquiña. Aunque sabía muy bien lo que Alicent, o cualquier dama soltera que se le acercara, esperaba de él; Rhaegar no estaba seguro de poder dárselos.

Tampoco estaba seguro de que Rhaegar era el indicado para continuar todo lo que Aegon, Visenya y Rhaenys lucharon por darle a su familia. ¿Cómo podía entregarle a Poniente un Heredero Dragón, cuando ni siquiera le importaba mirar a una mujer que no fuera Rhaenyra?

Claro, podía casarse con su hermana y salvarse a si mismo de hacer el ridículo frente a una mujer no-valyria, alguien religiosa como Alicent, que no lo entendería y se ofendería por no serle de su agrado; pero Rhaegar se negaba a hacerle algo como eso a Rhaenyra. Él quería que Rhaenyra se casara enamorada; no por deber o salvarle una vergüenza a su hermano demasiado ajeno a las mujeres.

Un gemido bajo escapó de sus labios. Cuando su cerebro se iba por esa pendiente, la mejor solución era salir de la maldita cama.

Rhaegar siempre estaría agradecido de que Maegor haya creado esos pasadizos en la Fortaleza, incluso si nunca lo diría en voz alta o cerca de los septones que lo mirarían con cuchillas en los ojos por la blasfemia. Rey Maegor era una prohibición no dicha en la historia de la Casa Targaryen; algo de lo que se avergonzaban frente al público para apaciguar a las masas. Sin embargo, tan poco seguidores de los Siete como era su familia pagana y mágica; todos amaban lo que Maegor había hecho con la Fortaleza.

Escabullirse entre las paredes de piedra de la Fortaleza, con nada más que una antorcha en la mano y un largo laberinto de secretos frente a él, era de las cosas preferidas de Rhaegar desde que era un niño pequeño. Daemon fue quien le enseñó los pasadizos de Maegor (¿Quién más sería?), cuando tuvo la suficiente fuerza en las piernas para desplazarse como un niño normal, y Daemon se aseguró de que Rhaegar supiera cómo moverse entre ellos, ir a donde quisiera y cuando quisiera.

Era un quiebre a la monotonía de su vida como Príncipe Heredero que siempre tenía al fuego de dragón en Rhaegar avivándose. Los dioses bendigan a Daemon.

Una vertiente del laberinto lo llevó a la pared construida en la cámara del consejo. Rhaegar vio los primeros rayos del sol colarse por los ventanales en las otras paredes, las sillas de los miembros de la corte ya estaban ocupadas. El destello de una capa dorada lo hizo entrecerrar los ojos, curioso de lo que arrastraría a su tío a una reunión cuando era conocimiento común en la Fortaleza que el Príncipe Canalla odiaba las formalidades de la realeza.

—Convertir la brutalidad gratuita en un espectáculo no es algo que contemplen nuestras leyes —estaba diciendo la Mano, Otto Hightower, cuando Rhaegar salió de su estupefacción para prestarle atención a las habladurías bastante tensas del consejo. 

Se preguntó qué había hecho Daemon esta vez para que el hombre se viera tan rígido; aunque podía ser que su tío no fuera culpable de nada y Otto Hightower sólo echaba su habitual vitriolo de odio hacia el Príncipe Canalla. Las cosas se hicieron más repulsivas entre ellos desde que los rumores de que Daemon le quitó a Alicent su virtud resonaron a través de las piedras de la Fortaleza Roja unas lunas atrás.

—Nobles de todo el reino asistirán al torneo en honor de mi sobrino —dijo Daemon, calmado y seco, como un dragón que veía su presa y se preparaba para escupir fuego. A Rhaegar le encantaba ser espectador de las disputas entre él y la Mano—. ¿Quiere que los roben, los violen o los asesinen? Si abandonara la seguridad de la Fortaleza Roja, se daría cuenta que los plebeyos consideran a Desembarco del Rey un lugar salvaje y terrorífico.

Rhaegar se tragó un vitoreo por el silencio de Otto Hightower. Parte de por qué prefería a Daemon haciendo desastres en la Fortaleza Roja que amenazando a gente con Hermana Oscura en las Ciudades Libres, era la satisfacción inherente cada vez que el fuego de dragón silenciaba a esa odiosa serpiente. De verdad, lo único que Otto Hightower había hecho durante su tiempo como Mano de su padre era separar a la familia; obligar a Daemon a desaparecer una mañana en Caraxes y no regresar hasta lunas después.

Enséñale quién manda, Kepus —murmuró en alto valyrio, los dedos enrollados con fuerza alrededor de la antorcha.

—Nuestra ciudad necesita ser un lugar seguro para todos —dijo Daemon, hacia padre, la voz más alzada rompió el silencio tenso del consejo y llamó la atención a él. 

A Rhaegar siempre le fascinó la facilidad con la que Daemon conseguía que la gente lo mirara, la gracia natural con la que doblegó a todos y los tenía comiendo de la mano de su tío, el cual la retiraría en el momento que le pareciera mejor sin provocar ningún sonido de protestas. La gente común adoraba al Príncipe Canalla.

—Estoy de acuerdo —dijo padre, con una mirada a la Mano, quien parecía de todo menos de acuerdo. Rhaegar esperaba que se enfermara—. Sólo esperaría que no mutiles a la mitad de mi ciudad para lograrlo.

—El tiempo lo dirá —respondió Daemon, la voz baja y dócil de nuevo. A pesar de estar espaldas a la grieta en la pared por la que Rhaegar los espiaba, él estaba seguro de que Daemon acababa de sonreírle a padre.

«¿Mutilar?» pensó Rhaegar, sin prestarle atención a las palabras de lord Corlys. «Eso suena como Daemon». Y tenía sentido con los ruidos que había escuchado en sus aposentos a la hora del lobo; aunque Rhaegar lo atribuyó al alboroto nocturno habitual de Lecho de Pulgas y la Calle de Seda, no a Daemon y la Guardia de la Ciudad en medio de una carnicería.

—Si sólo mostrara la misma devoción a su esposa que a su trabajo —dijo la Mano, porque era un idiota de esa manera. Rhaegar rodó los ojos con todas sus esfuerzas. ¿En realidad, Rhea Royce? Todos los que tuvieran oídos en la Fortaleza sabían lo mucho que Daemon odiaba a la mujer—. Apenas se le ve el interés por el Valle o por Piedra de las Runas.

—Creo que mi perra de bronce está feliz con mi ausencia —respondió Daemon.

«Sí, porque ella lo odia igual que él la odia a ella». El único ignorante de eso era padre, pues la Mano sólo lo mencionaba para irritar a su tío. No era la primera vez que pasaba y no era la primera vez que Rhaegar tenía que controlarse con tal de no hacer algo estúpido, como echarle encima una jarra de vino a Otto Hightower.

El vino dorniense no tenía la culpa de que la Mano fuera un imbécil.

—Lady Rhea es su esposa —insistió la Mano—. Una dama del Valle buena y honrada. 

¿Nadie le había enseñado a ese hombre que los asuntos familiares de la Casa Targaryen no eran suyos para desmembrarlos frente a la Corte? Si su tío fuera heredero y el Rey no tuviera hijos varones, tal vez sería de incumbencia de la corona que Daemon ignorara a su esposa en el Valle. Pero Rhaegar existía desde mucho antes de que el Consejo de Harrenhal le diera a su padre el lugar de heredero del Rey Jaehaerys sobre el de la princesa Rhaenys, así que no había excusas. Esa serpiente venenosa no tenía ni voz ni voto ni verdadera preocupación para hablar del matrimonio de su tío.

Si Otto Hightower volvía a hacer mención del exilio, Rhaegar abandonaría el pasadizo y lo golpearía en la cabeza con la antorcha.

—En el Valle se cogen a las ovejas en vez de a las mujeres —dijo Daemon—. Le puedo asegurar, las ovejas son más bonitas.

—¡Hizo un juramento ante los Siete de honrar a su esposa!

—Le cederé el juramento encantado, lord Hightower —espetó Daemon, perdiendo la calma y la templanza que trató de mostrar frente a padre. Su voz era una advertencia de que no deberían empujarlo, a menos que quisieran verlo escupir fuego—. Si necesita a una mujer que le caliente la cama. Sé que su esposa falleció hace poco.

Otto se levantó del asiento; la indignación y la furia era evidente en su expresión.

¿Y qué piensas hacer? —Rhaegar se preguntó—. Los Otros se lleven tus juramentos a los Siete.

—¿No lo hizo? —inquirió Daemon, de forma cínica.

El Rey le dio una amenaza vacía a Daemon sobre las consecuencias, y para molestia de Rhaegar, la sangre venenosa y podrida de Otto Hightower no fue regada en la mesa del consejo aquella madrugada. Daemon se levantó de la silla, Hermana Oscura y su casco de la Guardia de la Ciudad en mano; se despidió de su padre y se dirigió a la salida del salón, luego de darle una mirada divertida a las grietas de la pared, directo a los ojos violáceos de Rhaegar.

Por supuesto que su tío se dio cuenta que estaba ahí.

Rhaegar sonrió y se devolvió por el pasadizo hacia el pasillo siguiente, frente a los tapices favoritos de la abuela, los más escandalosos del castillo y los que más concordaban con la personalidad fiera de la princesa Alyssa. La mayoría de las personas decían que Daemon heredó la personalidad de su madre, y mientras Rhaegar miraba a los tapices, se dio cuenta que su tío en realidad también habría puesto algo tan blasfemo como personas cogiendo con dragones a la vista de cualquiera en la Fortaleza.

—La gente ignorante susurra que nuestros ancestros, los señores dragones, llevaron a los dragones a su lecho matrimonial para unir la sangre con la magia —comentó Daemon, la voz baja y tranquila, esa complacencia que sólo usaba en la intimidad de la familia—. Dieron vida a criaturas blasfemas que harían al cabrón de Hightower vomitar frente al altar de un septón.

Rhaegar lo miró acercarse. La capa dorada colgaba de los hombros de Daemon, rastros de sangre y mugre en su cara que no le quitaban la belleza de su herencia valyria. Daemon tenía el pelo más largo de lo que Rhaegar recordaba habérselo visto en años.

—Todos dicen que los Targaryen estamos más cerca de los dioses que de los hombres —dijo Rhaegar—. ¿Estás diciendo que somos lo que somos ahora porque nuestros ancestros tenían una calentura inexplicable por bestias que les triplicaban el tamaño?

—¿Qué quieres que te diga, sobrino? —Daemon le sonrió, ladino y pecaminoso, el hombre que hacían a los septones correr horrorizados apenas lo veían doblar una esquina y a las septas sonrojarse de pies a cabeza, a pesar de sus votos de castidad—. Nadie puede resistirse a la idea de montar un dragón.

A Rhaegar le tomó cinco segundos entender a lo que se refería; otros cinco colocarse más rojo que el dragón de tres cabezas del estandarte Targaryen y unos diez enteros para soltar una risita, como una doncella, escondiendo la cara de la mirada intensa de su tío a la luz de la antorcha.

—¿Eso es lo que te dicen tus putas en la Calle de Seda?

La mirada de Daemon se suavizó, menos fuego de dragón y más calidez de bienvenida, la burbuja del vínculo entre un dragón y su jinete. Rhaegar había crecido oyendo los murmullos que seguían la capa de su tío, los rastros de sangre que dejaba en su camino; pero ese hombre que probablemente hizo una carnicería en Lecho de Pulgas hace menos de un día no era el hombre que Rhaegar conocía; el tío que le traía regalos desde las Ciudades Libres y le susurraba historias de Valyria cuando no podía dormirse.

—Otra mala noche —adivinó Daemon, con comprensión.

Rhaegar se encogió de hombros.

Son los sueños de nuevo —admitió, apartando la mirada. Sentía vergüenza de que su tío lo creyera tan débil que algo como los sueños le quitara la capacidad de descansar—. No son bonitos, Kepus. ¿Recuerdas la primera vez que usé un pasadizo de Maegor hacia tus aposentos, cuando tenía seis?

El Viejo Rey acababa de hacer a Viserys el heredero legítimo de Poniente —dijo Daemon, la voz tranquila y calmada, no más que un murmullo para los pasillos de la Fortaleza—. Eso te hacía a ti segundo en la línea de sucesión. Lo recuerdo, ñuha zaldrīzes. No te veía tan asustado desde que te conté las historias de Visenya y Vaghar en Dorne.

Soñé con fuego y sangre —murmuró, encogiéndose ante aquella memoria. Daemon casi le colocó a Hermana Oscura en el cuello hasta que se dio cuenta que sólo era Rhaegar, llorando de miedo y con las mejillas infladas—. Sé que es el lema de Casa Targaryen, sé que somos dragones; pero nunca me sentí tan inseguro antes de nuestro legado. Había una tormenta. Y risas. Y fuego de dragón. Luego me caía, hacia el mar.

Te negaste a ir al pozo a visitar a Aegarax por un buen tiempo —dijo Daemon, con un semblante extraño—. ¿Le tienes miedo a tu propio dragón, Rhaegar?

No —negó, tan rápido que bien podría ser una mentira preparada. Rhaegar mordió su labio inferior, una mirada de soslayo a su tío le advirtió que se veía igual de impasible y a la expectativa que una estatua—. Amo a Aegarax, Kepus. Nada me da más libertad que elevarme en el aire en él, atravesar las nubes y hablarle en alto valyrio, sentir nuestro vínculo. Pero yo... ni siquiera sé a qué le tengo miedo.

«Canción de hielo y fuego» murmuró una parte de su consciencia. «El peso del legado, de lo que Aegon nos dejó. El largo invierno y lo que se esconde detrás del muro en el Norte».

Las malas noches de Rhaegar sólo aumentaron una vez que escuchó acerca del sueño del Conquistador; una vez que sus propios sueños le advirtieran de un horrible momento para la Casa Targaryen.

Podrían pasar siglos antes de que la profecía se cumpliera; antes de que Poniente se enfrentara a un mal tan poderoso que necesitó la unión de los Siete Reinos y la exposición de los Targaryen a que erradicaran las migajas que tenían de su cultura por el bien de la paz de Poniente. Ya había sucedido, cuando el Rey Jaehaerys y la Reina Alysanne se convirtieron a la Fe de los Siete después de Maegor. Eran dragones, eran valyrios ¿Cómo podían arrodillarse y cargar el símbolo de dioses ajenos antes que a su propio panteón; lo último que les quedaba de la Vieja Valyria además de libros, acero, escombros y dragones, magia en sus venas? 

Pero fue lo que se tenía que hacer para aplacar a la Fe, aplacar a los septones y los creyentes, los que se atrevían a mirarlos y ver a blasfemos en ellos, ver bestias salvajes en sus dragones. La familia necesitaba consolidar el poder, los Targaryen necesitaban mantener a Poniente unido. El peso de ello era lo que estaba hundiéndose dentro de los más profundos temores de Rhaegar; incluso si el príncipe prometido era alguien a quien él nunca vería nacer.

No podía decirle nada de eso a su tío; padre había sido bastante claro en mantenerlo todo secreto. Sólo el heredero lo sabría, y el heredero del heredero. Poniente debía tener a un Targaryen en el trono, y un Targaryen era quien conocería esa necesidad de la unión, el que haría cualquier cosa por mantenerla viva.

Casarse, tener hijos, criar jinetes de dragones.

—Ven —dijo Daemon, devuelta a la lengua común. Se acercó a Rhaegar, pasó un brazo encima de sus hombros y tiró de él con suavidad hacia el pasadizo—. Iremos a Dragonpit, tal vez un vuelo en Caraxes te alivie la mente. Lo hacía antes de que montaras a Aegarax por primera vez.

—Tengo que ir a mis aposentos —protestó Rhaegar, aunque todavía dejó a Daemon arrastrarlo por el laberinto de Maegor. La mano callosa de su tío estaba caliente donde presionaba la piel de Rhaegar. Él trató de no sonrojarse ante la sensación—. Mañana es el torneo en honor a Visenya.

—¿Ahora es Visenya oficialmente? —se burló Daemon, sin mirarlo. El frío de los pasadizos se coló en el ropaje de Rhaegar, quien se dio cuenta de forma tardía que no vestía nada apropiado para montar—. Pensé que mi hermano quería a Baelon.

—Nyra decidió que era Visenya —dijo Rhaegar—. Sólo no lo decimos cerca de padre; pero estoy seguro de que madre ya le informó.

Daemon rio entre dientes.

Antes de que se diera cuenta, Rhaegar estaba sentado en la silla de montar de Caraxes, su tío a su espalda con los brazos rodeándolo y el anfíptero sangriento emitiendo gruñidos de satisfacción por que lo desencadenaran. Los guardianes parecieron preocupados de permitirle al príncipe heredero hacer algo tan imprudente; pero un vistazo a Hermana Oscura les impidió protestar.

Hacía frío, el típico frío filoso del amanecer; los últimos restos de la hora del lobo acompañándolos mientras se elevaban en el aire, sobre las nubes. Daemon tenía la capacidad de comandar a Caraxes sin pronunciar las palabras, el vínculo entre ambos era tan profundo que compartían una misma mente; por lo que Rhaegar se encontró a si mismo parpadeando y bostezando entre el silencio, después de lo que parecía una hora de vuelo, cuando el sol salió por completo desde las profundidades oscuras del mar.

Duerme, ñuha zaldrīzes —murmuró Daemon, contra su oído.

Cuando Rhaegar despertó, estaba recostado en su cama y había una bandeja de fruta picada, las favoritas de Rhaegar y las más exóticas comerciadas por Essos, en la mesa de noche. El único rastro de su tío y el vuelo en Caraxes era el suave aroma a dragón, sangre y tierra esparcido como una marca territorial por sus aposentos.




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