six
CHAPTER SIX
dracarys
(año 111 d.C)
Había un alboroto de voces que irritaba los oídos de Rhaegar cuando despertó, con el pensamiento de que durmió por lo menos unas siete lunas. La suave sensación bajo su cuerpo le indicó a Rhaegar que estaba en sus aposentos, recostados en la cama de plumas y sedas traídas desde Myr por la cual Rhaenyra tanto discutió con él, incluso si era ella quien tenía la recamara más grande en el Torreón de Maegor.
Un sonido adolorido escapó de sus labios agrietados. Las voces a su alrededor sólo aumentaron de volumen cuando una mujer gritó que se había despertado, ganándose de inmediato el odio de Rhaegar por el atrevimiento de no callarse y dejarlo retorcerse en su miseria a solas. Parecía que la cabeza de Rhaegar estallaría por la presión en ella.
—La luz —se quejó, sintiendo el malestar del intenso brillo detrás de sus párpados cerrados. Si sufría un sangrado interno y moría, que Balerion lo retuviera del otro lado porque iba a volver sólo para vengarse de quien sea que mantuviera las cortinas abiertas—. La luz... Deshazte de la luz ahora.
La garganta de Rhaegar quemaba por falta de agua; pero el estrés de su cuerpo se calmó un poco cuando el sonido de las cortinas corriéndose lo inundó y la presión de la luz pareció menos insistente. Rhaegar soltó un suspiro tembloroso, arriesgándose a abrir los párpados para mirar directo a los ojos violetas de Daemon.
No fue capaz de contener un sollozo de alivio.
—Está bien —murmuró Daemon. Las manos de Daemon sostenían la cabeza de Rhaegar en un agarre gentil y cuidadoso—. Estás a salvo. Lo hiciste bien, Rhaegar. No dejé que la rata de Mellos te hiciera algo sin pasar por mi aprobación y la de Hermana Oscura primero.
—¿Qué sucedió, kepus? —preguntó, con un esfuerzo inhumano para siquiera pronunciar el alto valyrio. Le dolía pensar—. ¿Por qué me duele tanto?
Daemon frunció el ceño; la ira absoluta y el vicioso deseo de sangre brillaron en sus ojos. No era un sentimiento dirigido a Rhaegar, afortunadamente; pero todavía estaba ahí, como un dragón que olfateaba a su presa a lo lejos y ya podía saborear la carne de esta en sus fauces.
—¿Qué recuerdas, sobrino?
Rhaegar parpadeó de forma lenta. Su mente era un desorden de destellos que aumentaron la sensación de presión en sus sienes; figuras distorsionadas que iban y venían a la velocidad de la reina roja. Tenía un recuerdo de haber estado en los aposentos de Rhaenyra en la mañana, luego la acompañó a la lección con las septas mientras le contaba su plan del día para incursionar a Lecho de Pulgas. De camino se encontró a Alicent, quien le ofreció ir al Septo con ella, y luego...
—Oh —Rhaegar resopló hondo. Los ojos violetas lagrimearon—. Oh, sir Erick. Dioses, Kepus, sir Erick fue mutilado. Y los niños llamaron a la Guardia, y-y-y...
—Tranquilo, tranquilo —instó Daemon, reteniendo a Rhaegar en la cama.
Otro gemido de angustia escapó de los labios de Rhaegar ante la inmovilidad absoluta en la que lo dejó ese movimiento de Daemon; la misma inmovilidad con la que se sintió apresado cuando el segundo asesino saltó del techo y le cayó encima a Rhaegar. Sólo fue su memoria muscular del entrenamiento lo que lo hizo alzar la espada y dejar que el hombre se clavara a si mismo en ella; aunque de todas formas logró atinar el golpe.
—Había una daga en mi brazo —sollozó, aferrándose a la capa dorada de Daemon de manera desesperada—. Dioses, enterró una daga en mi brazo.
—La herida está curándose, Rhaegar —aseguró Daemon, con firmeza. Él tomó en sus manos dóciles el brazo derecho de Rhaegar, el que tenía entumecido y vendado—. La rata gris estuvo aquí, le dije que arreglaría tu brazo o Mellos perdía el suyo. Se curará en unas semanas, igual que tu cabeza.
—¿Mi cabeza? —repitió.
Trató de tocarse la sien; pero el roce fantasmal de sus dedos mandó un escalofrío de advertencia al resto de su cuerpo. Él se encogió en la cama, agradecido de que las plumas y las sedas de Myr estuvieran lo suficientemente frías para entumecer un poco el calor desmedido del dolor y la venda alrededor de su cabeza.
—Estabas sangrando y tenías una herida abierta a un lado de la frente cuando mis capas doradas te trajeron a la Fortaleza —explicó Daemon, su tono se distorsionó y su mirada era asesina de nuevo—. La hija de Hightower dijo que caíste al suelo y te golpeaste la cabeza cuando el segundo asesino cayó del techo sobre ti. Quebrantahuesos aplicó presión con su capa hasta que Mellos se atrevió a mostrar su cara aquí; pero te prometo que un mal movimiento de su parte y le enterraré a Hermana Oscura en el pecho.
—Alicent —murmuró Rhaegar, en voz baja. Miró a Daemon—. ¿Cómo está ella?
Daemon apretó los labios.
—¿Por qué te importa?
La puerta de los aposentos se abrió de golpe. El ruido y alboroto proveniente del pasillo envío otra punzada a la herida vendada en la cabeza de Rhaegar, provocándole una mueca de dolor. Daemon se enderezó, enfurecido por el signo de angustia tan evidente de su parte, y giró hacia el recién llegado con un semblante bastante asesino.
—¡Rhaegar! —gritó el Rey.
—¿Estás loco, Viserys? —espetó Daemon—. Rhaegar ha pasado 3 días inconsciente y tiene una herida a medio curar en la cabeza. Cierra esa puta puerta y calla a esa cacatúa de sirvienta ahí afuera.
—Soy tu Rey, Daemon, no puedes simplemente...
—Ahora mismo sólo eres mi hermano idiota, Viserys. Cierra la puerta que Rhaegar acaba de despertarse.
—Si van a discutir —murmuró Rhaegar, sin dignarse a darle un vistazo a la puerta abierta. Podía escuchar los murmuros de los sirvientes y las órdenes de lo que se oía como la voz muy distorsionada de sir Harrold—. Vayan al patio de entrenamiento y déjenme solo.
El silencio que recibió a sus palabras colocó una sonrisa de alivio en sus labios. Rhaegar se arriesgó a abrir los ojos de nuevo, directo a la figura de Daemon, todavía de pie junto a la cama. Tenía los hombros alzados, una postura tensa y alerta, como si no fuera sólo el Rey quien estaba ahí con ellos.
—Rhaegar —dijo Viserys, acercándose a él. Viserys tuvo la decencia de hablar en voz baja—. ¿Cómo estás, mi niño? ¿Qué te duele? Sólo dímelo y haré lo que sea por arreglarlo. Ya he llamado al Gran Maestre.
Una risita sarcástica escapó de Daemon; pero lo único que hizo Viserys fue darle una mirada de reojo, decidido a concentrarse en Rhaegar. Por supuesto, Rhaegar estaba un poco sorprendido con el comportamiento de este. El Rey no lo había mirado a los ojos o siquiera dado importancia a su existencia desde ese trágico día en los aposentos de la Reina.
Quién diría que un intento de asesino era todo lo que necesitaba Viserys para acordarse de que era padre, no sólo Rey.
—¿Dónde está Rhaenyra?
—Lady Laena la convenció de darse un descanso por hoy —dijo Daemon, con una mirada burlona en su dirección—. Se negó a irse de tu lado desde que mis hombres te trajeron. Durmió aquí contigo también.
—Daemon —advirtió Viserys.
—¿Qué? Ella lo hizo.
Rhaegar miró del Rey a Daemon; la confusión de su cerebro por dormir 3 días se desvío a la extraña tensión que parecía existir alrededor de ambos hermanos. Claro, las cosas entre ellos no eran color de rosas desde que Otto Hightower llegó a la capital en los tiempos del Viejo Rey; pero ni Viserys ni Daemon se comportaron de esa forma antes, como si caminaran sobre piedras hirvientes por fuego de dragón estando cerca del otro.
Siete infiernos, Rhaegar ni siquiera sabía que su tío conociera la cautela. Y ahora aquí estaba, haciendo una gran gala de ella frente a Viserys; la persona a la que Daemon, menos que a nadie, trataba de mantener contento.
¿Qué se había perdido mientras estaba inconsciente?
—El príncipe necesita comer y descansar para reponer fuerzas —dijo el Gran Maestre Mellos, después de hacerle un par de preguntas triviales a Rhaegar para asegurarse de que su cerebro funcionaba con normalidad luego del golpe—. No recomiendo que haga entrenamiento hasta dentro de dos lunas, ni que salga a volar en su dragón. Debe quedarse aquí, a salvo.
Rhaegar quería morder la mano con la que el Gran Maestre revisaba la venda en su cabeza. No confiaba en el hombre, ni en los aparentes conocimientos en medicina de la Ciudadela que llevaron a la muerte de su madre. Daemon debió darse cuenta de lo que rondaba la mente de Rhaegar, porque parecía muy divertido con él.
Por el contrario, Viserys se mantuvo concentrado en todas las indicaciones del anciano de Antigua, asintiendo a cada palabra que decía.
—Te traje pasteles de arándanos —comentó Viserys, tal vez dándose cuenta de la mueca infeliz de Rhaegar a la idea de no poder acercarse a Aegarax pronto—. Los cocineros los hicieron ácidos, como te gustan.
Rhaegar lo miró con sospecha. El Rey estaba trabajando muy duro para contentarlo, eso no le gustaba. La rutina entre ellos durante la última luna había sido de ignorarse por completo; sólo intercambiaron un par de oraciones acerca de los deberes reales de Rhaegar o las reuniones de la corte a las que no se le permitía asistir.
—Y yo te traje un regalo —dijo Daemon, ignorando con toda la intención la existencia del Gran Maestre—. Te perdiste tu onomástico mientras dormías. Imagina mi sorpresa cuando volví de Pentos preparado para una celebración y te encontré muriéndote en los brazos de uno de mis mejores hombres.
—¡Daemon!
—Lamento arruinarte los planes, kepus —respondió Rhaegar. Una sonrisa sarcástica se deslizó en su semblante—. A la próxima, le diré a los asesinos que programen mi asesinato en una hora más factible para ti.
La sonrisa de Daemon era oscura y retorcida.
—Felices diez y seis, ñuha zaldrīzes.
Rhaenyra llegó media hora después de que despertara; lo que era un alivio, porque a Rhaegar se le acabaron las ideas para evitar que el Rey y Daemon se metieran en una discusión que terminaría con su tío siendo exiliado a Essos, de nuevo. Su hermana menor protestó por no haber sido llamada antes; le pegó un manotazo a Daemon cuando este dijo que ella necesitaba el baño más que quedarse con Rhaegar; y decidió que invadiría los aposentos del heredero el tiempo que su recuperación lo necesitara.
No es que fueran a escuchar quejas de Rhaegar, por supuesto. La idea de quedarse aquí encerrado por dos lunas lo volvía loco y ni siquiera pasó del día aun. Al menos la presencia y berrinches de Rhaenyra lo distraerían de su sufrimiento impuesto por el Gran Maestre.
Además; la mirada que el Rey le estaba dando a Daemon todavía provocaba escalofríos en la columna vertebral de Rhaegar. Quería saber qué es lo que tenía a Viserys actuando así con su hermano y por qué el presentimiento de que Otto Hightower estaba involucrado lo molestaba.
—¿Te gustaron los pasteles, mi niño? —preguntó el Rey.
—Sí —dijo Rhaegar, con los labios manchados por migajas de los pasteles de arándanos—. Los cocineros hicieron un gran trabajo. Gracias, majestad.
Viserys asintió; aunque su sonrisa era más tenue ahora. Rhaegar no lo había llamado padre en mucho tiempo.
—No sé cómo puedes soportar los arándanos —refunfuñó Rhaenyra, acostada de lado en la cama. La cabeza de Rhaenyra estaba apoyada sobre su regazo, cubierto por las sábanas—. Los pasteles de limón son mejores.
—Sólo lo dices porque eres alérgica a los arándanos. —Rhaegar le pegó un manotazo sin fuerza a la frente de su hermana pequeña, que lanzó un quejido exagerado y casi lo hace volcar la bandeja con comida—. ¡Oye, ten cuidado! Eres más torpe que un dragón bebé.
—Eso no es cierto. —Rhaenyra lo miró ofendida—. ¿Te recuerdo quién de nosotros es el Targaryen más joven en surcar los cielos a lomos de un dragón? Tú a los siete apenas y podías subirte a tu hijo del infierno sin llorar. Era vergonzoso.
—Deja de llamar a Aegarax hijo del infierno.
—Deja de llamar a Syrax una vaca mutante.
—Ni siquiera he mencionado a Syrax.
—¡Padre!
Daemon rodó los ojos; mientras Viserys parpadeaba desconcertado.
—No me pagan lo suficiente para soportarlos —comentó Daemon, colocándose de pie.
—No te pagan en lo absoluto —dijo Rhaegar.
—Exacto.
La capa dorada ondeó cuando su dueño se inclinó en la cama. Los labios agrietados de Daemon plantaron un beso cálido en su frente, una promesa escrita sobre la piel de Rhaegar de que Daemon volvería a ver cómo estaba en la hora del lobo. Luego, su tío repitió el proceso con Rhaenyra, sin darse cuenta de la mirada de ojos entrecerrados que le dirigía Viserys.
Rhaegar sí lo hizo.
Cuando Daemon se fue, alegando de forma desdeñosa que tenía unos asuntos que resolver en Lecho de Pulgas, él y Rhaenyra se quedaron en un silencio cómodo durante el cual no hicieron nada más que mirarse el uno al otro, totalmente intrigados por el comportamiento del Rey.
«¿Qué crees que le pase?» preguntaban los ojos de Rhaenyra.
«No tengo idea» fue la respuesta preocupada de Rhaegar.
—Rhaegar —llamó Viserys, acercándose a ellos con las manos extendidas a cada lado. Había una venda alrededor del dedo meñique del Rey—. Quisiera hacerte unas preguntas, mi niño. Deseo resolver este atentado a tu vida y encontrar al culpable lo más pronto posible, para que pague los crímenes cometidos contra ti.
—Yo... —Rhaegar tragó saliva—. No estoy seguro de cómo ayudarlo, majestad. Todo sucedió demasiado rápido y no sé quiénes eran los asesinos. Nunca los había visto antes, ni siquiera de casualidad.
—El hombre que te trajo es una de las capas...
—Sir Harwin Quebrantahuesos —interrumpió Rhaenyra, en una risita enamorada. Rhaegar alzó una ceja—. ¿Qué? Así fue como lo llamó sir Harrold. Es el hijo mayor de Lord Strong, el heredero de Harrenhal.
—Sir Harwin pertenece a la Guardia de la Ciudad —explicó Viserys, sin hacer caso de los ojos estrellados de Rhaenyra ante la idea del dorado salvador de Rhaegar—. Él y sir Luther te encontraron en aquel Callejón. También fue él quien te trajo a la Fortaleza. El Gran Maestre dijo que salvó tu vida cuando colocó la capa alrededor de tu cabeza, que sin eso podrías haber...
Rhaegar tragó saliva, el recuerdo de rizos chocolates y hombros anchos regresó a él.
—Entonces espero que sir Harwin haya sido recompensado, majestad —dijo Rhaegar, con el tono más diplomático que tenía en su arsenal como heredero dragón—. Él salvó mi vida, debe ser reconocido por ello.
—Lo hará. —Viserys asintió. Su mirada era triste—. Pero también dijo una cosa que no ha dejado mi cabeza estos días. Lady Alicent tuvo la amabilidad de corroborar a sir Harwin. Tal parece, les dijiste algo a ambos antes de desmayarte.
—¿Hice?
—Sí —dijo Viserys. Casi al instante, dejó de ser un padre y entró a su papel de Rey—. Dijeron que murmuraste la palabra "traición", Rhaegar.
El cuerpo de Rhaenyra se tensó; pero la mente de Rhaegar se encontraba demasiado lejos para prestar atención del semblante alarmado de su hermana menor. Las grietas en los recuerdos del ataque todavía permanecían allí; había pedazos que necesitaban un puente de conexión que Rhaegar no podía alcanzar y todo le parecía demasiado difuso, como sus intentos de tocar las nubes mientras volaba en Aegarax.
—¿Traición? —repitió Rhaenyra—. ¿Por qué sospecharías que el intento de asesinato era traición, hermano? Por supuesto, es una traición a la corona. Eres príncipe heredero, pero...
—No, no me refería a eso —murmuró, con una mueca descontenta. No recordaba haberlo dicho; aunque podía hacerse una idea de porqué fue esa palabra en específico—. Nadie sabía que yo estaría en Lecho de Pulgas. Sólo te lo dije a ti y a Daemon, por eso mi única compañía era sir Erick.
Rhaegar dejó de hablar. Su pecho se sentía apretado y maltratado. Oh, sir Erick. Era tan joven y había sufrido de una muerte tan horrible; una muerte que Rhaegar no tenía la decencia de saber cómo sucedió, para mantener viva la memoria de un valiente caballero que pereció en su intento de protegerlo.
—Lo siento, hermano —dijo Rhaenyra, besándole la mejilla.
—Sir Erick sólo estaba ahí por mi —dijo Rhaegar, con lágrimas en los ojos. La culpa le rompía el corazón—. Él no merecía eso. Fue tan horrible, Nyra. Yo tenía su sangre en mi cara, le quité su espada tan cruelmente y lo dejé morir.
—Sólo intentabas protegerte —terció Rhaenyra, sus palabras destilaban ternura y apoyo. El calor del dragón invadió a Rhaegar y lo hizo sentir en casa—. Y a Alicent. No fue tu culpa, sólo del traidor que se atreve a dañar a nuestra familia. ¿Quién pudo haberte delatado, hermano? ¿Quién es tan vil para escuchar detrás de las paredes y pensar en aprovecharse de tu buen corazón?
—Pagará —prometió Viserys—. No dejaré esto pasar, mi niño. Tendrás justicia. Por eso necesito saber ¿Estás seguro de que fue premeditado? ¿No alguien que aprovechó la oportunidad de verte con un solo Guardia y una dama?
—Un asesinato en el momento no requiere a un asesino experto en el manejo de un arma, o a alguien subido a un techo —argumentó Rhaegar—. No, majestad. Fue premeditado, lo sé, y escucharon mis planes aquí en la Fortaleza. La única razón por la que salí con vida fue la Guardia de la Ciudad.
—Bueno, Daemon tenía razón en eso —decidió Rhaenyra, acercándose más a su costado para abrazarlo—. Desembarco del Rey necesita tanta protección como la Fortaleza Roja.
La mirada de Viserys era turbulenta. El mal presentimiento de Rhaegar no tardó en regresar. ¿Qué estaba planeando el Rey con exactitud?
Más tarde ese mismo día, cerca a la hora del murciélago, Rhaenyra entró a la habitación de Rhaegar con la respiración agitada y los ojos llenos de lágrimas. Tenía manchas de vino en el vestido luego de la reunión de último minuto del consejo privado, al que había vuelto a pesar de su pequeña riña con La Mano porque no había nadie más en la fila del puesto de copero.
—¿Qué sucede? —preguntó Rhaegar, con el ceño fruncido por el aspecto desastroso de Rhaenyra. Sabía que su hermana prefería tirarse de lo alto del Torreón de Maegor antes que dejar que la vieran vagar por la Fortaleza en ese estado—. Nyra ¿Estás llorando? ¿Alguien te lastimó?
—¡Tienes que detenerlo, Rhae! —chilló Rhaenyra, un puchero en sus labios desató el torrente de lágrimas de los ojos liliáceos. Ella se acercó a la cama y se arrodilló junto a Rhaegar—. Padre ha perdido la cabeza por completo, es ridículo siquiera pensar que él de todas las personas te haría daño. Otto Hightower siguió murmurándole al oído estas semanas y lo consiguió, finalmente lo consiguió...
—Rhaenyra. —Rhaegar usó su mano buena para sacudir el hombro de su hermana—. No tengo la menor idea de lo que estás hablando, dulce hermana. ¿No estabas en una reunión del consejo? ¿Qué decisión ha tomado el Rey ahora?
Rhaenyra inhaló.
—El Rey decidió exiliar a Kepus —dijo ella—. Con el cargo de intento de asesinato al príncipe heredero. Padre cree que fue Daemon quien planeó tu ataque en Lecho de Pulgas, hermano.
La mente de Rhaegar iba a mil por hora.
No estaba seguro de dónde sacó las fuerzas para salirse de las sábanas y de sus aposentos; pero los llamados alarmados de sir Harrold lo siguieron por todo el camino fuera del Torreón de Maegor y directo a la cámara del consejo privado. Iba medio desnudo, el aire frío de la noche provocaba escalofríos en él y lo único que lo detenía de devolverse era el fuego del dragón en sus venas, rugiendo de indignación por lo que le hicieron a su compañero.
—¿¡Dónde está el Rey!? —gritó, sin importarle la punzada de dolor en su cabeza vendada y el entumecimiento de su brazo herido.
Los lores del consejo se quedaron en completo silencio, expresiones de estupefacción recorrieron a los hombres sentados a la mesa. El asiento en la cabecera, el del Rey, estaba desocupado, igual que el de tío Daemon.
—¡Príncipe Rhaegar! —exclamó el Gran Maestre—. No debería estar aquí, fui muy claro en...
—¡Si no quiere terminar en las fauces de Aegarax, le sugiero que se calle! —espetó, dándole una mirada asesina al anciano. Mellos era demasiado inteligente para creer que no lo haría, por lo que se calló—. ¿Alguno de ustedes va a responder? ¿Eh?
—Mi príncipe —murmuró sir Harrold, a sus espaldas. Parecía angustiado—. Está sangrando, mi príncipe.
Rhaegar rechinó los dientes. Podía sentir gotas de sangre bajarle por la piel, enrollándose alrededor de su mano en el brazo herido, incluso si se negó a darle importancia. Necesitaba arreglar otro problema provocado por el Rey antes de que cometiera una estupidez. ¿Pensar que Daemon le haría daño a Rhaegar? ¿En realidad? Eso olía a Otto Hightower; pero tenía que encargarse primero del injusto crimen aludido contra su tío antes de saltarle encima al hombre para ahorcarlo.
—Príncipe Rhaegar —dijo Otto, en la misma voz melosa y enredadora que utilizaba hablándole al Rey—. Sé que ha pasado por un evento muy traumático, por lo que debería...
—Usted no sabe nada a menos que le beneficie, sir —dijo Rhaegar, con frialdad. Una risita baja provino del frente, probablemente Lord Corlys—. ¿Dónde mierda está el Rey? Les ordeno como su príncipe que me lo digan.
Ninguno de los hombres respondió.
—La falta de respeto —murmuró Rhaenyra, estirando la mano para entrelazarla con la sana de Rhaegar. El brillo en los ojos de su hermana era violento—. Debe estar en la sana de trono, hermano. Ahí es donde los exilios se hacen de forma oficial ¿Verdad?
Rhaegar no necesitó ver los semblantes alarmados del consejo privado para saber que ella tenía razón.
Se dio la vuelta, Rhaenyra y sir Harrold a sus espaldas, por el pasillo directo a la sala de trono. No podía ser muy tarde para detener esta tontería. La Casa del Dragón debería estar más unida y fuerte que nunca; no acusándose unos a otros por intentos de asesinato sin sentido o fundamento. Daemon jamás le haría daño a Rhaegar, así como tampoco a Rhaenyra y al Rey ¿Y este todavía lo exiliaba por algo que no había sido su culpa?
Sintió ganas de vomitar.
—No está ahí —dijo Laenor, recostado contra la pared de una de las puertas en la sala de trono. El hermoso rostro de su mejor amigo estaba distorsionado por la expresión de amargura absoluta en él—. La audiencia terminó hace cinco minutos. El príncipe Daemon tiene hasta la hora del lobo para irse o la Guardia Real tiene permiso absoluto de ir detrás de él.
—Déjalos hacerlo —dijo Rhaegar, sintiendo que le hervía la sangre por la rabia—. Que Caraxes se los coma y aprendan a respetar a la supremacía del dragón.
Sir Harrold lo miró.
—Usted es demasiado inteligente de ir a por Caraxes, sir Harrold —dijo Rhaenyra, como si eso reconfortara al caballero.
—¿Dónde está mi tío, Laenor?
Laenor suspiró.
—El patio principal —dijo Laenor, reorganizando su expresión para volver a su habitual desanimo indiferente—. Hay un ejército de capas doradas ahí afuera; no creo que la Guardia Real sea capaz de algo más que pestañear contra esos dos mil hombres al mando del príncipe. Según oí, ellos no están contentos de que su Lord Comandante haya sido desterrado.
—Yo tampoco lo estoy.
Rhaegar giró sobre sus talones y caminó a las puertas de la Fortaleza. El ruido fue inevitable, lo que casi lo hizo arrepentirse de haber salido de sus aposentos; pero lo echó hacia atrás de inmediato y se concentró en una cosa: la figura en armadura, de pie junto a un dragón que parecía ríos de carmesí a la luz de las antorchas y el frío de la noche.
—Me desterraron, Rhaegar —dijo Daemon, apenas escuchó a su voz llamarlo. Caraxes abrió las fauces junto a él en señal de advertencia—. Mi hermano tiene la impresión de que organicé un atentado contra tu vida para obtener la sucesión al trono.
—El Rey es un idiota —dijo Rhaegar, en alto valyrio. No le prestó atención a la maldición murmurada de Laenor o el apretón de Rhaenyra a su brazo—. Un idiota y un ciego manipulado por su Mano. Sé que no hiciste eso, tío. Sé que jamás me harías eso.
Daemon avanzó hacia él. No tenía capa dorada; aunque su armadura de dragón era lo suficiente imponente con un ejército de dos mil hombres a sus espaldas y un dragón del mismo tamaño que la sala del trono como compañero. Sin embargo, Rhaegar era demasiado inteligente para dejarse engañar por el espectáculo o las fanfarronerías. Sabía que detrás de la capa de furia calorífica en los ojos de Daemon; había algo que fue herido y lastimado por las acusaciones del Rey.
Las acusaciones del hermano de Daemon.
—Te traje al traidor —dijo Daemon. Dos hileras de capas doradas se abrieron y la misma persona que salvó a Rhaegar, sir Harwin Strong, avanzó arrastrando la figura a medio golpear de un hombre adulto con cabello oscuro y ojos cristalinos—. Cuando ingresé a la sala del trono, planeaba decirle al Rey que tenía capturado al hombre que intentó asesinar a mi sobrino. Incluso obtuve una confesión del bastardo.
—Y sólo te encontraste con acusaciones viles —murmuró Rhaegar.
—¡Y me encontré a mi propio hermano acusándome de ser un mataparientes! —gritó Daemon.
Caraxes rugió hacia el cielo; una llamarada de fuego de dragón rompió la oscuridad de la hora del murciélago que cubría los alrededores de la Fortaleza Roja. Las capas doradas se veían igual de furiosas e indignadas en nombre de su Lord Comandante, incluido el mismo Harwin Strong, que dio una mirada asqueada al hombre a medio morir en las escaleras.
—Perdón, perdón —rogó el traidor. Sir Harwin colocó su pie encima de la espalda de este y lo mantuvo ahí, presionado contra la piedra de la escalera—. Perdóneme, mi príncipe. No sabía que era usted, sólo me pagaron por conseguir los hombres que hicieran el trabajo.
—¿Entonces no fuiste tú quién me quería muerto?
—No, mi príncipe. —El traidor sollozó. Sangre escurría de su boca golpeada, la misma sangre en los puños de sir Harwin—. Sólo quería los dragones de oro, nadamás. Yo jamás lo habría hecho, mi príncipe, si supiera que era usted lo habría detenido...
—Pero debiste darte cuenta —terció Rhaegar. Se sentía demasiado entumecido para que su corazón evocara lástima por la patética imagen de quién ayudó a su intento de asesinato—. Debiste saber que era un Guardia Real quien iba con la persona que te ordenaron ejecutar, debiste notar el sigilo en mi ropa. ¿Cuántos jóvenes de cabello plateado existen en Desembarco del Rey, seguidos de una capa blanca; para que no notaras que derramarías la sangre de tu príncipe?
El hombre sollozó.
—¿Quién te pagó? —preguntó Daemon, la mano en el mango de Hermana Oscura.
—No lo sé...
Sir Harwin enterró el pie con más fuerza. El hombre soltó un alarido de agonía; el crujido de la carne contra la piedra resonó incluso a través de los agudos ronroneos de Caraxes, a la espera de su próxima comida.
—Esto no es un juicio —dijo sir Harrold, horrorizado.
—No debería serlo, sir —dijo Laenor, con satisfacción. Los ojos índigos se veían igual de asesinos que los liliáceos de Rhaenyra—. Es la ley del dragón.
—¡No lo sé, no lo sé! —gritó el hombre. Había un charco de sangre a su alrededor en las escaleras; aunque sir Harwin no hizo el intento de quitarse y darle un respiro—. ¡Nunca lo vi, mi príncipe! ¡Sólo recibí el dinero, nadamás! ¡Piedad, piedad!
—¡Daemon! —se escuchó el grito del Rey desde dentro de la Fortaleza—. ¡Detén este espectáculo, ahora!
—La Casa Targaryen no tiene piedad por sus retractores —dijo Daemon, su voz y su mirada eran igual de frías. Las puertas se abrieron de golpe a las espaldas de Rhaegar—. Debiste saber, patética excusa de gusano, que tendría tu cabeza cuando enviaste hombres armados contra mi sobrino. Te haré un ejemplo de ello para todas estas ratas que viven aquí, a la grandeza y clemencia del dragón.
—¡Guardias, deténganlo! —ordenó La Mano.
Los Guardias Reales sacaron sus espadas; pero el sonido del metal fue su propio comando para las capas doradas, quienes imitaron el gesto. Casi dos mil hombres contra siete; porque sir Harwin todavía estaba ocupado con su pie en la espada del traidor. Ni siquiera pareció inmutarse por la presencia de Lord Strong junto al resto de los miembros del consejo, él sólo tenía ojos y oídos para las órdenes del Lord Comandante.
Daemon miró a Rhaegar.
—Lo dejo a tu disposición, mi dragón —dijo Daemon—. La orden será sólo tuya. Di las palabras y le mostraré a este bastardo quién es su príncipe heredero; le enseñaré a él y a cualquiera que lo necesite por qué no deberían meterse contigo.
Por primera vez en lo que Rhaegar recordaba de su vida, su tío no recurrió al alto valyrio para pronunciar el apodo. Era una última jugada de Daemon; una última advertencia y una demostración de poder al alcance, el entendimiento, de la gente común. La gente que se creía con el poder de separar a la Casa del Dragón.
Rhaegar era de Daemon.
Tanto como Daemon era de Rhaegar.
—Mi príncipe —balbuceó el traidor, mugre en las mejillas y arrepentimiento en los ojos—. Por favor, tenga piedad...
—Enséñale sangre y fuego, Kepus —dijo Rhaegar.
—¡Rhaegar! —exclamó Viserys.
El silbido característico de Caraxes congeló a todos los presentes, mientras el cuello anormalmente alargado del anfíptero sangriento descendía para quedar a la misma altura de Daemon. Cabeza a cabeza, como un igual. Daemon siempre fue mucho más un dragón de lo que era un hombre; un jinete que compartía su alma entera, no sólo la mitad, con Caraxes.
La vista era única, espectacular. El corazón de Rhaegar se aceleró ante el fuego absoluto en los ojos de Daemon.
—Debería alejarse, sir —le advirtió a sir Harwin.
—No planeaba quedarme, mi príncipe —dijo Harwin, pegándole una patada a la cabeza del traidor que lo dejó tirado y sin signos de lucha en las escaleras. El heredero Strong retrocedió hacia su lugar en la formación de las capas doradas, donde residía su verdadera lealtad.
A Rhaegar le gustaba sir Harwin.
—Por los dioses —murmuró sir Harrold.
Daemon sonrió.
El último vestigio del traidor fueron las cenizas esparcidas en las escaleras de la Fortaleza Roja.
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