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prologue




El nacimiento de su sobrino Rhaegar lo fue todo para Daemon Targaryen.

Sucedió en el año 95 después de la Conquista. A la mitad de una disputa por la corona y al borde de una guerra civil en nombre del trono de hierro; la noticia del embarazo de Aemma Arryn calmó incluso la furia fría de la princesa Rhaenys, de haber sido pasada por alto en la línea de sucesión como la hija mayor del fallecido príncipe Aemon. Desembarco del Rey se volvió el centro de una celebración sin precedentes; el príncipe Baelon pidió sólo lo mejor para el descendiente de su primer hijo y nadie en la corte, mucho menos el rey Jaehaerys y la buena reina Alysanne, pudo negarle aquel deseo al heredero legítimo de Poniente.

Daemon estaba a pocas lunas de su décimo y cuarto onomástico cuando vio, en lo alto del cielo mientras montaba a Caraxes, a los guardianes reunirse a las afueras de Dragonpit, el Lord Comandante de la Guardia Real y un carruaje junto a ellos.

Lykiri, Caraxes —dijo Daemon, cuando el inconfundible y poco común rugido de Caraxes azotó contra los guardianes, provocándole un temblor al Lord Comandante. Daemon se rio de él—. Dohaeris. Sí, eso es, sȳz taoba.

Para nadie en la Casa Targaryen había sido gran sorpresa que Daemon reclamara el anfíptero sangriento del Príncipe Aemon después de que Rhaenys lo intentara y fallara. El llamado de un dragón le provocó piquiña en el cuerpo durante lunas; hasta que se coló a los pasadizos de Maegor e irrumpió en el pozo, sólo para encontrarse los ojos asesinos de su compañero destinado. Además, Rhaenys ahora tenía a Meleys, así que era un intercambio justo.

Por supuesto, lo que para la Casa Targaryen era normal, para otras personas no lo era. Daemon tenía una reputación entre la gente común y la corte; una reputación a la que siempre sonreía con arrogancia a pesar de los suspiros del Viejo Rey o la mirada nostálgica de su abuela, la reina Alysanne. Su vínculo con Caraxes había sido irrefutable, ni siquiera los miembros de la corte pudieron quejarse ante la idea de que el Príncipe Canalla manejara un dragón tan peligroso cuando Caraxes hizo su primer dracarys sin que Daemon se lo ordenara en voz alta.

Una llamarada de fuego de dragón azotó contra los guardianes, quienes inteligentemente no estaban demasiado cerca y pudieron huir antes de que los incineraran. Daemon volvió a reír, pasándole una mano enguantada a las escamas del cuello de Caraxes.

Lykiri —repitió, con una sonrisa socarrona por la mirada del hombre de la capa blanca. Asustar a la gente común era el pasatiempo favorito de Daemon—. Espero que lo que sea que tenga que decirme sea lo suficiente importante para interrumpir mi vuelo, Lord Comandante.

El Lord Comandante tragó en seco, su mirada oscura que lo delataba como un originario del Valle inspeccionó la forma amenazadora de Caraxes a espaldas de Daemon, con la cabeza roja inclinada para estar a su misma altura.

Lo había escuchado una vez decir que Daemon en Caraxes era un peligro para el reino –cosa con la que no estaba en desacuerdo–, y le daba curiosidad cuánto de esas palabras recordaba el hombre ahora, ante la idea de haber irritado al Príncipe Canalla y que sus comandos sin palabras a Caraxes hicieran del Lord Comandante un buen objetivo para práctica de tiro al blanco con fuego de dragón. Si Daemon no estuviera tratando de mantenerse en las buenas energías del Viejo Rey y la Reina Alysanne, ya lo habría intentado.

Como Daemon juró a Viserys hace nueve lunas, en el nombre de la princesa Alyssa, que no se metería en problemas o los provocaría (y también se negaba a que Rhaenys le ganara a Aemma esa apuesta de cuánto duraba Daemon antes de incinerar a alguien vivo); decidió en cambio colocar el peso de su cuerpo sobre su pierna izquierda y esperar a que los dioses valyrios le devolvieran la lengua al Lord Comandante.

Lo que, por favor, háganlo rápido. Había huido de la Fortaleza con la intención de tranquilizar su mente un rato y obligar a los guardianes a que le permitieran cazar a Caraxes libremente; no para quedarse allí de pie mientras el idiota escudero de su abuelo lo miraba como si estuviera a punto de orinarse encima.

—La princesa Aemma ha entrado en trabajo de parto. —Fueron las palabras que salieron del Lord Comandante, congelando a Daemon en su lugar—. El príncipe Viserys y el príncipe heredero Baelon pidieron su presencia inmediata en la Fortaleza, mi príncipe.

—¿Por qué te demoraste tanto en decírmelo? —espetó Daemon, con los pelos de punta por la rabia y nerviosismo.

Caraxes se agitó de forma visible detrás de él; aunque a Daemon no podía importarle menos en ese momento si la gran bestia roja se comía vivo a uno de los guardianes por tratar de interceptarlo cuando su jinete no estaba de humor. Con una última caricia amorosa a las escamas de Caraxes y una mirada irritada al Lord Comandante, Daemon se apresuró a entrar en el Dragonpit.

Había esperado tanto por esto. Nadie podía saberlo, porque los maestres eran inútiles así; pero Daemon rezó por primera vez en su vida para que el bebé en el vientre de Aemma fuera un niño. Le relató todos sus futuros planes a los dioses, también, si de esa forma conseguía colocarlos de su parte para que le dieran un pequeño sobrino.

Llevaría al niño a lomos de Caraxes, como su madre hizo con él en Meleys. Lo mimaría y llenaría de regalos, le enseñaría alto valyrio, lo entrenaría en el manejo de la espada, lo salvaría de esos maestres irritantes que lo tratarían de recluir en una recámara de la fortaleza con enseñanzas aburridas y se escaparían por los pasadizos de Maegor para que su sobrino tuviera su primer vuelo en dragón, solo.

Para eso, su sobrino tenía que tener un dragón propio.

El último de los huevos que Vhagar incubo de Balerion, el único que todavía tenía posibilidades de romperse, había sido elegido por el mismo Daemon para colocarlo en la cuna del niño. A Aemma casi le dio un ataque cuando escuchó la idea; pero ella no era un jinete y sólo era mitad Targaryen, por lo que a Daemon no le importaba su opinión en el asunto particularmente. Debía ser cosa del Valle eso, tenerle miedo a un dragón cuando llevas en tu vientre a un dragón.

Incluso el Viejo Rey aprobó la idea de Daemon, lo que era una hazaña en si misma. Él sabía que su abuelo no tenía afinidad a la existencia de Daemon tanto como lo tenía por la de Viserys. No es que le importara, en realidad; pero todo sea por el bien de la salud de su padre.

—¿No puede ir más rápido? —gritó, su pie golpeteaba con impaciencia el piso del carruaje. El contenedor del huevo de su sobrino echaba humo—. Por esto prefiero viajar en Caraxes.

Lo alto de la Fortaleza Roja se asomó en el paisaje que podía ver por la ventana, gente común iba y venía en los alrededores de la plaza principal. Una sonrisa ladina creció en el rostro de Daemon ante los guardias apostados en la Puerta del Rey, a la espera de que el hijo del príncipe heredero llegara.

Sin importarle los saludos o las formalidades de las capas blancas de su abuelo, Daemon cogió el contenedor entre sus manos enguantadas y salió del carruaje a paso rápido hacia el torreón de Maegor, con el corazón latiendo de pura anticipación.

Un grito de Aemma fue lo primero que recibió a Daemon en el silencioso y frío pasillo; el dolor que sólo pertenecía a la maldición de las mujeres inconfundible para alguien que había visto perecer a varias en esa batalla. Los guardias apostados en las puertas parecían muy preocupados; aunque no tanto como su padre o la Reina Alysanne, allí de pie junto a Rhaenys.

Daemon contuvo el escalofrío que recorría su columna vertebral. Se negaba a pensar en su madre, en la forma que los había llamado a él y Viserys a sus aposentos y se despidió de ellos, por el bien del nacimiento de Aegon. Al final, Aegon también murió antes de su segundo onomástico y Daemon perdió a su amada madre para nada.

Amaba a su sobrino; pero odiaba los nacimientos.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó la reina Alysanne, con una mirada preocupada.

—Cinco horas, mi reina —dijo Rhaenys, templada y controlada como siempre, el cabello negro peinado en una trenza ajustada al estilo de la reina Visenya.

Daemon frunció el ceño.

—¿Aemma lleva en parto cinco horas y hasta apenas me entero?

—¡Daemon! —Los ojos llorosos de su padre lo buscaron, la mueca de dolor de Baelon cambió a una más amorosa, acercándose a él. Daemon maniobró el contenedor entre sus manos y le permitió a Baelon abrazarlo—. No teníamos idea de a dónde habías ido, hijo mío.

La sonrisa burlona de Rhaenys no pasó desapercibida para Daemon, a espaldas de su padre; aunque él se mordió el labio inferior y se tragó la réplica sarcástica que quería soltarle a Baelon. ¿A dónde más iba cuando desaparecía? Caraxes siempre era la primera opción en la lista si no se hallaba rastro de Daemon en la Fortaleza Roja.

Caraxes o la Calle de Seda. Esa última era culpa de Viserys.

—Traje el huevo de mi sobrino —dijo Daemon, como toda respuesta. No iba a meterse en una discusión con su padre; no mientras Aemma estuviera de parto y gritara tanto.

Él no era el único al que le afectaban los partos, debía recordarse. Había más de una razón por la que Baelon se negó a casarse de nuevo.

—No sabes si será niño —dijo Rhaenys.

—Tú no llegarás a reina y eso no te impide usar los peinados de Visenya —murmuró Daemon, con toda la intención de que su comentario no cayera en los oídos de la bruja.

Se lo prometió a Viserys; se lo prometió al pequeño niño que lo esperaba en el vientre de Aemma. No podía meterse en problemas y darle al Viejo Rey una razón para que lo mandara al Valle a casarse, como la Buena Reina había amenazado que haría la última vez que Daemon provocó un escándalo en la corte.

Pero Daemon todavía era un muchacho malhumorado, todavía se enojaba y ofendía con facilidad; por lo que la solución perfecta era enfurruñarse por lo bajo y prometerse a si mismo que enmendaría su molestia con Rhaenys en una carrera a lomos de dragón.

Primero, su sobrino.

Las puertas de los aposentos se abrieron y los guardias retrocedieron unos pasos hasta dejar a la familia real frente al maestre con sangre en las manos y el ropaje blanco. Una imagen fugaz del cuerpo inerte de la princesa Alyssa atravesó la mente de Daemon, más fuerte y afilado que el acero valyrio; aunque la sonrisa en el rostro de la vieja rata lo hizo destensarse.

Aemma no era Alyssa. Ella no tenía que obtener el mismo final de su madre.

—El bebé nació sano y sin complicaciones —dijo el maestre, de forma solemne. La reina Alysanne soltó un grito de felicidad y una sonrisa gigante estalló en la cara de Baelon—. Es un varón.

Daemon le mostró a Rhaenys una mirada socarrona, un "te lo dije" salió de sus labios sin sonido. Rhaenys se lo devolvió rodando los ojos.

—Colocaré el huevo en la cuna de mi sobrino —anunció Daemon, no interesado en cualquier cosa técnica que el maestre quisiera hablar con su padre o abuela.

—Príncipe Daemon...

Daemon ignoró a la vieja rata y entró en los aposentos de Viserys.

Lo primero que vio fue a Aemma, rodeada de parteras y dos maestres más. Estaba sudada y parecía a punto de desmayarse allí mismo; pero sonreía y sostenía contra su pecho a un bulto de tela al que ella y Viserys, que estaba arrodillado a un lado de la cama, miraban con amor y devoción.

Daemon fingió vomitar, ganándose la atención de su hermano mayor.

—¡Daemon! —exclamó Viserys, sin perder el júbilo en su semblante—. Pensamos que no estarías aquí, después de que huyeras de forma tan abrupta mientras rompíamos el ayuno.

—No hui —dijo Daemon, obstinadamente y con voz quejumbrosa—. Sólo quería un vuelo en Caraxes.

—Oh, no —murmuró Aemma, su mirada oscura del Valle fija en la violáceo de Daemon—. No tocarás a mi hijo oliendo a dragón.

—Tu hijo es un dragón —dijo Daemon, sin impresionarse por las palabras de Aemma.

Destapó el contenedor y sacó el huevo de dragón, colocándolo en la esquina de la cuna ya preparada de su sobrino, cerca a los ventanales de los aposentos de su hermano. Daemon asintió con aprobación por esa decisión; pues los ventanales tenían una vista espectacular a Dragonpit. Bastante apropiado para una pequeña cría a la que Daemon secuestraría y lo montaría en Caraxes tan pronto como Aemma le quitara las garras de encima al bulto en su pecho.

—Oh ¿Trajiste el huevo? —dijo Viserys, con un parpadeo rápido. Que Balerion haya sido el padre de la última nidada de Vhagar fue lo único que convenció a Viserys de dejar algo hirviente cerca de su hijo recién nacido. Balerion había sido muy querido por Viserys.

—Es un dragón —repitió Daemon, con una mirada irritada en dirección de su hermano.

Enserio ¿Era el único aquí que lo entendía? Viserys necesitaba intentar una nueva montura si ya había olvidado lo hermoso que era el vínculo entre dragón y jinete.

—Oh, hijo —dijo Baelon, el único capaz de quitarle al bebé las garras de Aemma—. ¿Quieres sostener a tu sobrino?

Daemon se tensó un poco. Aegon fue el último bebé a quien sostuvo, e incluso si no lo planeaba admitir en voz alta, temía que su sobrino terminara en el mismo camino de su hermano menor. En el mismo camino de su madre.

Baelon, que lo conocía demasiado para el gusto de Daemon, se acercó a él sin esperar respuesta. Daemon aceptó al pequeño bulto de telas en sus brazos, negándose a dejar escapar ningún sonido traicionero de debilidad, y sólo miró el rostro sonrosado y machado de sangre de su sobrino, regordete en las mejillas y pacíficamente dormido.

Era tan pequeño.

—¿Cuál es su nombre? —escuchó a Rhaenys preguntar.

—Rhaegar —dijo Viserys, el orgullo era evidente en su voz.

«Rhaegar» pensó Daemon, con un nudo en la garganta. Era un nombre apropiado, el nombre de un príncipe Targaryen. El de un Rey de Poniente.

Daemon se aseguraría de eso. Él lo protegería, como no pudo proteger a su madre o a Aegon. Lucharía por ver a Rhaegar al mando de los Siete Reinos después de Viserys, después de su padre. No le importaba si tenía que enfrentarse él mismo a Meleys o a la flota Velaryon. Daemon le demostraría a Poniente que las historias de Visenya y Vhagar en Dorne no eran nada en comparación con lo que él haría por su sobrino.

Si los dragones debían danzar, que danzaran. 

—Yo cuidaré de ti —murmuró.

En el año 95 después de la Conquista, Daemon Targaryen decidió que vería a Rhaegar Targaryen en el trono de hierro. Eso era una promesa que estaba dispuesto a hacer con fuego y sangre.



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