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CHAPTER ONE:
dragonfyre
(año 111 d.C)




Dar un paseo en dragón había sido idea de Rhaenyra.

Eso era lo que Rhaegar le diría a su madre, la Reina Aemma, en el momento en que ella inevitablemente se diera cuenta de que desobedecieron una orden directa de su parte y escaparon de la Fortaleza a carruaje hacia Dragonpit. Los guardianes ni siquiera parpadearon cuando Aegarax y Syrax salieron disparados del pozo hacia las nubes; el sol radiante de aquel día fue lo suficiente bueno para que la mimada dragona de su hermana decidiera mover las alas un rato.

—Syrax está más lenta de lo normal —dijo Rhaegar, su voz alzada para que Rhaenyra lo escuchara por encima de los gruñidos de ambos dragones, que se molestaban el uno al otro de forma juguetona mientras danzaban en el aire—. ¿Estamos seguros de que Daemon no confundió al huevo de Dreamfyre con una vaca mutante?

—Cállate, Rhae —espetó Rhaenyra, con el ceño fruncido por la indignación—. Mi Lady Syrax sólo está bien alimentada, no está gorda.

Rhaegar le dio una mirada condescendiente a la dama dorada de Rhaenyra, quien resopló aire caliente antes de detenerse por completo de su danza con Aegarax. La pobre Syrax batió las alas en contra del viento y procedió a emitir más resoplidos de protesta, lo que en idioma dragón significaba que estaba a punto de descender al suelo incluso sin que fueran órdenes de Rhaenyra.

—Seguro —dijo Rhaegar, con sarcasmo.

Rhaenyra murmuró en alto valyrio dónde podía meterse su sarcasmo.

Los dos dragones aguantaron una carrera más, desde la colina de Rhaenys hasta Dragonstone y devuelta, antes de que Syrax luchara contra los comandos de Rhaenyra; aunque esta vez, Rhaegar no se burló de ella por eso. Podía sentir la insistencia suplicante de Aegarax a través de su vínculo, el hambre del dragón crepitaba después de una tarde entera volando por los alrededores más cercanos a Desembarco del Rey.

Ambos descendieron de las nubes, el viento rugía en sus oídos y Rhaegar no pudo evitar una sonrisa gracias a la adrenalina, esa sensación de libertad que sólo el vuelo en su amado dragón podía otorgarle. Aegarax, a pesar del hambre que tenía, podía sentir el jubilo estallar en el vínculo que compartían, ese compañerismo de dos dragones creciendo en un mismo nido; por lo que a Rhaegar no le sorprendió que le permitiera hacer algunos trucos sobre las casas más cercanas a la bahía de Aguasnegras. Las alas de Aegarax extendidas con grandeza llamaron la atención de algunas personas en las calles abajo, personas que era probable provinieran de otros lugares de Poniente.

Nadie nacido en Desembarco del Rey se sorprendía de ver dragones sobrevolando la ciudad.

—¿Cuántos dragones de oro apuestas a que llegó antes que tú al pozo? —dijo Rhaenyra, la risa en su tono no pasó desapercibida para Rhaegar o Aegarax, que podían oler un reto desde el rincón más oscuro del Norte si se lo proponían.

—Hermanita. —Rhaegar la miró con aire solemne—. Tu vaca mutante no podría nunca contra mi guerrero esmeralda.

—¡Deja de llamarla vaca mutante! —protestó Rhaenyra. Los ojos lilas de su hermana brillaron, llenos de reto y diversión—. ¡Syrax, dracarys!

Aegarax giró sobre su propio eje hacia arriba, esquivando el fuego de dragón con facilidad. Rhaegar soltó una carcajada, sus manos aferradas al borde de la silla de montar mientras corrían detrás de su hermana. Ya había pasado un tiempo desde que él y Rhaenyra jugaron tiro al blanco en sus dragones; otra cosa que mamá les prohibió rotundamente la última vez que aparecieron en los aposentos de la Reina con mechones de cabello quemado cada uno.

Los guardianes, reunidos a las afueras del pozo, miraron a ambos hermanos descender al suelo con algo parecido a la resignación en sus semblantes. Rhaegar perdió un guante por el fuego de Syrax y la capa de Rhaenyra había desaparecido por completo en los colmillos de Aegarax; pero ambos Targaryen no dejaron de reírse al desmontar sus dragones. 

Sir Harrold, por el contrario, los miró horrorizado.

—La reina tendrá mi cabeza en una estaca por esto —murmuró sir Harrold.

—Ella nunca se atrevería —dijo Rhaegar, en un intento de parecer consolador; a pesar de las risitas de Rhaenyra y los resoplidos de Aegarax a sus espaldas—. ¿Tuvo un buen día?

—Lo tendría si usted y la princesa no hicieran de matarme una meta de vida, mi príncipe —dijo sir Harrold, los hombros rectos para verse solemne; incluso cuando eso falló al estremecerse bajo el rugido de los dos dragones. Sir Harrold tragó en seco—. Espero que hayan tenido un buen vuelo.

—Trate de no parecer aliviado, sir —se burló Rhaegar.

—Ya extrañaba la sensación de volar —dijo Rhaenyra, acercándose a ellos con un guante en la boca. Rhaegar se rio bajo su aliento por el semblante de sir Harrold—. El embarazo de madre no puede impedirme disfrutarlo.

—Lo único que te impide disfrutarlo es tu vaca mutante —dijo Rhaegar—. Intenté que volaras conmigo bajo las nubes hace una luna, y no quisiste porque Syrax no vuela a menos que haya sol y el aire sea fresco.

—Mi señora tiene estándares. —Rhaenyra olfateó con indignación—. No como tu hijo del Infierno allí.

—¡Deja de llamar a Aegarax hijo del infierno!

—¡Deja de llamar a Syrax una vaca mutante!

—Sus altezas. —Sir Harrold suspiró hondo, como si pensara que no le pagaban lo suficiente para presenciar una discusión de dragones—. Deben volver a la Fortaleza lo más pronto posible. Mi príncipe tiene un entrenamiento y a la princesa se le hace tarde para la reunión del consejo.

—¿Ha habido noticias de Laena, sir? —preguntó Rhaenyra, mientras se montaban al carruaje.

—Llegó un cuervo de la princesa Rhaenys desde Driftmark, princesa —dijo sir Harrold, su caballo moviéndose a la par del carruaje, bajo la colina hacia el centro de la ciudad—. Los Velaryon confirmaron su asistencia al torneo en honor de su hermano. Lady Laena vendrá con ellos.

—Los maestres no pueden confirmar el sexo del bebé —señaló Rhaegar.

—El Rey no acepta ninguna palabra en contra de la idea de un hijo, mi príncipe.

Rhaegar rodó los ojos.

Hace unos años, cuando Rhaegar era más joven y Rhaenyra todavía le pedía que la cargara, había estado emocionado por la idea de un hermano. La Fortaleza Roja no estaba vacía; y mucho menos le faltaba gente que con todo gusto cumpliría cada capricho del príncipe heredero; pero ver el vientre de madre crecer en el trascurso de las lunas y la cuna de otro Targaryen ser preparada en la guardería real colocó el mundo de Rhaegar de cabeza. 

Él quería un hermanito, otro dragón al que enseñaría a volar. Un hermanito a quien le hablaría en alto valyrio y al que él y Laenor le contarían cada chisme de la corte cuando su hermana lo abandonara por el regreso de Lady Laena. Uno con el que Rhaegar y Rhaenyra probablemente lucharían por la atención de Daemon, cada que volviera de sus aventuras con regalos para ellos.

Luego madre perdió al bebé, dejando una cuna vacía y sueños destrozados a su paso. Luego el bebé nunca lloró al salir del vientre, ni tampoco respiró. Luego el corazón del bebé dejó de latir a las horas de su nacimiento. Y otro, y otro, y otro, y otro...

Siete hermanitos a los que Rhaegar lloró sin siquiera conocerlos. Siete cadáveres a los que tuvo que comandar a Aegarax para cremarlos; porque padre había perdido a Balerion hace mucho tiempo, madre no era jinete y Rhaenyra era demasiado pequeña para controlar a Syrax sin que alguien resultara herido de muerte. Siete piras funerarias de las que Rhaegar no despegó la mirada, ni siquiera cuando dejaron de arder.

Sin embargo; padre todavía lo intentaba, madre todavía dejaba su vientre de embarazo a la vista de toda la corte. Él sabía que el Rey tenía la esperanza de traer tres hijos a su linaje; como tres fueran los Conquistadores y tres las cabezas del dragón en el estandarte Targaryen. Los intentos fallidos a lo largo de los años no los detuvieron.

Rhaegar estaba casando de perder hermanitos.

Oye —murmuró Rhaenyra, en alto valyrio—. ¿Estás bien, lēkia? No has hecho un comentario sobre mi señora en cinco minutos.

Kessa —mintió con descaro. A Rhaegar se le daba bien mentir—. Lo estoy, hāedar. Sólo pienso en qué decirle a madre cuando se dé cuenta que me falta un guante y a ti una capa.

—Lo de siempre —dijo Rhaenyra, encogiéndose de hombros—. Fue culpa del tío Daemon.

Rhaegar reprimió una risa. Ahora, eso era algo que estaba dispuesto a hacer. Era mucho mejor que Daemon se enfrentara a la ira protectora de embarazada de madre a que él o Rhaenyra lo hicieran. Daemon no los delataría, de todos modos. Los cubriría y se reiría de la Reina Aemma por siquiera sugerir que no deberían volar en dragón; luego desaparecería el resto del día, el tiempo suficiente para que la reina olvidara su molestia con él.

Se preguntó qué estaría haciendo su tío. Caraxes no había estado en el pozo cuando Rhaegar y Rhaenyra llegaron esa mañana, y dado que ninguno de los guardianes lo mencionó al volver, el anfíptero sangriento todavía se encontraba desaparecido. Daemon era propenso a irse sin avisarle a nadie; hacer una excursión más allá del Mar Angosto y volver para regalarles a él y Rhaenyra tesoros adquiridos en sus constantes aventuras, algunos comprados con el dinero de la corona y otros que consiguió con Hermana Oscura como principal intermediaria.

Si Daemon se había ido a las Ciudades Libres de nuevo, Rhaegar esperaba que volviera con un libro salvado de la Maldición de Valyria para él. Ya tenía memorizado su pequeña colección, todas dadas por su tío, de tanto que los releyó las últimas lunas. Rhaenyra le dijo una vez que Rhaegar pasaba más tiempo con la nariz metida en un libro que volando en Aegarax; lo que era ofensivo, porque nada tenía más la atención de Rhaegar que su guerrero esmeralda.

El patio de entrenamiento estaba, como de costumbre, repleto de gente. Rhaegar sonrió a los aduladores; asintió con respeto hacia los maestres que iban pasando y trató de tragarse un suspiro de resignación cuando Lady Alicent Hightower levantó la cabeza del libro que leía, sentada en una banca cerca de las escaleras, al escuchar el alboroto que causaba la llegada del príncipe heredero.

—¡Príncipe Rhaegar! —llamó Alicent, acercándose a él con pasos rápidos pero elegantes.

—Lady Alicent —dijo Rhaegar, con una sonrisa cortés. A diferencia de su tío, Rhaegar no era un idiota—. ¿Cómo se encuentra?

—Estoy bien, mi príncipe —respondió Alicent, dándole una reverencia—. No lo encontré en la biblioteca después de romper el ayuno y decidí venir a esperarlo aquí. Sé que tiene entrenamiento a esta hora.

—Mi hermana y yo salimos a volar por la capital —explicó Rhaegar, la mirada fija en la mesa con las espadas para su entrenamiento. Sir Erryk, un miembro reciente de la Guardia Real, lo esperaba allí—. Si lo desea, algún día podría llevarla en lomo de dragón. La vista de la bahía es increíble entre las nubes.

Ella se detuvo, como un ciervo a la luz. Rhaegar no pudo evitar darse cuenta del rojizo alrededor de las uñas de Alicent, la sangre que salía bajo la piel levantada, una clara señal de nerviosismo que Alicent tenía consigo desde los tiempos del rey Jaehaerys, cuando Otto Hightower se estableció en la capital como Mano del Rey.

—Lo agradezco, mi príncipe —dijo Alicent, viéndose como si prefiriera ser encontrada en un burdel antes que subirse a un dragón de forma voluntaria—. Pero quisiera mantener mis pies en tierra lo más posible.

Rhaegar se encogió de hombros. Ella se lo perdía.

Él no tenía un verdadero problema con Lady Alicent; sino con su padre, la Mano. El título del sobrino preferido de Daemon Targaryen había sido de Rhaegar desde su nacimiento; un título del que Rhaenyra, con todo su poder como El Deleite del Reino, no lo despojó. Por supuesto, la preferencia de Daemon sólo implicó que Rhaegar tuviera preferencia por él, lo siguiera como una cría de dragón tras su madre y absorbiera sus palabras como esponja.

Y su tío odiaba a Otto Hightower.

Pero aquello que consolidó el desagrado de Rhaegar tanto por la Mano como por el linaje Hightower completo fue cuando lo escuchó, en el último día de Rhaegar como copero del rey, diciéndole al consejo que la mejor manera de mantener bajo control a "Maegor reencarnado" era exiliarlo de Desembarco del Rey. Rhaegar le tiró la jarra de vino encima por su descaro y padre le prohibió volver hasta que cumpliera la mayoría de edad, o se disculpara con la Mano.

Rhaegar prefería hacerse un dracarys a si mismo antes que disculparse con Otto Hightower, por lo que todavía no había vuelto a una reunión de la corte. No lo necesitaba, de cualquier forma. Rhaenyra, la nueva copero, se lo contaba todo; sin perderse detalle alguno sobre las decisiones del consejo privado o los chismes de los lores.

Por supuesto, Alicent no tenía la culpa del descaro y los desaires de su padre (¿Quién se creía que era ese hombre, tratando de exiliar así a un príncipe Targaryen?). Ella había llegado a Desembarco del Rey a los diez, detrás de las faldas de Otto, y le sirvió como acompañante a un moribundo Rey Jaehaerys antes de que el Rey Viserys se hiciera cargo y la colocara de dama para Rhaegar, que tenía ocho en ese entonces.

Alicent no era mala compañía, si era sincero. Tenía un repudio evidente por los dragones, también era muy devota de los Siete y siempre parecía luchar contra un ceño fruncido cuando Daemon regresaba de sus viajes con un accesorio para Rhaenyra que costaba más que todo su guardarropa; pero no era mala compañía. Rhaegar llegó a tolerarla, sobre todo por pasar ocho años de su vida con ella a su lado; y mientras Alicent no intentara leerle La Estrella de Siete Puntas, no tenían verdaderos problemas.

—No es necesario esperarme —dijo Rhaegar, incómodo por las miradas que estaban recibiendo de la gente común—. El entrenamiento es un poco aburrido y sucio. Puedes volver a tus aposentos, o ir al Septo. Sé que te gusta rezar allí.

—Oh, no se preocupe, mi príncipe —dijo Alicent, como si estuviera a punto de vomitar. La sangre alrededor de sus uñas empeoró mientras ella se encarnizaba con la piel—. Me quedaré aquí.

Rhaegar respiró hondo, en un intento por no alterarse frente a tanta gente común, lanzar una rabieta indigna de un príncipe Targaryen. Menos de un príncipe heredero Targaryen. Él no era idiota; sabía muy bien lo que estaban pensando aquellas personas al verlo allí de pie junto a Alicent, una dama soltera y de un buen nombre que seguía a la Fe. Era lo mismo que pensaban a cada oportunidad de ver a Rhaegar con una mujer; incluso si sólo era Rhaenyra (especialmente, si sólo era Rhaenyra. Él era conocido por sonreír más de lo normal cuando estaba cerca de su hermana).

Tendría diez y seis en una luna, sería mayor de edad y le llegaría la oportunidad de casarse -lo que todos esperaban que hiciera pronto- para consolidar su derecho al trono. Rhaegar conocía sus deberes como el heredero, desde que era un niño pequeño. Aceptó el peso del título en su octavo onomástico y levantó la barbilla con orgullo hacia cualquiera que lo mirara, prometiéndose a si mismo que les demostraría que sería un buen Rey. 

Tener una esposa era parte del trabajo; dar la bienvenida a hijos al linaje era parte del trabajo; criar a jinetes de dragones era parte del trabajo. Eso no significaba que le gustara mucho la idea, o que no se le revolviera el estómago sólo de pensarlo.

—¿Todo en orden, mi príncipe? —preguntó sir Erryk, con una sonrisa burlona.

—Cállate.

El entrenamiento de Rhaegar fue mejor de lo que esperaba. Descargó su furia por las miradas chismosas de la gente común y se concentró en no permitir que los arranques de su vínculo con Aegarax lo llevara a hacerle daño permanente a la capa blanca, controlando el pulso de la devastadora canción que recorría su sangre valyria. Era un dragón, nació un dragón, y el fuego en un dragón debía ser usado en un campo de batalla, no el entrenamiento de caballería.

Rhaegar sólo se detuvo, con sir Erryk caído de espaldas en el suelo, cuando sir Harrold apareció en el patio de entrenamiento; su semblante regio y constipado lo delató al instante. Sir Harrold guardaba esa expresión para dos ocasiones memorables: la corte del Rey se pasó de copas, o...

—El príncipe Daemon acaba de regresar —dijo sir Harrold, en un susurro contra el oído de Rhaegar, quien dejaba su espada junto a las demás en el carro del armamento—. Divisaron a Caraxes sobrevolando el pozo hace unos momentos, y los guardias me dijeron que entró a la sala del trono.

—¿Sabe mi padre que está aquí?

—No.

—Bien.

La emoción inundó las cavidades internas de Rhaegar y avivó el grito de la canción en su sangre, una canción que buscaba entrelazarse con la tonada que su tío poseía. La vida en Desembarco del Rey era más divertida cuando Daemon Targaryen estaba por ahí provocando desastres.

—¿Qué le dirá a Lady Alicent? —preguntó sir Harrold, dándose cuenta de la mujer sentada cerca de las escaleras, el libro La Estrella de Siete Puntas abierto sobre sus piernas.

—¿Qué debería decirle a Alicent? —inquirió, con el ceño fruncido.

—Mi príncipe, no puede dejar a una dama así sin ninguna explicación.

«Oh, dioses. No esto de nuevo». Rhaegar contuvo el escalofrío que subió a su columna vertebral. Olvida a Daemon; iba a correr a Dragonpit y montaría en Aegarax hasta Essos si alguien más insinuaba una cosa como esa en la cara de Rhaegar.

—Alicent y yo no estamos cortejando —dijo Rhaegar, en tono borde—. Ella es la dama asignada a mi compañía, sir Harrold. Nada más. La aprecio, de verdad; pero nunca me casaría con un Hightower.

«Daemon no me lo perdonaría» pensó Rhaegar. Y su tío, le gustara al consejo privado o no, era una de las personas más importantes de la vida de Rhaegar. Daemon fue quien eligió a Aegarax para él; quien lo llevó a lomo de Caraxes cuando tenía 15 días de nacido y le enseñó alto valyrio; quien pensaba en Rhaegar y Rhaenyra durante sus aventuras y se aseguraba de traerles regalos, de hacerles saber que importaban

A diferencia de su padre, Rhaegar no estaba dispuesto a permitir que un Hightower separara a la Casa Targaryen. Y la próxima vez que Otto Hightower sugiriera el exilio para su tío, haría algo mucho peor que bañar a la Mano en vino.

Sir Harrold retrocedió.

—Por supuesto, mi príncipe —dijo sir Harrold—. Mis disculpas.

—No, yo lo siento —murmuró Rhaegar, avergonzado por romperse así. Su frustración nunca debía salir de su cámara privada en la Fortaleza, eso es lo que padre le inculcó—. Lamento parecer agresivo, sir Harrold. Tiene razón; hablaré con Alicent y luego buscamos a mi tío Daemon.

Disculparse con Alicent por hacerla perder el tiempo fue más fácil de lo que Rhaegar creía. Ella le sonrió y le aseguró que no tenía problema; aunque fue obvio que había un problema cuando le preguntó a qué se debía su repentina ida y Rhaegar, como un idiota, le dijo que su tío regresó a la capital. Para la buena suerte de su malhumor, Alicent no comentó nada y se despidió, los nudillos blancos donde sostenía el libro.

—Si puedo decirle, mi príncipe —dijo sir Harrold—. Lady Alicent no parece saber que no desea casarse con ella.

Rhaegar inhaló hondo.

—Lo sé.

Pero el fuego de dragón era demasiado poderoso para que un Hightower pudiera soportarlo. La llama ardiente dentro de Rhaegar crujió y crepitó, desesperada por la libertad que sólo su igual podía ofrecerle. A la espera de que la avivaran, de que ese igual colocara las manos en ella sin miedo a quemarse.

Rhaegar sabía, tan bien como conocía su propio vínculo con Aegarax, que si había alguien en esta vida capaz de soportar el calor y el fuego de la canción dentro de él; ese alguien era Daemon Targaryen.



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