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five




CHAPTER FIVE
kinslayer
(año 111 d.C)




Los pasadizos de Maegor, como lo esperaba Rhaegar, eran su silencioso y frío laberintico habitual. Una antorcha en su mano no fue suficiente alivio para Laenor, quien estaba destinado al aire libre de los cielos y las mareas cambiantes por la combinación de la sangre Velaryon y Targaryen; no a una oscura, pequeña y taciturna caverna de piedra como eran los pasadizos de la Fortaleza.

 —¿Crees que esto es una buena idea? —murmuró Laenor, siguiéndolo de cerca. Ambos giraron una de las esquinas y descendieron por el pasadizo, el fuego de la antorcha iluminaba los escalones bajo sus pies—. No es mejor, no sé ¿Entrar al consejo como personas normales? Eres el príncipe heredero, tu padre no te lo puede negar.

—El Rey ya me negó la entrada, primo. —Rhaegar le recordó, con una sonrisita sarcástica—. Sólo porque no quise cumplir con la fantasía de La Mano de que un príncipe Targaryen le pidiera disculpas por algo. Prefiero hacerme un dracarys antes de doblar la rodilla frente a ese hombre.

—Tu orgullo te comerá vivo algún día.

—Ese día no es hoy.

Cual sea la respuesta que Laenor estaba planeando espetarle de forma grosera; murió en sus labios apenas se detuvieron frente a la pared de uno de los lados laterales de las cámaras del consejo privado. Rhaegar le tendió la antorcha sin mirarlo y se acercó a la grieta de esa pared, analizando a las figuras sentadas a la mesa.

Él contabilizó: Lord Strong, La Mano, Lord Corlys, Gran Maestre Mellos (y si Rhaegar tuvo que tragarse un gruñido de disgusto por su presencia, eso sólo lo sabría Laenor), Lord Beesbury, el asiento vacío de Daemon, uno honorario para Lord Stark y el Rey, en la cabeza. Ser Ryam a un lado de su padre, Rhaenyra de copero.

¿De verdad? ¿No había trascurrido una luna entera desde la perdida de madre y el Rey ya tenía a su hermana sirviéndole vino a esa corte codiciosa? Rhaegar quería hacerse notar sólo para abofetearlo por su descaro. Rhaenyra tenía todo a su favor si decidía darse un tiempo, por el luto establecido de seis lunas para la Reina Aemma. Los Lores tampoco extrañarían la presencia de Rhaenyra; a menos que quisieran vino, claro, porque ni para aquello podían hacer el mínimo esfuerzo de levantarse y servirse con sus propias manos.

—Majestad —dijo La Mano. El solo escuchar su voz sacó una mueca en la cara de Rhaegar, que hizo reír silenciosamente a Laenor—. Sé que esto es lo que menos que quiere discutir a tan poco tiempo de la muerte de la Reina, pero es de vital importancia.

Las manos de Rhaenyra temblaron un poco mientras sostenía la jarra de vino; aunque ella fue el dragón inteligente de siempre y lo ocultó bastante bien de las caras estupefactas de los Lores, que miraban el descaro de La Mano. Sin embargo, Rhaegar agradeció no estar allí adentro, porque de seguro le habría saltado encima al hombre de Antigua con Blackfyre en mano.

No sabía cómo habría arrebatado la daga del Conquistador de la cadera del Rey; pero sucedería, con tal de sacarle sangre a esa maldita serpiente por desatar su lengua a tan poco del aniversario post muerte de madre.

—¿Qué asunto?

—La sucesión.

Rhaegar se tensó. La mano de Laenor buscó la suya entre la oscuridad; una muestra de apoyo que lo hizo temblar. Un silencio de muerte recorrió la cámara del consejo ante aquella insinuación de traición. Lord Corlys levantó la mirada de su copa de vino, quitándole a Rhaenyra la atención de encima cuando ella tropezó contra la silla de Lord Beesbury, sacada de juego por las palabras de Lord Mano.

—El príncipe Rhaegar es el heredero al trono de hierro —dijo Lord Corlys, con un deje de advertencia en sus ojos índigo—. Un primer hijo varón, jinete de dragón, en aprendizaje de la administración de Poniente y Príncipe de Dragonstone desde la coronación del Rey en el año 103. ¿De qué está hablando, Lord Mano?

—Gracias, padre —susurró Laenor, acercándose más a Rhaegar—. Por decir lo obvio. La Mano necesita un nuevo sentido común.

El calor del fuego de dragón en su primo quitó un poco el frío de los hombros de Rhaegar, esa sensación de heladez que atribuía a su única visita del Norte años atrás, con su madre. Rhaegar le dedicó una sonrisa ladina a Laenor, agradeciendo tenerlo a su lado, antes de regresar la atención a la discusión del consejo.

Si Otto Hightower le daba por fin una razón al Rey para quitarle la cabeza y enviar sus restos a Antigua, no se lo perdería.

—Sé que son momentos difíciles. —La Mano continúo como si Lord Corlys jamás hubiera abierto la boca—. Pero considero que es importante que la sucesión esté garantizada por la estabilidad del reino.

—La sucesión está garantizada, mi señor —dijo Rhaenyra, con tono tosco y frío, fuego en los ojos liliáceos al saltar en defensa del heredero legítimo. Rhaegar amaba tanto a su hermana—. Como dijo Lord Corlys, mi hermano ha sido Príncipe de Dragonstone desde la coronación de nuestro padre tras la muerte del Viejo Rey. La sola sugerencia de que eso no está claro es una traición.

—Otto —El Rey intervino, la voz tensa—. Explícate.

—¿Explícate? —repitió Laenor, algo de histeria en su semblante. Era una suerte que todavía recordara mantener la voz baja, Rhaegar no quería que los descubrieran ahora—. ¿Explícate? Oh, por favor. Si alguien hiciera eso conmigo en Driftmark, madre se lo habría dado de cena a Meleys y padre no parpadearía.

—Te lo dije, Lae —murmuró Rhaegar—. El Rey Dragón es un tonto y un ciego.

—El príncipe Rhaegar es el único en la línea de sucesión —dijo Otto Hightower, porque el hombre se moriría antes de doblegarse ante la corte—. Sólo seguido del príncipe Daemon, nadie más. —A Rhaegar no le pasó desapercibido ese desdén de Rhaenyra; y tampoco a Rhaenyra, a juzgar la forma que apretó la jarra entre sus manos—. Los accidentes ocurren, majestad. Si algo le sucede al príncipe Rhaegar, su heredero por ley y tradición sería el príncipe Daemon.

¿Él estaba...?

Oh, Rhaegar lo iba a matar.

—¿Qué estás sugiriendo, Otto? —inquirió el Rey.

—Como ya lo hemos hablado antes, Daemon es un hombre volátil e inestable, impredecible; con un gusto muy evidente por la violencia y el derramamiento de sangre —dijo La Mano. 

Y si sus palabras no eran una señal de cuán a gusto se sentía de su posición al hablar así en voz alta de un príncipe Targaryen; la señal entonces debería ser que el Rey no reaccionó tampoco a ellas como la traición que eran. 

Como el insulto al hermano que apoyó el reclamo de Viserys al trono de hierro en primer lugar; el que reunió un ejército y arruinó relaciones con su prima favorita, la princesa Rhaenys, sólo por él y su derecho en la sucesión. Daemon Targaryen lo había hecho todo para demostrar apoyo al reinado de su hermano mayor; y ese mismo hermano mayor pagaba la lealtad de Daemon permitiéndole a un hombre de Antigua, un extranjero, un Ándalo, hablar así de él a sus espaldas.

Estúpido, tonto y manipulable Rey.

—Eso es... —Laenor tragó saliva—. Eso es traición, Rhaegar. Él está sugiriendo...

—No hay hombre más maldito que el mataparientes. Incluso el príncipe Daemon no está extenso de ello —Lord Corlys saltó en defensa al primo favorito de la princesa Rhaenys con brusquedad. Rhaegar apretó el agarre de la mano de Laenor en la suya, una señal de alivio que su primo devolvió sin dudarlo—. Nunca le haría daño al príncipe Rhaegar. Y si espera lo contrario, entonces no es tan inteligente como cree que es, Lord Mano.

—El deseo del príncipe Daemon por el trono es muy visible —insistió Otto—. Su ansia de poder y de derramar sangre es algo a lo que nos hemos enfrentado innumerables veces en este consejo. Lo que hizo con la Guardia de la Ciudad, la lealtad que se ganó de un ejército entero, las armas que maneja. Majestad, el anfíptero sangriento es un dragón de guerra; la bestia del príncipe Rhaegar nunca podría...

—¿Qué estás sugiriendo, Otto? —repitió el Rey—. Daemon adora a Rhaegar, es su sobrino favorito y todos aquí lo saben. Él mismo eligió el huevo de Balerion y Vhagar cuando Rhaegar estaba en el vientre de la Reina; el huevo que dio vida a Aegarax. También eligió a Syrax para Rhaenyra. ¿Y estás diciéndome que mi hermano, mi sangre... se volvería un mataparientes por el trono? Daemon tiene ambición; pero no por el trono. Y nunca a expensas de Rhaegar.

Ejecútalo —murmuró Rhaegar, en alto valyrio—. Es una traición descarada, nadie se sorprendería que lo hicieras. Haz algo bien por una vez, Rey Viserys. Ejecútalo y demuestra la supremacía de la sangre del dragón.

—Si Daemon se mantuviera siendo el único detrás del derecho a sucesión del príncipe Rhaegar, podría desestabilizar al reino —dijo el Gran Maestro Mellos, como si su sola presencia en la Fortaleza Roja no hubiera hecho el suficiente daño ya.

Esa rata gris también era alguien más de quien Rhaegar obtendría la lengua; para que no diera de nuevo sugerencias parecidas a las que terminaron en madre inmóvil, acostada sobre su cama de parto con el vientre abierto. Mismas sugerencias que llevaron a la Reina a los brazos de Morghul y al reino de Balerion.

—El reino —dijo Lord Corlys, en tono sarcástico—. ¿O este consejo?

—Ninguno de los presentes sabe lo que Daemon haría en el trono, sólo que su ambición no tiene límites —intervino La Mano—. ¿Debo mencionar de nuevo lo que hizo con las capas doradas? Daemon será un segundo Maegor, o peor. Y el príncipe Rhaegar será el principal afectado por ello.

—Habla como si fuera una posibilidad indiscutible que el príncipe Rhaegar nunca vea el trono, mi señor. —Los ojos índigos de Corlys Velaryon atravesaron la cabeza de Otto Hightower como las mareas cortaban a los marineros desprevenidos—. ¿Acaso nos presentará una evidencia de complot contra el heredero dragón?

Rhaegar se echó hacia atrás.

La mirada en los ojos de La Mano no era algo que quisiera ver de nuevo en su vida.

—Maldita sea —murmuró Laenor—. ¿Hay un complot contra ti?

—Hubo un incidente, en la Colina de Rhaenys —dijo La Mano, con semblante sereno e inmutable ante la tensión en los hombros del Rey—. El príncipe Daemon, como sabemos, hace parte constante de las celebraciones en los burdeles y las putas de la Calle de Seda. Uno de mis espías me confirmó que estuvo ahí, anoche, con varios miembros de la Guardia Real.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el Rey.

—Una de las putas de Daemon, de sus amantes más reconocidas, Mysaria —comenzó Otto. El nombre recorrió el consejo con un aire frío; todos conocían el nombre de Mysaria, la antigua esclava de Lys que alguna vez cargó en su vientre a un hijo bastardo del Príncipe Canalla—. Hizo un brindis peculiar. Llamó al príncipe Baelon "la tercera cabeza del dragón, por un día". Y luego dijo que no había hombre más apto que Daemon para ser el príncipe de Dragonstone.

Maldita rata asquerosa.

Rhaegar iba a tener entre sus manos la cabeza de Otto Hightower y se la daría de comer a Aegarax; incluso si fuera lo último que hiciera en vida. Ese hombre pagaría todas y cada una de sus mentiras, de sus engaños, de sus traiciones para destruir a la Casa del Dragón. ¿Cómo se atrevía a sugerir que Daemon le haría a Rhaegar algo como eso? A diferencia de Hightower, su tío en realidad practicaba la lealtad a la familia. Hermana Oscura estaba a las órdenes del Rey Dragón, y Rhaegar al segundo, como príncipe heredero.

—¿Cuál es tu idea exactamente, Otto? —preguntó Lord Strong—. Prohibirle al príncipe Rhaegar estar a solas con el príncipe Daemon, u obligarlo a estar siempre acompañado de un Guardia Real, no hará mucho para protegerlo de un posible complot contra su vida. Si algo le sucede, el príncipe Daemon no puede afrontar las consecuencias, porque no hay nadie más en la línea de sucesión.

Entonces Otto Hightower dijo aquello que atormentaría las pesadillas de Rhaegar por las lunas que duraron el tiempo de duelo a la Reina Aemma.

—El Rey debe volver a casarse.

Rhaenyra hizo lo mismo que Rhaegar hace mucho tiempo: tiró la jarra de vino dorniense encima de La Mano. La furia del dragón se desprendía a oleadas de los ojos liliáceos de su hermana Rhaenyra, primera de su nombre; jinete de Syrax, la Targaryen más joven en la historia de su Casa que surcó los cielos a lomos de un dragón, tercera en la línea de sucesión al trono de hierro; no importa lo que Otto Hightower y el consejo privado pensara de ello.

—¿¡Cómo se atreve!? —gritó Rhaenyra. Los Lores del consejo saltaron de sus lugares, mientras Lord Mano se quedaba en silencio por la sorpresa de una segunda vez en esa humillación—. ¡La cama con la sangre de mi madre no se ha enfriado siquiera! ¿¡Y usted tiene el descaro de sugerir que ya alguien más debe ocuparla!?

—¡Rhaenyra! —gritó el Rey.

—¡Es un hombre vil, Otto Hightower! —chilló Rhaenyra—. ¡Mi hermano es el heredero dragón y tiene la lealtad de Hermana Oscura a sus pies! Daemon jamás le haría daño a Rhaegar y usted lo sabe. ¡Lo único que quiere es colocar sus garras más cerca del trono!

—¡Rhaenyra, basta ya!

—¡El legítimo heredero al trono de hierro es Rhaegar Targaryen, primero de su nombre y futuro Rey de Poniente! —declaró Rhaenyra, tirando la jarra al suelo. Ella miró a Otto Hightower como si fuera capaz de matarlo allí mismo; sacar los colmillos de Syrax y no dejar de él más que un recuerdo del idiota que se pensó capaz de sobrevivir a la furia del dragón—. Y será mejor que cada uno de sus codiciosas cabezas se vaya acostumbrando a eso, porque Rhaegar nunca permitirá que alguien de su sangre indigna haga algo más que mirar con anhelo una de esas espadas.

Rhaenyra salió de la cámara del consejo, envuelta en una llamarada devastadora de fuego y sangre a su paso. Fuego salido de las fauces de la mismísima Vhagar, sangre provocada por un dragón conquistador; mientras ella y la Reina Visenya hacían de Dorne un segundo Harrenhal después del asesinato de la Reina Rhaenys.

Él nunca había estado más orgulloso de Rhaenyra que cuando la vio irse con la barbilla alzada, dejando detrás de su figura a los hombres boquiabiertos del consejo privado, un Lord Corlys que trataba de no reírse y un muy indignado Lord Mano.

—Vámonos de aquí —murmuró Rhaegar, al oído de Laenor, que miraba con ojos estrellados al desastre de Rhaenyra en la cámara—. Ya vi lo que tenía que ver.

—¿Y eso era? —Laenor lo miró confundido—. Lo único que aprendí es que tu hermana es aterradora, primo.

Rhaegar se rio; aunque la burbuja de amargura no abandonó su pecho.

***

Resulta que la muerte de la Reina no libraba a Rhaegar de sus deberes reales. En realidad, lo único que sucedió fue que dichos deberes reales se incrementaron; luego de una luna completa ignorando la acumulación de papeles en la mesa de sus aposentos. Laenor tenía razón, al final. Sí se arrepintió de no haber salido antes de la cama.

—Tengo un viaje a Dragonstone para mañana —dijo Rhaegar, caminando junto a Alicent por el Septo de la capital—. El deber de un príncipe con su pueblo no descansa, mi señora. Ni siquiera por el luto.

Alicent, con un vestido azul oscuro que Rhaegar nunca le vio antes y el peinado más intrínseco de lo habitual, asintió lentamente, una sonrisa comprensiva en su hermoso rostro blanquecino. Las velas de los devotos frente a la estatua de la Madre provocó un escalofrío en la columna vertebral de Rhaegar; esa sensación de intruso y pagano que venía con acercarse a algo relacionado a los Siete. No entendía cómo las personas veían este lugar y les provocaba el suficiente sentimiento de hogar para depositar sus peticiones.

Pero él no era religioso, así que no tenía palabra o experiencia en esto de la fe. Sólo venía aquí a acompañar a Alicent a rezar; las únicas veces (que no fueran celebraciones oficiales de la corona) en las que se acercaba al Templo de los Siete y no sólo daba la vuelta por un callejón a la Calle de las Hermanas, con dirección a Dragonpit.

—Tal vez podría acompañarle —dijo Alicent, rascándose las uñas con vehemencia—. Un rostro conocido ayudaría a relajar la carga de sus hombros. Sé lo mucho que se preocupa por su pueblo.

Rhaegar intentó no sonreír.

—Si deseas montar un dragón conmigo a Dragonstone, aceptaría tu petición con gusto.

—Uh —Alicent parpadeó como un búho a la luz, atrapada en su propia telaraña. Rhaegar hizo un esfuerzo mayor por no soltar la risa que le cosquilleaba la garganta—. ¿No sería mejor un viaje por mar? Es necesario dar una buena impresión a su pueblo, mi príncipe. Y un barco con los estandartes de Targaryen...

—Alicent, no hay mayor impresión que la que da un dragón —dijo Rhaegar, encogiéndose de hombros—. Además, Dragonstone no es Desembarco del Rey. Ellos no se atreverían a despreciar la grandeza de un Targaryen, no importa en qué se transporte este. Soy su príncipe, me reconocerán.

Alicent se desinfló.

Ambos se detuvieron frente al altar de la Madre, una estatua más alta de lo que el cuello de Caraxes era largo. Las sombras alrededor del rostro de la Madre eran pesadas, gruesas, igual que el resto de la oscuridad en la estancia, sólo iluminada por las ofrendas de los creyentes. Alicent encendió una de las velas, junto sus manos con fuerza y se arrodilló.

—Esta es la única manera que he tenido de acercarme a mi madre desde su muerte —dijo Alicent, en voz baja, como si compartiera un secreto. Rhaegar se tensó de inmediato, a pesar de la mirada suave en los ojos verdes de Alicent—. He pensado en ofrecerle intentarlo, mi príncipe. Sé lo que es extrañar a una madre más que a nada en el mundo.

Rhaegar se arrodilló junto a Alicent, todavía cauteloso de esa sensación desconocida que le provocaba el Septo. Las miradas de comprensión y apoyo de los creyentes rondando las estatuas de los Siete Dioses lo desconcertó un poco; pero no hizo mención de ello a Alicent, que lucía una sonrisa cuando lo sintió acercarse a su lado.

—¿Alguna vez te recuperas? ¿Alguna vez dejas de extrañarla? —murmuró Rhaegar. Sus ojos violetas estaban fijos en la estatua—. Todavía me levanto cada día creyendo que una de las sirvientas de mi madre tocará a mi puerta y me dirá que ella está esperándome para romper nuestro ayuno juntos. Todavía veo mi traje de montar y tengo que recordarme a mi mismo que ya no hay nadie para que mi hermana y yo molestemos al escaparnos a Dragonpit sin supervisión de un Guardia. ¿Alguna vez se va esa sensación de anhelo por lo perdido, Alicent?

—No —dijo Alicent, una lágrima solitaria descendía de su mejilla—. Lo siento, mi príncipe. Pero esa sensación lo perseguirá siempre. El anhelo no disminuye; una persona sólo aprende a manejarlo lo suficiente para mandarlo al fondo de la mente y continuar su día.

Había algo trágico en la expresión de Alicent Hightower a la luz de las velas.

Rhaegar estiró su mano y cubrió las dos entrelazadas de Alicent, con una pequeña y rota sonrisa que esperaba resultara más eficiente de lo que se sentía. Alicent devolvió el apretón, y en ese momento; él olvidó su odio inherente al linaje Hightower y La Mano. Rhaegar sólo vio en ella a alguien que había perdido a su madre, igual que él; alguien que extrañaba a dicha madre con todo el corazón, igual que él.

Pero la Reina Aemma nunca regresaría a su lado. Ella nunca más enviaría a las sirvientas para que le recuerden darse un descanso del papeleo de Dragonstone. Ella nunca miraría a Rhaegar con sus ojos oscuros del Valle y lo regañaría por arrastrar a Rhaenyra lejos de las anticuadas lecciones de las septas.

Y no había una persona a quien culpar más que al Rey por ello. Y tal vez el Gran Maestre Mellos.

—¿Me acompañarías a Lecho de Pulgas? —inquirió, como pensamiento de último minuto. Acababan de salir del Septo—. Puede que mi principal deber esté con Dragonstone ahora; pero Desembarco del Rey algún día será un reino por el cual preocuparme y deseo saber en qué condiciones me lo entregará el Rey.

Alicent parpadeó, desconcertada.

—¿Está seguro de que es una buena idea, mi príncipe? —preguntó Alicent, dándole un análisis cauteloso a la base de la Colina de Rhaenys, donde se entrelazaba las callejuelas de Lecho de Pulgas—. El Rey estará molesto si no llega a su entrenamiento con la Guardia Real.

—Sólo otra razón para hacerlo —murmuró, lo que le ganó una mirada aun más desconcertada de Alicent—. Quiero decir, Alicent, no tienes que ir conmigo si no lo deseas. Sólo ofrecí porque sería muy descortés de mi parte hacerte volver sola a la Fortaleza cuando se supone que debo acompañarte.

—Iré —decidió Alicent, con un asentimiento terco—. Yo... no puedo permitir en buena consciencia que vaya solo a Lecho de Pulgas, mi príncipe. Estoy segura de que... de que sir Erick será muy eficiente para nuestra protección.

Rhaegar se tragó una risa.

No fue hasta que el carruaje se detuvo en la entrada a Curva del Meados que se dio cuenta que todavía sostenía la mano de Alicent; pero Rhaegar decidió darle esta victoria y no la apartó. Alicent parecía muy feliz con este giro de los acontecimientos; aunque la suficiente en su semblante se borró apenas el olor a pocilga, burdeles baratos y establos delató la cercanía a Lecho de Pulgas.

—Todavía puedes cambiar de opinión —aseguró—. Le diré a sir Erick que den la vuelta y vaya contigo a la Fortaleza.

—¿Y dejarlo solo, mi príncipe? —Alicent se veía escandalizada—. No, me quedaré a su lado.

«Insistente» pensó Rhaegar, con una sonrisa divertida. Puede que no desee a Alicent como esposa; pero no desmeritará su lealtad a él y a la corona. Ser hija de Otto Hightower no la había arruinado del todo, por lo menos.

Sir Erick, el joven Guardia Real que servía de escudo jurado para Rhaegar luego de la muerte del último en sus vacaciones al Valle, abría el camino por los callejones no pavimentados de Lecho de Pulgas. Había una cantidad alarmante de personas durmiendo bajo refugios improvisados de lata, plástico roto y madera podrida en la calle; pidiendo limosna apenas escuchaban el murmullo de la capa blanca en el suelo.

El corazón de Rhaegar se agitó a la vista de dos niños sucios y medio desnudos, de los cuales desprendía un aroma peor que la cueva de Caníbal en Montedragón.

—Oh, dioses —susurró Rhaegar, después de darle una bolsa cerrada con dragones de oro al par de niños de la calle—. ¿Es esta la paz de la que el Rey tanto se enorgullece? —Alicent se atragantó a su lado—. ¿Hace cuánto no se le ha dado importancia a la situación en Lecho de Pulgas?

—Desde la Reina Bondadosa, mi príncipe —dijo ser Erick, viéndose un poco ofendido porque Rhaegar luchó contra él para obtener esa bolsa en primer lugar—. Su madre, la Reina Aemma, intentó acercarse algunas veces. Tengo entendido que ella quería continuar el desarrollo de Lecho de Pulgas donde la Reina Alysanne lo dejó, pero no se le permitió. Ella... erg...

—Tenía un vientre real que debía ser utilizado —ironizó Rhaegar, con un suspiro de frustración—. Sí, lo comprendo. Lo único para lo que el Rey la quería era darle hijos destinados a morir.

—¡Mi príncipe!

—Es la verdad, Alicent.

—Estoy segura de que... —Alicent tragó saliva—. Estoy segura de que la Reina Aemma, que el Extraño sea amable con ella, quería a sus hijos tanto como el Rey. Ser madre es una de las maravillas con la que contamos las mujeres.

Rhaegar decidió no responder. Sabía muy bien que no iba a ganarle esta discusión a Alicent; había escuchado antes ese mismo discurso por parte de las septas de Rhaenyra y dado que Alicent se crío en Antigua, la sede literal de la Fe de los Siete, no le sorprendería que ella lo tuviera interiorizado como si un juglar se lo cantara en la cuna en lugar de cuentos para dormir.

—Otro punto a mi lista de prioridades —murmuró Rhaegar, dándole un vistazo al burdel a medio caerse en la esquina de otra callejuela. Alicent inhaló hondo, horrorizada con la vista—. Primero Dragonstone, luego los Peldaños, luego Lecho de Pulgas. Ah, no puedo darme ni una luna de luto por mi madre.

—Su onomástico diez y seis será pronto, mi príncipe —dijo Alicent, el tono agudo por la sorpresa y la incomodidad combinada de en donde se encontraban—. Sé que es el peor momento posible para preguntarle, dada las circunstancias; pero quería saber, si no es mucho mi atrevimiento, si ha empezado a recibir solicitudes de matrimonio.

Rhaegar se detuvo.

—¿Qué?

Cualquier cosa que Alicent planeará argumentar; se desvaneció en el momento que fueron salpicados por un líquido viscoso, pegajoso y de color rojo carmesí. Rhaegar tuvo cinco segundos para darse cuenta que las gotas calurosas en su cara eran de sangre cuando un grito de advertencia de los niños a los que les dio el oro vino con la vista de un hombre encapuchado y cuchillo de carnicería en mano, el cuerpo mutilado de sir Erick a sus pies.

—¡Rhaegar! —chilló Alicent.

—¡Mierda! —gritó en cambio.

Rhaegar reaccionó por pura costumbre muscular: empujó a Alicent a un lado y saltó hacia el contrario, desviando la atención hacia él del asesino con el cuchillo alzado; mientras Alicent gritaba horrorizada, sus dedos manchados de sangre por tocarse la cara. La mente de Rhaegar trabajó rápido para darse cuenta que ella estaba relativamente a salvo y que el asesino venía corriendo hacia él, por lo que debía moverse pronto.

Saltó hacia atrás, esquivando por poco el filo del cuchillo que iba directo a su cuello. El rasgamiento de la piel de su clavícula no fue algo que procesó bien. Se quitó la capa y la tiró sin miramientos a la cara del asesino, que tropezó unos pasos por el golpe de la pesada tela. Rhaegar pasó debajo de su brazo extendido, le quitó a sir Erick la espada y tragó, instando a Alicent a correr detrás de los niños con la bolsa de dragones, quienes la llamaban para que fuera detrás de ellos.

—¡No lo voy a dejar! —gritó Alicent.

—¡Vas a hacer que nos maten a los dos!

Los niños desaparecieron de la vista cuando el asesino se giró hacia ellos, y Rhaegar tuvo medio segundo para maldecirse a si mismo por quedarse junto a Alicent antes de que el hombre cargara, de nuevo. Rhaegar tenía la ventaja del largo alcance aquí, lo cual no dudó en aprovechar. El golpe de metal contra metal ahogó el resto de sonidos generado por la vida de plebeyos; reemplazado con el rugir del corazón de Rhaegar, latiendo a gran velocidad.

Era un jinete de dragón, un príncipe Targaryen, descendiente de los Conquistadores de Poniente. Se negaba a morir a mitad de una callejuela cualquiera en Lecho de Pulgas.

Sin embargo, el repentino peso y el choque de la velocidad adquirida en una caída lo derribó al suelo. Alicent gritó de nuevo, incapaz de moverse de su escondite; mientras Rhaegar yacía tirado en la tierra con un hombre muerto clavado en su espada. Había un dolor punzante en su cabeza y otro que le cosquilleaba en el brazo, y sólo vino a darse cuenta que era una daga enterrada allí mismo cuando el asesino se apresuró hacia él con su cuchillo alzado.

Rhaegar se quitó el hombre muerto de encima y rodó hacia el costado, viendo el cuchillo clavarse en la tierra donde estuvo su cabeza. La vista de su propia sangre nubló los ojos de Rhaegar, acompañada del repentino dolor con la realización de que tenía una maldita daga en el brazo. 

Ni siquiera procesó la vista de los niños guiando a las capas doradas de Daemon; ni de cómo estos se deshicieron del asesino restante. Tampoco vio al hombre de gran contextura y alborotados rizos oscuros; que se acercó a Rhaegar con paso apresurado apenas se dio cuenta que lo hirieron, que la sangre en él no era sólo del Guardia Real caído.

Alicent hizo un trabajo desesperado tratando de hacerlo reaccionar; pero Rhaegar sólo tenía atención para el cuerpo muerto de sir Erick tirado en la calle, el rojo carmesí que manchaba su ropa.

—Traición. —Fueron las palabras que salieron de la boca de Rhaegar.

Las piernas le fallaron y él se desmayó.



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