Césped.
Recuperó el aire luego de un largo momento riendo por ya no recordaba qué. Amaba esos momentos con su esposo, en los que se sentaban bajo un árbol sobre el césped y hablaban, recordando anecdotas de la escuela o de sus momentos juntos.
Yuri ya tenía veintiocho, Otabek tenía treinta y uno, llevaban cinco años casado y ninguno de los había notado si no fuera por los cambios físicos.
El ruso tenía el cabello largo amarrado en una trenza que caía por su hombro, sus ojos ya no mostraban el dolor y el peso de un joven de sólo quince años que mantenía a su abuelo con la inestabilidad de un patinador, medía más de un metro ochenta y su cuerpo ahora no tenía esa apariencia andrógina. Por su lado, Otabek tenía el cabello el mismo corte de hace años solo que tenía un poco más largo amarrado en una pequeña coleta, unas casi impersiptibles arrugas le adornaban el costado de los ojos y la barba que tenía le hacía lucir un poco mayor, se había retirado del patinaje por un accidente en su moto por lo que ahora lucia una de sus piernas con un implante desde la rodilla.
El jardín era el lugar preferido de ambos, ya sea de día o de noche, con frío o con calor. Siempre, bajo el árbol, con los dos abrazados o acostados sobre el césped charlaban, pasaban un buen rato leyendo un libro, haciendo planes para el futuro, escuchando música o, como ahora, riendo hasta no poder.
El kazajo se acomodó sobre el pecho del rubio disfrutando del calor y la fría brisa del otoño noruego, dónde estaban asentados desde hace siete años, Yuri le acarició el cabello con cuidado cerrando los ojos ante la tranquilidad que se había instalado entre ellos.
— Te amo.
Susurro Otabek de pronto, jugando con el cierre de la chaqueta ajena para luego delinear los detalles animal print que tenía manchados con verdes por sus largas horas en el césped.
— Yo también te amo.
Ambos sonrieron aunque no podían verse y allí se quedaron por el resto de tarde, en medio de un silencio tranquilizador y caricias llenas de amor.
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