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VIII: ¡Los hombres no lloran!

Merilas

Había pasado unos días desde su último encuentro con Joliven y no podía dejar de pensar en él, intentaba no hacerlo, de verdad que lo intentaba, pero tampoco había mucho en qué pensar. Pensar en Eife, pero esta no duraba mucho en su mente, rápidamente era sustituida por aquel chico de cabello negro, alto, fuerte, con esa voz... 

Suspiró rendido.

Se encontraba sentado en su ventana, tocando el laúd y pensando en Joliven. No se concentraba, y ni siquiera se habían visto tantas veces. ¿Tres veces? Las suficientes para no poder sacarlo de su cabeza. Todo era culpa de lo que le hizo la última vez. Le había dejado contra la pared con ganas de más... No sabía exactamente de qué, pero de mucho más. Y Joliven simplemente actuó como si no hubiera pasado nada, como si simplemente hubieran estado hablando del tiempo. 

A su vez le odiaba por supuesto, le sacaba de quicio toda esa arrogancia y ego que desprendía. Como si todo el mundo le deseara. Como si fuera el chico más atractivo de todos los reinos. Con su pelo ondeando cuando camina, esos negros y penetrantes ojos, las visibles cicatrices de su cara... Simple y odiosamente atractivo.

Unos golpes en la puerta le sacaron de su mundo y paró de tocar. Se puso en pie dejando el laúd en su lugar y respondió un ''adelante''. Una de las criadas del rey se asomó.

—El rey le pide que vaya a entrenar, es una orden. —dijo la mujer. Merilas asintió rodando los ojos. Odiaba entrenar.

—De acuerdo. Gracias. —respondió el chico intentando ser amable. La mujer no tenía la culpa de nada.

Suspiró de nuevo. Pasó ambas manos por sus rizos despeinándolos y cogió su espada para bajar a la sala de prácticas. Allí se encontraba uno de los caballeros que le entrenaban, iban rotándose para que así Merilas no se acostumbrara a un solo patrón de lucha y fuera captando diferentes técnicas y aprendiera más, aunque realmente no aprendía nada.

Después de un largo rato entrenando, Merilas ya estaba cansado, y no le dejaban descansar porque ''en las batallas no hay descansos'', decía su padre, y era cierto, pero no estaban en ninguna batalla y Merilas necesitaba un descanso con urgencia. En un descuido, el caballero le rozó el brazo derecho con su espada, provocándole un corte y que sangrara inmediatamente. Era un corte superficial, pero le escocía mucho. 

El joven cayó de rodillas y cerró los ojos fuertemente, le ayudaba a aguantar el dolor. El caballero tiró su espada y se acercó a él preocupado, probablemente el rey le diría algo por herir a su hijo. 

—¿Está bien? Llamaré a la enfermera. —dijo el hombre yéndose a por alguna de las enfermeras. Merilas se puso en pie, y fue a sentarse en una de las pocas sillas que habían en aquella sala.

En poco tiempo una enfermera ya estaba en la sala, vendándole el brazo. El caballero le dejó descansar por hoy. Merilas se dirigió a su habitación derrotado. Se sentía mal por ser tan débil, pero él no estaba hecho para luchar, no importa cuanto entrenara. ¿Si quiera sería capaz de matar a alguien? No lo creía, de solo pensarlo le daban arcadas.

Volvió a tocar el laúd. Aquel instrumento se lo había regalado su madre, siempre supo que su hijo tenía un don para la música, así que cuando era pequeño se lo regaló. Tocarlo le relajaba, le hacía sentir bien y próximo a su madre. Su padre no la merecía, no cabía duda, ella era la mejor.

Toda la paz se acabó cuando unos pasos retumbaron por el pasillo. Merilas se puso alerta, colgándose el laúd a su espalda y poniéndose en pie. Su padre abrió la puerta de un golpe, estaba muy furioso. Merilas tragó saliva sabiendo lo que le esperaba.

—Eres una vergüenza. —fue lo primero que se le ocurrió decir al hombre. —Tienes suerte de estar comprometido porque si no ninguna mujer te querría, eres un completo inútil, siento pena por la princesa que tendrá que aguantarte. —continuó. Merilas tenía la respiración agitada y se aferraba a la cuerda del laúd colgado a su espalda. Su padre se le acercó, él retrocedió un paso. —Los hombres que te entrenan tienen la orden de no hacerte daño. Imagina la vergüenza que siento ahora mismo. —escupió las palabras. El joven simplemente le miraba, sentía rabia pero también miedo. —Si tu madre te viera... A veces me alegro de que no esté aquí para así no poder ver en lo que te has convertido. —hizo una pausa. Merilas negó mordiendo su labio. No podía mencionar a su madre, no de ese modo.

—No hables así de mamá. —dijo casi murmurando. 

—Sentiría la misma vergüenza y deshonra que yo siento contigo. —dijo agarrándole del brazo. Merilas intentó zafarse, le apretaba y le hacía daño. —Ojalá hubiera vivido lo suficiente para darnos a otro hijo, uno útil. 

El joven no quería llorar frente a su padre, sabía que si lo hacía él habría ganado y encima le haría más daño, pero esas palabras cortaban como cuchillos. Sin poder evitarlo una lágrima se escurrió por su mejilla. Rápidamente la secó con su mano libre, la otra seguía agarrada por su padre, dejaría una marca seguro. 

Por muy rápido que se secara la lágrima el hombre la vió, y de un momento a otro, Merilas sintió un bofetón en la mejilla, retrocedió. Su padre le había soltado el brazo, y a cambio, le había pegado tan fuerte que tuvo que retroceder dos pasos. Merilas no le miró, simplemente aguantó las ganas de tocarse su mejilla, necesitaba sentirla. Le había dado más fuerte de lo usual.

—¿Qué te he dicho mil veces? ¡Los hombres no lloran! —dijo su padre. —Debes aprenderlo. A veces me pregunto si eres solo una niñita llorona... 

Después de aquello se fue. Al fin se fue. Merilas tocó su mejilla, estaba muy caliente y le dolía. Su padre no lo hacía muy a menudo, pero si le pegaba más veces de las que debería. Él no merecía ser golpeado por todo aquello.

Aún con lágrimas en los ojos tomó una decisión. Iba a irse. Solamente quería sentirse a salvo por un rato, y eso era fuera del castillo, fuera de dónde estuviera su padre. Así que sin avisar a nadie salió y se dirigió al bosque, tan solo él y su laúd, allí podría tocar tranquilo por un rato hasta que oscureciera y decidiera volver.

Siempre que quería salir tenía que avisar, pero esta vez tan solo se fue, tampoco le echarían mucho de menos, no hasta la hora de la cena por lo menos.

Se sentó contra un árbol y tocó, con los ojos cerrados, aunque aún se resbalaba alguna lágrima que había estado reprimiendo antes. Podía tocar tranquilo, en el castillo no podía porque a su padre no le gustaba que tocara música ya que no era útil para nadie y no era masculino.

Rato después escuchó hojas y ramas crujir. Se puso en pie y se colgó el laúd a la espalda, alerta. De entre los arbustos se asomaron tres hombres, tenían pinta de rufianes. Estaban algo lejos, pero lo suficientemente cerca como para verse mutuamente. Merilas empezó a caminar en dirección contraria, aparentando tranquilidad para no llamar la atención, pero los hombres aceleraron el paso. Mierda, pensó Merilas. 

El joven echó a correr cuando confirmó que los tres hombres le estaban persiguiendo. No podía correr hacia su hogar pues en esa dirección estaban los hombres de los que escapaba, y en frente, estaba el castillo de Eife, quizá podría ir hasta allí, si es que aguantaba el ritmo...

Solo tenía de ''arma'' su laúd, y no le hacía mucha gracia usarlo como tal. Se estaba cansando de correr y se le había torcido el tobillo dos veces, el suelo tenía muchos obstáculos. A este paso, no llegaría al castillo y alguno de los tres le alcanzaría y quién sabe qué sucedería. Pero continuó apartando ramas y saltando troncos a su paso. Se sorprendió de no haberse caído en toda su carrera. Quizás era más fuerte de lo que pensaba.

Cerca de su cara pasó una flecha. Merilas abrió los ojos asustado y frenó de golpe, cayendo al suelo por la repentina acción que ni pensó. Ahora iban a lanzarle flechas, lo que faltaba. Tenía mala suerte, eso estaba más que claro.

De pronto una flecha salió de algún lugar que no distinguió, y se escuchó un quejido. Merilas frunció el ceño y se puso en pie, girando su cabeza para ver qué pasaba. Estaba lo suficientemente cerca de los hombres como para ver que uno de los tres hombres tenía una flecha atravesada por el ojo izquierdo. La imagen le impactó, quedando asustado y a su vez aliviado, se permitió respirar por unos segundos. 

De entre los arbustos salió alguien, cerca de Merilas, provocando que el joven se asustara y tropezara con sus propios pies y una raíz, se cayó al suelo de nuevo. Retiraba lo anterior, sí era un debilucho y encima torpe.

Ese alguien luchó contra los otros dos hombres restantes. Tenía el arco colgado de su espalda y estaba manejando un simple cuchillo. A decir verdad se defendía muy bien contra esos dos. Merilas quedó fascinado viendo como su salvador mataba a los hombres como si nada. 

Cuando solo quedó uno en pie, se quitó la capucha que llevaba puesta, sacudiéndose el cabello negro. Al pelirrojo se le paró el corazón un instante. Era Joliven. ¿De verdad su salvador había sido el bastardo, estúpido y arrogante de Joliven? Increíble. Simplemente increíble.

El chico se giró para mirarle con una sonrisa fanfarrona y caminó en dirección al menor, que seguía en el suelo anonadado. Cuando llegó a su lado le tendió la mano. 

—¿Necesitas ayuda? —le preguntó Joliven. Merilas tomó su mano y se puso en pie, sacudiéndose las posibles hojas o tierra que tuviera en la ropa. Seguía sorprendido aún. Joliven tenía algo de sangre salpicada en la cara y en sus manos, el menor le soltó cuando se dio cuenta de ello. —¿No vas a decir gracias al menos? —preguntó cruzándose de brazos y elevando una ceja.

—Gracias. —consiguió decir, sosteniendo la venda de su brazo de forma torpe. Con tanto movimiento la venda se había soltado y se veía la sangre seca y la nueva saliendo al abrirse la herida. Joliven lo vio y se acercó rápidamente. Merilas intentó tapar la herida con su mano. 

—¿Qué te ha pasado? ¿Te han hecho algo? —preguntó el más alto preocupado. 

—Nada... Entrenando he tenido un pequeño accidente. Nada grave. —respondió el joven con algo de vergüenza. Joliven agarró su propia camisa y rompió un trozo. Merilas miraba todo aún sorprendido. El pelinegro le vendó el brazo, Merilas soltó un quejido del cual Joliven se rió.

—Eres un quejica. —dijo el mayor, recibiendo una mala mirada del otro. —Ahora en serio. ¿Qué ha pasado? ¿Quieres ir al castillo? —preguntó señalando el castillo de Eife pues quedaba más cerca.

—Está bien. —respondió Merilas. Ambos caminaron hacia allí. —Estaba en el bosque y aparecieron esos tipos, luego me persiguieron... Eso es todo. —explicó con simpleza. 

—Mmmmh. —dijo Joliven meditando ante su respuesta. —¿Qué hacías aquí solo? —preguntó. Supuso que tanto Merilas como Eife no podían salir solos. 

—Eso no es de tu incumbencia... —dijo el pelirrojo. Joliven le miró con una ceja elevada, le divertía que se hiciera el duro cuando podía hacer que el joven se ablandara tanto como quisiera. Entonces se fijó en su mejilla, al ser pálido se notaba que estaba roja e hinchada.

—¿Qué te ha pasado en la mejilla? Se ve mal. —preguntó con un tono algo preocupado. Merilas se sorprendió por la inesperada pregunta, no sabía que se le iba a notar.

—Eso tampoco te interesa. —respondió de nuevo. Joliven decidió rendirse al ver que no iba a obtener nada.

—¿Aún estás enfadado por lo de la última vez? —le preguntó dándole golpecitos en el brazo sin herida. Merilas se sonrojó al recordarlo con él presente. 

—No es eso... Simplemente me caes mal. —respondió encogiéndose de hombros. Joliven se preparó para dramatizar.

—¿Después de haberte salvado la vida me dices eso? —preguntó con una mano en el corazón. Merilas aguantó las ganas de reírse. —La próxima vez dejaré que te despedacen, que lo sepas. —avisó y el pelirrojo no pudo evitar soltar una pequeña risita.

—¿Cómo has acabado con ellos con tanta facilidad? —preguntó el menor con curiosidad, aún tenía en mente la forma tan fácil en la que el alto había acabado con tres hombres en un momento. Joliven se encogió de hombros.

—Costumbre y práctica. —respondió sin más. —Ya sabes, he de proteger a Eife, y no soy su vasallo porque sí. Soy el mejor. —continuó. 

—¿Y no sientes remordimientos o te sientes mal por ellos? —preguntó interesado en el tema. Merilas no pensaba en matar a una persona y después hacer como si nada, no sabía si podría vivir sabiendo que le ha arrebatado la vida a alguien que quizás tenía familia o algo por lo que vivir. 

—Los habría sentido si no hubiera hecho nada y hubiera visto como te matan. —respondió mirándole fijamente. Merilas sintió un escalofrío ante aquellas palabras y el contacto directo de sus ojos. Joliven rompió el contacto sacando algo de su bolsa. —Y además, consigues cosas preciosas. —dijo sacando un cuchillo. —Se lo he robado a uno de ellos. —el menor se sorprendió pero no dijo nada, simplemente le sonrió como respuesta. 

Al llegar al castillo les recibió Kafette, que estaba haciendo prácticamente el trabajo de Lissan ya que este estaba ocupado con Eife, se sorprendió al ver a ambos llegar. Al verles más de cerca, vio la sangre en el brazo de Merilas y la del rostro de Joliven. Preocupada por ambos se acercó hasta ellos.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué tenéis sangre? —preguntó ella con la preocupación reflejada en su rostro. —Vamos a la enfermería. 

—Yo no tengo nada. —respondió Joliven. —Pero él tiene un corte en el brazo, que se lo miren. 

—Muy bien. —dijo Kafette con una sonrisa. —Date una ducha. —le dijo a Joliven llevándose a Merilas con ella. El chico le miró con una sonrisa y asintió. 

Joliven

Cuando Merilas y Kafette se fueron hacia la enfermería, Joliven fue a su habitación con prisa. Se quitó todo lo que llevaba encima menos los pantalones y se miró el oblicuo derecho, que sangraba un poco aún. Uno de los hombres le había intentado clavar el cuchillo que ahora tenía en su poder, y sí se lo había clavado, pero no muy profundo. Fue a lavarse la herida para después coserla él mismo. 

Podía ir a la enfermería, pero prefería que atendiesen a Merilas, no quería molestar, él podía curarse solo sin ayuda, tenía práctica. Además no quería parecer débil.

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