Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Prefacio

Mi compañero no dejaba de quejarse, pero a mí no me importaba. Ya me había acostumbrado a sus ruidos incesantes.

—¿Sabes? Las personas hemos rezado durante siglos pidiendo que los seres queridos que nos han dejado, aquellos que murieron, resucitaran como hizo el mismísimo Mesías. Queríamos que volvieran con nosotros.

Pero no de esta forma.

No sin conciencia, sin moral.

Y en definitiva, no con ese hambre voraz de carne.

—Me pregunto, ¿por qué no les importa sí es carne humana o animal? Parece que lo vital es que su presa esté viva. O al menos, fresca.

Él siguió con lo suyo, y aunque me miraba en detalle, en realidad no me prestaba atención. Le importaba un comino lo que yo pensara.

Respiré, profundo, y luego tosí, arrugando la nariz. Había olvidado que no debía hacer eso, porque allí debajo, donde ambos estábamos encerrados, olía a muerte. Y sí bien, ya me había acostumbrado, a veces llegaba a ahogarme con el aroma.

—Como sea, he pensado en lo que hablamos la semana pasada. Todo este hediondo olor a cuerpo en descomposición sí que nos está haciendo mal, debería subir para deshacerme de eso... —hablé, mirando a su alrededor.

Decidí hacer algo: me levanté de la cama en donde había estado sentada, me coloqué guantes, tomé una bolsa grande y me dirigí hacia él, pues estaba rodeado de extremidades y tripas de infectados.

Infectados. Así les decía yo, aunque también le llamaba por otros montón de apodos: caníbales, muertos vivos, resucitados, los que regresaron, cadáveres andantes, descerebrados... Ese último era más bien irónico, porque sí tienen cerebro y es lo único que parece funcional y hace andar sus extremidades.

¿De dónde habían salido esas cosas? No tenía idea y la verdad creo que tampoco me importaba. ¿Por qué? Realmente no cambiaba nada saberlo.

Sí fuese una científica que estuviera investigando una solución, pues entonces supongo que sí sería importante. Pero yo no lo era; a pesar de haber hecho con los muertos varias pruebas, solo fue para saber con quiénes me enfrentaba. Mejor dicho, con qué.

Ellos habían aparecido hace seis semanas; yo solo podía llevar la cuenta gracias a mi reloj de mano y el calendario que había llegado a guardar conmigo, aunque estaba segura de que la mayoría de los humanos (que no debían ser muchos a éstas instancias) ya habían perdido la cuenta y no sabían en qué día estaban viviendo.

—Oye, ¿a ti te conté cómo viví todo esto? ¿No? Bueno, cuatro meses antes, yo había dejado mi empleo y no sabría decir sí fue por suerte o desgracia.

Desgracia: era oficial en el ejército, por lo que sí me quedaba allí, hubiera estado rodeada de soldados, armas y provisiones. Segura.

Suerte: no debía trabajar para el estado y podía estar a salvo, descansando en mi búnker. Sola.

—Como sea. Aquí estamos —exclamé, abriendo los brazos y señalando a mí alrededor.

Sé que no es normal tener un búnker con provisiones, armas, ropa, una cama, electricidad, un baño, velas e incluso libros para entretenerse.
Pero realmente el búnker no era mío, sino de mi esposo. Desde que lo conocí, siempre dijo necesitar uno y en cuanto tuvo una casa y el dinero, mandó a crear un búnker en su patio trasero.

Él siempre había sido muy precavido, y a decir verdad, algo neurótico. Aunque sí lo pienso mejor, gracias a eso estoy viva y resulta que él tenía razón: necesitábamos el búnker.

Bueno, yo necesitaba del búnker, ya que él no estaba allí. Nunca estaría allí.

Y pensar que él lo había querido por terremotos o huracanes, sin pensar en puto fin del mundo.

La casa también era de él, ya que se la regalaron sus abuelos cuando cumplió la mayoría de edad. Él me había invitado a vivir con él, y aunque acepté sin pensar, casi nunca estábamos allí por nuestro trabajo, pero al menos ahora tenía mis pertenencias a tres metros de mí. Sí quería algo, solo debía salir y cruzar mi jardín trasero hasta la casa.

—Y cuando comenzó todo esto, está claro que busqué a mi familia. La más importante, cercana y viva, era mi hermano, su esposa y su hijo. Ninguno estaba en su casa, que había sido saqueada, por cierto... Aunque yo creo que fueron ellos antes de irse, porque faltaban las fotos familiares. Nadie más se llevaría eso —suspiré—. Al final, me limité a encerrarme aquí debajo. Creo que no hace falta salir porque hay provisiones suficientes para todo lo que resta del año. Sin embargo, la comida y el agua no son mis mayores problemas ahora, sino tú, que eres muy aburrido. No puedes hacer que pase todo este encierro leyendo... ¿O sí?

Lo miré. Sentí un tic en mi ojo mientras lo hacia, me estaba comenzando a poner nerviosa. Mis oídos zumbaban con sus quejidos asquerosos.

Dejé caer la bolsa, causando que los intestinos de un infectado cayeran en el suelo de nuevo. Busqué un cuchillo y me acerqué a mi compañero.

—Oye, sí no me vas a hablar, no sé para que te dejo la lengua.

Tomé su cabeza con fuerza, arrimé el cuchillo y comencé a cortar. Primero su mandíbula, luego con pinzas le arranqué cada diente y por último, corté su lengua.

Sé que suena horrible y sé que es tortura en todo su esplendor. Pero no podía dejarlo con eso, era su única arma contra mí.

Porque era un infectado.

Era el tercero que metía en mi búnker, porque como dije antes, les hice varias pruebas ya que necesitaba saber contra quién me enfrentaba. Y resultó ser un qué.

Mi primer descubrimiento fue que me daban miedo. Un miedo que me calaba hasta los huesos y me paralizaba. Un miedo que no había sentido ni siquiera en mi primera vez en las trincheras.

Luego de mi primera semana sin ver el sol, salí decidida a investigar. Me lo topé enseguida, estaba en mí jardín. Logré empujarlo por las escaleras hacia dentro del búnker y me encerré con él.

Ya ya había visto cómo funcionaban, perseguían a su presa hasta atraparla, la mordían buscando comérsela y si no lo lograban, con sus propias manos te arrancaban pedazos de carne o te abrían la piel, tan fácil como si sus manos fueran cuchillos cortando fruta.

En cuanto se me abalanzó encima, entré en pánico y le disparé tantas veces que quedé bañada en su sangre.

Tardé dos semanas más en volver a salir. Encontré uno en la casa de un vecino e hice que me siguiera hasta mi patio trasero. Aún tengo borroso el recuerdo de lo que pasó después.

Sé que metí algo en su boca para que no me mordiera, creo que fueron calcetas. Sé que luego logré inmovilizarlo y atarlo, así que lo metí en el búnker antes de que llegaran más a causa del ruido.

Lo até a una silla. No dejaba de moverse, entonces decidí que debía hacerlo menos peligroso: le corté los brazos para que no pudiera destriparme.
No pareció dolerle, pues estaba más que concentrado queriendo comerme a toda costa. Tampoco perdió la sangre que un humano promedio debería perder con esa clase de amputación, aún con mis cuidados y las vendas. No reaccionó, no le cambió en nada.
Para él, era como si no le hubiera tocado. Y yo no supe que pensar cuándo no murió, o siquiera se desmayó.

Además, traté de suturarle las incisiones, pero el músculo y la piel se caían a pedazos como sí se estuviera descomponiendo igual que un muerto. También olía igual a uno.

No sabía como sentirme al respecto. Pero a los dos días aún me sentía insegura con él ahí; no podía dormir, pues podía soltarse en cualquier momento y con sus piernas llegaría hasta mi. No importaba sí dormía con un arma, él me mordería antes de que pudiera dispararle.

Me sentí obligada a cortarle las piernas; y aún así, tampoco se desangró, desmayó o murió.

Lo solté. Con la fuerza de su cuello y cabeza se abalanzó hacia mí, pero solo logró caerse al suelo y sacudirse de un lado al otro, sin moverse demasiado, ni llegar a ningún lado. Decidí atarlo de nuevo, solo para que se quedara muy quieto y ocuparme así de la última parte de su anatomía que me ponía en peligro: su boca.

Primero fui diente por diente. Luego, me atreví a cortar su lengua y por último, fui por su mandíbula.

Desde ese momento, él ya no tenía ganas de nada, ni siquiera de atacarme o mirarme.

Decidí ponerle nombre.
Se llamó John.

Pero con ello, me comencé a preguntar qué era vital para ellos y qué no.

Nunca había hecho esa clase de experimentos, ni siquiera en clase de anatomía o ciencias en el instituto, porque me había negado a diseccionar ranas, por más vivas o muertas que estuvieran.
Aunque, durante mi último tiempo en el ejército, estuve en las carpas ayudando a los médicos militares con los soldados, así que había aprendido ciertas cosas.

Fue así como me di cuenta que no podía detenerme ahí, necesitaba saber más sobre el enemigo. Así que me armé de valor y lo hice. John tuvo que aguantarme.

Aguantó que lo acostara en el suelo y le hiciera una incisión vertical en el abdomen. Nada ahí dentro se veía sano, ningún órgano recibía la oxigenación e irrigación correspondiente. Eran de coloración violeta o azul, casi negras.

Sin duda, esto iba a ser más asqueroso que cortarle las extremidades.

Comencé extirpando los órganos con los que -tal vez- no moriría de inmediato: vesícula, bazo y el hígado. Entonces noté que esas cosas no iban al baño, por lo que le extirpé un riñón y la vejiga, ya que no los necesitaba para orinar.

Al día siguiente, viendo que seguía vivo, aunque en el mismo shock desde que le saqué sus herramientas de alimentación, fui por el otro riñón, su estómago e intestinos.

Seguía vivo, así que abrí su tórax. Nada ahí dentro se movía. No respiraba. Su corazón no latía.

Extirpé primero un pulmón, luego el otro... Y por último, el corazón. No murió y supe que aquel ser recostado frente a mí en el piso del búnker, no era una persona. No podía ser una persona.

Ya no eran personas.

Seguía sin saber cómo sentirme al respecto. Pero solté una larga exhalación con alivio, porque al menos no había estado viviseccionando a una persona sintiente.

Lo único que faltaba era cortarle la cabeza.

—Lo lamento, John. Tal vez nos conozcamos en el otro lado y pueda decírtelo en persona.

Y supongo que a esta altura de mí historia, adivinarán que no murió por separar su cabeza de su cuello.

—Debe ser una puta broma —maldije.

Tomé mi arma con mi mano temblando, por suerte tenía silenciador (porque sino, quedaría sorda por el eco del búnker) y le disparé entre los ojos.

Esa vez, sí que se fue.

Por un momento, había temido que fueran inmortales.

Gracias a Dios, no lo eran.

Y así descubrí que, el cerebro era su punto débil.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro