LOS TRES CERDITOS
La familia siempre fue importante para los hermanos Sosa. Berto, Edilberto y Gualberto tenían dieciocho, veinte y veintidós años respectivamente, cuando tuvieron que enfrentar la muerte de su madre Filiberta a causa de un tumor cerebral.
Luego del entierro, los tres hermanos tuvieron que ingeniárselas para sobrevivir con lo poco que había quedado en la alcancía familiar, unos doce mil dólares. Podría pensarse que lo racionarían por un tiempo, pero el problema es que los tres eran medio cerdos. Y no era metafórica esa palabra, ya que Berto, Edilberto y Gualberto habían nacido con una notable deformación física que daba aspecto de ese animal. Las malas lenguas disfrutaban de decir que, en vida, Filiberta tenía una «obsesión amorosa» por los cerdos, pero nunca nadie pudo comprobarlo, aunque los rumores persistían.
Pero volviendo al tema de «los tres cerditos», como se los llamaba a los hermanos Sosa, estos se habían hartado (y con razón) de tales habladurías. Y fue una noche la determinante, cuando en la barra del bar El Cazador, en pleno centro de Florencio Varela, se encontraron con un hombre al que apodaban como «Lobo». A diferencia de ellos, Lobo era un hombre normal, y su apodo venía de un apetito voraz por ciertos, digamos, negocios. Y fue por eso, porque sintió curiosidad por ellos, que Lobo se les acercó.
Los tres hermanos lo miraron con cierta desconfianza, pero Lobo les sonrió con un cierto encanto que ellos no pudieron ignorar.
—¿Qué les parece otra ronda de cerveza? —les preguntó, al ver que los tres hermanos habían casi terminado la que tenían. Estos asintieron cordialmente—. Soy Lobo, me dedico a la construcción.
—Encantado —dijo Gualberto, acabando su cerveza. Él y sus hermanos recibieron la otra ronda, ofrecida por Lobo.
—Buena noche de primavera, ¿no?
Los hermanos asintieron, un poco desganados.
—Les ofrezco un trabajo bien pago. ¿Aceptan?
Edilberto se adelantó.
—Depende del tipo de trabajo.
El muchacho de la barra se había ido. Estaban solos, a excepción de la chica que limpiaba una de las mesas, a tres metros de distancia.
—¿Construcción? —preguntó Berto, recogiendo la tarjeta extendida por Lobo.
—Como dije antes. Si les interesa, pueden llamarme. Pago por encargo y en dólares, y les sugiero que acepten. Con esta economía, cualquiera lo haría.
Esa misma noche, los tres hermanos le dieron vuelta al asunto. Gualberto desconfiaba; Edilberto quería ir de cabeza, ante tal oportunidad; Berto iba de un lado a otro.
—Yo diría que aceptemos. No creo que sea tan mala idea —dijo Edilberto, fumando un pucho con cierto placer.
—Tengo mis reservas —le aseguró Gualberto—, pero admito que me da curiosidad.
—¿Y qué esperamos? —dijo Berto, cortando la caminata.
Podría transcribirse toda la charla entre los hermanos, pero quedaría como capítulo de miniserie, y esa no es la intención.
Cuestión que los tres se pusieron de acuerdo y se reunieron el fin de semana siguiente con el señor Lobo, que se puso contento al ver que habían aceptado.
Los cuatro estaban reunidos en la localidad de La Capilla, admirando el campo.
—Bueno, el trabajo es sencillo. Hay que deshacerse de cierta gente. Los pungas, para que nos ahorremos la molestia de catalogarlos de otra manera. El otro día le robaron la moto a un sobrino mío.
—¿Pero no dijo usted que se dedicaba a la construcción, señor Lobo? —preguntó Berto, un poco confundido.
—En efecto. Quiero que maten a estos pungas por lo que le hicieron a mi sobrino, pero háganlo como si ellos mismos fueran los autores. No va a ser difícil, porque son borrachos sin nada que perder. La Policía va a creer que se mataron entre ellos. Si sospechan, yo me encargo de que a ustedes no les pase nada. ¿Creen que puedan hacerlo?
Los tres hermanos lo pensaron un momento.
—¿Pero eso qué tiene que ver con la construcción?
—Tiene que ver, porque el simple hecho de un crimen como este va a elevar el precio de las propiedades en la zona, y tengo algunos interesados en venirse a vivir acá. Negocios, solo se trata de eso. ¿Pueden hacerlo?
Berto, Edilberto y Gualberto dieron algunas vueltas, pero Lobo fue muy persuasivo y los terminó convenciendo. Los hermanos se pusieron de acuerdo y fueron detrás de los pungas, sin saber que ese sería el principio de su carrera criminal.
Con el tiempo, hablar de «los tres cerditos» pasó de ser una burla a ser una expresión de terror, infundiendo el peor miedo a quienes la decían o la escuchaban.
Y así pasaron un par de años. Lobo hizo negocios cada vez más grandes y arriesgados, y los hermanos se llenaron sus bolsillos hasta casi reventar. Gualberto, que al principio era el que más desconfiaba, pronto se vio entusiasmado por la avaricia y el ego. Y fue entonces que decidió reunir a sus hermanos, como tantas otras noches.
—Lobo confía en nosotros, no podemos traicionarlo. Somos sus mejores hombres.
—Por eso es que podemos traicionarlo —dijo Gualberto, ante las palabras de Edilberto, mientras Berto se rascaba una de sus deformes orejas—. Estamos en la mejor posición para hacerlo. Insisto en la idea. Además, les soy sincero, Lobo no me agrada del todo.
—Lobo nunca te agradó —dijo Edilberto.
Los tres hermanos estuvieron un rato en silencio, hasta que el celular de Berto sonó.
—Es Lobo, ¿lo atiendo?
Gualberto lo miró como si fuera una obviedad.
—Hola, señor Lobo —dijo Berto, tan educado como siempre.
—¡Berto! Que suerte que te encuentro. ¿Tus hermanos también están? Por favor, poneme en altavoz.
Lobo parecía acelerado, como asustado tal vez.
—Tengo un nuevo encargo para ustedes. Como ya les dije la otra noche, tengo de socio al intendente, a Julio César. Bueno, el tema es que los negocios de ciertas propiedades no salieron del todo bien, por culpa de sus hombres. Necesito que me lo saquen de encima lo más rápido posible. ¿Creen que puedan hacerlo?
Gualberto pensó que era la oportunidad justa.
—Señor, cuente con nosotros, será como siempre un honor —dijo levantando la voz.
Honor, que palabra tan falsa y sin valor.
Julio César había trabajado con Lobo durante muchos años, pero siempre había pensado en la posibilidad de una traición de parte de este. Y no tardó en enterarse de que lo buscarían para matarlo, concretamente «los tres cerditos».
—No te preocupes, Claudia. No son los primeros que buscan matarme. Te apuesto toda mi carrera política a que puedo convencerlos de lo contrario.
Lobo llevó a los hermanos Sosa en su vehículo hasta la casa del intendente y, luego de algunas pocas recomendaciones, los dejó ir.
Los tres treparon por la medianera luego de comprobar que no había ningún riesgo y ver que todas las luces estaban apagadas. Se movieron con absoluto cuidado hasta la puerta corrediza trasera, pero luego de abrirla y entrar los tres, Julio César les habló.
—Sé a qué vinieron, pero no tengo intención de morir esta noche.
Las luces se prendieron.
El intendente estaba sentado en una mecedora, y con una bata para dormir.
—Bueno, eso echa por tierra todo nuestro esfuerzo para cogerlo de sorpresa —dijo Berto, un poco molesto por aquello.
—No se preocupen, muchachos. Valoro el esfuerzo que hicieron, de verdad. Supongo que Lobo nunca les dijo que fue él quien mató a Filiberta, la madre de ustedes.
Los tres hermanos se miraron entre sí y luego a Julio César.
—Nuestra madre murió de un tumor cerebral —dijo Gualberto.
—Tumor provocado por Lobo —insistió Julio César, levantándose de la mecedora; Berto le apunto con su arma—. No es necesario, muchacho. Tengo acá mismo las pruebas.
Con total confianza, se les acercó con una carpeta con solapas y se la entregó a Gualberto, que había extendido la mano. Los tres estuvieron unos minutos mirando fotos y archivos, mientras Julio los miraba desde la mecedora de forma tranquila.
—¿Y bien? ¿Convencidos?
Las pruebas eran irrefutables.
—Es probable que Lobo esté en su casa ahora, durmiendo muy tranquilo. Quizá quieran hacerle una visita, así como intentaron conmigo. Llévense eso, si quieren.
—Lo llevamos —dijo Berto—, pero tenemos que convencer al señor Lobo antes.
El disparo de la pistola impactó en el suelo. La detonación llegó hasta Lobo, que, aún en su vehículo, sonrió.
Pasaron cinco minutos eternos, tras los cuales el trío volvió al auto y entró.
—Bien hecho —les dijo—. Ahora pueden descansar.
Gualberto se había sentado al lado de Lobo, que conducía. El vehículo avanzó solo unos metros hasta detenerse, luego de que un destello de luz en su interior fuera acompañado de una detonación.
—Podrías haber esperado, ¿no? —dijo Edilberto, al ver desde atrás la cabeza reventada del señor Lobo—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Lo que corresponde. Esconder el cuerpo y tirar el arma, para que no la encuentren.
Cerca de la casa de Julio César había un descampado. Los tres hermanos llevaron algunos metros el cuerpo. Gualberto, con su sangre fría, fue el encargado de hacer un pozo bastante profundo. Berto tiró al señor Lobo y se hizo la señal de la cruz. Edilberto le echó la última mirada antes de irse primero.
—Hermanos —dijo Gualberto—, esto es por mamá Filiberta. Nunca olviden esto, lo más importante.
Sus hermanos asintieron, y Gualberto terminó:
—La familia siempre es importante.
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