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61 Susurros


Los días se sucedieron uno tras otro sin inconvenientes después del desagradable incidente en las instalaciones científicas. Kaltos finalmente podía descansar tranquilo durante su sueño de día, con excepción de que la acechanza de los humanos no terminaría quizás hasta que el último de ellos sucumbiera ante el patógeno, y con ellos tal vez la raza de Kaltos también lo haría.

Ser cazado y amenazado no era nada nuevo para él, sin embargo. El término oficial de «vampiro» se había inventado a finales del siglo diecinueve, pero el terror que la humanidad sentía por ellos había nacido mucho antes de que Kaltos y su hermano existieran y, como había dicho Damus, permanecería quizás cuando ellos ya no estuvieran presentes. El miedo a lo desconocido, a lo distinto, empujaba al hombre a erradicarlo, y ellos eran distintos de todo lo que hasta ese momento había pisado la Tierra, incluyendo a los susurrantes.

El viento fresco de la tarde le sacudió la ropa y el cabello. La ciudad estaba plagada de olores terribles que traían consigo el recuerdo de la desolación y la muerte, pero también había en él cierto aire de libertad que cosquilleó como un pensamiento malicioso en la mente de Kaltos. Por primera vez en la historia de la humanidad no era el hombre común el que ostentaba el poder, ni siquiera las criaturas infectadas lo eran. El mundo entero se había convertido en un panorama salvaje de supervivencia y astucia, un campo de guerra en el que todos eran cazadores y presas.

La gracia del pasado, de la naturaleza salvaje que desde inicios de la vida había determinado las reglas de la existencia estaba rigiendo de nuevo, y en ella Kaltos se sentía libre. Se sentía completo. Tenía las mismas ventajas y desventajas que los humanos. Él era vulnerable al día, ellos lo eran a la oscuridad y los misterios que ahora ésta escondía entre sus rincones; lo eran a la boca infestada que al morderlos los transportaba en un camino de no retorno hacia la locura. Eran y no eran libres y prisioneros como él.

Iguales.

El sonido de un cuerpo cayendo al suelo lo espabiló. Esa noche sería tranquila. Los albores del anochecer habían pintado el cielo de colores violáceos y carmines bastante vívidos. No había muchas estrellas, pero sí una luna enorme y dorada hermosamente resguardada detrás unos delgados hilos de nubes que parecían haber sido cincelados con un pincel muy fino.

Habían vuelto a cambiar de refugio bajo la idea de que el médico militar que había sido enviado para asistir a Geneve se marcharía pronto, pero no había sucedido así.

Reno había llegado para quedarse. Se había enterado de la caída de las instalaciones científicas por boca del mismo Kaltos, así como de la «muerte» de Abel, y había dejado su equipaje en el suelo, aceptando la invitación de errar junto a ellos a donde el destino pudiera llevarlos. Desde entonces se encargaba de la salud del grupo; atendía a los dos recién nacidos con esmero, vigilaba el progreso de Geneve, se aseguraba de que Rodolfo y Fred se alimentaran como era debido según sus edades, y pasaba el resto de su tiempo rondando a Karin bajo la excusa de estar al pendiente del progreso de la mordida en su pierna. Incluso tenía la entereza de preguntarle ocasionalmente a los hermanos Beratis si podía ayudarlos con sus necesidades, fueran o no sobrenaturales.

Sus intenciones eran buenas. Eso le decía su mente a Kaltos cuando la escaneaba en búsqueda de algún secreto que Reno pudiera mantener oculto en algún rincón con ayuda de esa extraña tecnología que los hombres de Abel habían utilizado para bloquear sus pensamientos. Reno decía haberse desecho del dispositivo y había abierto su mente para que leyeran sus intenciones.

El tiempo lo diría.

—No he detectado nada extraño en él —dijo la familiar voz de Damus saliendo de la nada. Era difícil mantener sus pensamientos apartados de él. Damus tenía un poder psíquico asombroso—. ¿Sabías que ayer me ofreció sangre al creer que mi palidez era síntoma de desnutrición... vampírica? —se mofó deteniéndose a su lado.

Desde su lugar en uno de los bordes de la azotea del alto edificio en el que habían decidido pasar los últimos días, ambos miraron al humano en cuestión. Reno estaba esparciendo en un rudo juego corporal con Lex y Rodolfo. Les enseñaba movimientos básicos de defensa personal mientras el cielo matizaba lentamente sus tonalidades carmines por unas cada vez más oscuras. Habían elegido un edificio viejo pero acogedor como refugio. El ático era amplio y lujoso, adornado con un estilo gótico que daba la sensación de estar de regreso en la Europa previa al Renacimiento. La azotea estaba cubierta de jardineras enormes con flores y plantas de todo tipo que el tiempo había hecho salvajes. Solo las más fuertes habían sobrevivido y habían comenzado una lenta expansión más allá del barandal de la azotea.

Había pequeños árboles, ramas, helechos y plantas desconocidas interponiéndose en los pequeños caminos de piedra y cemento, y una fuente justo en el centro que el tiempo había secado pero que la lluvia había rellenado con agua sucia y terregosa. Cerca de ahí era donde los tres humanos jugaban. La voz infantil de Rodolfo chillaba cada pocos segundos, acompañándose de gritos y aplausos. Era un lugar seguro, a más de once pisos de altura. Si bien la ciudad entera estaba en silencio, Kaltos (y por consecuencia su hermano) no detectaba ningún peligro en los alrededores que pudiera se atraído por el ruido. Solo los susurrantes deambulaban cerca de allí, con las caras siempre alzadas para otear el aire en búsqueda de alimento.

—¿Su sangre? —preguntó Kaltos con una ceja enarcada—. Lo hace porque teme despertar de cabeza en el borde de la azotea.

Bajó la cabeza ante el sonido de pezuñas repiqueteando contra el sueño. El perro, que Lex había renombrado Ares, se había hecho de un momento a otro inseparable de Damus. Los humanos aún le temían, y era justificable. Ares había mordido a Karin y la herida aún estaba sanando; le había gruñido ferozmente a Lex cuando el humano había intentado alimentarlo los días posteriores al caótico regreso de todos al refugio, y había destrozado dos jaulas en su afán por escapar sin trisarse un solo diente.

Damus decía que no ejercía ningún control mental sobre el animal para serenar su agresivo y temperamental carácter, pero Kaltos lo dudaba. Desde que su hermano había liberado al perro de la última jaula con sus propias manos, Kaltos lo había caminar a su lado con la pasividad de un felino doméstico, e incluso había dejado de gruñirle a los demás, permitiendo que la noche anterior Rodolfo pusiera comida en su plato y le frotara tímidamente la cabeza. Así sería por un tiempo, tal vez, en lo que Ares se acostumbraba a convivir con ellos y los aceptaba como su nueva familia. La anterior no lo había tratado demasiado bien si lo había destinado a vigilar un patio sin más refugio que las estrellas sobre su cabeza.

—Sí —respondió Damus, sacándolo de sus pensamientos—. No es tan malo como parece.

Kaltos miró de reojo a Reno y suspiró. El humano era demasiado perfecto para ser ordinario. No había nada malo en él, pero su disponibilidad para ayudar con tanta vehemencia al prójimo era un aspecto extraño para alguien que como Kaltos había sobrevivido por siglos desconfiando de sus propios congéneres, con excepción de su hermano.

—Solo permití que se quedara porque aseguraste que no era parte de los científicos que experimentaron contigo —murmuró.

Damus se encogió de hombros.

—Sinceramente no podría asegurarlo. Nos tenían tan abrumados con todo lo que nos hacían y con el poder mental que Raizill ejercía sobre nosotros que me es imposible recordar a la perfección cada rostro que desfiló frente a mí.

El malestar dentro de Kaltos creció. Había perdido mucho tiempo antes de finalmente auxiliar a Damus. Tanto tiempo en el que no había hecho mucho más que dar vueltas en círculos y jugar al humano porque Karin lo había intrigado desde el primer instante.

—Reno es inofensivo —sonrió Damus con su nueva dentadura reluciente, de nuevo siguiendo a pie sus pensamientos—. Y yo estoy bien. El tiempo sanará lo que aún duele. Lo borrará.

—Puede que lo sane, pero dudo que lo borre —lo corrigió Kaltos—. No podemos olvidar lo que sucedió, Damus. —Lo miró con severidad—. Los demás no lo harán.

Ambos miraron más allá del entretejido barandal con delgadas ramas secas y figuras de ángeles góticos. El cielo era ya una mezcla de azules y pardos oscuros que armonizaban perfectamente con el frío de la noche.

—Malina es obstinada —observó Damus.

—Raizill lo es más.

—Entiendo sus motivos, pero no los comparto —dijo su hermano con voz tranquila—. Pero los otros... Ellos tenían más tiempo que yo dentro de esas jaulas. No van a perdonarlo jamás.

Para Kaltos era sumamente agradable volver a escucharlo hablar. Los dientes de Damus se habían regenerado en su mayoría y su aspecto lucía cada vez mejor. Bastaban unos cuantos días más para que recuperara su deslumbrante aspecto físico.

—Temo por Malina —se animó Kaltos a confesar. Estiró un poco el cuello hacia ambos lados para destensar sus músculos—. Raizill es impredecible.

—Ella estaba en este mundo mucho antes de que tú y yo fuéramos creados, y lo seguirá estando cuando nos hayamos ido —sonrió Damus—. Raizill es fuerte y peligroso, pero Malina es un demonio que cae en la trampa solo una vez.

Kaltos también sonrió, aunque su gesto no alcanzó sus ojos por completo.

Continuó auscultando la ciudad a oscuras. Los delgados fiambres en los que se habían convertido los edificios antaño coloridos e iluminados se alzaban como troncos encorvados por el tiempo y el abandono. Los aromas del tráfico y la cotidianidad humana eran un recuerdo del que Kaltos no poseía mucha nitidez, pero que por momentos sentía que extrañaba.

Comprendía las razones de Raizill para haber actuado como lo había hecho, pero al igual que Damus, no estaba de acuerdo con él. La luz del día no era más para los vampiros así como la eternidad no lo sería jamás para los mortales. El sol había sido una desventaja hasta antes de que los muertos se levantaran de sus lechos de descanso. Ahora el silencio y la tranquilidad con los que respiraba el planeta le susurraba a Kaltos sobre un nuevo futuro. Le hablaba de evolución.

—Ella estará bien —reiteró Damus—. Todo estará bien. Volveremos a ver a Malina y a los demás, tenlo por seguro.

Kaltos lo miró de reojo.

—¿Lo predices?

Damus enarcó las cejas.

—¿Necesito clarividencia para saber cómo carajo va a actuar Malina? —se rio suavemente—. Raizill solo pudo capturarla engañándola. Le pidió reunirse con él. Cuando ella llegó al punto de encuentro él no estaba. Tres de los acompañantes de Malina murieron, solo los gemelos Lüntz pudieron escapar, y muy mal heridos. Los humanos los rociaron con balas ultravioleta. Ella también fue alcanzada, pero al ser más fuerte sobrevivió.

Kaltos iba a responder, pero la voz se cortó en su garganta cuando todos sus sentidos se activaron de golpe. El oído, la vista, el olfato, el casi imperceptible cambio de la electricidad del ambiente provocando un chispazo en su piel y la adicional sensibilidad de su mente para expandirse más allá de lo que cualquier ser racional que no fuera como ellos sería incapaz de comprender.

Al mismo tiempo que Damus, se giró para mirar hacia el centro de la azotea, donde Rodolfo, Reno y Lex aún esparcían practicando llaves de lucha y boxeo. Ares, el perro, se puso de pie con el lomo erizado y el hocico arrugado, y comenzó a gruñir.

Pasaron los segundos. Una suave corriente de aire agitó los hierbajos y las plantas que lo cubrían todo con una maleza exótica y tenebrosa. Los humanos finalmente se percataron de que algo no estaba bien y se detuvieron a punto de saltar uno sobre otro. Voltearon hacia donde los vampiros y el perro veían, y esperaron.

Abel, gallardo y orgulloso, emergió de entre las sombras formadas por dos arcos llenos de flores podridas y ramas que renacían de los viejos brotes de las que ya se habían marchitado. Llevaba ropa casual y limpia, y el cabello, de nuevo abundante por la regeneración que había experimentado su cuerpo al beber la sangre maldita, perfectamente peinado hacia atrás. Pero no fue él quien llamó la atención en su dramática entrada, sino quien llevaba de la mano. Una niña pequeña, de aspecto frágil y hermoso, que vestía un grueso abrigo encima de un vestido de colores claros y estrangulaba a un conejo de peluche con su brazo. Nimes.

—Desiste —murmuró Damus cuando el perro alistó los músculos, listo para lanzarse al ataque como había hecho contra Karin en las instalaciones científicas.

El animal gimió, se lengueteó el hocico y volvió a sentarse, echándose después sobre su estómago. Los brillantes ojos de Abel inspeccionaron cada rostro y cada detalle que componía el largo y amplio de la azotea con fría atención. La eternidad le había sentado de maravilla. Parecía más inmerso en su nuevo rol de inmortal que el propio Kaltos con sus más de ocho siglos de existencia.

Damus se rio sin emitir un solo sonido, dándole a entender que estaba de acuerdo con él en eso último.

—Hola, Kali —saludó Nimes cuando ella y Abel echaron a andar y se detuvieron frente a ellos.

—Hola, Nimes —contestó Kaltos.

Pudo escuchar los pasos discretos de Karin mucho antes de verla salir por la cúpula de cristal que daba hacia la azotea. Para ser humana era tan perceptiva como un inmortal, y rápidamente se había percatado de que algo no iba bien.

—¿Trajiste todo contigo, amor? —le preguntó Abel a la niña sin dirigirle nada más que un último vistazo cargado de desdén a Kaltos.

Nimes movió los hombros para mostrar la mochila rosa que llevaba en la espalda. Las coletas en su cabeza se agitaron cuando asintió.

—Sí.

—Bien —dijo Abel. Se agachó y Nimes inmediatamente le echó los brazos en torno al cuello para abrazarlo con fuerza—. Sabes que no estarás sola. Volveré por ti. Tienes el comunicador que te di.

—Sí —susurró ella, empezando a hipar con la inevitable advertencia del llanto—. ¿Pero es necesario, Ab? ¿No te puedes quedar tú también?

—Por ahora no, cariño.

Kaltos no necesitaba preguntar lo que sucedía para comprenderlo. Tampoco inspeccionó en la mente de Abel para obtener respuestas sin necesidad de hacer preguntas. Había ciertos disgustos y resquemores aún muy frescos entre los dos como para azuzar la flama en el interior de Abel. Quizás jamás podrían ser amigos, pero no era algo que un Hijo de la Noche necesitara para subsistir. Bastaba con la tolerancia y la distancia, y el respeto a las reglas impuestas por los más longevos.

Sin embargo, había cosas que debían ocultar de Abel si querían que todo funcionara. Los verdaderos detalles de la infección que había erradicado a la humanidad casi por completo era parte de ello.

—Bien, es hora de que me vaya —dijo Abel, soltando a Nimes—. Recuerda portarte bien. Yo vendré si me necesitas, ya lo sabes.

Nimes se limpió bruscamente los ojos con el antebrazo y asintió. Esa pequeña pausa aprovechó Karin para acercarse a ofrecerle la mano a Nimes después de intercambiar un tenso asentimiento con Abel. Kaltos observó detenidamente el intercambio, sintiendo que se perdía de algo.

—Adiós, abuelito. Te quiero mucho—gimió la niña.

—Hasta luego, mi niña. Yo también a ti —murmuró Abel.

Karin y Nimes entraron al ático, seguidas rápidamente por el resto de los humanos, que comenzaron a hacer una fiesta de recibimiento en torno a la niña.

—La cuidaremos —dijo Kaltos, aguardando pacientemente.

Abel lo observó por un momento con sus fríos y brillantes ojos azules. Si había sido reacio durante su humanidad, como Hijo de la Noche sería simplemente imparable. Su obsesión por colaborar en el desarrollo de la vacuna que aseguraría el futuro y porvenir había sido también lo que había hecho a Kaltos cederle la sangre maldita. Tal parecía que planeaba usar el regalo a su beneficio. Kaltos lo conocía demasiado bien para saber que no se detendría hasta lograr su cometido.

—Es lo menos que me debes después de lo que me hiciste —espetó Abel. Su gélida mirada se desvió hacia el triste panorama de la ciudad—. No confío más en quienes la cuidaban en mi ausencia, y sé que mientras estuvo con ustedes... —dejó el resto al aire. Tras casi un minuto más de silencio, volvió a clavar la mirada en Kaltos. Su rostro antes poblado de arrugas lucía fino y rejuvenecido, si bien no había perdido de todo el porte de la madurez que ahora ostentaría solamente como un estandarte—. Tenías razón, me diste una herramienta poderosa, pero eso no significa que la haya deseado, ni que me agradas.

—Quizás es por eso que te la di —tentó Kaltos con malicia. Miró a Damus llevarse una mano al rostro—. En fin. Nimes estará a salvo con nosotros mientras tú... te retiras por tu cuenta.

—No me voy por gusto —masculló Abel—. Me encargaré de que esta vez la experimentación sobre la vacuna sea real. Y no descansaré hasta que Nimes esté a salvo. —Frunció el ceño, luciendo feroz—. No puedo tenerla conmigo... no aún. Esto me... Regresaré periódicamente a visitarla.

No confío en mí mismo, entendió Kaltos perfectamente, a lo que asintió.

—Te avisaremos a dónde iremos y dónde nos asentamos cada que nos traslademos.

—¿Cuánto tiempo se quedarán junto a estas personas? —preguntó Abel.

—No lo sé. El necesario —respondió Kaltos. Miró de reojo a su hermano, que asintió—. Saldremos de Monte Morka en algún punto. Será más seguro para los humanos asentarse en las montañas. Tal vez regresaremos a Palatsis.

Abel miró hacia el horizonte, donde las montañas se alzaban como pequeños montículos oscurecidos y deformes sobre una ciudad que el tiempo devoraría y reduciría a nada más que ruinas.

—Debes tener cuidado, Abel —habló Damus por primera vez. A diferencia de cómo veía a Kaltos, los ojos de Abel se suavizaron un poco cuando volteó hacia él. Quizás recordaba que él mismo había capturado a Damus y sentía vergüenza, o solo no le desagradaba tanto como Kaltos—. La persona que está detrás de todo lo que sucedió en las instalaciones no es un humano como habías creído al inicio. Es uno de los nuestros, de los tuyos ahora. Manipuló a humanos y vampiros por igual. Su cometido no es malvado pero sí egoísta, y para alcanzarlo ya ha hecho cosas impensables...

—Nosotros le proveíamos lo que buscaba —dijo Abel con tono indescifrable. Por lo bajo apretó los puños, delator de la rabia que experimentaba—. Yo se lo proveía. Creíamos que se trabajaba en una vacuna para el patógeno que... quizás él también creó. —Kaltos y Damus intercambiaron una tensa mirada que Abel no notó por estar volteando hacia otro lado—. El mismo patógeno que mató a toda mi familia, me negó una muerte digna y ahora me obliga a separarme de lo que más amo en la vida. —Miró duramente a ambos—. Ustedes y su raza son una peste.

Ambos hermanos se quedaron en silencio por respeto al duelo que el todavía mentalmente humano Abel experimentaba. Era normal, pero no por ello se debía ser condescendiente. El paso de los años le enseñaría a Abel a vivir como lo que ahora era, y a resignarse.

—De ti depende lo que suceda ahora en tu vida —dijo Damus cuando el tiempo de respetuoso silencio terminó—. Tu sangre es la sangre que buscabas en nosotros. Úsala con sabiduría. Nuestros hermanos no te harán daño, pero no confíes en ellos así como ya no confías en los humanos —le aconsejó—. Mientras trabajes en tu investigación, Kaltos y yo nos quedaremos con los humanos. Nimes estará a salvo entonces.

—¿Qué puede asegurarme que estará a salvo de ustedes cuando no encuentren alimento?

Kaltos frunció el ceño.

—¿Qué la mantuvo a salvo de ti mientras dilucidabas cómo encontrar tu alimento?

El cambio en la expresión de Abel fue brutal. Kaltos estaba seguro de que si el ex General hubiera sido más fuerte y antiguo, lo habría decapitado al instante.

—Jamás le pondría una mano encima a mi nieta, monstruo despreciable...

—A lo que Kaltos se refiere —intercedió Damus tras hacer retroceder a Kaltos con un chispazo eléctrico que hizo mella en todo su cuerpo—, es que si tú tuviste la voluntad y el control suficientes para no lastimarla al desear su sangre siendo un neófito, nosotros también lo tenemos. Hemos vivido por siglos entre humanos, y hemos evitado lastimarlos a pesar de padecer hambre.

Abel cerró los ojos por un momento y suspiró. Al volver a abrirlos, retornó su atención hacia el triste paisaje de la ciudad en torno a ellos.

—Sé de un hospital de infectología ubicado también en Palatsis —dijo—. La infección lo deshabilitó rápidamente y no ha sido tocado desde entonces. Solo los infectados lo rondan, pero ellos ya no son un problema para mí.

—Palatsis, Monte Morka y sus alrededores no son muy seguros —dijo Damus—. Su cercanía con Bajamia aumenta la presencia de militares.

La manera en la que Abel levantó el rostro dejó en clara evidencia su perturbación. No debían olvidar que ese hombre tenía poco más de una semana convertido en lo que sin duda aún consideraba una monstruosidad.

—¿Olvidas que yo era uno de ellos hasta hace un par de semanas? —murmuró como para sí mismo—. Sé cómo actuarán de ahora en adelante. Mi... pérdida los obligará a efectuar unos cuantos cambios, pero no será nada drástico. Creen que estoy muerto. —Encogió ligeramente los hombros—. Tenemos... tienen protocolos de no infiltración a facilidades previamente infestadas; hospitales, centros de investigación, clínicas... sé lo que debo hacer.

—¿Conseguirás ayuda de los humanos? —preguntó Damus.

Abel lo analizó por un momento, luciendo imponente pese a ser más joven que ellos en todos los sentidos. De fondo, podía escucharse la animada voz de Rodolfo intentando consolar a Nimes, y a los demás planeando lo que cenarían esa noche. Abel también los escuchaba, y miró por un momento hacia la cúpula de cristal, llena de plantas secas y ramas opacas.

—Haré lo que sea necesario —repitió—. Pero me tomará tiempo. Mi nieta no se convertirá en una de esas bestias ni en los monstruos que somos nosotros, y de mí depende eso—. La frialdad retornó a su mirada cuando la clavó en Kaltos—. Nimes tiene un comunicador. Hablaré con ella diariamente. El día que no lo haga, no le den esperanzas falsas... por favor —añadió entre dientes.

—La cuidaremos —reiteró Kaltos.

Ambos hermanos inclinaron un poco la cabeza a manera de despedida. Abel los miró una última vez y se impulsó sobre el barandal para de ahí brincar al vacío. Su ropa se agitó y su silueta se oscureció hasta ser tragada por las sombras que habían convertido las calles de la ciudad en un abismo.

Kaltos se sintió satisfecho. Sabía que había tomado la mejor decisión con Abel.

Aún había muchos problemas por resolver, pero también había algo que ni siquiera la extinción de la sociedad podía desmoronar por completo, y esa era la esperanza que muchos aún conservaban por ver un mañana espléndido y vibrante, libre de peligros y enfermedad.


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N/A: Ahora sí, el final. Si bien dejé implícito que habrá una segunda parte, quise concluir la trama de este libro sin necesidad de irme a una continuación porque no vi necesidad :P Estoy ya escribiendo el segundo libro y puedo anticipar que trae también bastantes sorpresitas :D 

No publicaré nada hasta que termine de escribir todo porque no quiero someterme a presión ni estrés adicionales (más de los que ya me da mi trabajo), ni dejarlos esperando mucho entre actualizaciones. Calculo que terminaré en unos cuatro o cinco meses. Solo puedo anticipar que se llamará "Inmortalys" :D

Muchas gracias por leerme hasta aquí. Sus comentarios me fascinan y me anima mucho.

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