6 Susurros
-¿Tú de dónde saliste? -preguntó un hombre.
Era Fred, uno de los hombres en los que Karin había pensado constantemente mientras se dirigían hacia el refugio. Kaltos se volvió hacia él, dejando de lado el desolado panorama de la ciudad que había estado mirando desde la ventana del décimo piso, donde se estaba el departamento en el que se escondían los humanos.
Fred era un hombre entrado en años. Tenía la piel oscura, el cabello blanco como la nieve y una mirada astuta que habría podido intimidar a Kaltos si lo hubiera conocido poco más de setecientos ochenta años atrás. Guardaba respeto por ciertos aspectos de la personalidad de algunos humanos, y Fred tenía un sentido enorme de la responsabilidad con cada miembro de su pequeño grupo, pero había pocas cosas que aún pudieran impresionar a Kaltos. No estaba seguro de qué tanto admiraba aún de la humanidad, o si aún tenían algo digno de considerarse puro para ser salvados del pandemonio que ellos mismos habían creado.
La mente de Fred, como todas las demás, se abrió como un libro para Kaltos. Había perdido a todos sus seres queridos cuando la infección había iniciado. Había vagado solo después de eso, sin sentido de pertenencia, sin convicción por sobrevivir, hasta que se había topado con Karin. Desde entonces se había aferrado a la pequeña familia de tres integrantes que le habían parecido muy jóvenes para dejarlos solos. Rodolfo, en especial, era su máximo consuelo al tener la edad que tendría su nieto de continuar con vida.
-Me encontré con las chicas mientras buscaba refugio. Soy de aquí, de Palatsis -mintió Kaltos.
Podría decirse que no era de ningún lado. El pueblo en el que había nacido más de siete siglos atrás ya no existía. En su lugar habían levantado una inmensa planta petrolera que tenía décadas secando la tierra. Había tanto que se había perdido, pero también tanto que la Tierra recuperaría sin su máximo cáncer secando su vitalidad.
-Sí, Karin dice que te encontró en la calle, solo -continuó el hombre tras pensar un poco. Auscultó el rostro de Kaltos por unos segundos más, juzgando su carácter por que podía ver de él en el exterior-. Te separaste de tu grupo.
-Murieron -Kaltos regresó su atención a lo que ocurría al otro lado de la ventana, más de diez pisos abajo. Un grupo de susurrantes chapoteaba bajo la lluvia-. Eso le dije también a ella.
Fred asintió.
-Aquí somos buenas personas.
-Yo no les hice daño -se anticipó Kaltos a lo que interpretó en la mente del hombre-. Fueron ellos -señaló hacia la calle.
El fantasma de la muerte los veía de regreso, asomado desde cada rincón oscuro. Aun para Kaltos era una amenaza constante. Su existencia se veía impedida si la existencia de los seres humanos era amenazada. La enfermedad que los abatía era inexplicable, monstruosa. Lo había alcanzado a él en algún momento, desapareciendo todo rastro de Damus.
-Siempre son ellos -murmuró Fred.
Sus ojillos negros estaban entornados con desdén en las pequeñas figuras que se movían a lo largo de la avenida, desvaneciéndose entre la brisa que exhalaba la lluvia. Las calles estaban inundadas. Los restos de la civilización habían quedado varados entre los escombros que habían dejado las explosiones y las peleas. Entre las barricadas formadas por vehículos mal estacionados o volcados había mallas de palos tallados a manera de lanza entre los que habían quedado ensartados algunos cuerpos que aún se movían. Había papel y ropa por todos lados, y los cadáveres se secaban al sol o se hinchaban con el agua que el cielo descargaba furiosamente sobre ellos.
Algo se movió detrás de una ventana del edificio de enfrente. Kaltos distinguió un pequeño gato paseándose los restos del vidrio y las ramas secas de una planta. Cuando un relámpago iluminó la decadente vastedad de la ciudad, la criatura desapareció entre la oscuridad.
-También perdimos a alguien, pero eso ya lo sabes -dijo Fred al notar que Kaltos se había olvidado de responder.
-Sí. Mi pésame por su... compañero perdido -respondió Kaltos.
-Joseph era... Ah, no lo merecía -suspiró Fred, relajándose. Se rascó distraídamente la cabeza y levantó la mano para acentuar sus palabras-. Lo conocimos la semana pasada. Quiso salir con las chicas a buscar insulina porque era diabético y sus suministros estaban terminándose.
A Kaltos no le agradaba hablar de sus víctimas. Era un gusto que no compartía con aquellos que, a diferencia suya, le quitaban la vida a alguien por simple deseo. La necesidad lo había empujado a ello desde que Raizill lo había arrastrado al mundo de las sombras sin preguntárselo. Lo único que Kaltos le agradecía, era que le había regalado la compañía de su hermano por la eternidad.
-Quizás fue rápido -dijo con tranquilidad-. Ya estaba muerto cuando lo encontramos.
Y era verdad. Kaltos había aprendido a dominar el arte de beber. Sus víctimas peleaban al inicio, desesperadas por salvar la vida, pero dejaban de hacerlo cuando él se los pedía. Bastaba una caricia en el cuello, los colmillos enterrándose y la sangre comenzando a fluir, para que sus cuerpos pendieran tan laxos como sus voluntades; sus sentidos se adormecían rápidamente, sus consciencias se apagaban, y sus pensamientos se plagaban de fantasías que Kaltos proyectaba en ellos.
Jamás notaban cuando morían.
-Eso espero. Es un... -Fred fue interrumpido por las voces al otro lado del departamento que elevaron el tono al discutir.
No había sido difícil distinguir la personalidad de cada uno de ellos. Lex era uno de los que gritaba a susurros, enfrentado contra Karin. Era más joven que ella. Estaba lleno de ímpetu, de coraje y hambre de mostrar su valía. No le gustaba ser delegado a tareas secundarias como el aseo del refugio o la vigilancia. Le angustiaba que los suministros se terminaran tan rápido y quería salir a buscarlos en lugar de Geneve que, a diferencia suya, tenía mejor temple al momento de manejar las armas pese a que él tenía mejor puntería.
-Si el problema es la comida... -estaba diciendo Karin cuando Fred y Kaltos entraron a la cocina.
-Yo puedo conseguirla -la interrumpió Kaltos sutilmente. Todos voltearon a mirarlo-. Sé dónde conseguirla, -se encogió de hombros.
-¿En serio? -Karin, para nada impresionada, enarcó ambas cejas-. ¿Conoces un almacén o una tienda lo suficientemente grande que aún no esté controlada por el ejército o que no sea una maldita trampa de otros sobrevivientes? Porque aquí las ideas se agotan.
-Lo que se agota es... -el refunfuño de Lex fue interrumpido por el zape que Fred le propinó y que hizo reír a Geneve y a Rodolfo.
Kaltos sonrió.
-De hecho sí. Las laderas al Oeste de la ciudad no tienen tanta vigilancia -volvió a mentir.
No le importaba si el ejército estaba o no celando cada migaja de pan que aún existía. Necesitaba a esos humanos en óptimas condiciones para abastecerse de ellos mientras buscaba a Damus, que sentía aún muy cerca de él. Podía moverse rápido si iba solo.
-¿No te parece que pudiste haberlo dicho antes?-reclamó Karin con un tono más bien sutil. Señaló hacia la redonda mesa de madera que decoraba el centro de la cocina. Solo había un par de cajas de cereal, dos paquetes de pan y tres latas-. Tenemos problemas con los suministros, como puedes ver. A veces nos turnamos para saltarnos una o dos comidas al día, pero no es suficiente. Hay... desgraciados que encierran a los infectados en los almacenes o en las tiendas. Los ocultan tan bien que ni siquiera sus susurros nos ayudan a detectarlos.
-Cuando entras, boom, se acabó -asintió Lex, recargado en uno de los muebles de la alacena.
Geneve estaba curiosamente cerca de él. Kaltos pudo percibir la atracción entre ambos sin necesidad de otear sus mentes. El olor que expelían sus cuerpos eran uno bastante peculiar.
-¿Es que no has tenido contacto con nadie así jamás? -preguntó la chica. Tomó asiento sobre la única silla de madera que había en la cocina para permitirle a Rodolfo, el niño de ocho años, sentarse sobre sus piernas-. Así fue, de hecho, como encontramos a Lex.
-Estaba enredado hasta el culo en alambres de púas -se rio Fred.
Los demás también lo hicieron, incluso Kaltos.
-¡Era brincar o morir devorado por esas mierdas! -chilló Lex, entre ofendido y animado.
-Lenguaje -los reprendió Karin. Después se volvió hacia Kaltos-. No estamos cobrándote por permanecer junto a nosotros ni nada, solo... te ponemos al tanto de la situación. Mientras no consigamos una fuente constante de alimento ni un refugio seguro, la comida no sera «pan de cada día» -bromeó sin mucha gracia, más bien con un tono amargo-. ¿Qué tal disparas?
Nunca había necesitado hacerlo. Normalmente la gente jamás notaba cuando él estaba cerca. Había visto de cerca la evolución de la tecnología armamentística, pero jamás había tenido un arma. No para su defensa personal al menos. La única pistola que había conseguido después de quitársela a un delincuente, se había convertido en un juguete cuando le había disparado por error a Damus en una pierna. La bala había entrado y había hecho daño, pero se había curado rápidamente y su hermano había reciprocado pateándolo en el trasero.
No recordaba qué había sucedido con el arma después de eso.
-No te preocupes. Puedo conseguir comida para ustedes -contestó con simpleza. Desdeñó la suspicacia con la que Fred y Karin lo miraron-. Sé disparar, pero a donde iré a conseguirla necesito discreción, por lo que no puedo llevar armas conmigo. También traeré medicamentos si los necesitan.
-¿Y todo eso hay en las laderas? -insistió Geneve en saber. Rodolfo estaba apoyado contra ella y parpadeaba lentamente, quedándose dormido-. Hemos buscado en casi toda la ciudad, escondiéndonos de todo el mundo, y apenas hemos encontrado algo. Tampoco hay agua.
-Por eso estamos recolectándola en baldes -le recordó Lex. Geneve asintió enseguida-. Aquí no hay un carajo. Tal vez no sería tan mala idea unirnos a...
-Nadie se va a unir a los militares. No tenemos certeza de si lo que dicen de sus campos de refugiados sea cierto -espetó Karin, saldando con eso el tema. Le disparó una miradita de lado a Kaltos-. Si lo que dices es cierto, necesitarás ayuda. No puedes...
-Quizás deban acomodarse en una zona más baja -la interrumpió Kaltos casualmente. Abrió y cerró un par de veces las manijas de la llave del fregador para comprobar lo que ya sabía-. Cerca del conservatorio de música hay agua, y las casas están intactas en su mayoría.
-¿Vienes de allá? -preguntó Lex lo obvio.
-Está infestado de esas cosas -intervino Fred con pánico-. Yo también vengo de allá. Vivo... vivía por ahí. Mi hijo menor estudiaba en ese conservatorio -murmuró.
Y los pensamientos sobre su esposa y su hijo convirtiéndose en susurrantes llegaron suavemente a la mente de Kaltos, que los desdeñó en pos de concentrarse en otras cosas. Karin y Lex volvieron a discutir brevemente el tema de la ubicación mientras Geneve llevaba a Rodolfo al sillón, donde lo recostó con ternura. Al otro lado de la ventana que corría el largo de la pared lateral, el clamor distante del agua azotando el pavimento y formando pequeños arroyos siseó como una invitación para Kaltos. El canto suave de las voces de la muerte evocando el terror a cada palabra era más atractivo que el encierro junto a un grupo de humanos que aun de sobrevivir, estarían muertos en pocas décadas.
-El agua es primordial para la supervivencia -dijo Kaltos entonces. Los humanos guardaron silencio-, y aquí no la tienen. Estamos a diez plantas de altura. Pronto ya no habrá presión ni siquiera en las zonas bajas debido al deterioro de las bombas en las plantas. Es irse ahora, o nunca.
-Movernos es muy peligroso -dijo Fred.
Kaltos detalló sus rasgos afroamericanos por un momento, deteniéndose en la particularidad de sus ojos perspicaces y algunas zonas del cabello que comenzaban a mostrarse hirsutas. A su lado, Lex, de aspecto desgarbado pero complexión fuerte y joven, contrastaba con él por la dureza de su expresión, típica de la primera juventud humana. Ninguno de los dos apreciaba que un recién llegado como Kaltos tomara la iniciativa en temas que no solo concernían su alimentación, sino su supervivencia misma.
-No movernos será peor. Moriremos de hambre y de sed -farfulló Lex, cediendo a aceptar que Kaltos había tenido más influencia en algo que él había propuesto desde el inicio-. Aunque les recuerdo que yo ya lo había dicho desde antes -remarcó.
Karin suspiró.
-Que sea durante el día. Migrar por la noche es doblemente peligroso debido a lo limitado de nuestro rango de visión-. Se volvió hacia Kaltos-. ¿Seguro que no quieres ayuda para conseguir la comida?
Kaltos meció la cabeza en una negativa.
-Déjamelo a mí. Será mi agradecimiento por haberme permitido acompañarlas.
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