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59 Susurros


El fuego se extendía peligrosamente por los pasillos más estrechos. Karin tenía problemas cuidando del bebé que le tocaba llevar en brazos y de Fred, que llevaba al otro también a cuestas, jadeando y resollando como si jamás en la vida hubiera dado un paso fuera de la cocina. No sabían de dónde había venido el fuego, solo habían escuchado y sentido la explosión (la segunda de la noche) que había sacudido los cimientos de la base en algún punto de su fuerte estructura. De haberse tratado de un edificio más débil, imaginaba que ya estarían todos en el fondo del barranco.

No sabía qué hora era, pero imaginaba que en menos de un par de horas amanecería. Kaltos no había contestado su comunicador en todo ese tiempo y la urgencia de buscarlo había decaído considerablemente con ese pequeño bulto que apretaba contra su pecho y que limitaba su rango de tiro. Ya había abatido a tres infectados en su huida, y a un militar que había disparado primero y preguntado después.

Era una locura.

La luz estaba apagada en algunos corredores. Karin se detenía cada tantos pasos, instruyendo a Fred para evitar cualquier sorpresa. Más allá del fuego y el humo que ennegrecía la visión hasta impedirles ver nada, había sonidos. El ruido era a veces el único compañero de un superviviente, y Karin lo utilizó a su favor cuando escogió sabiamente el siguiente corredor que la llevaría más cerca de la salida, y más lejos de los susurros y los gemidos.

No sabía lo que llevaba entre los brazos. A simple vista ambas criaturas, una de piel nacarada y la otra tan oscura como el ébano, eran seres humanos, pero ese lugar, plagado de pesadillas y desarrollador de experimentos turbios, podía esconder cualquier cosa detrás de sus misteriosas paredes. Lo anunciaba así la extraña tonalidad anaranjada de los ojos de ambos bebés.

«No puedo abandonarlos. Sean lo que sean, aún son pequeños e indefensos. No tienen la culpa de haber nacido así, o de haber sido robados y traídos aquí».

Así que siguió con ellos, corriendo a toda prisa cuando los pasillos se mostraban ensangrentados y llenos de residuos, pero vacíos de enemigos. Le exigió más velocidad a Fred y atravesaron rápidamente la mitad de la base en menos tiempo del que les había tomado invadirla y llegar hasta el área de los cuneros. La sensación de que estaban siendo observados era apabullante, pero no limitaba las decisiones ni los movimientos de Karin.

De pronto llegó a la cafetería donde había liberado al gato lo que parecía una eternidad atrás. El lugar estaba tan intacto como al principio, salvo por los dos cuerpos que aparecieron tirados cerca del inicio de las hileras de mesas, recién abatidos seguramente. Karin intercambió una mirada con Fred para asegurarle que era necesario continuar, y juntos lo hicieron sigilosamente. A medio camino, justo en la mitad entre la puerta por la que habían entrado y la otra que conducía al pasillo por el que habían llegado poco menos de una hora atrás, algo salió de debajo del mesón donde estaba repartido el bufé y tomó con firmeza del tobillo a Karin.

El susto fue terrible. Karin cayó al suelo después de verse arrastrada con una fuerza demencial hacia lo que sin duda alguna sería su extinción. En la sorpresa estuvo a punto de tirar al bebé, que comenzó a llorar al instante. Pero pudo más su temple al final, cuando desenfundó la escuadra que cargaba en el cinto del pantalón y descargó dos tiros contra la cabeza del militar vestido de cocinero que estaba atrapado debajo de la mesa.

Fred la ayudó a levantarse y ambos echaron a correr hacia la puerta, despavoridos por los sonidos que escuchaban brotar de todos lados. Los gritos y los gemidos eran los peores, entraban como dagas afiladas a los oídos y desgarraban lentamente la voluntad hasta convertirla en gelatina. De nuevo a la cabeza, Karin fue la primera en cruzar la puerta, solo para detenerse en seco y volver a enristrar la pistola cuando estuvo a punto de chocar contra el altivo y fuerte hombre que apareció frente a ella.

—¡Kaltos! —exclamó sin poder evitarlo, dejando de apuntarle cuando sus nervios siguieron a la razón y se obligó a bajar el arma—. Estuve buscándote por todos lados. Diablos. ¿Dónde carajos estabas? —exclamó después, apresurándose a abrazarlo.

Él pareció sorprendido en un inicio, después devolvió el gesto, que parecía serle tan ajeno, rodeándola con dos brazos fuertes y cálidos a pesar de la ropa húmeda que se le había ceñido al cuerpo.

Desgraciadamente no pudieron quedarse mucho tiempo de esa forma. Eran acechados por todos y todo lo que componía ese edificio maldito, y tuvieron que echar a andar en cuanto Fred carraspeó e intercambió sus apropiados saludos con Kaltos. Solo entonces Karin reparó en las heridas del rostro del vampiro, y en la vigorosa expresión que había reemplazado su mirada normalmente distante y preocupada.

—¿Encontraste a tu hermano?

—Sí. —Kaltos señaló hacia adelante.

Karin se detuvo por un momento al notar la delgada y encorvada figura que estaba recargada al otro lado del pasillo, contra el filo de la esquina. Parecía tener el mismo tono trigueño en la piel que Kaltos, pero estaba tan pálido que parecía hecho de papel. Y su mirada, aunque distante, lucía de un azul profundo que hubiera hipnotizado a Karin si Kaltos no hubiera vuelto a hablar.

—Vamos —dijo el vampiro, tomándola del brazo—. Es... —se interrumpió para ver un poco mejor lo que Karin llevaba con ella. Solo entonces pareció recordar algo y ahora fue él quien se detuvo—. Los infantes. Hay una sala llena de cunas al otro lado de la base. —Se golpeó la frente con la mano en un gesto demasiado humano que seguramente había adquirido inconscientemente de Lex—. Debe haber al menos una centena esperando y...

Karin sacudió tristemente la cabeza.

—Solo quedan ellos dos. De ahí venimos.

—Una chica que parece ser de tu... especie apareció de la nada y nos entregó a estas dos criaturas —intervino Fred, mostrando al bebé de cabellos dorados que se retorció un poco entre las cobijas—. Todos los demás fueron masacrados por los infectados. Una escena terrible.

...Que Kaltos pareció presenciar a través de los recuerdos de Karin y de Fred, según dijo su expresión cuando se quedó mirándolos y después cerró los ojos, volviendo el rostro hacia otro lado.

—Su nombre es Malina —dijo Karin, echando a caminar de nuevo detrás de él.

—Lo sé.

—Te mencionó —insistió Karin, adelantándose para caminar a su lado. Solo se detuvo cuando Kaltos llegó hasta su hermano, que los miraba a todos con un brillo zorruno, y lo tomó del brazo para después abrazarlo por la cintura y ayudarlo a andar—. Creí que nos mataría.

—No debiste—dijo Kaltos como si estuviera mejor enterado de los pensamientos de Karin que ella misma—. Malina no tenía permitido hacerte daño, ni tampoco dañaría a los bebés. No somos esa clase de monstruos, Karin, ya deberías saberlo.

Sin embargo, algo en su tono de voz sonó extraño cuando dijo eso último, como si él mismo dudara de sus propias palabras.

—Es inevitable desconfiar de lo desconocido —bufó ella—. Tú has sido decente con nosotros, pero otros...

Fue entonces cuando reparó una vez más en Damus, el hermano de Kaltos. Su silencio era enervante, pero comprensible dado el estado de su cuerpo. Tenía quemaduras terribles, heridas que parecían viejas, cortes recientes y los huesos le saltaban a la vista en los hombros y las costillas. Y a pesar de ello, había cierto matiz en su piel que indicaba que estaba lejos de la muerte, y que era cuestión de días, o quizás de horas, para que se transformara en un hombre gallardo e imponente como Kaltos.

—Damus no puede hablar en este momento, pero se siente complacido de conocerlos —dijo Kaltos.

Damus volteó a mirarlos por encima del hombro y sonrió con una ligera curvatura de labios. Karin luchó a toda costa por mantener su mente en blanco y se enfocó en acallar los gemidos del bebé que llevaba en los brazos.

No se toparon con muchos obstáculos en el camino de salida, solo unos cuantos infectados que Karin abatió con su pistola al comprobar que Kaltos no pensaba utilizar ninguna magia de persuasión con ellos. Los enfermos ignoraban a los vampiros, pero a los humanos no, e intentaban echárseles encima en cuanto los olían, dificultando el camino.

En menos tiempo del esperado, llegaron a una salida que conducía a un costado del patio de la base, donde varias cosas aún se quemaban a pesar de la potente tormenta que formaba una pared borrosa astillas heladas frente a ellos. La lluvia era tan gruesa que Karin tuvo que cederle los dos bebés a Fred para taparlos con una chamarra que había arrancado de un cadáver.

Muchas cosas se movían al rededor, entre los gruesos aguijones de la lluvia y los relámpagos que interrumpían su visión. No era capaz de distinguir infectados de humano sanos, aunque sospechaba que no quedaban muchas personas cuerdas para entonces. Alguien descargó una ráfaga de metralla desde el otro lado del patio y Karin se agachó, jalando con ella a Fred. Los hermanos, sin embargo, permanecieron impávidos bajo la lluvia, escaneando el terreno con sus ojos agudos y sus expresiones inquietantes. Sus sentidos parecían estar siempre decenas de pasos de los sentidos de Karin; escuchaban todo lo que el resto del mundo pensaba o hacía en secreto y, al menos Kaltos, siempre sabía qué hacer y qué decir. Y así lo hizo una vez más, cuando le indicó a Karin que lo siguiera.

Kaltos y Damus avanzaron al frente, desviando con ello a algunos enfermos que no atacaron a los humanos quizás porque la lluvia confundía sus sentidos. El camino desigual los condujo hacia un rincón del patio, cerca de la puerta que había explotado y por la que la mayoría de los infectados había salido persiguiendo a los convoyes que habían huido al inicio. Karin había dejado su vehículo a los pies de la curva que doblaba hacia la montaña, y no tenía esperanzas de llegar a él al imaginar que los militares lo habrían embestido en su brusca huida.

—Ahí —señaló Kaltos entonces.

Era una camioneta maltrecha y medio aplastada por un pedazo de cemento que le había doblado un poco la parte trasera. Adentro había un hombre inmóvil, con la cabeza apoyada en el volante. Quizás la explosión lo había sorprendido intentando escapar.

Se dirigieron hacia el vehículo sorteando a más infectados que saltaron al encuentro de todos lados. Al tener las manos libres, Karin pudo utilizar su rifle y derribó a cuantos le fue posible, cubriendo a Fred y a los bebés. Era difícil mirar nada debido al humo, el fuego y la lluvia, pero sus sentidos desarrollados para el combate le ayudaban a distinguir a los bultos enlodados que se acercaban con las manos estiradas y los dientes listos para morder.

Kaltos alcanzó primero el vehículo y arrancó de tajo el escombro que aprisionaba un costado del chasis, después abrió la puerta trasera y ayudó a su hermano a subir. Karin esperó a que Fred también abordara, subiendo a los bebés por turnos para mantenerlos lejos del frío y de la lluvia, cuando algo la atrapó de la pierna en el vuelo y la arrojó al interior de la camioneta con tanta fuerza que se golpeó la cara contra el bulto que formaba la llanta en el interior del metal.

Colmillos afilados y feroces traspasaron la piel de su bota, y por consecuencia su propia carne se vio desgarrada y ensangrentada al instante. El terror la paralizó por un momento.

Estaba infectaba. La habían contaminado.

¡Moriría para convertirse en una de esas cosas!

—¡Karin! —gritó Fred, intentando ayudarla.

Karin reaccionó y solo entonces notó que aquello que zarandeaba su pierna, lastimándola al apretar sus mandíbulas cada vez con más ferocidad, no era un ser humano enloquecido que la arrastraría a su infierno de canibalismo, sino un perro grande y negro, de orejas puntiagudas y cola afelpada, que la veía como si ella fuera el más aterrador de los males que la enfurecida criatura había enfrentado en toda su vida.

El perro la soltó por un momento para lanzarse a morder más arriba, apuntando al rostro de ella, solo para caer paralizado cuando la empuñadura del rifle de Karin conectó directamente contra su sien con toda la fuerza que fue capaz de generar y Fred pateó a la criatura, arrojándola a los pies de Damus, que lo veía todo con brillantes ojos curiosos.

Ese momento eligió Kaltos para cerrar la puerta de la camioneta, desdeñando al inconsciente perro aún en el interior, y rodeó el vehículo para retirar el cadáver del conductor y ocupar él su lugar. No fue hasta que el motor se encendió y las llantas comenzaron a girar, que Karin recargó la cabeza en la pared detrás de ella y soltó la bocanada de aire que no sabía que había mantenido retenida en su interior.

Al otro lado del reducido espacio, Damus sonreía mordazmente mirando la escena.

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N/A: ¡Ay! Ya mañana es la última actualización.  ¿Ven que sí rescatamos a Damus? No creían que los iba a dejar con la duda sobre qué había sucedido con él, ¿verdad? :P Y también nos enteramos sobre ciertos detallitos del patógeno que infectó a la humanidad. Qué cosas... 

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