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58 Susurros

Kaltos sostenía con fuerza a Damus por el costado. Paso a paso, las piernas de su hermano se volvían más fuertes, la estabilidad regresaba a ellas y sus músculos respondían con la voluntad del sobreviviente que había superado la prueba más dura de su vida, pero que aún no podía hacerlo por sí mismo, y Kaltos no pensaba separarse de él hasta estar seguro de que no lo vería caer.

La suave brisa de los aspersores se había apagado poco después de que el fuego reventara las tuberías, averiando también el sistema eléctrico de la planta subterránea y los elevadores, por lo que ambos hermanos habían tenido que subir a paso lastimero por la ruta de emergencia. Los cientos de escalones que habían enfrentado hubieran sido un reto infantil en cualquier otro momento en el que Damus no hubiera tenido el cuerpo tan maltrecho.

En su andar, habían dejado atrás cadáveres tan destruidos que no habían podido huir del abrazo de las llamas. Otros, los que aún podían tenerse en pie, los habían seguido por la ruta de emergencia, y presumiendo de sus enloquecidas habilidades, habían pasado como estrellas fugaces a los costados de ambos, ascendiendo hasta la puerta que conectaba con la superficie y que alguien había dejado abierta quizás por las prisas.

No habían hablado mucho en el camino. Tampoco atacaron a los pocos sobrevivientes que se habían topado por ahí a excepción de cuando Damus había pedido más sangre para recobrar su fuerza. Remordimiento hubiera existido en otro momento si esas personas que ostentaban el cartelón de víctimas no hubieran compartido la culpa de haberlo mantenido prisionero para exponerlo a experimentos por demás crueles e innecesarios. Pero al no poseer dientes ni colmillos aún, Kaltos había tenido que cortarles la garganta para él.

Al llegar a las primeras plantas, luego de abandonar la ruta de emergencia, se habían encontrado con que el fuego había avanzado más rápido que ellos y había comenzado a devorarlo todo en diversas áreas. El humo formaba gruesas paredes de oro pardo que daban la sensación de ser instraspasables que sofocaba el aire hasta hacer que incluso ellos, inmortales y mucho más resistentes que un humano común, tuvieran problemas para moverse sin aletargarse por los efectos de la inhalación de humo y otros tantos vapores químicos.

Cuando alcanzaron las puertas de otro elevador que terminaría por llevarlos al exterior de la montaña, Kaltos evitó que un par de infectados entraran con ellos. Prefería no añadir más caos al que ya había dejado arriba.

Karin —dijo Damus mentalmente.

Se había puesto un pantalón de gabardina blanca como los que usaban los investigadores, y la puerta perfectamente pulida del elevador les devolvía la triste imagen de su cuerpo encorvado sobre el de Kaltos, aferrándose de él como si de ello dependiera su vida. Estaba morado de pies a cabeza, y tenía terribles pinchazos principalmente en los brazos y las piernas que parecían formar galaxias que llevaban a agujeros negros en donde los prominentes huesos hundían su piel.

—Ya la habrás visto cuando hablabas conmigo —contestó Kaltos, manteniendo la cabeza fija al frente y la espalda derecha. Estaba acostumbrado a las miradas inquisidoras de su hermano, pero no por eso le gustaban—. Ella es distinta a otros humanos.

Puedo verlo. Fue la primera condición que mencionaste —se mofó Damus.

—No fue la primera. Fue la segunda —lo corrigió Kaltos con un bufido.

Damus torció la boca en una sonrisa asttua. Después suspiró y comenzó a toser, para alarma de Kaltos.

Estoy bien, estoy bien. Descansaré cuando nos hayamos largado. Aunque presiento que tienes preguntas.

—Demasiadas.

Damus asintió. Sus esfuerzos para caminar no minaron su marcha. Una vez que las puertas del elevador se abrieron, cruzaron el pasillo cubierto de sangre que se extendió ante ellos e hicieron a un lado a los más de cinco susurrantes que corrieron a toda prisa hacia ellos, atraídos por su presencia.

—Comencemos entonces.

—Quizás quieras esperar a que...

—La investigación no era en beneficio de los humanos, como ya habrás imaginado —lo interrumpió Damus con ese aire docto que siempre utilizaba para presumir que sabía algo que Kaltos no, y que él llamaba «conocimiento del hermano mayor»—. Lo era para el nuestro.

Kaltos volteó a mirarlo. Al sentir que se le deslizaba fuera de las manos, apretó su agarre en torno a la cintura de su hermano y los pasos se volvieron más pesados y lentos. Escuchaban disparos ocasionales y pasos en tropel que no dejaban mucho a la imaginación. La gente sana huía despavorida de aquella que había sucumbido a la locura. Los hermosos adornos, antes perfectamente acomodados en rincones estratégicos, estaban tirados y destrozados. Tierra de maceta se mezclaba con la sangre para formar un lodo viscoso sobre la elegante loseta verde brillante de algunos pasillos que además se vestían de oscuridad cuando las lámparas del techo fallaban en intermitentes apagones.

En medio del pasillo, una mujer yacía casi decapitada, con los ojos desorbitados hacia el techo mientras un militar le devoraba las entrañas. Kaltos y Damus los dejaron atrás, pendientes de la forma en la que el susurrante levantó bruscamente la cabeza para olfatear el aire detrás de ellos.

—¿Apruebas lo que hicieron contigo entonces? —preguntó Kaltos sin poder reprimir el reproche y la sorpresa de su tono.

—En lo absoluto. —Damus se detuvo un momento para tomar un respiro, dejando una mano de sangre impresa en el pulcro filo de la pared blanca—. Escuché mucho mientras me convertía en poco más que un animal para él.

—Raizill.

Damus asintió e indicó que podían continuar. Cruzaron una amplia sala donde un grupo de infectados golpeaba vigorosamente las ventanas. Como había ocurrido con el resto de las criaturas en su condición, se giraron para lanzarse en embestida hacia ambos vampiros y estuvieron cerca de hacerlos caer cuando los de enfrente frenaron y en el acto fueron empujados por los de atrás. Kaltos los apartó con empujones que hicieron caer a un par de ellos. Los otros se quedaron a la expectativa, siguiendo con la mirada el triste andar de los hermanos.

Kaltos tenía la sensación de que no todos los susurrantes eran iguales. Compartían gustos e instintos, sí, pero sus niveles de consciencia y letargo variaban de mente en mente. Los ojos especialmente brillantes de una fémina recién contagiada que aún vestía impecable su uniforme de laboratorio lo hicieron desviar la mirada. No quería adentrarse en la mente de nadie en ese momento, mucho menos en la de alguien como ella.

—¿Ellos, los susurrantes, son como nosotros? —preguntó quedamente.

—Sí y no —dijo Damus tras pensarlo un poco—. No sé mucho de lo que sucedió con ellos, aunque escuché muchas cosas mientras estuve prisionero. Me atraparon cuando aún los encontraba en la calle canibalizando a otros humanos y aprendía de su naturaleza... Los militares estaban acercándose mucho al conservatorio donde dormías y los desvié hasta el otro extremo de Palatsis. Ese Abel es en verdad perseverante.

Kaltos sonrió, desdeñando a voluntad la posibilidad de que Abel había sido el culpable de la captura de Damus.

—Todavía le resta mucho por aprender.

—Tendrás que convencerme del por qué de tu decisión de regalarle la eternidad.

—Era lo que yo deseaba y debe bastarte con eso de momento —Zanjó Kaltos el tema antes de que se convirtiera en un debate—. Pero no es de Abel de quien quiero hablar. ¿Por qué Raizill levantó la mano contra su propia sangre? Es alarmante que haya atentado contra los demás, pero a ti... a nosotros nos dio la eternidad. Nos creó. ¿Le importó más lo que pudieron haberle ofrecido los humanos que sus propios congéneres? Cada día somos menos —se lamentó.

Damus se tomó un momento para contestar mientras avanzaban a lo largo de otro corredor que, a diferencia de los demás, estaba impecable. Ni una gota de sangre ni un solo adorno fuera de su lugar. Las ventanas perfectamente transparentes mostraban la tormenta en todo su esplendor azotando las montañas. El cielo, que se veía morado por las películas oscuras de las ventanas, brillaba ocasionalmente con el parpadeo de los relámpagos y rayos.

Como te dije hace un momento —Damus lo miró de reojo—, su enfoque no es curar a los humanos. Somos nosotros. Su prioridad es él. Él mismo. —Doblaron en otro pasillo que Kaltos no recordaba haber recorrido antes, y esperaron en medio del camino cuando en el extremo contrario una tropa de soldados cruzó la intersección a toda prisa. Pocos segundos después, una turba iracunda de susurrantes pasó corriendo detrás de ellos—. El experimento era sobre nosotros porque los resultados serían favorables para él.

—¿Quieres dejar de darle vueltas y solo decírmelo? —refunfuñó Kaltos—. ¿De qué maldito experimento estás hablando?

Damus meció la cabeza con exaspero. Era triste. No había un solo mechón de cabello castaño y ondulado sobre su cabeza, que habían convertido en un cruel panorama de cicatrices y marcas de golpes y procedimientos indudablemente dolorosos.

—Raizill quiere volver a ver la luz del día.

Kaltos se detuvo.

Habían llegado a la cafetería. Las mesas y las sillas volcadas eran tan narrativas el par de cuerpos que quedaron tendidos en el pasillo lateral, a un costado de las hileras de mesas. Algunas charolas con alimento aún estaban en sus lugares sobre los muebles que no habían sido derribados, esperando ser terminados. Kaltos notó por el rabillo del ojo una mochila. Mirándola con atención, distinguió un transportador de mascotas, pero estaba vacío. El televisor del fondo emitía una suave estática detrás de un menú que preguntaba si se deseaba que la película fuera repetida.

Damus se hizo a un lado, soltándose de su abrazo, para tomar asiento sobre una pequeña banca anclada a la pared. No era el mejor lugar para tomar un descanso, aunque los humanos sanos estaban tan ocupados luchando por ponerse a salvo que era poco probable que les prestaran atención en caso de toparse con ellos. El olor del café casi fue apetecible para Kaltos.

Damus se rio, seguramente leyéndole la mente.

Estoy seguro de que aunque hubiera tenido la posibilidad de probarlo, no me gustaría. Deja un aliento horroroso en los humanos.

Kaltos sonrió y se sentó a su lado.

—Eso le dije a Lex, uno de los humanos que conozco, y desde entonces procura no acercarse a mí cuando bebe café.

Ambos se quedaron un momento en silencio, apreciando la tormenta al otro lado de los ventanales.

—¿Quiere ser humano? —preguntó Kaltos tras computar las anteriores palabras dichas por su hermano—. ¿Por esa absurda razón te hizo todo esto? ¿Estaba experimentando contigo para convertirte en humano? —lo señaló de pies a cabeza—. Es absurdo, y muy cínico de su parte también. ¿Después de que él mismo nos transformó en esto ahora quiere...?

Damus levantó una mano para ponerle un alto.

—Quiere volver a ver el día. No ser humano. Los experimentos que estaba llevando a cabo con nosotros eran para eso.

—¿Y los humanos involucrados? —exclamó Kaltos, indignado—. Abel está seguro de que las investigaciones para las que él contribuía cazando vampiros eran para desarrollar una vacuna de inmunidad contra la infección.

Hasta ese momento había sentido una inmensa admiración y respeto por Raizill pese a la indiferencia con la que pretendía asimilar el rechazo de su creador. Era una lástima que de un momento a otro comprendiera quién realmente era ese al que creía haberle profesado incluso su lealtad sin conocerlo en realidad. Si bien el arte de convertir a una persona en un hijo de la noche iba casi siempre de la mano del engaño e incluso el no consentimiento, lo que Raizill había hecho contra Damus en esas facilidades, contra todos ellos, era antinatural. Tanto como un humano matando a otro humano, y eso ya se había normalizado tanto en el mundo de los hombres que habían inventado burdos castigos como condenas carcelarias y métodos burocráticos que escondían detrás pozos demasiado profundos de corrupción que ni siquiera ese exterminio sería capaz de erradicar de sus costumbres.

Pero los Hijos de la Noche no eran así. Asesinos de hombres, tal vez, pero no asesinos de otros vampiros, no cuando el recién integrado al mundo de las sombras era aceptado por todos y era establecido que su vida tenia valor.

Lo que Raizill había hecho era imperdonable.

Eso era lo que Raizill los hizo pensar a los hombres. Los únicos que conocían la verdad eran los científicos a su cargo, pero les bloqueaba la mente y les impedía compartir el secreto con otros humanos —dijo Damus con voz plana. Kaltos casi se rio. Era tan absurdo que parecía en verdad gracioso—. Esas investigaciones fueron las culpables del caos que ha convertido a toda la humanidad en monstruos.

Kaltos abrió los ojos al límite de sus cuencas. Una cosa era especular una teoría de la que había estado casi seguro en todo ese tiempo, otra escuchar la verdad de boca de un testigo los hechos. La sangre oscura sí había ocasionado la casi extinción de la raza humana, pero no porque los humanos lo hubieran cometido voluntariamente. Tal parecía que, como había dicho Abel, la raza de Kaltos sí había sido la culpable.

«Después de esto sin duda querrá intentar matarme de nuevo», pensó, un poco avergonzado.

No te adelantes. No es culpa nuestra —dijo Damus tras leer sus pensamientos—. Ninguno de nosotros se prestó voluntariamente a esto. Y antes que yo, Malina y los demás que encontraste dentro de esas cápsulas, hubo más. Ninguno pidió ser parte de esto. No podemos ser responsables por algo que no queríamos y que solamente una persona ocasionó, sin importar que esa persona sea como nosotros.

—Es lo mismo al final —mugió Kaltos con desgano—. Acusé a los humanos de haberlo creado sin importar si el culpable fue uno o cientos de ellos. El ingenio colectivo y la ambición desmesurada de su raza es lo que yo condenaba, y resulta ser que sí fue eso, pero de parte de uno de los nuestros —se rio amargamente.

Pues hiciste mal en culpar a todos los hombres por los errores de unos cuantos —dijo Damus sin inmutarse—. Así como harían mal ellos si descubrieran la verdad y nos culparan a todos por las decisiones y las acciones de uno solo.

Kaltos meditó por un momento. La habitación entera parpadeó cuando un relámpago iluminó el cielo al otro lado de la ventana.

—Mientras moría, Abel pensó constantemente en Dulce. ¿La recuerdas?

Damus sonrió.

—Dul-01 —dijo al tiempo que suspiraba. Kaltos podía ver cómo su lengua se movía por dentro de su boca, como tanteando los huecos sanguinolentos donde debieran estar sus dientes—. Así nombraban al patógeno. Nosotros lo llamamos «Peste Dulce». Creemos que fue su última defensa contra la humanidad. Sea o no que Raizill lo inició, los humanos colaboraron con él voluntariamente. Al menos, creo yo, así fue hasta que el patógeno se salió de control y contaminó al resto del mundo. Habrá algo de Dulce en ellos.

Kaltos frunció el ceño.

—¿Es por eso que conservan cierto grado de... personalidad en ellos?

—No lo sé. Quizás no es tanto que ella esté en ellos de manera literal, sino que solo infectó sus cuerpos y los convirtió en una especie de quimera. Algo intermedio entre nosotros y ellos.

Kaltos también suspiró y apoyó los brazos sobre las rodillas.

—Abel tiene mucho que aprender y también mucho que pagar, pero creo que sí me precipité en mi decisión de hermanarlo a nosotros.

Lo hecho, hecho está —dijo Damus tranquilamente—. No titubees con respecto a su creación o provocarás su muerte a manos de los más fuertes y lo lamentarás.

Sí, porque Abel era ahora parte de Kaltos. Él le había dado su sangre, y aunque no planeaba llevarlo de la mano por el sendero de las sombras como no lo había hecho Raizill con ellos, tampoco pretendía abandonarlo. Abel era ahora su responsabilidad, y por él respondería y también lo asistiría si era necesario. Eso, sin embargo, no tenía que implicar que se agradaran entre ellos. Kaltos estaba seguro de que pasarían siglos, quizás milenios, antes de que el nuevo vampiro le dirigiera la palabra sin desear matarlo antes.

Raizill no reveló jamás su verdadera naturaleza ante los hombres mortales —dijo Damus—. Era cuidadoso en su manera de hablar con ellos, de tratarlos y controlarlos, pero alcancé percibir pensamientos en ellos y sé que sospechaban de él y sus apariciones únicamente en la noche. Para evitar accidentes, ordenó que se nos quitaran los dientes a todos, sus bestias de experimentación, e incluso la lengua a otros. Malina fue la más afectada, pues ya sabes que es también la más temperamental y sus palabras son siempre incisivas.

—Fuego puro —sonrió Kaltos.

Una leona —concordó Damus curvando un poco los labios para sonreír también él. Luego su rostro se ensombreció—. Raizill utilizaba a los humanos para investigarnos. Durante todo el tiempo que estuve aquí, no hubo un solo día en el que... Siempre estaba experimentando con nuestros cuerpos. Hizo arder a Gabrisel hasta las cenizas tras exponerlo a la luz del sol por más de una hora continua. Cuando era mi turno, siempre veía en sus ojos un brillo distinto, sin embargo —explicó con calma—. Sentía que veía a través de mí, que podía entrar y atravesar fácilmente la barrera que levantaba para mantenerlo afuera. Sentía que te veía a ti a través de mis ojos, y eso me aterrorizaba.

—¿No eras tú quién hablaba conmigo entonces? —se alarmó Kaltos, conteniendo la respiración por un momento.

Damus movió una mano para aplacarlo.

Sí, lo era. Lo era de alguna forma. O eso creo. —Pareció afligido y Kaltos le puso una mano en el hombro para confortarlo—. No sé qué tanto era mi hacer y qué tanto el de él. No sé qué tanto era yo intentando mantenerte alejado y qué tanto era él manipulándote para que hicieras todo lo contrario y vinieras. Y llegaste. Estás aquí. Funcionó para él en cierta manera.

—Excepto que no llegué como él esperaba.

Excepto —lo corrigió Damus tras dispararle una mirada reprobatoria—, que no te conoce tan bien como yo. Y esos pequeños parches en la barrera de mis pensamientos, en los que te recordaba siendo un completo idiota, jamás pudo traspasarlos o simplemente los desdeñó al creerlos irrelevantes. Eres una tormenta a donde quiera que vas, Kal. El mundo aprende a moverse a tu ritmo o se desmorona.

—Anda, dile idiota de nuevo al cabrón que te salvó el culo, malagradecido —chistó Kaltos sin verdadero mal humor. Damus enarcó ambas cejas, para nada impresionado, a lo que Kaltos se recargó en la pared de atrás, mirando al techo—. Admito que me hubiera pateado el trasero si yo no hubiera plantado la bomba que liberó a los demás —refunfuñó—. Estaba preparado para todo, pero no para verlo ahí, a él, parado frente a ti, lastimándote. Esperaba a un humano con aires de científico loco que me daría un monólogo sobre sus experimentos, no a un vampiro torturando a otro vampiro. No a Raizill.

Se enteró de lo que hiciste con los susurrantes —dijo Damus tras una pequeña pausa en la que ambos volvieron a contemplar la tormenta—. Está fascinado. —Bajó un poco el rostro para mirar al suelo—. Lo miró a través de mí, en una de las brechas en las que me dejó hablar contigo. Nosotros solo somos inmunes a los susurrantes. Si nos paramos frente a ellos somos como mesas, como sillas, que dejan de lado sin mirar, pero ... tú los controlaste, Kaltos.

—Solo fue un momento —repitió Kaltos por innumerable ocasión.

Los ojos intensamente azules de su hermano lo miraron de frente.

Les ordenaste no atacar a los humanos que estaban atrapados en el vehículo y te obedecieron.

Pero, para sorpresa de Damus, Kaltos soltó una risilla ronca.

—¿Y para qué carajos quiere Raizill un maldito ejército de susurrantes? ¿Contra quién piensa pelear? ¿Contra qué? Y suponiendo que existiera en verdad un enemigo, —Kaltos se encogió de hombros—, los susurrantes siguen siendo humanos. Un poco más fuertes y resistentes que aquellos que están sanos, pero humanos. Un disparo a la cabeza los elimina rápidamente. Cualquier cosa los elimina rápidamente. A uno de los gemelos Lüntz le dispararon en la cabeza hace poco más de medio siglo y se levantó a los pocos minutos sin daño alguno porque así somos nosotros. Resistimos a todo menos al día y lo que sea que los humanos actuales inventaron para dañarnos, pero los susurrantes no.

Aprendí a no subestimar los deseos y los caprichos de Raizill en todo este tiempo que estuve bajo su poder —dijo Damus con lentitud—. Eres fuerte, Kaltos. Más de lo que tú mismo te das crédito.

—Malina es...

Longeva, sí —intervino Damus—. Más fuerte físicamente, también, pero Raizill solo te necesitaba a ti para culminar con la última parte de sus investigaciones. Fueron terribles en todo lo que enfrentamos nosotros en sus etapas preliminares. No quiero pensar lo que sería ser sujeto de prueba en la fase final.

Kaltos mantuvo la vista en la ventana. La tormenta estaba empeñada en desgajar los riscos y las montañas. La base debía tener cimientos fuertes, de lo contrario habría terminado en el abismo desde que la tormenta había comenzado a sacudir los suelos.

—Al final no importa si eres mortal o inmortal, la locura pende de un hilo sobre nuestras cabezas —murmuró—. Jamás nos dijo su edad. Nunca ha hablado con nosotros. Creo que hoy ha sido la única vez que he escuchado a Raizill decirme tantas cosas en tan poco tiempo. —Sacudió la cabeza—. Malina y los demás no descansarán hasta encontrarlo y verlo arder.

Y él no desistirá hasta obtener lo que desea. No nos teme —dijo Damus—. De lo contrario habría tomado más precauciones para contenernos. Quiere ver la luz del día una vez más y solo con nosotros puede lograrlo. Sospecho que tiene otras facilidades y más prisioneros ocultos. No todo el tiempo estaba presente en los experimentos. Sus ausencias a veces eran prolongadas.

—Tardé mucho en encontrarte. Lo lamento tanto —murmuró Kaltos.

Yo no quería que me encontraras —lo exculpó Damus sin inmutarse. Revolvió el cabello de Kaltos con una mano—. No quiero morir, pero me había resignado a mi destino si eso te mantenía a ti a salvo del tuyo. Debemos ser precavidos ahora que hemos agitado el avispero. Raizill es... —Kaltos lo miró atentamente, expectante—. No creo que sea una mala persona, aunque eso no me ayuda a detestarlo menos. Creo solo que ha vivido y visto tantas cosas que nosotros no podríamos siquiera comprender que han desbocado su vida y el rumbo de su causa.

—¿Y cuál sería su causa con exactitud? —se mofó Kaltos sin seguir realmente los pensamientos de su hermano—. Ver una vez más la luz del día sin sufrir dolor no justifica...

No —lo interrumpió Damus con sutileza—. No justifica nada de lo que él ha hecho, pero creo que jamás terminaríamos de comprender quién realmente es Raizill, o qué y quiénes somos nosotros en este mundo. Para ser sincero, no pretendo averiguarlo, solo me... —hizo otra pausa en la que Kaltos le concedió tiempo para pensar—. Me pregunto si esto es la antesala de lo que nos aguarda como seres inmortales, maldecidos por la oscuridad de la sangre.

Si es así, —Kaltos lo tomó de la mano, flexionando su brazo hacia arriba—, lo enfrentaremos juntos. No volveré a dejarte, hermano. Pase lo que pase en una vida difícil, aburrida o frenética, no volveré a marcharme.

Damus sonrió y asintió antes de chocar sutilmente su frente con la de Kaltos en un gesto fraternal que los siglos jamás había podido disolver. 

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