51 Susurros
El vehículo disminuyó su marcha lentamente hasta que se detuvo en medio de la intersección que desviaba la carretera hacia la derecha y después hacia la izquierda, en un curva tan cerrada que parecía apretar el asfalto contra la montaña en una espiral perfectamente diseñada. Karin imaginaba que una vez que la subieran, podría ver la ciudad ubicada al otro lado del abismo desde la cima. Eso, si lograban llegar arriba sin antes ser atacados por algún mecanismo de defensa, o por los infectados mismos.
Se asomó por el parabrisas, con ambas manos celosamente cerradas alrededor del volante. El frío era tan bestial adentro del automóvil como el exterior azotado por los vientos feroces. No había querido encender la calefacción para mantener sus sentidos alerta y su cuerpo listo para actuar.
A su lado, Fred también oteaba el panorama con atención. No se distinguía mucho a su alrededor excepto tierra y rocas, pero sabían que ese era el lugar. Los mapas de papel habían resultado ser más confiables que aquellos digitalizados, considerando que la tecnología fuera de las zonas seguras estaba muriendo rápidamente y solo quedaba a manera de recuerdo. Karin, por su trabajo, había aprendido cartografía a nivel básico y se defendía leyendo planos y mapas. Y ahí estaban, a los pies de una montaña que podía ser el último destino de sus vidas.
Todo por ir detrás de un ser paranomal que jamás admitiría que ellos habían necesitado tanto de él como él de ellos.
Abrió la puerta del vehículo con un chasquido de la palanca y bajó un pie, sintiendo cómo la tela del pantalón y la bota se le empaparon de inmediato.
—Debemos seguir a pie.
—¿Estás loca? —chistó Fred. El hombre le echó otro vistazo a la curva que se perdía tras una rampa lo suficientemente inclinada para intimidar a cualquiera y meció la cabeza—. ¿Tienes idea de lo que será subir esa maldita montaña a pie?
Karin lo miró con condescendencia. Fred era viejo. Había perdido la condición física quizás desde su juventud, cuando había entrado a trabajar en la cocina, pero se había ofrecido a acompañarla pese a todos los riesgos y peligros contra los que Karin lo había advertido. La opción de retractarse había quedado muy atrás, en Monte Morka.
—Si la subimos a bordo del vehículo pueden detectarnos más fácil y atacarnos, Fred.
—¿Y a pie no? —Fred la miraba con el ceño fruncido, como si intentara razonar con un niño y no con una mujer que sabía perfectamente lo que hacía. Karin no se había enlistado en a las Fuerzas Especiales de la policía a mirar televisión y pintarse las uñas—. Deben ser más de cinco o seis kilómetros en ascenso. Llegaremos mañana.
—No exageres. Tampoco es tanto. Unos cientos de metros a lo más —se rio Karin.
—Pero yo hablo de las vueltas que da la carretera para llegar a la cima. Ya viste la altura de la montaña. Deben ser al menos diez o quince vueltas. Son kilómetros, niña.
—Bueno, entonces es mejor apurarnos—. Karin salió del vehículo y cerró la puerta. Antes de que Fred la siguiera, resignado, ella rodeó el cofre y se asomó por la ventana del copiloto, con el agua escurriéndole en gruesos hilillos por la cara y el cabello—. Puedes regresar si lo deseas. De hecho, me sentiría mejor si lo hicieras. Sé que Lex defendería a Geneve y a Rod con su vida de ser necesario, pero no deja de ser un chiquillo impulsivo que piensa primero con los puños y después con el cerebro, y ese militar que se quedó con ellos puede ser peligroso. El tanque de la camioneta marca lo suficiente para el retorno.
—Pero si eres terca, muchacha —refunfuñó Fred. Salió del vehículo, entrecerrando los ojos cuando el viento y la lluvia le dieron en la cara—. Iré contigo. Carajo, que no estoy tan viejo. Si ese cabrón de Abel ronda por mis años y anda en estos trotes, ¿por qué yo no? —chasqueó su rifle, subió los hombros y puso una expresión que casi hizo reír a Karin—. Vamos. Hay un par de vampiros amigables que necesitan nuestra ayuda.
Amigables... sí, tal vez.
Karin no quiso pensar en qué tan veraz sería la historia de Kaltos, cuando finalmente recuperara a su hermano y tuviera el tiempo para también recuperar su vida donde la había dejado. La humanidad y la historia habían cambiado por completo después del brote. Si bien la ciudad rebosante de actividad al otro lado de la montaña sembraba un halo de esperanza al constatar que la humanidad no estaba del todo perdida, su supervivencia siempre pendería de un hilo mientras al otro lado de la valla existieran otros humanos capaces de destrozar a una persona a mordidas.
Subieron las primeras centenas de metros a paso firme. La oscuridad del acantilado se anunciaba al borde de la carretera como la pantalla en negro del otro lado de la escena de un videojuego. Solo cuando los rayos y los relámpagos iluminaban el cielo, Karin podía distinguir las rocas, las piedras y los arbustos entre los canalillos de agua que bajaban a toda velocidad para formar un arroyo al fondo. Caerse ahí sería letal.
Fueron más a prisa, emanando vapor de sus rostros sudados. Fred jadeaba de una manera preocupante. Pero era tarde para pedirle que regresara. Peligroso incluso. No había ninguna certeza de que no hubiera infectados cerca. Quizás también animales salvajes.
—Ya falta poco —dijo para animarlo.
El hombre volteó a mirarla con una mueca que en otro tiempo hubiera hecho reír a Karin.
—No nací ayer, querida. ¿Crees que no puedo ver la mitad de la maldita montaña desde aquí? —Fred tosió—. Y de hecho ese es el maldito problema. No haber nacido ayer, carajo... Creo que sí soy muy viejo para esto.
Se detuvieron por un momento. Karin inspeccionó los alrededores mientras Fred jadeaba, apoyado sobre sus rodillas. La lluvia azotaba en todas direcciones, arreciada por las feroces ventoleras que amenazaban con empujar a ambos al otro lado de la carretera. De seguir a ese paso llegarían al amanecer, cuando ya sería demasiado tarde para Kaltos.
—Debemos continuar —gritó Karin, también jadeando.
Se sostuvo la capucha con una mano y reemprendió la marcha. No le gustaba la quietud que se percibía por encima del estruendo de la tormenta. Había ojos ahí, mirándola, los imaginaba acechando desde cada rincón cubierto de maleza y huecos lo suficientemente profundos como para albergar sorpresas desagradables.
Un relámpago la cegó por un momento, obligándola a cerrar los ojos. El trueno que retumbó en las montañas desgajó un montículo de tierra que se deslavó hasta los pies de Karin, y que la abría empujado al otro lado de la orilla si Fred no se hubiera arrojado al frente para quitarla del camino.
Cuando el susto pasó y el deslave se detuvo, Karin volvió a abrir los ojos y se paralizó ante la erguida figura que apareció al otro lado de la carretera, incólume. Era un hombre alto, fornido, con la ropa desgarrada a la altura del pecho, y de rostro tan familiar para Karin que hizo que su corazón diera un vuelco.
La cabeza del extraño se inclinó un poco hacia abajo, como señalando algo, y Karin lo siguió con los ojos, aluzando con una lámpara que sacó de uno de los bolsillos de su parka. Un poco más adelante de la zona del deslave, el asfalto estaba marcado con la huella oscura de neumáticos. Las dos franjas negras se desviaban hacia la orilla, hacia una roca partida por la mitad, y en cuyo alrededor había restos de metal y plástico.
—Maldición —continuó quejándose Fred, aún sin darse cuenta de nada. Jadeaba para recuperar el aliento, doblado al frente, y manoteó descuidadamente cuando Karin le dio un par de topecitos en el hombro—. Ya. Ya voy. Voy —rezongó—. Por Dios, casi nos vamos los dos al barranco. Debes tener en cuenta que...
Se irguió y también lo miró.
Otro relámpago iluminó el rostro de la misteriosa figura que finalmente cobró forma. Sus rasgos faciales eran distintos pese a que no habían cambiado mucho, pero lo que Karin alcanzó a detallar en esas escasas milésimas de segundo la dejó helada. Sus ojos emitían un fulgor extraño. Eran azules. Azul eléctrico como la marea bioluminiscente del plancton marino. Solo una vez Karin había visto algo así en toda su vida, y había quedado maravillada.
Hoy solo pudo experimentar terror.
—¿General Abel? —preguntó con cautela—. General... ¿se encuentra bien?
El hombre continuó estático, con los brazos a los costados y la cabeza ligeramente ladeada al frente tal cual los depredadores a punto de lanzarse a la caza. Ese brillo en sus ojos, antes jamás visto, hizo a Karin retroceder. Solo entonces supo que sin importar cuánto hiciera, todo lo que luchara, no podría huir de él simplemente corriendo.
Intentó recordar cómo había ocurrido todo con Kaltos, cuando lo había conocido y había hablado con él la primera vez, y se dio cuenta de que no había existido un solo momento en las últimas semanas, ni siquiera cuando se había enterado de su naturaleza, en el que le hubiera temido. No tenía duda de que Kaltos sabía ser tan aterrador como el ente que tenía frente a ella en ese momento, pero jamás le había dado un solo motivo a Karin y a su familia para temer de él. Kaltos era tan cálido y jovial. Abel parecía el ángel de la muerte encarnado.
—Sé que está molesto por lo de su nieta —dijo Karin por encima de la lluvia. De pronto Abel estaba demasiado cerca para saber que quitarle la vista de encima sería fatal. Los ojos del... hombre se entrecerraron ante la mención de la niña—. No fue nuestra intención robarla ni apartarla de usted en ningún momento. Nimes estaba sola y asustada cuando la encontramos en ese pasillo, y la base se llenaba rápidamente de infectados. No podíamos dejarla ahí, sabiendo lo que le ocurriría en cuanto nos marcháramos.
El General dio otro paso al frente y tanto Karin como Fred retrocedieron.
—¿Está infectado? —murmuró Fred.
Un trueno hizo vibrar el suelo y más pedazos de roca y tierra se desgajaron para abrir paso a un pequeño riachuelo que chorreó justo en medio de los tres, levantando una fútil barrera entre ellos.
—Algo peor, me temo —respondió Karin. Abel agudizó la mirada, avanzando de nuevo. Sus botas chasquearon sobre el lodo—. No sé lo que le ocurrió, General, pero sé que Kaltos... —Se detuvo cuando la reacción de Abel fue instantánea.
Como si le hubieran instalado un resorte en las piernas, el hombre acortó la distancia en un segundo. Entonces Karin pudo ver su rostro de frente, a centímetros del propio, y se maravilló tanto como se horrorizó.
—Dios. Es... Es uno de ellos ahora.
La mano que la sujetó por el cuello la sacó del trance. El dolor se esparció desde su nuca hasta el centro de su espalda como si Abel la hubiera apuñalado. La comprimió con tanta fuerza que le impidió materializar el gemido que hizo eco dentro de su mente y resintió en cada molécula de su cuerpo. Sus pies se separaron del suelo, temblando en un intento desesperado por alcanzarlo, y sus manos soltaron el rifle para ir a cerrarse en torno a la muñeca de Abel.
Sus ojos eran dos témpanos. Veían a Karin con el desdén felino de un alma que estaba más allá de toda salvación.
—¡Suéltala, cabrón! —el grito de Fred se ahogó bajo el retumbar de un trueno, y con una facilidad increíble salió eyectado hacia el abismo cuando Abel no hizo más que empujarlo con un manotazo.
Karin se sacudió, desesperada. Pensaba en Kaltos, en lo mucho que había subestimado su excéntrica y superdotada condición como No Humano y No Muerto al mismo tiempo, y en lo insignificante de su propio conocimiento hacia esos seres que, hasta esa noche, no habían levantado una mano para lastimarla. No sabía que habían existido. No en la realidad. Enterarse de ellos por ficciones escritas o filmadas no se había comparado a tenerlos de frente, a estar al borde del abismo porque uno de ellos la sujetaba por el cuello, decidiendo qué tanto la haría sufrir antes de matarla.
De pronto todas sus creencias, su seguridad, su fortaleza, se fueron al caño.
Tiró patadas, puñetazos. Levantó las manos para herirle el rostro y jalarle el cabello. Intentó encontrar un punto débil en el pecho expuesto de Abel, en la cicatriz que le cruzaba el pectoral izquierdo y que parecía fresca y aún sangrante, pero todo fue inútil. Él continuó mirándola con una parsimonia ajena a la tormenta que deshacía las montañas a pedazos. La alzó un poco más alto mientras Karin boqueaba en busca de aire. Quizás no la mataría él mismo y solo la dejaría caer para que la gravedad y las rocas hicieran el trabajo más lento y agonizante.
«La ayudamos», insistió Karin dentro de su mente, sabiendo que él podía escucharla.
Kaltos lo hacía todo el tiempo. Entraba en su mente sin que ella lo permitiera. La invadía sin remordimiento ni vergüenza algunos. Abel no tenía por qué ser diferente. Minutos, horas o milenios siendo un vampiro, al final el instinto resultaba más poderoso que la razón. Si podía leer la mente como lo hacía Kaltos, seguro que podía escucharla. Seguro que entendería.
«Ayudamos a Nimes. La mantuvimos a salvo. A ella y a mi hermano, que la quiere mucho. La quiere tanto. La cuidamos, le dimos techo, ropa y comida. La quisimos mientras estaba con nosotros. ¿Cómo puede un ser como tú ser tan querido por alguien tan bello como ella?».
El rostro de Rodolfo sonrió ante sus ojos, acompañado de Nimes. Ambos jugando. Ambos riendo. Ambos disfrutando de la quietud de la tarde mientras comían un pastel pobremente preparado y veían una película en una tableta digital. Y alrededor de ellos el caos de un mundo agonizante que, sin embargo, había sido incapaz de filtrarse en esos pequeños momentos de felicidad, en esas escasas tardes, noches o días de inocencia que había regresado a ellos para devolverles la esperanza de un mañana límpido sin importar el presente enmohecido.
—Es por ella que hago esto —dijo Abel con voz gutural.
Karin luchó por mantenerle la mirada y no desvanecerse ante la falta de aire.
—Intentaba mantenerla a salvo y ustedes... Él me lo quitó. Me quitó todo. Me quitó la vida.
«Aún no es tarde», pensó Karin. Gruñó cuando la mano en torno a su cuello se cerró con un poco más de fuerza. «No es tarde».
—Me convirtió en un monstruo.
«Te dio una oportunidad». Las manos de Karin cayeron laxas a sus costados. El agotamiento le impidió mantenerlas arriba. El peso de su cuerpo se hizo insoportable. «Te dio tu propia oportunidad», insistió sin saber si eso era cierto o solo especulaciones de una mente que estaba al borde de la extinción.
Kaltos era un hombre enigmático e impredecible, pero no era malo. Tenía sus propios intereses y dañaba para alimentarse, sí, pero así lo hacían también los depredadores de la naturaleza, y cada ser vivo a lo largo y amplio de la Tierra.
—No puedo acercarme a Nimes así. Me quitó lo más valioso que tenía con ella; su cercanía, su calor, su amor.
Karin tosió con fuerza cuando Abel la soltó. Cayó sobre sus rodillas, con las manos apoyadas en la carretera lodosa, y boqueó hasta que el aire y la consciencia se reinstalaron en sus embotados pulmones y sentidos.
—Nimes te ama seas lo que seas... Lo ha hecho antes, cuando igual carecías de escrúpulos, y lo hará ahora, sin importar tu aspecto. Kaltos solo quiso ayudarte —jadeó Karin, sabiendo que se arriesgaba con su elección de palabras, pero no le gustaba omitir la verdad. No ante personas como Abel.
—Me maldijo.
—Hubiera podido matarte y no lo hizo.
—Quiso vengarse —siseó Abel. Caminó de arriba abajo sosteniéndose la cabeza y arrancándose mechones de cabello que el agua se llevaba—. Hacerme igual que él fue una burla. Fue...
—Te dio lo que muchos ambicionan. —Karin irguió la espalda y se puso de pie entre tambaleos mientras el nuevo vampiro iba y venía, farfullando—. No sé cuáles hayan sido sus intenciones reales, pero te dio algo con lo cual puedes trabajar de ahora en adelante.
—Lo defiendes porque estás de su lado —espetó Abel, irrazonable como podía serlo Lex en ocasiones. Si se pensaba a fondo, era comprensible, el hombre había experimentado algo similar a la muerte, según entendía Karin, solo para regresar convertido en algo contra lo que él mismo había luchado y había intentado aprisionar para experimentar con ello—. ¡Mira lo que soy ahora! ¿Cómo puedo proteger a Nimes así?
El vapor de la respiración de Karin empezó a espesarse ante la gradual disminución de la lluvia. Las ráfagas de viento se mantuvieron, pero el torrencial se convirtió en una suave brisa que congeló la piel mojada de Karin. Miró de reojo hacia donde había visto desaparecer a Fred. Esperaba que siguiera con vida.
—Debió hacerlo por una razón. Él no hace las cosas sin un motivo de por medio —repitió Karin.
Sus piernas se movieron solas para retroceder, llegando al borde de la carretera y casi resbalando, cuando el General se lanzó sobre ella una vez más. Sus rostros quedaron a milímetros uno del otro. La afilada nariz de Abel rozó la suya al tiempo que sus anormales ojos azules refulgieron con la intensidad de una estrella a punto de hacer explosión.
—Dímela. Dime esa razón para entenderlo. Ahora mismo lo único que deseo es arrancarte el corazón como él lo hizo conmigo para ver qué tanto le gustaría eso. Le interesas, después de todo. De lo contrario no habría destruido la base de Palatsis para sacarte de ahí, ni habría demorado tanto la búsqueda de su hermano, como lo comprendí al final. Si lo hizo fue por ti.
—La mayor parte del tiempo no entiendo cómo piensa —reconoció Karin, intentando a toda costa dejar de temblar. Respiró superficialmente un par de veces. Temía hacer el menor movimiento incentivaría al enloquecido hombre a atacarla una vez más—. Pero sé que no te convirtió en alguien como él solo por venganza. Kaltos protegió a Nimes... me ayudó a ponerla a salvo arriesgando su propia vida —añadió, pensando en aquel extraño momento en el que los infectados se habían paralizado en torno al vehículo volcado donde ella, los niños y Geneve habían estado a punto de morir devorados.
Abel debió mirar el recuerdo también. Las hordas interminables de infectados detenidos solamente con la voluntad y el control mental que Kaltos había ejercido sobre ellos.
Los ojos de Abel se abrieron al límite de sus cuencas y perdió la mirada lejos de Karin.
—Eso es imposible.
—Lo hizo —contestó Karin, decidida—. No sé cómo, pero lo hizo. Evitó que nos atacaran, y no lo hizo solo por mí. Puso a salvo a los niños, a tu nieta. Y fue él, también, quien sugirió que te fuera devuelta en cuanto solicitaste su regreso.
—Puede controlar a los muertos... tal y como yo había teorizado —susurró Abel sin escucharla.
Karin sintió miedo, pero no por su vida. Acababa de revelar información muy delicada a un espectro que hasta hacía una horas había sido un ser humano normal intentado matar a Kaltos. Ahora que era alguien con habilidades aún por descubrir, sus convicciones podían volverse más dañinas y agresivas.
Abel no se alteró ni un poco cuando el cielo flasheó y un rayó cayó lo suficientemente cerca para provocar una pequeña explosión al otro lado del borde de la carretera.
—Cuidaste a Nimes —dijo tranquilamente el nuevo vampiro. Karin sintió el tiempo ralentizarse. La lluvia, el susurro del agua, el ulular del viento, su corazón golpeando con fuerza, todo se detuvo cuando los gélidos ojos de Abel penetraron en los suyos mientras su ronca y profunda voz escaldaba sus oídos—. Vivirás por eso. —Giró el rostro para mirar hacia la cima de la montaña. Karin siguió su movimiento con los ojos—. No le debo ningún favor a ese bastardo, sino todo lo contrario. —Miró de reojo a Karin—. Volveremos a vernos, Karin. Puedo asegurártelo.
Otro relámpago deslumbró el horizonte. Solo fue un segundo. Cuando Karin volvió a entornar los ojos, dejando de mirar manchas de colores, Abel ya no estaba.
Lo buscó desesperadamente, esperando otro ataque sorpresa. Al no recibirlo, se apresuró a correr hacia la orilla de la carretera, sintiendo el pulsar del corazón en la garganta. Gritó por Fred un par de veces, sacando otra lámpara más pequeña de su parka, y exclamó su alegría cuando la mano oscura y maltrecha del hombre emergió de entre el barro y los arbustos para sostenerse del borde de una roca segundos antes de que apareciera su rostro.
Karin se apresuró a ayudarlo, y a constatar con alivio que Fred no tenía nada roto, solo un montón de raspones y cortadas que eran ya algo normal de ese nuevo estilo de vida.
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N/A: Este es el plancton bioluminiscente :)
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