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50 Susurros

El relámpago que iluminó la vastedad de las montañas y la profundidad del abismo espantó a Abel. Nunca antes sus sentidos habían sido tan sensibles, ni sus instintos tan desbocados. La intensidad con la que podía percibir cada pequeño sonido a su alrededor, cada minúsculo roce del agua o del aire contra su piel, o la tierra bajo la suela de sus botas, era avasalladora. Su cuerpo era otro. Podía controlarlo en su mayoría aún, pero era otro.

Miró sus manos. Los dedos largos de uñas chatas y pequeños relieves matizados que hasta hacía unas horas habían sido arrugas y grietas de resequedad. El agua los lamía suavemente, acariciando también la piel expuesta de su pecho y su estómago. Al levantar la mirada, distinguió tantas tonalidades en un cielo que normalmente hubiera visto gris que la impresión lo atemorizó. Sentía que los astros que se asomaban detrás de las nubes descenderían en cualquier momento sobre él para vaporizarlo.

El rayo que zigzagueó en el aire como contestando a sus pensamientos lo llevó a cubrirse los ojos, después los oídos, cuando el trueno que sacudió el horizonte hizo reverberar las montañas. Cada pequeño oleaje de ondas electrificadas golpeó su cerebro como si la descarga del cielo le hubiera dado directamente en la cabeza. Racionalmente sabía lo que ocurría, pero era sensorialmente incapaz de procesarlo.

Todo había cambiado; su vida, su percepción de ésta, sus pensamientos, sus sensaciones... Pero no su amor y su preocupación por Nimes. El nombre de su nieta seguía vigente y pululando en cada pequeño rincón en el que retraía su mente para intentar comprender cómo podría continuar existiendo después de lo que había ocurrido esa noche. Cómo era que continuaba con vida.

Miró nuevamente sus manos y las revisó con minuciosidad. Algunas arrugas permanecían en el dorso, pero eran tan finas que su piel parecía presumirlas más como un adorno que como un signo de deterioro. Al erguirse, decidiendo que la tormenta no lo asustaría más, probó la resistencia de sus huesos y volvió a maravillarse. Cada vértebra de su espalda se alineó sin crujir y sus piernas se plantaron firmes debajo de una cadera que había protestado durante años y que en ese momento giró y se acomodó sin ningún problema. No hubo dolor. No hubo frío. No hubo malestar alguno que amenazara con volver a limitarlo.

Entonces su mirada bajó hacia su pecho. La cicatriz de lo que fuera que Kaltos le había hecho seguía sobre su pectoral izquierdo, pero no fue ella la que cautivó su atención, sino la notoria pérdida de los kilos extra que el tiempo le había enseñado a desdeñar y el endurecimiento de su abdomen pese a que la edad seguía, de alguna manera, tangible en su fisionomía.

Cincuenta y cinco años de existencia trastocados en un segundo.

Kaltos lo había maldecido.

¿Qué te parece si a partir de ahora comienzas a buscar esa misma respuesta en tu propia sangre, Abel?

Se llevó las manos a la cabeza y se dobló al frente. No importaba cuántas veces llamara a Kaltos para exigirle... no sabía qué. Las explicaciones estaban de más para esas alturas. Tal vez solo lo quería presente para probar su nueva fuerza intentando estrangularlo.

—¿Qué me has hecho?

Maldito.

Había sido maldecido.

Había sido dotado con habilidades y dones que no había ambicionado. No para él. No de esa forma.

Una criatura se movió entre las sombras, a un costado de una enorme roca llena de arbustos. Abel la siguió con los ojos, detallándola perfectamente entre la oscuridad que hasta hacía unos minutos había sido su más férrea enemiga. Un zorro.

Abel se abalanzó sobre él, atraído por el poderoso palpitar de su corazón. Lo atrapó sin mucho esfuerzo y lo trituró entre sus manos cuando hincó los dientes en su cuello, matándolo casi al instante. Los chillidos como risillas del animal se apagaron como lo hizo el raciocinio en la mente de Abel cuando la primera gota de sangre tocó su lengua. El líquido caliente, dulce, bailó a lo largo de su paladar y bajó como un elixir por su garganta, revitalizándolo.

Se acabó muy pronto.

El cuerpo laxo del animal fue arrojado sobre los arbustos cuando Abel decidió moverse y sus tambaleantes piernas lo condujeron cuesta arriba. El todo terreno y la carnicería que guardaba en su interior quedaron atrás. La tierra se desbalagaba peligrosamente bajo los pies del nuevo vampiro, amenazando con hacerlo caer, pero la resistencia de sus piernas, lentamente cobrando fuerza y sobrepasando la energía que el pasar de las décadas había robado, lo hizo mantenerse firme. Lo hizo sentir único.

Comprendió entonces, a pesar de seguir odiándolo, por qué Kaltos siempre se percibía incapaz de sentirse asustado, y por qué siempre había estado un paso adelante sin importar cuánto había hecho Abel por controlarlo, o cómo había mantenido protegidos sus pensamientos. El vampiro hijo de puta tenía eso; la fuerza, la juventud, la energía y las habilidades y sensaciones de una criatura que estaba más allá del entendimiento humano, o de sus risibles años de investigación científica.

Y ahora todo eso pertenecía también a Abel.

Llegó arriba, a la carretera, sin que sus pulmones ni sus músculos protestaran. Miró en todas direcciones, entrecerrando los ojos. El aguacero extendía una cortina interminable que enturbiaba la forma de la montaña y la carretera que ascendía y descendía en vertiginosas curvas. Distinguió un cerro que debía estar a kilómetros de distancia, y los recuerdos poco a poco comenzaron a regresar a su cerebro. Sabía por qué estaba ahí, pero ya no le importaba mucho. Subir la montaña no haría ninguna diferencia ya, encontrara o no a Kaltos ahí. Además, dudaba de poder hacer nada contra él en ese momento. Su poder, aunque vasto, debía ser minúsculo comparado al de alguien que había vivido por cientos de años.

Detalló la silueta de un puente al otro lado del abismo de oscuridad que se extendía bajo el borde de la carretera. De no ser por los ocasionales relámpagos que aluzaban un desolado paraje de cerros, riscos, rocas y vegetación, Abel hubiera creído que había sido lanzado de bruces al limbo. La muralla que había sido levantada en la cima de la pared precipicio por el que colgaba un puente retraído produjo cierto cosquilleo en su cuerpo que lo hizo dar un par de pasos más, deteniéndose en el borde.

Ahí dentro, al otro lado de la pared, había algo suyo. Algo que lo llamaba. Algo que él no quería abandonar ni olvidar por ningún motivo.

¡Nimes!

Nimes, pensó entonces cabalmente, distinguiendo la ciudad al otro lado del abismo.

Si concentraba sus embotados sentidos un poco más, podía escuchar el zumbido de la vida saludable habitando entre sus paredes de concreto, sus calles cibernéticas de metales resistentes y barricadas de defensa. Pudo sentir el murmullo del lenguaje intacto formando palabras y oraciones coherentes, y seres vivos, racionales, alimentándose de comida que no compartía su genoma.

Ahí estaba Nimes.

Su Nimes.

«Juré que jamás te abandonaría, mi amor».

Se apresuró a pasarse el brazo por el rostro al sentir el calor de las lágrimas surcando sus mejillas.

Al final todos traicionaban y olvidaban, pero no Abel. No con Nimes.

Dio la vuelta para desandar la carretera, olvidándose de las instalaciones ubicadas en la cima, cuando sus sentidos volvieron a captar algo más que la lluvia y la estática en el ambiente no pudieron ocultar de él.

Pasos. Voces. El latir seductor y tempestivo de un corazón humano llamándolo.

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