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32 Susurros

-¿Has hecho eso con nosotros? -preguntó Karin una vez que Kaltos explicó los principios básicos de su naturaleza y volvieron a ver el vídeo de Damus atacando al científico.

-Jamás he atacado a ninguno de ustedes y esto te consta, Karin.

-¿Y nuestra sangre? No creo que sea siempre tan violento y monstruoso como lo muestra ese video, ¿o sí? -insistió ella, no exactamente molesta, mas sí aprensiva.

Había más como ese vídeo, al menos una veintena almacenados en la galería de archivos visuales, pero Kaltos había optado por no mencionarlos. Tal vez no todos eran de Damus, mas la humillación era la misma.

-No. No siempre es así.

-¿Y qué es lo que querías decirnos exactamente? -intervino Lex, que finalmente estaba libre de los bracitos constrictores de la niña.

-Puedo contarles cómo comenzó todo. Al menos para mí y para mi hermano. Sé que es mayormente lo que quieren saber.

El tiempo le jugaba en contra tanto porque tenía las horas contadas hasta el amanecer como porque los humanos que lograran reagruparse (estaba seguro que Abel continuaba con vida), se lanzarían a la búsqueda de la niña al instante. Kaltos les había quitado muchas cosas esa noche, sobre todo su seguridad y estabilidad. Había provocado indirectamente la muerte de muchas personas, y aunque no estaba orgulloso de ello, la necesidad de recuperar a su hermano valía cada monstruoso sacrificio que hacía por él. Los susurrantes eran producto de la insaciable búsqueda de conocimiento de la humanidad, después de todo; de su arrogancia y su soberbia como raza dominante.

Él no tenía la culpa de lo que ellos habían ocasionado y no era su deber sanarlo. Tampoco el de Damus ni de los otros prisioneros. Sin embargo habló. Lo contó todo, centrándose en los detalles más importantes para evitar la mayor cantidad de preguntas posibles. Se los debía a Karin y a los demás.

Afortunadamente estaban todos a salvo. Y se apresuraron a salir al patio para recibir a Karin y a Lex bajo la feroz tormenta. La enfermedad de Rodolfo había retrocedido gracias a los cuidados de Geneve y de Fred, lo que Karin agradeció una y otra vez mientras secaba a su hermano con una toalla. Después, la atención se centró nuevamente en Kaltos y la historia de su vida, que solamente Damus conocía porque la había compartido con él, inició.

Era simple en realidad. Quizás en otro momento habría añadido un poco de misterio para darle un sabor más interesante, pero se ahorró los rodeos y lo dijo todo con tan pocas palabras le fue posible: había nacido en la calle. Específicamente en la orilla maloliente de un callejón, rodeado de mugre, ratas y enfermedades que milagrosamente no habían tomado su vida ni la de su madre, una meretriz que acababa de ser desalojada del cuarto de la posada donde solía vender su cuerpo. Damus había tenido cinco años en ese entonces. Y aun ahora decía que podía recordarlo todo a pesar del paso incesante de los siglos.

Al no tener sustento, no tener techo bajo el cual dormir, comida o cobijo para resguardarse del frío, su madre solo había resistido unos cuantos años antes de venderlos a ambos a una familia rica que se sustentaba del comercio de pieles y de la compra y venta de esclavos guerreros. Entonces, los dos hermanos de ocho y tres años habían pasado al cuidado de una sirvienta que les había dado lo necesario para sobrevivir durante los primeros años. Kaltos había terminado de aprender lo básico para valerse por sí mismo a tan corta edad y Damus había sido automáticamente enviado a las barracas para asistir a los guerreros esclavos, y a mantener ordenadas las caballerizas.

Durante ese tiempo se habían visto muy poco, aunque habían procurado dormir juntos por las noches y compartir sus escasas ganancias, que consistían casi siempre en alimentos o herramientas básicas que Damus inventaba para facilitar la vida de ambos. De su madre no habían vuelto a escuchar una palabra. La sirvienta que se había hecho cargo de Kaltos hasta que él había cumplido cinco años, solía mencionar que las meretrices morían diariamente en el anónimato y el gélido abrazo de las calles oscuras, marcadas por las plagas y las infecciones que azotaban las miserables vidas de la humanidad en esos tiempos.

Kaltos, entonces, había crecido como parte de la servidumbre de esa casa, atendiendo a los amos, asistiendo a los guerreros esclavos que después eran vendidos o utilizados para dar sangrientos espectáculos de batallas en las que muchas veces, de manera inevitable, perdían la vida. Ello había conllevado a que ambos hermanos prescindieran de la necesidad humana de encariñarse con nadie. Se habían tenido únicamente el uno al otro y habían jurado que así permanecerían sin importar las decisiones de los amos.

Así había sido durante años, hasta que una tarde, en la que el sol se había ocultado en una hora todavía muy temprana, algo cambió radicalmente la vida de Kaltos. Con el tiempo había aprendido a resignarse a ello y a aceptarlo como un beneficio. Pero en ese momento, cuando distraído por su naturaleza curiosa y su falta de astucia, había seguido a un extraño comerciante al fondo de un callejón bajo la promesa de comprar bisutería de excelente calidad que pensaba regalar a una de las esclavas con la que había despertado su intimidad, le había parecido la muerte misma.

Kaltos no era un estúpido. El paso de los siglos le había dado cierta sabiduría de la que había hecho alusión para sobrevivir por tanto tiempo. Pero al ser en aquel entonces poco más que un niño aprendiendo a ser adulto, había caído en el anzuelo tan fácil como el pez muerde al gusano artificial. Antes de que pudiera preguntar en dónde estaban las joyas, la entrada de la tienda o por qué de pronto el mundo de los vivos parecía haber quedado muy atrás para ser de golpe reemplazado con el más absoluto de los silencios y una oscuridad intraspasable, el extraño había desaparecido.

Confundido porque había seguido sus pasos muy de cerca, Kaltos había intentado retornar hacia donde recordaba que había estado la salida hacia la avenida, pero ahí había terminado todo. O había iniciado, según se viera. Recordaba haber escuchado el tropel frenético de unos pasos dirigiéndose hacia él a toda prisa al tiempo que una mano lo tomó por el cuello y la cabeza, y algo muy afilado, al mismo tiempo que sedativo, se insertó en su garganta.

El frío se había apoderado de él como el golpe sorprendente de una avalancha de nieve cayendo sobre su cuerpo a toda velocidad. Después el calor. El espanto. Colgado de dos manos que en medio de la oscuridad parecían vigas de acero sólido, había alcanzado a mirar a quien se acercaba a toda prisa hacia él, blandiendo una antorcha con la suficiente potencia para quebrantar la oscuridad. Y lo había mirado. Frente a sus ojos justamente, interponiéndose entre él y el repentinamente gesto petrificado de Damus, unos ojos tan rojos como debían lucir las brasas del infierno; piel pálida y blanca como el mármol contrastando los rasgos mediterráneos.

Fue solo un segundo, pero el eco de la voz, su voz, susurrando palabras inentendibles para Kaltos aún permanecía en su cabeza, y fue también lo último que conservó de su vida pasada antes de que una mano se elevara como zarpa y le cortara la garganta de lado a lado ante el aterrorizado grito de Damus, que había salido del estupor al instante.

Kaltos no recordaba más.

Después de lo ocurrido había despertado en el mismo callejón oloroso a estiércol y putrefacción sintiéndose completamente diferente, pero vivo. No había comprnedido el misterio detrás de su supervivencia si sus dedos podían sentir claramente la marca que había dejado el arma del extraño en la piel de su cuello, pero había agradecido estar vivo cuando no se necesitaban los siglos de evolución científica que actualmente se tenían para saber que era un hecho imposible.

En medio de sus malestares, sintiendo la ropa acartonada por la sangre y los sentidos tan agudizados que los olores y los sonidos habían llegado por todos lados como cañonazos y bombas fétidas, había buscado a Damus con una desesperación y pánico que habían rayado en la locura, y lo había abrazado como lo último valioso que le quedaba en el mundo cuando lo había encontrado tirado a un par de metros de él, entre un montículo de desechos y el cuerpo disecado de un perro.

Nada le había traído mayor alivio que ver a su hermano abrir los ojos. Nada le había dado mayor susto que ver la anormalidad con la que habían brillado en medio de la oscuridad.

Desde entonces no habían visto más a Raezill, su creador. Habían aprendido su nombre décadas más tarde, cuando habían vuelto a encontrarlo en otra ciudad, al otro lado del mundo. Pero los motivos por los cuales los había maldecido con el pecado de la sangre o su inexplicable decisión de abandonarlos justo después de crearlos eran incógnitas que Kaltos y Damus habían cesado de preguntar.

Raezill era distante y reservado. Su personalidad hosca y misteriosa era por mucho el arquetipo del vampiro ideal. Tenía los ojos más rojos y brillantes que Kaltos había visto en nadie más como ellos, y desprendía una fuerza tan potente de su persona que su cercanía drenaba la sangre del cuerpo aun cuando él no los tocara. Se decía que tenía milenios de existencia. Personalmente, Kaltos jamás había tenido la oportunidad de preguntarle. Raezill, siempre vestido con elegantes trajes sastre y el pelo perfectamente engominado, no hablaba mucho con nadie; posaba su rasgada y roja mirada sobre Kaltos con algo más que desdén, lo saludaba con palabras que entraban directamente en su mente y no daban espacio a una interacción socialmente aceptable, y se marchaba.

Solo aparecía en los momentos más inusitados, y no precisamente para ayudar. Le gustaba ser visto como un observador.

No era de mucha ayuda cuando se le necesitaba.

Kaltos terminó de relatar cómo a partir de aquel fatídico encuentro con ese extraño hombre de rasgos moros y mirada torva, todo cuanto él y Damus conocían había llegado a su final. Si bien no habían muerto aunque sus cuerpos ocasionalmente se suspendían en una especie de estado similar al del rigor mortis cuando no se alimentaban adecuadamente, sus vidas habían terminado. Los instintos se habían desarrollado por sí solos en ellos. Huir del sol, beber sangre, esconderse en la oscuridad, alejarse de la curiosidad humana y evolucionar sus nuevas habilidades había ocurrido gradualmente.

Esa misma noche habían desaparecido de la finca. Se habían ocultado en las montañas para alimentarse de animales durante las primeras noches. Él había tenido veinte años para entonces, su hermano veinticinco.

-¿Y eso es todo? -preguntó Lex, sentado al borde del cojín del sillón. Kaltos salió del ensueño que le provocaban los recuerdos y frunció un poco el ceño-. ¿Desde entonces qué has hecho además de... ya sabes, vivir por siempre?

Qué excelente pregunta. Una que Kaltos se había hecho una y otra vez durante lo últimos años. Había hecho tantas cosas y nada a partir de entonces. Se había ocultado, había regresado a la civilización cuando había aprendido a camuflarse entre las personas normales, había arrebatado vidas, había presenciado la aniquilación de especies, la caída de imperios y el levantamiento de nuevas sociedades y reinos. Había atestiguado el nacimiento de la tecnología y actualmente, cuando había pensado que nada podía superar a todo aquello, el humano volvía a sorprenderlo sembrando las raíces de su propia extinción. La diferencia con todo lo pasado, era que ahora querían culpar a Kaltos y a su subraza de ello.

Infames.

-Existir, supongo -dijo con un encogimiento de hombros.

-¿Y eso cómo exactamente? -preguntó Geneve con suspicacia-. ¿Cómo has existido estos últimos días, por ejemplo? Nos... Nos has llenado de tantas cosas que, según dijiste, tú no puedes consumir o que no te servirían de mucho en gran parte... ¿Por qué? ¿Por qué nos has traído todo eso?

Todos clavaron sus ojos de distintas tonalidades en él. Imposible evitarlo, sus pensamientos llegaron a Kaltos como una cascada de libros abiertos. Sus textos resplandecían con enormes letras que revelaban hasta el más íntimo de los detalles. Luchaban a toda costa en no pensar en nada ahora que sabían que él podía intervenir en sus mentes, pero fracasaban. Kaltos no los culpaba ni tampoco le apetecía burlarse de ellos.

-¿Cómo has sobrevivido estas últimas semanas después de que despertaste de ese sueño de cuarenta años? -respaldó Fred con su propia pregunta.

La mente del humano repasó sus propias palabras, y la sonrisa que se formó en su rostro fue un poco burlesca. Todo eso le parecía una total mentira. ¿Vampiros? Fred había visto muchas cosas a lo largo de su vida, y los zombis y los vampiros siempre habían sido tema de ficción. Preguntar ahora por el itinerario de uno de ellos casi lo ponía a reír en voz alta.

-Lo he hecho a través de ustedes -contestó Kaltos con sinceridad-. De todos, menos de Rod. Él es aún muy pequeño para... -dejó el resto de la oración al aire con un sutil movimiento de su mano-. Los primeros días al menos. El resto del tiempo procuro que se trate de alguien más. Otros humanos... e incluso animales.

Como era de esperarse, todos se sobresaltaron. Todos menos Karin, que continuaba mirándolo fijamente como si en esa sala el ser sobrenatural fuera ella y Kaltos un chiquillo malcriado que había sido atrapado en medio de una travesura.

-Bebía lo necesario para mantenerme en pie, es todo. Y no todo el tiempo -reiteró Kaltos por sobre la rápida conversación que Geneve y Lex iniciaron entre ellos, y las preguntas que Fred comenzó a hacerle, intentando encontrar el truco en las «mentiras» de Kaltos-. Cuando aparecen otros humanos...

-Humanos -repitió Karin, enarcando una ceja-. ¿Así es como nos miras? ¿Como humanos? Ganado, ¿no? Eso somos para ti. Ganado humano.

-Al ganado se le sacrifica, y yo no he arriesgado la vida de ninguno de ustedes hasta el momento. Lo que hago es siempre con cuidado -refutó él.

Karin ladeó la cabeza y lo miró con mofa, invitándolo a corregir sus palabras, lo que Kaltos no hizo porque hablaba con la verdad. Sería lo último que les diría, además. Planeaba irse esa misma noche y no regresar. Si bien necesitaba de ellos en cierta manera, ahora que constataba que aún quedaban más sobrevivientes en la Tierra, podía beber de aquellos que se encontrara en el camino y no matarlos exactamente. Por lo menos, no a todos.

-Bebiste de nuestra sangre sin pedirnos permiso, Kaltos -espetó Karin. Su mirada se aseveró-. Intentaste compensarlo trayéndonos obsequios como si fuéramos un bazar del que podías comprar y consumir cuando quisieras.

-Jamás puse la vida de ninguno en riesgo.

-¿Y cómo sé que no hiciste lo mismo con Rod? -continuó ella, furiosa-. Has mentido tanto que es imposible creerte para estas alturas.

Tenía una manera bastante particular para demostrar su enojo. A diferencia de lo que Kaltos esperaba escuchar y mirar una vez que la verdad saliera a la luz, Karin no había emitido un solo grito hasta ese momento. Por el contrario, su voz sonaba tan tranquila que ponía la serenidad de Kaltos en vergüenza.

-No lo hice. Su cuerpo es aún muy pequeño y no quise arriesgarlo.

-Así que eres un vampiro con principios -se rio Lex al fondo. Kaltos volteó a mirarlo, frustrado. El joven humano levantó las manos rápidamente-. Yo solo decía.

Kaltos se puso de pie, para espanto de Geneve. Fred lucía decepcionado, Lex estaba demasiado emocionado para poderle dar un orden a su cabeza, y Karin... Sus ojos eran tan inquisidores como los de Raezill. Quemaban como lo hacía el sol cuando tocaba la piel de Kaltos.

-Lo que dije con respecto a mi hermano es verdad. Lo vieron ustedes mismos en el video -dijo Kaltos.

Miró la hora en el reloj de su muñeca. Faltaban tres horas para el amanecer. No le daría tiempo de salir de la ciudad esa misma noche.

-Dijiste muchas cosas, sí, pero no por qué el ejército busca a seres como tú y como tu hermano -dijo Karin entonces con tono de jueza, dejando el tema de su hermano de lado por un momento-. Eres muy específico con ciertos temas y muy vago con otros. Crees que puedes desviar fácilmente nuestra atención, pero olvidas que no eres el único con ciertos sentidos agudizados.

Kaltos pudo ver en su mente y en la de Lex lo que el General Abel y sus oficiales inmediatos les habían explicado. Había habido mucha verdad en las palabras de los militares, pero también muchas mentiras. La especie de Kaltos no había iniciado ninguna pandemia. No había infectado a nadie. La experimentación sí. Los híbridos enloquecidos que corrían por las calles en busca de sangre y carne humana para alimentarse eran el producto de la evolución creada artificialmente en un laboratorio, no de transmisión por mordeduras vampíricas ni ninguna estupidez similar.

-También lo mencioné. Quieren utilizarnos como objeto de investigación para encontrar una solución al patógeno que ellos mismos crearon y que ha infestado a la humanidad. Ninguno de mi especie tiene la culpa de ello. -Miró fijamente a Karin-. Al parecer experimentaron con nosotros cuando descubrieron nuestra existencia y ellos mismos crearon esto por error.

-¿Qué pruebas tienes de ello? -preguntó Fred.

Kaltos lo miró vagamente.

-Ninguna. Es solo una especulación. Las personas con las que he hablado están tan confundidas como yo con respecto a todo esto, pero esas criaturas, -señaló hacia afuera con una mano- no son nada que hayamos podido crear simplemente mordiendo a una persona. No podemos crear a ningún vampiro más sin la aceptación o el permiso de los más sabios.

-¿Cómo así? -preguntó Geneve.

Kaltos suspiró.

-Los matan -respondió simplemente-. Si creamos nuevos vampiros sin permiso de los más viejos, los eliminan. Solo respetan nuevas creaciones si ellos las aprueban previamente.

Los humanos se tensaron.

-¿Y no intentaron hacer lo mismo contigo? -preguntó Lex.

-Mi creador es alguien muy poderoso. Asumo que los guardianes de la sangre ni siquiera cuestionaron nuestra existencia cuando supieron quién nos creó.

Las preguntas sobre quiénes eran los «guardianes de la sangre» que había mencionado estuvieron a punto de llegar en tropel, pero Geneve se adelantó para manifestar su propia angustia.

-¿Y si alguno de los tuyos hizo algo mal y lo que sea que haya creado se salió de control? ¿No es una posibilidad?

Kaltos meció la cabeza.

-No es algo que se salga de control así nada más. Nosotros no... -Levantó una mano, pero volvió a bajarla al darse cuenta de que estaba desesperándose y sus ademanes lo harían ver ridículo, como solía molestarlo Damus-. No somos ninguna clase de animal infeccioso que pueda contagiarle nada a nadie cuando nos alimentamos. Ni tampoco es muy fácil convertir a una persona en un vampiro. No son cosas que ocurren por accidente.

-¿Aunque muerdas a alguien y, por decirlo, no puedas sacarle toda la sangre y quede vivo? -insistió Geneve.

Kaltos pensó inmediatamente en el militar que había abandonado en el almacén de suministros, y torció la boca. El humano debía continuar con vida. Y era poco probable que presentara secuelas más allá que las ocasionadas por la pérdida de sangre. No se infectaría de ningún patógeno extraño ni mucho menos se haría un vampiro de la noche a la mañana. Esas cosas solo ocurrían en las ficciones inventadas por el hombre común.

-La persona solo quedaría en un estado similar al de ser herido y haber perdido sangre -explicó pacientemente.

-¿Cómo podemos creerte después de todas las mentiras que nos has dicho? -intervino Fred de nuevo.

Kaltos meció la cabeza y enarcó ambas cejas.

-No lo hagan si no quieren. Esta es la última vez que nos veremos, de todas maneras -les anuncio. De nuevo, algunos de ellos se sobresaltaron-. Los militares me tienen perfectamente ubicado y barrerán la ciudad de arriba abajo para encontrarme. A mí y a ella -señaló a Nimes, que estaba sentada a un lado de Rodolfo, cubierta por una cobija seca luego de que Geneve le prestara un poco de ropa del niño, que le quedaba grande-. Me iré antes de que eso suceda. Para evitar problemas, les aconsejo establecer comunicación con ellos y entregar a la niña.

-O... podemos acompañarte -dijo Karin de la nada. Estuviera o no siguiendo algunos de sus pensamientos, Kaltos no pudo evitar ser él el que se sobresaltó-. No tenemos certeza de que el abuelo de la niña haya sobrevivido ni de si la están buscando, pero sí están buscándote a ti, y quizás también a nosotros porque nos consideran cómplices de la barbaridad que hiciste en la base.

-Lo que sugieres es una tontería, Karin -se rio Kaltos sin ganas-. ¿No se ven las caras? -Los señaló a todos con la mano-. Están aterrados de mí, y es lo más sensato que lo estén. Represento un peligro para ustedes en todos los sentidos y hay ahora dos niños a tu cargo que no tienen tu misma experiencia para sobrevivir. Y yo no puedo cargar con ustedes.

-No, solo puedes beber nuestra sangre sin preguntar, pero para lo demás somos prescindibles, ¿no? -rezongó Lex-. Yo quiero ir contigo a... ¿a dónde irías?

Kaltos se pasó una mano por el cabello mojado.

-Bajamia, pero...

-Para ser sinceros, me siento más seguro cuando estás cerca. No es personal, Karin -le dijo Lex a Karin, sonriendo cínicamente. Luego se volvió hacia Kaltos-. Además, entendí que si quisieras matarnos, ya lo habrías hecho ¿no?

Sí, como había sucedido con Joseph, el otro miembro de ese grupo que habían dado por muerto cuando lo habían encontrado siendo devorado por los susurrantes. Kaltos aún no los conocía entonces. Quizás tampoco habría asesinado a Joseph si las circunstancias hubieran sido distintas... había tenido tanta hambre.

-¿Escuchas las tonterías que estás diciendo o solo vomitas lo primero que te viene a la cabeza, Lex? -rezongó Karin, poniéndose de pie. Miró furiosamente a Kaltos-. Iremos contigo -volvió a decir contra todo pronóstico, de nuevo sorprendiéndolo.

-¿Cómo?

-Lex tiene razón -continuó Karin.

-¿Qué? -chistó el aludido al fondo, reculando como si lo hubieran golpeado-. Acabas de decir que digo puras...

-A pesar de lo que eres... de quien eres, nuestra seguridad en todos los sentidos ha sido la más óptima en las últimas semanas -dijo Karin por encima de la voz de Lex, mirando a Kaltos-. Y eso es por ti. No sé... no sé lo que hagas con los infectados. No sé si te comunicas con ellos, si los controlas de alguna forma para que no te ataquen o... Solo no lo sé, pero sí sé que no nos ha faltado alimento ni techo, y que siempre estás un paso por delante de ellos. Los militares son humanos y son peligrosos porque pueden pensar con claridad, pero esas cosas... Esas cosas son imparables e irrazonables. No hay manera de enfrentarse a ellos estando solos.

-No los controlo ni me comunico con ellos -la corrigió Kaltos tras un pequeño silencio en el que los pensamientos de todos contemplaron las palabras de Karin-. Solo no me atacan. No están interesados en mí como alimento.

-Y... uhm, ¿es cierto que no puedes salir en el día? ¿Te hace daño el sol como a los vampiros de las historias? -preguntó Geneve.

Kaltos exhaló con pesadez y asintió. Omitió mencionar que los soldados habían creado armas especialmente para dañarlo, algunas contenían rayos ultravioleta, muy similares a los rayos del sol, que ya lo habían quemado. No sabía si tenían el armamento lo suficientemente potente como para asesinarlo, pero era algo que sinceramente no quería averiguar.

-Sí, el sol me hace daño.

-¿Solo el sol? -preguntó ahora Lex-. ¿Qué hay del agua bendita?

-Solo el sol -contestó Kaltos meciendo la cabeza-. Debo irme.

-Quédate aquí -intervino Karin de nuevo-. Quédate con nosotros y mañana en cuanto atardezca, saldremos de la ciudad.

-No es conveniente, Karin.

-Vayamos a Bajamia juntos. Ayúdanos a sobrevivir y, como te lo dije en su momento, nosotros te ayudaremos a encontrar a tu hermano. Te ofrezco mi sangre por voluntad propia.

Se hizo otro silencio bastante incómodo en el que Kaltos volvió a ser objetivo de las miradas suspicaces y temerosas de todos. Qué clase de monstruo era, estaban preguntándose. Qué tipo de criatura era que los cuidaría a cambio de drenarlos y quizás asesinarlos si no lograba controlar su hambre a tiempo.

-Me las ingeniaré a mi manera. No necesito tu sangre ni la de ninguno de los presentes -dijo Kaltos finalmente, dándose la vuelta-. No soy una bestia sedienta que se excita en cuanto caminas frente a ella.

-Entonces solo déjanos acompañarte -gruñó Karin, adelantándose para tomarlo fuertemente del brazo y mirarlo a centímetros del rostro, tan cerca que el sutil aroma de su sudor y la adrenalina fueron apabullantes-. Tenemos muchas cosas a nuestro favor en este momento, no las desperdicies por tu estúpido orgullo.

Nimes, pensó Karin con toda la intención de que él lo escuchara. Si el General Abel estaba aún con vida, haría lo que fuera por recuperar a su nieta, y desde luego que no atacaría a matar por miedo a lastimarla. Sí, era un pensamiento muy ruin y Karin estaba avergonzada por ello, pero estaba determinada a acabar con todo eso cuanto antes, a poner a salvo a su hermano aun si lo ponía primero en riesgo, y a seguir a Kaltos porque... ahí se frenaron sus pensamientos para dar paso a palabras sin sentido con las que intentó distraer a Kaltos.

-Es una buena idea, no lo niegues -susurró ella-. No nos dañarán mientras estemos juntos y actuemos con inteligencia. Recuperarás a tu hermano y me ayudarás a poner a salvo al mío y a quienes me importan. A cambio, te apoyaré incondicionalmente.

Incondicionalmente. ¿Sabía en verdad Karin todo lo que abarcaba esa simple y al mismo tiempo compleja palabra?

-Quédate con nosotros. Yo te protegeré cuando llegue el amanecer, desde que despunte el alba hasta que se oculte el sol -añadió Karin-. Entonces tú nos protegerás a nosotros.

Kaltos la observó por unos segundos más; su tez mediterránea, sus mejillas pecosas y ojos miel le parecieron en verdad hermosos.

Asintió.

-Me quedo -aceptó, sin saber por qué cada que tenía un plan ella podía cambiarlo con toda la facilidad que ni siquiera Damus había logrado-. Pero será un viaje muy complicado.

-Carajo... Eso fue lo más cursi, ridículo y apasionante que he visto en mi vida -dijo Lex al fondo, rompiendo la sutil atmósfera que la semioscuridad y el salvaje corazón de Karin retumbando en los oídos de Kaltos había ceñido sobre él-. Algún día, cuando todo esto pase, escribiré una novela sobre todo esto, y ustedes dos serán mis protagonistas.

-¿Sabes leer y escribir? -lo molestó Rodolfo al fondo, lo que ocasionó un par de risillas por ahí.

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