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30 Susurros

Abel apretujó el pequeño suéter morado contra su rostro y descargó otro acceso de llanto que brotó desde el interior de su alma. La había dejado sola por unas cuantas horas. La había dejado a salvo en la seguridad de su barraca compartida, donde se suponía que nada ni nadie podía entrar o salir a menos que Abel mismo lo autorizara. Pero al regresar, con la esperanza de recuperar a Nimes para emprender la huida del recinto ya perdido, el primer golpe a su corazón enfermo lo había dado la puerta abierta de la barraca, el interior desordenado, y las delatoras marcas de dedos ensangrentados en el borde del marco.

Había sido un esfuerzo sobrehumano el que lo había ayudado a mantener las piernas rectas y la espalda erguida para impedirle desplomarse frente a sus soldados, que habían limpiado el largo pasillo de infectados en cuanto habían ascendido a la segunda planta en búsqueda de Nimes, custodiando a Abel. Se habían quedado afuera después de eso, flanqueando la puerta de la barraca con sus rifles en alto y los rostros estoicos. Nimes no significaba nada para ellos, quizás tampoco el dolor que Abel de igual manera no podía darse el lujo de mostrarles.

Un agudo sollozo gorgoreó fuera de su garganta cuando el suave olor a jabón infantil de Nimes inundó su nariz. Sabía que tenía que hacerlo, pero temía salir de la barraca. Quería quedarse ahí el resto de la eternidad, rememorar momentos, escuchar eternamente la voz aguda y astuta de su niña, visualizarla dormida en su cama, rodeada de muñecas y juguetes; contarle cuentos a una almohada vacía que él vería llena de vida, y verla desfilar con sus pequeños vestidos cada uno más precioso que el anterior. Qué importaba el resto de la vida si ya no tenía sentido vivirlo, después de todo. Qué importaba la humanidad, el destino o la suerte de una raza que para Abel acababa de pasar a segundo plano porque su motor principal acababa de desaparecer.

-Soy un estúpido -susurró. Se puso de pie, limpiándose el rostro con las manos, que tenía llenas de arañazos, cal y hollín. El resto de su cuerpo no estaba en mejores condiciones, pero era la menor de sus preocupaciones en ese momento-. Soy un estúpido, mi niña. -Miró el ancho de la barraca, sintiendo cómo la angustia daba paso rápidamente a la furia.

El deseo por destruirlo todo fue tan potente, tan repentino, que se apoderó de él en un segundo. Abel se transformó en una bestia que se movió por instinto, controlada por los hilos transparentes de la frustración y la agonía. Sus manos, convertidas en puños, derribaron una delgada lámpara de suelo que se levantabada sobre un delgado tubo cobrizo. Siguieron inmediatamente con una estantería llena de juguetes de colores pasteles para emigrar con una sola zancada hacia la vitrina donde aguardaban los licores. Las botellas cayeron con un estruendo y derramaron su contenido hasta formar un charco de vidrio y licor sobre el que Abel marchó de un lado a otro, destruyéndolo todo. Mientras lo hacía, el suéter de Nimes aún permanecía sujeto entre sus dedos sangrantes y apretados.

No se detuvo ni siquiera cuando la puerta se abrió y uno de sus hombres le informó que los infectados estaban comenzando a rodear el edificio, lo que era la señal necesaria para marchar. Abel lo mandó a callar y le rugió que se largara, a lo que el soldado contestó con un titubeo y retrocedió, mas no alcanzó a salir antes de que otra figura entrara y le ordenara sutilmente que se retirara.

Abel se encontró frente a frente con Mariana, que lo veía sin un ápice de compasión en su endurecido rostro. Ella mejor que nadie sabía lo que él estaba sintiendo en ese momento, pero aunque podían dialogarlo sin detenerse por el resto de la eternidad, Abel no quería hacerlo. No necesitaba escuchar cómo se acostumbraría a la nueva ausencia, cómo dejaría de doler el tiempo que tardara su corazón en terminar de endurecerse, cómo su pasado sería eso solamente, un pasado, y las personas que lo habían rellenado eran ahora simples nombres dejados lentamente de pronunciarse hasta que su significado se almacenara únicamente en la memoria de Abel, porque no existían todos aquellos que, como él, los habían conocido y amado.

-Está viva -dijo entonces Mariana, yendo contra todas las expectativas de Abel de comenzar a escuchar su sermón de consuelo-. Abel... General Abel... -se corrigió de inmediato, aunque él no habría notado el desliz ni en ese ni en ningún otro momento por venir a partir de ese instante.

-Lárgate, Mariana. Me relevo a mí mismo de mi autoridad y te dejo a ti a cargo. Llévatelos a todos de aquí. Saca a quienes lograron sobrevivir intactos y... vayan a Bajamia. Es la única otra base que queda de pie en el país. Vete...

Mariana, como toda una militar, como la mejor oficial que Abel había conocido en toda su vida, se adelantó un paso hacia él, haciendo tronar la dura suela de su bota negra contra los vidrios de las botellas reventadas. Después su mano hizo lo impensable cuando sujetó a Abel del hombro y asió la tela hasta retorcerla entre sus dedos.

-Nimes está viva -repitió Mariana, poniéndole nombre a las palabras. Abel la miró sin comprender-. Viva, General. Su nieta está viva.

-¿Cómo? -preguntó él, creyendo haber escuchado mal.

La Capitana extrajo un celular del bolsillo de su pantalón y lo encendió. Lo manipuló por unos cuantos segundos y un video se proyectó de una de las cámaras hasta iluminar los rostros de ambos.

-Fue tomado por las cámaras secundarias de seguridad. Lo conseguí en cuanto me enteré de que su barraca estaba vacía y su nieta extraviada -explicó ella mientras Abel veía la grabación.

La grabación era bastante estoica dado que había sido tomada por una de las cámaras estáticas desde un ángulo no muy favorable. Se veía en ella el pasillo al otro lado de la puerta de la barraca. En los escasos segundos de inicio, se vio a unos cuantos oficiales huir en ambas direcciones. La habitación de Abel estaba enfocada directamente, por ello cuando la puerta se abrió, el vuelco que dio su corazón fue suficiente para hacerle retener la respiración sin que se diera cuenta de ello. Nimes salió entonces, sola, pequeña y aterrada. Estaba con ropa de dormir porque así la había dejado Abel antes de que todo se fuera a la mierda gracias a ese maldito vampiro hijo de puta. La niña oteó en ambas direcciones del pasillo, sus ojos brillaban debido a la semioscuridad y la amplificación de la lente de la cámara captándolos; caminó un par de pasos sin dirección alguna, y después se agachó cuando una conmoción al otro lado del pasillo la aterrorizó.

Abel contuvo las ganas de tomar el celular con sus propias manos como si con eso pudiera consolar el que podría ser el último recuerdo plasmado de su nieta. Estaba a punto de gritarle a Mariana por qué carajo le enseñaba eso, seguro de que pronto vería lo peor del mundo cuando algo saltara de la oscuridad a devorar a la niña, cuando dos personas particularmente conocidas por él entraron a la toma. Eran los detenidos, Karin y Lex. La grabación no tenía sonido, pero parecían intentar convencer a la niña de acercarse a ellos, lo que fue inútil al inicio. Nimes se veía tan asustada que no podía moverse, así que fueron ellos quienes acortaron la distancia, la cargaron cuando la situación se volvió crucial y se la llevaron de ahí mientras Karin abría fuego y Lex luchaba contra los forcejos fútiles de la niña.

Los ojos de Abel se levantaron lentamente hasta toparse con los de Mariana, que lo veía expectante.

-Está viva -repitió ella por tercera ocasión-. Aunque no sé exactamente si a salvo.

Por supuesto. Ellos habían privado a esos dos detenidos de su libertad a cambio de información del sospechoso, que finalmente tenía nombre. Kaltos. Nada les impediría intentar extorsionar a Abel a cambio de la vida de Nimes. Y él estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de recuperarla. «Viva -repitió dentro de su mente-. Está viva. Mi niña está viva».

-Esto fue captado más tarde por las cámaras del patio -continuó Mariana después de que el mismo militar de antes volviera a entrar y avisara bruscamente que disponían solamente de unos cuantos minutos más. El sonido de las ráfagas fue inconfundible al otro lado de la puerta-. Son ellos con la niña... y el sospechoso.

-Kaltos -dijo Abel para sí mismo, mirando en el vídeo cómo el hijo de puta se apuraba a cubrir la huida de los detenidos, que llevaban en brazos a Nimes.

No le pasó desapercibida la manera en la que Mariana lo miró.

-¿Kaltos? No recuerdo que los sospechosos mencionaran su nombre una sola vez, señor.

La mirada de Abel se redujo cuando entrecerró los ojos y su rostro se endureció. El pequeño suéter morado de Nimes cayó al suelo cuando él abrió la mano. Le conseguiría ropa limpia y mucho más bonita cuando la recuperara. Le daría todo en el mundo, incluida la maldita sangre de ese vampiro cuando lo despedazaran y obtuvieran la cura de su cuerpo. Le daría la vida eterna, la salud eterna, o perdería la vida propia en el proceso.

-Hay algo que usted y yo debemos discutir, Capitán -le dijo a Mariana, que asintió tras un breve lapso de auscultarlo con seriedad-. Es hora de abandonar la sede. Instruya a los hombres. Nos marchamos en tres minutos.

-Entendido, señor.

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N/A: No sé ustedes, pero yo amo a Abel :D

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