25 Susurros
-¿Recuerdas este lugar?
Te escondías cuando los lobos aparecían sobre la montaña y las ovejas balaban..
El mundo de oscuridad se amplió, girando primero a velocidad vertiginosa alrededor de Kaltos para lentamente, con suavidad, transformarse en una noche fría y silenciosa, parcialmente cubierta de nubes y una luna que se asomaba entre ellas. Los árboles se elevaron al infinito, las piedras talladas se expandieron a los costados y los troncos por cortar sembraron el suelo. Entre ellos, el rebaño pastaba. No solían quedarse mucho tiempo después de que se ocultaba el sol.
-Sí -contestó Kaltos-. Jamás lo olvidaría.
-Sí -repitió su hermano. Damus llevaba el cabello perfectamente corto y peinado. Sus grandes ojos oscuros se fijaron por un momento en Kaltos y ladeó la cabeza-. ¿Recuerdas lo que te decía cuando no te apurabas a traer de regreso al rebaño?
El silencio precede a la tormenta.
Kaltos bajó la mirada y comenzó a jugar distraídamente con sus manos luego de apoyar los antebrazos sobre sus rodillas.
-Los ojos siempre en el bosque.
-¿Cuándo dejaste de mirar hacia el bosque, Kali? -preguntó Damus tranquilamente.
Escucha los aullidos.
-Las ovejas no están balando -respondió Kaltos tras levantar la cabeza-. Dejaron de hacerlo cuando se escondieron. Estamos a salvo.
Damus le puso una mano sobre el hombro y apretó con fuerza. Al voltear a verlo, Kaltos se topó de frente con dos ojos anaranjados, tan intensos como el fuego.
-Jamás estamos a salvo en el bosque.
Sus ojillos negros están mirando.
-Ya no estamos en el bosque, Damus -dijo Kaltos, poniendo su mano sobre la de su hermano. Estuviera o no junto a él, el contacto se sintió frío y áspero-. Desde hace siglos que no lo estamos.
No pudo evitar recular cuando los dedos en torno a su hombro apretaron con tanta fuerza que sus huesos crujieron. La mirada de su hermano era tan brillante que por un momento se tornó blanca, iluminando su rostro hasta que Kaltos no pudo ver nada más que una silueta contorneada por un aura negra frente a él.
-Las ovejas están balando, Kali.
Corre.
-No, Damus. No lo están.
-Corre.
Sus aullidos me sofocan.
-Damus...
-Debes esconderte cuando las ovejas balan.
Ayúdame.
-Damus, no podemos seguir con esto. Muéstrame rostros, nombres. Dime quiénes...
-Jamás olvides el bosque, Kaltos -aseveró su hermano antes de soltarlo-. Recuerda por qué le temíamos.
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Kaltos se masajeó por enésima ocasión la frente bajo el el gorro que llevaba en la cabeza. Hacía una noche helada, lo mismo que desde que había despertado para darse cuenta de que la humanidad como la recordaba había dejado de existir. Eran los retazos de esta los que tenía que conservar si quería continuar existiendo él también, y era cada día más difícil, sobre todo porque era la propia humanidad la que se oponía a ser salvada.
La noche era suya. Los humanos que sabían de su existencia continuaban buscándolo durante el día y retrocedían una vez que el sol se ocultaba. Kaltos era fuerte, pero no podría contra todo un batallón en caso de que decidieran atacarlo en grandes números, por lo que procuraba moverse con discreción sin importar la hora del día, y había cesado sus ataques aislados a los militares por mucho que deseara beber su sangre. Los últimos encuentros entre ellos y él habían ocurrido en el alcantarillado, donde estaba quedándose a dormir y se rodeaba de susurrantes que solían alertarlo de cualquier aproximación, ya fuera humana o animal.
La última vez que los militares se habían acercado demasiado a él había sido en una intersección donde colindaban al menos cinco diferentes rutas de desagüe. Kaltos había despertado sobresaltado y bañado en sudor a pesar del frío, con la voz de su hermano retumbándole en la cabeza y los susurros de los infectados señalando la posición de los soldados. Había huido de ellos sin ningún problema, reubicándose en otro sector de la ciudad. Desde ahí había espiado los movimientos de los humanos, comunicándose casualmente con Karin mientras recolectaba cosas para ella y su grupo. Había ocasiones en las que ellos eran el único alimento de Kaltos y no podía descuidarlos por mucho que le pesara más y más alimentarse de ellos.
Se recargó en el barandal que enmarcaba perfectamente el borde de la azotea de doce pisos y desde ahí observó el mar gris de la costa de Palatsis. En la ausencia de electricidad todo lucía oscuro y lúgubre. Los susurrantes marchaban a lo largo de la calle, gimiendo o gritando, sus pasos eran audibles para Kaltos aun por sobre las decenas de pisos de altura que los separaban. No bien había despertado esa tarde, se había comunicado con Karin solo para ser atendido por Fred tras muchos intentos fallidos. El humano le había dicho que no tenían rastro de Karin desde la mañana. Tanto ella como Lex se habían ausentado y no respondían.
Kaltos los había buscado por algunos sectores circundantes al refugio, procurando no llamar la atención de los infectados para no generar una comitiva que lo siguiera a todos lados. Había extendido su percepción mental tanto como le había sido posible, pero había tenido que cesar los intentos luego de captar oleadas interminables de atrocidades cometidas por los enfermos, así como sus deseos incesantes de comer. De humanos sanos nada. Hasta antes de encontrar a Karin y a su grupo, la sensación de ser el último ser pensante en la Tierra había sido apabullante. Los lapsos interminables de silencio, la compañía de las mentes enfermas, el sonido de la naturaleza apoderándose lentamente de los vestigios de una sociedad moribunda... la angustia de ser también el último ser vivo de su especie, una que iba más allá de la comprensión humana.
Pero esta vez sabía en dónde buscar.
Recorrió lentamente el borde de la azotea hasta llegar a la esquina más cercana, en donde apoyó los brazos en el barandal y fijó la vista en la edificación rodeada de luz que resplandecía al otro lado de tres enormes campos de fútbol totalmente oscurecidos. Solo el ojo perfecto de Kaltos distinguió el movimiento en ellos; era como un banco de pirañas esperando el menor movimiento para devorar en un segundo a su presa. Por encima de ellos, ocasionalmente ondeaban reflectores. En el campo de fútbol más cercano a la edificación iluminada había una enorme cerca que lo rodeaba todo, y decenas de vehículos militares aparcados.
Kaltos contó pacientemente la cantidad de soldados que vigilaban el perímetro por entre el vapor que emanaba de su respiración. Se había adaptado tan bien a la rutina de proveer a los humanos para beber de ellos que había aplazado cobardemente el motivo por el cual había despertado en primer lugar. Si había respuestas, estaban ahí, detrás de esas gruesas paredes de concreto y de las armas que tan férreamente portaban los humanos. Solo debía hacer las preguntas adecuadas.
Los estadios de fútbol hubieran resultado un camino intraspasable para cualquier persona. Los susurrantes se contaban por centenas entre las pilas de cadáveres que alguien (probablemente los mismos militares) había apilado y había intentado quemar, como delataban los galones de gasolina abandonados a los pies de los montículos. Quizás les había ganado el tiempo y no lo habían logrado, aunque toda la gente que estaba amontonada estaba muerta. Había también carpas médicas que el sol había ido desgastando con el paso de los días y había convertido en jirones de lona blanca que se mecía con la brisa.
Kaltos se abría camino sin dificultad alguna entre los susurrantes, bloqueando su mente a lo que sus pensamientos proyectaban sin orden ni lógica algunos. Algunos se acercaban cuando en medio de su letargo notaban que había algo distinto en él. Lo olían con cuidado, le rozaban los brazos con sus dedos largos y afilados y se olvidaban de él tan pronto descubrían que aunque lucía como tal, no era igual al alimento que imploraban con gemidos y gruñidos desesperados.
Le tomó unos cuantos minutos cruzar los dos primeros estadios, camuflándose entre las masas de gente enferma cuando los reflectores que bordeaban la última de las canchas de fútbol se detenían a analizar el perímetro. Al alcanzar el borde que marcaba los límites externos de la base, se detuvo antes de saltar la barda. Por encima del ruido provocado por las miles de almas en pena que marchaban detrás de él y el siseo de la ligera lluvia que se desató para continuar elevando los charcos de lodo en el suelo, Kaltos escuchó un zumbido. Venía del interior de la muralla, que no era enteramente de concreto, como él había pensado.
Brincarla no sería tan buena idea al final. Los reflectores, vistos desde esa distancia ya tan corta, eran enormes y automatizados. Kaltos aún no tenía un conocimiento muy elevado de la tecnología que la humanidad había desarrollado en los últimos cuarenta años al haber pasado mucho de ese tiempo dormido u ocasionalmente enterándose de las noticias cuando su hermano lo contactaba, pero sabía lo básico para entender que de violar irrumpir tan deliberadamente dentro de la base quizás activaría algo que avisaría a los humanos de su presencia.
Rodeó entonces, evitando llamar la atención de los humanos sanos o enfermos. Lo primero que había aprendido cuando había sido maldecido con la sangre, había sido a vivir entre las sombras y utilizarlas a su favor. Se movió entre ellas con cuidado y agilidad, desplazándose como un espectro bajo la lluvia y la curiosidad de algunas aves que gritaban perchadas a lo alto de las gradas. Kaltos se vio reflejado en los ojillos negros y brillantes de una de ellas, y encontró finalmente una brecha en la seguridad en la forma de un contenedor de metal que habían abandonado cerca de la muralla. Tenía una puerta bastante desgastada y un montón de escombros que bloqueaban el paso.
Kaltos escrutó largamente el panorama, sonriendo cuando no detectó ningún zumbido que evidenciara más mecanismos de seguridad activos. Estaba empapado de pies a cabeza para esas alturas, con la ropa pegada al cuerpo y los pies evitando cuidadosamente de resbalar sobre los charcos de lodo, suerte que no compartían los susurrantes, que se apreciaban cayendo estrepitosamente por todos lados. Kaltos comenzó a descombrar el acceso tan rápido como le fue posible. Evitaba la luz de los reflectores con presteza segundos antes de que apuntara en su dirección y volvía a la carga de inmediato. Para encubrir su trabajo, había arrojado a dos infectados a la pila de escombros, lo que barrió cualquier sospecha al instante.
Luego de unos cuantos minutos, logró abrir un boquete lo suficientemente grande como para alcanzar la puerta, forzarla a pesar de su estado de oxidación, y abrirla. Se metió sin pensarlo, pateando fuertemente a un susurrante que intentó entrar con él. La criatura emitió un gruñido y rodó sobre el piso encharcado, deformando aún más su lamentable estado cuando volvió a ponerse de pie bañada de lodo, pero eso Kaltos ya no lo miró cuando cerró la puerta, cruzó el ancho del contenedor de carga y accedió cruzó la puerta de la muralla, que lo llevó a unas escaleras subterráneas que fueron en descenso un par de metros y luego en ascenso. El túnel estaba oscuro por completo, infestado de roedores e insectos ponzoñosos. Una tubería goteaba en algún lado y el olor a humedad era tan fuerte que a pesar de estar más allá del asco, Kaltos no pudo hacer nada contra la náusea que le revolvió el estómago.
Eso era nuevo. En los cientos de años que tenía de vida, no recordaba cuándo había sido la última vez que había vomitado por algo, y de hacerlo sería bastante escalofriante, puesto que lo único que había en él era sangre.
No conocía la base, pero imaginó que lo que estaba cruzando era el ancho del tercer campo de fútbol. A medio camino se encontró con una intersección y decidió cambiar de rumbo. Tal vez una aproximación indirecta sería mejor que una entrada frontal en un lugar por demás hostil aun para un ser como él. Dejó atrás acumulaciones de sarro y moho, alimañas muertas y nidos de bichos que se movían como los tentáculos de una bestia cuando él perturbaba su tranquilidad, y alcanzó una escalera por la que subió tras pensarlo un poco. La lluvia ya aporreaba el suelo con fuerza para esas alturas. Las prominentes goteras en forma de círculo a su alrededor le decían que la escotilla al final de la escalera era accesible.
Kaltos subió. Las telas de las arañas y la mierda de las ratas se le enredaban en los dedos. Sentía por ahí algo que le caminaba en el cuello y no se había sorprendido del pinchazo a la altura del hombro derecho que lo había hecho recular, pero así como el infectado que lo había mordido días atrás, el bicho que había intentado envenenarlo no lograría más que gastar su ponzoña en vano. Kaltos era inmune a eso y a cualquier otro peligro que amenazaría inmediatamente la vida de cualquiera, e irónicamente era también más vulnerable e indefenso que cualquier ser vivo en ese planeta si tan solo se ponía de pie debajo del sol.
El asco volvió a revolver su estómago cuando miró la base de la escotilla que debía empujar hacia arriba. Entre el manillar y el mecanismo de abertura, había un sinfín de bichos que hacían su vida ajenos a él. Las arañas habían tejido tela sobre tela por años, habían atrapado insectos y roedores por igual; la baba de las babosas brillaba como una fina película de diamantina, y las raíces que se habían colado de la superficie habían dado espacio para que más insectos anidaran. Si bien Kaltos había dormido entre mucho de eso por décadas, no podría compararlo a verlo y sentirlo mientras estaba despierto.
-Tendrás que compensarme por esto, Damus -gruñó, metiendo la mano entre las gruesas telas de arañas para tomar la palanca y tirar de ella hacia abajo.
Fueron cientos... literalmente cientos de insectos los que emergieron de todos lados y corrieron a escabullirse en cualquier dirección, escapando de él o, por el contrario, subiéndose a él cuando reptaron sobre su pálida piel y lograron infiltrarse bajo la manga de su chamarra.
-Mierda -siseó, empleando una dosis adicional de valor cuando luego de malograr el mecanismo de seguridad, tuvo que impulsarse hacia arriba para chocar el hombro contra la escotilla y empujarla fuertemente hasta que las bisagras tronaron y la tapa de metal se estrelló en el suelo.
Kaltos emergió como un susurrante de entre las entrañas de la tierra, proyectando centenas de insectos que reptaron despavoridos sobre el pasto y el lodo. Sus rodillas tocaron el suelo después de dar sus primeros pasos fuera de la portezuela, su rostro se alzó para que la lluvia lavara la mugre de su rostro y su ropa, después sacudió el cuerpo, esperando deshacerse de los insectos que aún sentía caminar sobre su piel.
Se creería que la vida dentro de la base sería ruidosa, pero las precauciones se extendían hasta sus bordes. Solo el azote de la tormenta y el lejano gemir de los susurrantes llegaba a los oídos de Kaltos. Quizás también el tormento de los que yacían bajo tierra. Al ponerse de pie, madera y cemento volvió a saludarlo en un ejército de lápidas y cruces. Los montículos de tierra se ablandaban bajo el aporreo del agua, y por alguna razón que Kaltos comprendía a medias, el frío en ese lugar perforaba hasta los huesos y se instalaba dentro de ellos, sacudiéndole la carne como si quisiera arrancársela como sin duda alguna muchos de ellos habían muerto.
«...-gunta constantemente por ti antes de dormir», escuchó como un pensamiento propio, de esa forma tan particular que tenían los pensamientos ajenos de entrar en su mente sin permiso.
-Después acepta que eso jamás pasará y acepta que yo le lea un cuento. Estamos a la mitad de la cenicienta. He intentado que continúe con su vida tal y como lo hacía cuando vivía contigo... mi niña.
Un relámpago precedió el rugido de un trueno y Kaltos giró lentamente el cuello para peinar el largo y amplio del cementerio. Los reflectores, instalados en la cima de la muralla, se movían mecánicamente, apuntando hacia afuera; su poca luz le daba un brillo mágico a las lápidas. Por ahí, en medio de las centenas de nombres anónimos, se había erigido un ángel lloroso. La piedra había sido tallada con tanto cuidado que el efecto de la tela traslúcida sobre sus músculos estéticamente distribuidos era fascinante; su cabello caía en ondas sobre sus delicados hombros, y sus manos de dedos largos y finos cubrían su rostro mientras a sus pies un montón de querubines lloraban, sujetando a la figura andrógina de las faldas de su manto como si rogaran su perdón.
Kaltos tocó uno de esos querubines mientras el sonido de la voz y los pensamientos de ese único otro ser con vida dentro de tanta muerte lo guió por los malformados pasillos de lápidas y cruces. Sus botas se hundían sin cuidado sobre los charcos salpicados de hierbajos y pasto.
-...vez me preguntaste si te amábamos. ¿Qué tanto no lo hacíamos que tu madre no pensó en acompañarte a los pocos días de tu partida? Si tu hermana... -la voz hizo una pausa. Kaltos se detuvo detrás de una pequeña cerca de lámina. El hombre al otro lado de una pequeña fuente llena de hierba mala se talló el rostro mientras la lluvia caía libremente sobre él-. Si las tres están juntas deben esperarme un poco más. Iré con ustedes, pero no pronto. Ahora mismo Nimes me necesita más que nadie.
Un nuevo relámpago iluminó el uniforme de oficial de la figura que le daba la espalda a Kaltos y abrillantó las decenas de ojillos que veían todo desde las copas de los árboles. La lluvia arreció, acallando por un momento los gritos y gemidos de los enfermos. Kaltos se detuvo a un par de metros del hombre. Los nombres y las fechas de nacimiento y defunción de dos mujeres habían sido cuidadosamente tallados en una piedra que no había alcanzado a ser tallada para darle el aspecto decente de una lápida.
Por alguna razón, la esencia de ese humano le era familiar a Kaltos. Veía en su los rostros de las que añoraba y los anhelos que lo atormentaban ante la decadencia de un futuro incierto para la niña de cinco años que había quedado bajo su cuidado tras la muerte de su hija. Su llanto y melancolía hablaban de un ser humano en su totalidad bajo el disfraz que ostentaba un cargo de autoridad y liderazgo sobre los cientos de hombres y mujeres que vivían en esa base.
-Ayer aprendió a contar -suspiró el oficial.
Kaltos lo miró junto a él en sus recuerdos. La hermosa pequeña de cinco años contó hasta quince y celebró con risas y aplausos, aceptando felizmente la oferta de su abuelo de una taza de helado como estímulo.
La mano de dedos anchos y piel áspera del hombre se recargó en la piedra, y Kaltos supo que esa era la despedida mucho antes de que las palabras abandonaran sus labios.
-Te juro que cuidaré de ella con mi vida, mi amor. Mis amores. Las veré algún día.
Un beso a la mano que lo llevó suavemente hasta los nombres tallados, y finalmente Kaltos se topó de frente con un rostro que reculó levemente, y que después, tras fijar sus ojos en él, se endureció como si más que una sorpresa que a cualquier otro habría hecho caer de nalgas, lo que ese hombre se había encontrado había sido a un hijo problemático.
-Te hemos buscado por todos lados -dijo tras un tenso silencio en el que retumbaron un par de truenos y un relámpago le permitió al humano descifrar el rostro que había bajo los brillantes ojos amarillos-. Has dado muchos problemas.
-Deberías preocuparte por Nimes y no por mí -respondió Kaltos tras otra pequeña pausa en la que ambos se observaron.
Fue extraño, y aunque no dio muestra de ello, se sorprendió al sentir cómo de pronto la mente del humano se cerraba para él. Si bien aún llegaban ciertos pensamientos ajenos a su mente, la mayoría eran aleatorios y no tenían orden para darles un sentido coherente. Lo que sea que el humano había hecho, Kaltos no se había enfrentado a ello antes.
La expresión asertiva en el rostro del oficial le dijo que sabía exactamente lo que Kaltos estaba pensando como si los papeles se hubieran invertido. Eso era... interesante. ¿Qué haría Damus, maestro en el arte de la telepatía, en una situación así? ¿Qué harían los demás, que hasta ese momento habían estado tan ausentes y en silencio como su hermano?
-No es respetuoso espiar la privacidad de otras personas.
-Tampoco lo es despertar a las personas con armas y explosiones -dijo Kaltos tranquilamente.
El humano levantó ligeramente la barbilla. No había vivido aún ni siquiera la mitad del tiempo que Kaltos había vagado por la Tierra, pero en su mortalidad, su experiencia era basta y su temple, había que reconocerlo, era admirable. Kaltos dejó de dudar. Estaba seguro de que esa criatura tenía muchas de las respuestas que él estaba buscando.
-Soy el General Abelardo Acosta -se presentó finalmente. Kaltos ladeó un poco la cabeza, analizándolo-. ¿Será que los de tu especie también se nombran?
Kaltos se rio y meció un poco la cabeza.
-Kaltos -dijo con simpleza-. Sé que sabes por qué estoy aquí.
-Sé que tengo suerte de que no hayas simplemente tomado mi vida en cuanto me di la vuelta.
-Tu gente tiene algo que me pertenece, Abel. -Kaltos relajó su postura y caminó sobre un par de rocas que en mejores tiempos habían formado un camino que despuntaba desde el alto y oscuro edificio al otro lado del camposanto. Se sentó sobre una lápida y desde ahí miró a Abel-. Podríamos empezar por eso. Después, tal vez reprima mi bestial instinto y le permita a Nimes conservar a su abuelo un poco más de tiempo.
Abel era un tipo inteligente sin duda alguna, pero incluso él fue lo suficientemente razonable para mediar su carácter y comprender cuando estaba jugando con una amenaza que iba más allá de su control. Kaltos no se consideraba a sí mismo un hombre violento... o criatura, ser, demonio, como lo llamarían muchos. Era alguien que, contrario a todo, permitía que el resto del mundo tomara la delantera hasta que su intervención se volvía inevitable. Si Damus jamás hubiera desaparecido, él tal vez habría dormido por otros cien años más y muy probablemente hubiera despertado en un mundo extinto.
-¿De qué nombres hablamos? -preguntó Abel con voz moderada cuando la lluvia disminuyó lo suficiente para evitarles hablar a los gritos.
Nombres, sí. Karin y Lex, estaría pensando el humano, lo que Kaltos no pudo descifrar con precisión gracias a eso tan molesto que Abel había hecho que de pronto bloqueaba la intervención del vampiro en su mente.
-Me buscas por una razón -dijo Kaltos, entreteniéndose con una flor cerrada que había sido lo suficientemente fuerte para mantenerse erguida sobre su tallo a pesar de la tempestividad que la azotaba. Él la arrancó y la hizo girar entre sus dedos-. Me conociste y me buscaste desde antes de que yo supiera que ustedes existían. ¿Cómo lo hiciste?
-Mataste a algunos de mis hombres...
-No -sonrió Kaltos, mirándolo más allá de la moribunda flor que giraba entre sus dedos. Sus colmillos asomaron sutilmente entre sus labios-. No juegues conmigo, Abel. ¿Cuántas muertes enfrentas todos los días que se quedan sin saldar? El mundo perdió su civilidad. La ley se extinguió primero que la raza humana. Quizás jamás existió en realidad. ¿Qué quieres de mí?
El humano desvió la mirada hacia la muralla que bordeaba el edificio antes de responder. Kaltos sabía que no había nadie vigilando. Solamente el corazón de Abel latía a su alrededor.
-Quiero todo de ti, Kaltos -respondió tras levantar la barbilla una vez más. Miró a Kaltos con severidad-. Tu condición, tu... genética, es la clave de la salvación humana.
Kaltos imaginaba por qué. Hasta ese momento se había movido perfectamente entre los susurrantes y no había recibido de ellos más que curiosidad y posteriormente indiferencia. Lo habían mordido y no se había infectado. No les gustaba su carne, detestaban su esencia e incluso, no muy en el fondo, Kaltos sentía que de alguna manera se entendía con ellos. La manera en la que lo veían era similar a la de Abel, hubiera inteligencia o no en ellos. ¿Qué humano no querría eso? Sumado a ello, estaba la eternidad, la juventud, los instintos sobre desarrollados y demás cosas que Kaltos tal vez aún no descubría pero que el paso de las décadas le enseñaba pacientemente.
-Y para ti es muy sencillo simplemente tomarlo, Abel.
Abel bufó una risa amarga.
-¿Te prestarías voluntariamente a participar en la investigación?
-¿Lo harías tú?
Le gustó la manera en la que el humano lo meditó. En lo poco que aún alcanzaba a percibir de sus pensamientos, distinguió la lucha entre las mentiras y la verdad bombardeando la mente de Abel. Era una persona que haría lo que fuera por su nieta. Kaltos lo haría por su hermano.
-Podemos llegar a un acuerdo -espetó Abel.
-Difícilmente uno que no involucre grilletes y vejaciones -sonrió Kaltos. Enarcó ambas cejas-. Tu raza está perdida. Deberías aceptarlo y aprovechar el tiempo con tu nieta. Es lo más valioso que tienes ahora.
-Te hago tu misma pregunta: ¿lo harías tú? ¿Aceptarías tu destino sin luchar por cambiarlo?
Kaltos dejó de girar la flor entre sus dedos y levantó la vista hacia el cielo. En algún punto de la conversación había dejado de llover y soplaba un viento frío y húmedo que le heló la piel al instante. De pronto la sangre del humano le parecía muy apetitosa.
-La única manera en la que aún te permita luchar por un destino es diciéndome en dónde están mis congéneres.
-¿Karin y Lex? -preguntó Abel con cierta inocencia que Kaltos masticó como un trago de sangre rancia-. Mis hombres los rescataron en el interior de una ferretería la tarde de hoy. Estaban rodeados por infectados y a punto de ser devorados.
Abel retrocedió un par de pasos cuando Kaltos arrojó sutilmente la flor hacia un charco de lodo y se puso de pie. Eran hombres de estatura similar, composición física parecida, pero una naturaleza completamente opuesta. Notó también, con cierto grado de intriga a pesar de su enfado, que el humano evitaba mirarlo a los ojos. Por supuesto que había tenido contacto con otros vampiros en el pasado. Sabía cómo persuadirlos. Lo que sea que había hecho para bloquear su mente mantenía a Kaltos a la expectativa. Quizás ni siquiera Damus podría descifrarlo y ese era el motivo por el cual su hermano no había podido luchar contra ellos.
-Dulce -dijo Kaltos, paralizando al hombre en el acto-. ¿Rescatada o ejecutada?
Había tan pocos de su especie que la mayoría había tenido contacto alguna vez con los demás. Existía por ahí una regla implícita que impedía crear vampiros sin justificación ni orden de por medio, por lo que no se podía ir por el mundo convirtiendo gente únicamente por bonita o interesante, y si se hacía, el recién creado tenía que ser férreamente protegido para evitar la muerte. Eso había logrado que el paso de los años retratara los mismos rostros una y otra vez en la memoria de Kaltos, y Dulce era uno de ellos. O lo había sido hasta antes de su misteriosa desaparición, unos cuantos años atrás.
Su nombre y su rostro habían saltado a la mente de Kaltos, proyectados por los pensamientos de Abel hasta antes de que superara la sorpresa y bloqueara su cabeza. Dulce había sido una criatura asombrosa; seductora, libre, hermosa en todos los sentidos... mágica. Kaltos se había enamorado de ella la primera vez que la había mirado y de la misma manera se había desilusionado cuando los encantos de Dulce lo habían engañado y casi asesinado. La hermosa hada de la noche lo había acogido entre sus piernas con la promesa del placer, y aunque lo había obtenido parcialmente, los colmillos enterrados en su cuello le habían succionado tanta sangre del cuerpo que aún ahora le costaba recordar cómo es que Damus lo había rescatado.
Después de eso los encuentros con Dulce habían sido distantes y reservados. Ella se reía de su temor. Él se embelesaba escuchándola. La había respetado, y ya no estaba.
Abel había sido quizás la última criatura que la había visto con vida, y Kaltos estaba empezando a comprender por qué.
-Dulce -repitió Abel, mirando la flor hundida en el agua sucia-. ¿La conocías?
-En ese entonces no fue por Nimes, Abel -dijo Kaltos, ladeando la cabeza-. Mataste a Dulce por el capricho de apoderarte de una naturaleza que en esta vida no te tocó poseer.
-Es injusto que únicamente ustedes gocen de semejante privilegio -masculló el humano, mirándolo a la cara, pero no lo a los ojos-. Nimes tiene solo cinco años. ¿Qué culpa tiene ella de lo que está pasando en el mundo?
-¿Qué culpa tengo yo? -contraatacó Kaltos-. ¿Qué culpa tenía Dulce?
«O mi hermano».
-¡Ustedes lo crearon! -bramó Abel. Curiosamente, al compás de su voz, un trueno lo suficientemente poderoso estremeció el cielo y cimbró el suelo bajo sus pies-. Ustedes y su absurda condición de bestias nocturnas. Ustedes y su aberrante naturaleza de beber sangre humana.
Kaltos frunció el ceño.
-Estás mintiendo.
-¿Por qué no te atacan? -preguntó Abel con furia desmedida-. ¿Por qué caminas entre ellos como lo haría su rey? Se alimentan de carne y sangre humana, y pasan los días, pasan las semanas y los meses, y temo que pasen los años, y ellos continuarán de pie mientras nosotros decaemos y morimos. ¿Te atreves a negar que no son como tú? Para mí la diferencia entre que tú hables mirándome a la cara y ellos balbuceen estupideces con la mirada perdida vale pura mierda. No significa nada.
-Si lo que dices fuera cierto, no fuimos nosotros quienes lo creamos -dijo Kaltos con tranquilidad pese al rápido latir de su corazón-. Fueron ustedes, jugando con la naturaleza prohibida de cosas que están más allá de su entendimiento. Tal vez esto solo es la manera de Dulce de cobrar lo que tú y tus congéneres le hicieron. Ella siempre fue... especial.
Y ver ahora a los susurrantes como creaciones indirectas del tormento al que posiblemente había sido sometida Dulce le daba un vuelco siniestro y encantador al mismo tiempo. De repente ya no tan asquerosos ni estúpidos, sino la justicia manifestándose en miles de millones de almas destinadas a vagar eternamente por la faz de la Tierra, consecuencia del egoísmo desenfrenado de la naturaleza humana. Poesía oscura.
Abel frunció el ceño y dio un paso al frente, envalentonándose.
-Vas a caer, Kaltos. Puedes matarme ahora mismo, pero tarde o temprano caerás. Y con tu caída el resurgimiento de la raza humana será lo más asombroso que datarán los libros de historia para las futuras generaciones.
-Libera a Karin y a Lex -fue todo lo que respondió Kaltos-. Libera a mis hermanos, o yo los liberaré por ti, y puedo asegurarte que en verdad vas a tener un motivo para temer por el futuro de las nuevas generaciones.
-Ese ya lo tengo -dijo Abel secamente-. Estás solo, Kaltos, y haces mal en rechazar mi oferta. Podremos ser cada vez menos, pero aún así somos más que tú.
Kaltos suspiró y se adelantó hasta él, moviéndose lentamente bajo los calculadores y asustados ojos del hombre, que se forzó a reprimir el instinto por volver a retroceder, sobre todo cuando Kaltos le puso una mano sobre el hombro, estilando agua con su movimiento.
-Libera a mis amigos y a mis hermanos esta noche, o mañana estarás buscando una nueva base de operaciones con la mitad de tus hombres sanos y la otra mitad persiguiéndote para arrancarte la carne de los huesos.
Si Abel pensaba responder o no, Kaltos no se quedó a averiguarlo. Se esfumó entre las sombras de los árboles cobijando las tumbas. Caminó silenciosamente sobre el lodo y el pasto, y miró hacia el cielo una última vez antes de regresar al hoyo del que había salido reptando como un demonio. Sabía qué era lo que debía hacer para esa noche y la siguiente. Conocía de antemano la respuesta de Abel.
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