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22 Susurros


La puerta se abrió con un rechinido que tensó el cuerpo de la humana de pies a cabeza. Kaltos fue el primero en asomarse. Se había encargado de despejar la parte frontal de los andenes para que Karin tuviera un camino despejado desde el callejón lateral hasta la estación 5 donde él se había ocultado, pero el área de mantenimiento, ubicada en un anexo del edificio centra, continuaba siendo un enigma incluso para él. Podía escuchar el suave raspar de pies a lo lejos, también el rumor suave y amenazante de decenas de distintas voces hablando en todos lados. Damus hubiera distinguido fácilmente la ubicación de cada persona sana e infectada alrededor de ellos, Kaltos no, pero tenía buen oído y eso bastó para animarse a salir.

Los infectados no le harían nada a él. A Karin la devorarían en masa en un segundo.

Salieron a un pasillo largo mohoso, construido mayormente de concreto; tenía algunas zonas tapadas por láminas, las ventanas oscurecidas y el suelo y las paredes salpicadas de gruesas manchas de sangre que resaltaban un poco más oscuras en la extensa penumbra.

Algo chilló al otro lado del extenso corredor detrás de ellos. Karin se giró con el arma en alto. Su corazón latía con prisa. Una vez más, Kaltos agradeció haberse alimentado de los tres soldados que lo habían seguido a la estación. Si la presencia de Karin era apabullante luego de haber bebido con desespero de sus previas víctimas, no quería pensar cómo hubiera terminado ese encuentro entre los dos si su cuerpo aún estuviera tan maltrecho como hacía unas cuantas horas.

Recorrieron el pasillo a paso moderado. Kaltos se adelantaba lo suficiente para echar un vistazo al interior de los módulos llenos de herramientas y maquinaria. No había nadie, pero sus esencias, el eco de sus gemidos y los susurros que formaban nombres y lamentos en sus labios hacían eco desde el otro lado del final del pasillo.

-Dios, esto es aterrador -murmuró Karin detrás de él-. Debería ir yo primero. Yo soy la que tiene el arma.

«Y yo soy el que tiene inmunidad».

Kaltos negó con la cabeza antes de recordar que ella no podía verlo con claridad.

-Si algo aparece, lo mejor será evitarlo en silencio. Si disparas, tendrás a decenas, sino es que cientos de ellos sobre nosotros en un segundo.

Descifró en los pensamientos de Karin lo lógico que le parecía aquello y le satisfizo sentir cómo cedía a su sugerencia, por lo que continuaron en silencio a partir de ese momento, saliendo finalmente a un área despejada, donde volvieron a detenerse. Kaltos sondeó el terreno con mirada aguda, distinguiendo todo a la perfección mientras detrás de él Karin se devanaba los sesos intentando descifrar lo que veía al otro lado de la terminal plagada de hileras de sillas, bultos putrefactos y equipaje abandonado.

-Allá está la salida -susurró Kaltos-. Conduce a la pequeña estación de autobuses que está conectada a la terminal de los trenes.

-Bien... pero cruzar es un suicidio. Tal vez podemos ir pegados a la pared.

Lo que les llevaría el doble de tiempo y Kaltos veía cada vez con más impaciencia cómo los números de su reloj cambiaban rápidamente, añadiendo más y más minutos a la hora de por sí tardía. Tendría el tiempo suficiente para dejar a Karin en su refugio y largarse a esconder al primer alcantarillado que encontrara. Los militares estaban peinando el perímetro en el sector opuesto al de la casa. Pasarían uno o dos días antes de que se expandieran hacia allá, si es que los infectados no los retrasaban más.

-Hay que arriesgarnos -dijo-. No escucho ni veo nada cerca. Caminemos encorvados y en silencio. Es la mejor manera.

-Bien...

-Vamos.

Kaltos salió a centro abierto, dejando de lado las hojas secas de una maceta apoyada contra una columna. Los latidos frenéticos del corazón de Karin le retumbaban en los oídos. Eran como tambores que ahogaban los gemidos de las criaturas torturadas que los rodeaban. El pie de Kaltos resbaló ligeramente al pisar un charco de agua; goteaba del techo y había casi inundado el ancho de la terminal. A los costados, las entradas vacías a los corredores que dirigían a los diferentes andenes estaban abiertos como bocas hambrientas. Hasta ese momento no se había detenido a pensar lo sencillo que era para él desenvolverse en ese mundo de decadencia, histeria y soledad. No cuando así había sido la mayor parte de su existencia y finalmente caminaba al lado de alguien que tan joven y llena de vida, pero sobre todo de esperanza.

Kaltos sintió cómo el cuerpo de Karin, casi pegado al suyo, reculó repentinamente. Al voltear, guiado por la alerta que detectó en la mente de la humana, miró algo que hasta ese momento no había observado jamás en las criaturas enfermas. Había al menos diez de ellas, y estaban todas alineadas frente a uno de los ventanales laterales de la estación. Hombres, mujeres y dos niños veían hacia afuera, meciéndose suavemente en respuesta al potente latir de sus corazones que, contra toda creencia, seguían tan vivos y al mismo tiempo muertos como el que palpitaba dentro del pecho de Kaltos.

Afuera no había nada más interesante que adentro. La luz del cielo era escasa desde ese ángulo, pero estaban ahí, mirando hacia los andenes. Uno de los niños abrazaba algo pequeño y esponjoso. Kaltos se detuvo en seco, se agachó y conminó a Karin a hacer lo mismo cuando el infante ladeó un poco la cabeza y giró lentamente el cuello hacia el interior de la estación. Su mirada distante detalló lentamente desde el techo hasta el rincón más oscuro y alejado de las paredes, posándose por un momento en Kaltos, que permaneció inmóvil con Karin detrás de él. Después, volviendo a olvidarse a sí mismo, el niño regresó la cabeza al frente y ellos dos continuaron su camino.

Fue a unos cuantos metros de alcanzar la puerta que una figura saltó de detrás de una columna para interponerse en su camino que todo se fue al carajo. Kaltos reaccionó puramente por compromiso cuando golpeó al susurrante con un puñetazo justo en medio de los ojos al tiempo que Karin soltó una suave exclamación detrás de él y echaron a correr. Algo, alguienes, muchos, tantos como para distinguir timbres en esa espantosa voz que se unificó en un grito escalofriante, chilló al otro lado del predio y Kaltos tomó a Karin del brazo para correr más deprisa. Entonces las criaturas comenzaron a emerger de todos lados y el traqueteo estruendoso del rifle silenció sus bestiales gemidos.

-¡No hay tiempo para eso! ¡Muévete! -gritó Kaltos, volviendo a tomar a la humana por el brazo para acortar los escasos metros que los separaban de la puerta.

Arrojó a Karin al frente justo en el momento en el que un relámpago iluminó el interior de la estación y cientos de rostros desencajados se dejaron ir en tropel hacia ellos. Kaltos repelió a unos cuantos golpeándolos con tanta fuerza que quebró muchas mandíbulas y cráneos, y gruñó con cierta sorpresa cuando sintió los dientes de uno de ellos hincarse en la piel de su muñeca, aunque no con la fuerza suficiente para arrancarle la piel. En cuanto la criatura probó su sangre retrocedió con un gorgoreo y Kaltos la lanzó al aire de una patada en el estómago.

-¡Kaltos! -gritó Karin una vez que alcanzó la puerta. Un trueno retumbó en los cielos, sacudiendo la estación y apagando la voz de la humana-. ¡Vamos! ¡Kaltos, por Dios! ¡Vamos!

Kaltos terminó de repeler a otro infectado y se dio la vuelta para correr hacia Karin. Para el momento en el que cruzaron la puerta de hoja doble, la lluvia arreciaba con potencia y empapó sus ropas al instante. Kaltos se cubrió la herida de la mordida con la manga de la chamarra y bloqueó los manillares de la puerta con un pedazo de escombro que encontró tirado justo a su lado. Las decenas de infectados se apretujaron contra el vidrio, mirando con ojos desesperados a Karin, que retrocedía lentamente, batallando por ver algo por la abundante agua que le bañaba el rostro.

-No resistirá mucho -dijo Kaltos.

Echaron a correr escaleras abajo, rumbo a la calle, donde la lluvia había desorientado lo suficiente al resto de los infectados como para prestarle atención a ellos dos corriendo en medio de la vía. Para el momento en el que alcanzaron la esquina, el tronido del vidrio estallando les indicó lo inevitable, la horda de criaturas salió y comenzó a movilizarse en todas direcciones, abalanzándose contra todo lo que creían que se movía y que podía ser alimento.

Karin y Kaltos corrieron sin descanso, la primera por salvar su vida, el segundo por ayudarla a lograrlo. Veía ocasionalmente su muñeca al mover su brazo de adelante hacia atrás. Las marcas de los dientes eran cada vez más difusas. Las heridas pequeñas tendían a borrarse rápido. Las del sol tardaban más tiempo porque dañaban algo más que su cuerpo, según le había explicado Damus, que había investigado mucho al respecto.

Corrieron hasta que Karin se quedó sin aliento y se ocultaron dentro de un callejón vacío. Un grupo de seis o siete susurrantes continuó de largo, confundidos y enceguecidos por la lluvia. No fue extraño escuchar el motor de un vehículo encendiéndose aún bajo el clamor de la lluvia, y el poder de una ametralladora arrasando con cada criatura capaz de moverse.

-Los militares siguen aquí -dijo Karin entre jadeos-. Creí que se habrían ido.

-La mayoría lo hicieron. -Kaltos comenzó a caminar callejón adentro. Ahí la lluvia caía con menor intensidad debido a la gran cantidad de láminas, cables y demás obstáculos que los antiguos habitantes de los edificios habían colgado de los andamios-. Regresarán a primera hora.

Cuando él no pudiera hacer mucho por pelear contra ellos.

-Vamos al refugio.

Kaltos se detuvo.

-Aprecio tu ayuda, Karin, pero ir a la casa pondría a todos en riesgo -volvió a decirle él-, especialmente a tu hermano. Para estas alturas temo que los soldados sean más peligrosos que los susurrantes.

-No puedes simplemente irte por tu cuenta. Estás herido. No sería justo.

-Es más seguro así -dijo Kaltos cuando volvieron a caminar-. Te acompañaré hasta la casa. Después encontraré un refugio cerca para mí.

-¿No crees que si el día de mañana llaman a la puerta, estés o no con nosotros, de igual manera harán lo que ellos quieran?

Kaltos suspiró, exhalando su respiración en forma de vapor.

-No serán tan crueles.

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