17 Susurros
-Ahora mismo pienso dormir un poco -murmuró Kaltos a través del comunicador que tenía en la oreja.
Comenzaba a pensar que había sido una mala idea llevar uno con él. Si los humanos tomaban la costumbre de llamarlo cada media hora para saber cómo o dónde estaba, tendría que olvidarse del descanso. A diferencia de un hombre normal, su resistencia era mayor, su fuerza por mucho superior y sus sentidos se habían sobre desarrollado a tal grado de permitirle mirar, escuchar y olfatear cosas que nadie más era capaz de percibir, además de otras habilidades que habían despertado en él, pero también necesitaba descanso, y su cuerpo automáticamente entraba en una especie de sopor cuando el alba comenzaba a despuntar. Su organismo fotofóbico pedía dormir aprovechando su inutilidad para desplazarse durante el día y ahora mismo estaba siendo impedido por Rodolfo, el pequeño hermano de Karin.
El zumbido del transmisor lo había despertado al mediodía, mientras dormía hecho bola bajo las cobijas y las almohadas que había esparcido dentro del pequeño escondite que estaba anexado como extensión secreta de un armario. El sol no penetraba por ningún lado y la altura del edificio departamental en una zona con alta actividad de infectados, hacía casi imposible que alguien diera con él. Antes tenían que pasar por la serie de discretas trampas que Kaltos había puesto para los intrusos.
:: ¿Estabas dormido? ¿Tan tarde? :: preguntó Rodolfo al otro lado del transmisor.
-Algo así -murmuró él, acomodándose sobre su costado. Laura, la pequeña niña infectada que había encontrado dentro del departamento, reaccionaba ante el sonido de su voz, pero no hacía más que gemir y llamar a su mamá al otro lado de la pared-. ¿Crees que podría contactarte yo en unas cuantas horas más para que termines de darme las señas de ese juego que quieres? Ahora mismo me vendría bien descansar un poco más, Rod.
:: ¡Es que no es cualquier juego, Kaltos! Es EL juego :: chilló Rodolfo con emoción. Él bostezó y asintió como si el niño estuviera frente a él. :: Seguro lo consigues por ahí, pero... pero no te desvíes por él si no te queda en el camino. Mi hermana me mataría si supiera que te pasó algo por ir a conseguir un tonto juego de mesa para mí.
-Creí que no era cualquier juego -sonrió Kaltos, con los ojos cerrados y medio cerebro dormido.
:: Ya estás entendiendo, amigo :: sonrió Rodolfo a su vez. O eso pareció en su tono de voz :: Te enseñaré a jugarlo si lo encuentras.
-Seguro que sí... Me comunico con ustedes en unas cuantas horas entonces -lo despidió Kaltos.
:: ¡Cuidate, Kal! :: gritó el niño.
La llamada finalizó y Kaltos ni siquiera fue consciente del momento en el que se retiró el chícharo del oído y volvió a quedarse dormido. Las heridas de los disparos que había recibido algunas noches atrás estaban casi curadas, pero continuaban demandando mucha de su energía para borrar cualquier vestigio de sus órganos y tejidos. La del rozón de su cabeza había sido la más aparatosa porque era la que estaba a la vista, además de que había sangrado como si le hubieran volado medio cráneo. Haberse alimentado de los humanos del grupo de cuidaba lo había ayudado un poco a regenerarse, pero no era suficiente. Tenía que evitar beber de más para no descompensarlos y ponerlos en riesgo, y era difícil cuando se encontraba tan cansado y hambriento que el sueño era el último recurso al que debía recurrir para no desesperar.
Había ocasiones que estar junto a los humanos se convertía en una agonía, como la noche anterior. Lex había salido al patio junto a él mientras Kaltos escuchaba atentamente los sonidos de la noche y el olor de su sangre había opacado el suave aroma de la hierba húmeda para los sagaces sentidos del vampiro. Pero se había resistido. Había controlado sus mentes por turnos para beber de todos ellos (dejando al niño fuera) en cuanto había arribado al refugio, pero no había sido suficiente para matar el hambre.
Quizás esa noche encontrara a algún humano solitario con el que podría saciarse mientras buscaba las tonterías que su grupo le había pedido, y se acercaba un poco más al cuartel a echar otro vistazo. Damus tenía días sin comunicarse y Kaltos estaba empezando a pensar lo peor. Su hermano era el único motivo por el cual él había salido de su hibernación. Sería siempre el motivo por el que Kaltos haría cualquier cosa aunque no siempre estuviera con él.
Dejó de contar el tiempo mientras dormía, confiado en su reloj biológico, que independientemente del dispositivo en su muñeca que marcaba la hora lo despertaba minutos antes de que el sol terminara de ocultarse. De esa manera aprovechaba la noche en su totalidad.
Esta vez fue distinto.
Algo, alguien, interrumpió su descanso. Alguien por el que había vivido sumamente preocupado las últimas noches.
-Kaltos.
No estamos solos.
-Damus -respondió él al instante, tensando el cuerpo como si lo hubieran electocutado.
-Hermano.
Cuenta hasta diez, monstruo.
-Damus, debes esforzarte un poco y darme una pista -le pidió Kaltos, luchando por mantener su consciencia a raya, pero era difícil. Damus siempre tomaba el control de su mente al momento de contactarlo-. Damus...
-Tengo hambre.
Me duele.
-Por favor, Damus...
Pudo sentir el dolor con toda claridad cuando algo afilado penetró su pálida piel amoratada y extrajo sangre. Kaltos miró el metal hipodérmico entrar y salir como en cámara lenta, y dejar una pequeña gotita rojo oscuro en la flexura de su brazo.
-Kaltos, saben de ti.
El cazador aúlla cuando encuentra a su presa.
Kaltos se sacudió y levantó la cabeza, incapaz de mirara más allá de las blancas lámparas que lo cegaban. Sentía hambre, mucha. Era demencial. Era exasperante. El olor de la sangre inundaba la habitación, pero las gruesas cadenas que retenían sus extremidades le impedían llegar hasta ella.
-Damus, por favor, dime dónde estás.
Una silueta enfundada en un traje blanco se puso de pie detrás de una de las lámparas y Kaltos parpadeó, intentando mirar su rostro, descifrar una expresión que pudiera delatar cualquier cosa.
-¡Damus!
-Kaltos...
Abre los ojos.
Un bisturí apareció en escena, trazó una delicada curvatura en el aire y se enterró en el estómago de Kaltos, comenzando a cortar. Sangre oscura brotó a la vista, escurrió como un delgado hilillo hacia su costado y formó un charco debajo de su cuerpo.
Abre los ojos.
-No, Damus. Intenta recordar algo. Intenta pensar y decirme...
-Kaltos, ya vienen.
Cuidado.
-Por favor, Damus, haz un esfuerzo.
Están aquí...
-Despierta, Kaltos.
Huelo su sangre.
-No, hermano, no lo haré hasta que...
-Despierta, estúpido -gruñó Damus.
El día te hará pedazos. Pero mejor eso que ellos.
-Damus...
Huelo sus deseos.
-Despierta, Kaltos.
-Yo...
¡Despierta, con una mierda!
Kaltos jadeó y se sentó de un brinco, pero no por un movimiento natural de su cuerpo al recular ante el grito de alerta, sino como jalonado del brazo por una presencia invisible que solo podía deberse a Damus y su gran fortaleza psíquica, que no parecía haber disminuido mucho a pesar de su terrible situación.
Se pasó una mano por el rostro y se apoyó contra la pared. El reloj en su muñeca marcaba las tres con cinco minutos de la tarde. Todavía sobraban un par de horas para que el sol se ocultara. Era un regalo, además de una maldición, vivir eternamente con la desventaja que suponía haber sido privado de la tolerancia a la luz solar.
Esperar a que el sol descendiera cuando se tenían tantas cosas que hacer era exasperante. También lo era el silencio de su hermano, que una vez que Kaltos abría los ojos, se esfumaba de su mente. «Querías que despertara. ¿Por qué querías que despertara a esta hora?».
No era la primera vez que Damus lo despertaba durante el día sin ninguna explicación en particular además de decirle que había peligro que podía costarle la vida. Fuera de eso, jamás había sido tan insistente como en esta ocasión. Nunca lo había lastimado para hacerlo abrir los ojos.
Kaltos esperó por unos cuantos minutos antes de volver a recostarse, agudizando su sentido del oído para escuchar más allá de lo que hacía Laura al otro lado de la puerta. No detectó nada. Los susurros de los Infectados, sus pasos torpes y el sonido de la lluvia aporreando los escombros y los techos hendidos de los vehículos abandonados fue lo más sobresaliente durante el tiempo que le tomó a Kaltos entregarse por tercera ocasión al sueño... antes de ser bruscamente despertado por el estruendo que sacudió la puerta de emergencia de la primera planta del edificio, varios pisos abajo.
Kaltos se sentó silenciosamente y se caló la chamarra, el gorro y las botas con velocidad. Afuera podía estar nublado y lloviendo, pero como era sabido, la luz solar lograba filtrarse entre las nubes incluso con mayor potencia que en un día despejado y era capaz de lastimarlo en caso de que decidiera exponerse. Las coberturas adicionales ayudarían muy poco, pero algo harían.
«Carajo, Damus. Pudiste haber sido más preciso».
Dos, tres, cinco minutos. El tiempo pasó lento como un castigo mientras Kaltos se debatía sobre salir o confiar en que la doble pared del armario en el que se escondía lo ocultaría de los rastreadores.
Los pasos comenzaron a subir en tropel por las escaleras de emergencia. Kaltos distinguió la presencia de al menos una treintena de humanos, además del furor que se desató en los susurrantes esparcidos a lo largo del edificio y que rápidamente comenzaron a gemir y a gruñir, desesperados por alimento.
Kaltos era como un maldito ratón arrinconado por un gato en ese momento. En la mente de los humanos más cercanos percibió la determinación por cumplir una misión, la más importante de sus vidas actualmente, y que se resumía en la captura de una persona. Habían cateado ya el edificio vecino y Kaltos no los había escuchado porque al estar hambriento y somnoliento sus sentidos se entorpecían. La debilidad del hambre lo hacía fallar.
-Carajo -gruñó, acuclillándose.
No podía luchar en el día tan bien como lo hacía en la noche. Exponerse a la luz del sol le haría demasiado daño independientemente de si los humanos lo atacaban o no. ¿Y si lo que buscaban era a él? Su hermano lo había alertado imparablemente de no subestimar a los humanos. Eran ellos, después de todo, quienes estaban torturando a Damus en algún lugar secreto que compartía lazos con la base militar de Palatsis, o esa era una de las pocas pistas que Kaltos creía haber descifrado ya.
Los pasos llegaron hasta su piso en un parpadeo y abarcaron el largo del pasillo exterior. En las plantas de abajo y de arriba la situación era similar. Los susurrantes que estaban atrapados dentro de los departamentos aporreaban las puertas y gritaban con rabia, desesperados por hincar los dientes en la carne viva de los soldados. Kaltos sentía lo mismo que ellos, pero su capacidad de razonamiento le daba el suficiente sentido común para saber que lo mejor en ese momento era quedarse oculto y esperar que no encontraran la vista oculta del armario.
Los pasos se detuvieron por completo. Kaltos retuvo la respiración mientras sondeaba la mente del militar más cercano y miró a través de sus ojos el número 35 del departamento en el que él estaba oculto. Laura golpeaba la puerta con rugidos infantiles desgañitando su garganta. Llamaba a su madre con la ira de una chiquilla malcriada y desgajaba la madera con sus uñas ennegrecidas. Si Kaltos hubiera sido un poco más fuerte y habilidoso como lo era su hermano mayor, hubiera podido convencer al soldado que estaba frente a la puerta de que continuara su camino sin entrar. Hubiera podido manipularlos a todos y hacerlos saltar uno por uno de las ventanas hasta que sus cuerpos se partieran contra el piso y sus restos fueran devorados por los susurrantes.
Pero Kaltos no era como Damus. Y su telepatía no solía funcionar muy bien cuando no estaba mirando a la otra persona directamente a los ojos.
Su poder se limitaba en muchos sentidos que, según decía su hermano, nada tenían que ver con inferioridad, sino con inseguridad. Kaltos no quería controlar humanos mentalmente ni internarse en sus pensamientos más de lo necesario. No lo había necesitado ni tampoco deseado. No hasta ese momento, en el que el silencio que precedió a la tormenta le hizo escuchar su propia respiración como detrás de un grueso cristal. Sus uñas se encajaron en las palmas de sus manos. Laura dejó de gritar, como confundida, cuando también dejó de escuchar movimiento. Kaltos escuchó los pasos pequeños de la niña por sobre la engañosa tranquilidad.
Entonces la puerta reventó en mil pedazos, y las detonaciones de los rifles desataron una sonata infernal que sacudió de arriba abajo cada uno de los pisos que conformaban el alto edificio. El cuerpo de Laura aún no terminaba de caer al suelo cuando su asesino estaba ya dentro del departamento. El crujido de sus pesadas botas sobre las astillas de madera que quedaron regadas en el suelo reverberó en los oídos de Kaltos. En el impulso, llegó con paso marcado hasta la sala, donde se detuvo a comunicarse por radio. Tres hombres más entraron con él y comenzaron a revisarlo todo mientras Kaltos, listo para huir por la ruta de emergencia que había planeado desde hacía semanas, los esperaba.
No había mucho más que pudiera hacer por ese día. Lo más inteligente sería esconderse y esperar. O huir y rogar por que la luz del día, añorada por él, pero cruel y castigadora, no lo asesinara primero.
Se concentró en intentar ver algo a través de los ojos de cualquiera de los cuatro invasores, pero sus pensamientos le parecían confusos y dispersos. Kaltos no podía distinguir a quien buscaban porque parecía que ni siquiera ellos mismos lo sabían. Pensaban ocasionalmente en un hombre, pero no había nombres ni señas particulares. Daba la sensación de que una parte de sus mentes estuviera bloqueada y mantuviera a Kaltos afuera a consciencia.
El primer soldado pasó por afuera del armario. Los otros tres se replegaron a lo largo del departamento y revisaron rápidamente las habitaciones en busca de susurrantes. Al no encontrar ninguno, dieron el aviso de despejado y comenzaron entonces a tantear las paredes y los suelos en busca de escondites. La voz de Damus regresó como un recuerdo a la mente de Kaltos; las advertencias y los murmullos en súplica le erizaron la piel. La luz del día al otro lado de la puerta parecía rasgar la madera con dedos torcidos como garras, su amenaza susurraba como una melodía siniestra que lentamente se reía de él, elevando gruesas y profundas carcajadas en el suave silencio que se ceñó sobre todos.
La puerta del armario se abrió con un rechinido y las botas toscas del soldado hicieron rechinar la madera bajo su peso. Ropa, abrigos y cacharros saltaron a la vista. El hombre los miró con desdén por un segundo, repasando sus formas y volúmenes mientras Kaltos, inmóvil como una roca al otro lado de la madera que lo ocultaba, seguía uno a uno sus movimientos, incluido el sube y baja de su pecho al respirar.
El hombre avanzó hasta internarse por completo en el armario y partió en dos la barrera de abrigos y suéteres que colgaba del tubo lateral, sacudiendo las telas con el cañón de su rifle. Sus ojos repasaron con atención la pared, mirando directamente hacia donde estaba Kaltos esperando.
El fuerte latido del corazón humano bombeando sangre despertó un instinto bastante detestable y primitivo en Kaltos. Lo hizo pensar en mandar todo al carajo para arrojarse al frente y embestirlo contra la pared. Quería hasta la última gota de su sangre. Cuando una de las rodillas del hombre tocó el suelo, cada sonido del rededor calló de pronto, como si el mundo por sí mismo temiera respirar. Kaltos enfocó todos sus sentidos, sus colmillos crecieron. Sus pupilas se ensancharon. La mano tosca del soldado tanteó la pared con cuidado hasta que un chasquido hundió un extremo de la madera-
Y todo pasó demasiado rápido para darle un orden adecuado.
Kaltos atravesó la pequeña puerta de madera con un movimiento felino que escurrió su cuerpo como si la oscuridad misma se hubiera hecho de su cuerpo y el rostro sorprendido del soldado apareció frente al suyo, tan cerca que sus narices se rozaron. Un fugaz pensamiento de alarma cruzó por la mente del hombre, instándolo a levantar la voz para avisar de lo acontecido, antes de que Kaltos lo tomara por el cuello y con la velocidad de una serpiente le encajara los dientes en la garganta, paralizándolo en el acto. Mientras lo vaciaba, bebiendo con desesperación su sangre caliente y curativa, estuvo al tanto del movimiento de los otros tres hombres, que no habían escuchado nada aún.
Bastaron dos minutos para que Kaltos finalmente soltara el cuerpo sin vida del militar y saliera al interior del armario, desde donde observó la sala despejada.
Uno de los humanos estaba revisando la cocina mientras los otros dos rondaban por el pasillo que conducía al baño y hacia las habitaciones. Kaltos esperó un momento, pasándose la lengua por los colmillos para rescatar el fantasma del sabor de la sangre. Tenía muy poco tiempo para escurrirse y salir sin ser visto o sin pasar frente a las ventanas. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, uno de los soldados regresó a la sala y lo obligó a retroceder.
«Maldición. Perderé el factor sorpresa si no hago algo pronto».
Esperó de nuevo. Tres largos minutos transcurrieron en la quietud rota únicamente por el suave silbido de su respiración y el aruñar de algún bicho al otro lado de la pared antes de que el nuevo soldado pasara frente al armario y Kaltos viera su oportunidad de saltarle por la espalda, apresarlo por los hombros y rebanarle la garganta con el cuchillo serrado que guardaba en su pantalón. La Sangre salió disparada a borbotones mientras el hombre manoteaba y gorgojaba.
Kaltos lo arrastró dentro del armario, sabiendo que sería inútil esconderlo si la sangre había salpicado los sillones y las paredes. Dejó caer el cuerpo en el momento justo en el que los demás regresaron a la sala, alertados quizás por algún instinto que Kaltos menospreciaba en esa raza a la que había dejado de pertenecer hacía siglos.
Los hombres se acercaron con pasos ligeros para investigar. Al toparse con las piernas despatarradas de sus compañeros, no le dieron mucho tiempo a Kaltos para ocultarse cuando lo vieron a él en medio de ambos cuerpos y abrieron fuego. Las órdenes y los gritos empezaron a volar por todos lados, repitiendo una y otra vez que habían localizado a su objetivo, lo que dejó helado a Kaltos.
No luchó contra ellos frontalmente, sino por escapar sin exponerse mucho a la luz que entraba por las ventanas, que acababan de ser despojadas de las cortinas. Los disparos llovieron desde todas direcciones, traspasando las gruesas paredes de madera. Kaltos salió del armario tan rápido que los humanos tardaron un momento en comprender cómo es que había desaparecido, y se ocultó dentro de la recámara que quedaba en un costado del departamento, después corrió hacia el baño cuya doble puerta conectaba la habitación con la sala y lo cruzó en un segundo, saliendo justo frente a otro soldado que repelió de un puñetazo en la cara con la suficiente fuerza para romperle el cuello.
En su camino hacia el pasillo, luego de cruzar la cocina y la entrada a un cuarto de lavado, pasó frente a una ventana y siseó de dolor cuando la intensa luz del día le acarició la piel de las manos y el cuello. Ya no estaba lloviendo, y constató su pésima suerte cuando el cielo se abrió límpido y brillante al otro lado de los vidrios. Los hombres gritaban distintos comandos y órdenes a su alrededor. Las balas lo seguían a donde quiera que se movía, trazando rayas torcidas en las paredes detrás de él y reventando muebles y electrodomésticos.
Kaltos saltó sobre un soldado que interceptó en el camino, y aunque se llevó un disparo en el hombro, le arrancó la cara al miserable con una profunda cuchillada. El humano soltó el rifle para llevarse las manos al rostro y comenzar a aullar, sin ojos, y con la nariz, la boca y las mejillas colgando mientras expulsaba torrentes de sangre que salpicaron a Kaltos.
-¡Hijo de puta! -bramó alguien detrás de él.
Kaltos se giró, listo para asesinarlo, cuando un destello de luz ardiente que le apuntó a la cara lo obligó a retroceder y gruñir de dolor. Quedó ciego del ojo izquierdo al instante y al menos la mitad de su rostro sufrió daños terribles. Era luz ultravioleta.
El cabrón maldito que sostenía la lámpara a lo alto seguía apuntándole a la cara mientras dos más de sus compañeros se acercaron con sus rifles enristrados para ordenarle que levantara las manos y se sometiera. Kaltos no lo hizo. Aún podía con su ojo sano. Aprovechándose de su velocidad superior, sacó una navaja que guardaba en uno sus bolsillos para arrojarla con presteza hacia el que sostenía la lámpara. El proyectil dio en el blanco y el humano se desplomó con el ojo derecho reventado. Los otros dos abrieron fuego al instante y Kaltos corrió hacia la salida, donde lo esperaban al menos diez hombres más ubicados a lo largo de ambas direcciones del pasillo.
Tuvo que regresar al interior del departamento entonces, donde tropezó con el cuerpo de Laura y recibió dos disparos más en la espalda, cortesía de los soldados que estaban dentro.
-¡Ríndete, cabrón hijo de puta!
-¡Abajo, maldito monstruo!
Junto a los gritos de los humanos, Kaltos escuchó el traqueteo infernal de una máquina zumbando al otro lado de la ventana segundos antes de que los vidrios comenzaran a vibrar. Un helicóptero. Escuchó también algunos vehículos de carga pesada arribando para rodear el edificio y a los susurrantes desplegándose en todas direcciones para perseguir a los humanos que los abatieron al instante.
-¡Ríndete! -bramaron los soldados una vez más-. ¡Al suelo! ¡Al suelo, estúpida bestia! ¡AL SUELO!
El helicóptero volvió a pasar por afuera, ondeando sobre el edificio. Y Kaltos aprovechó esa pequeña distracción para, en medio de las órdenes y los gritos coléricos, correr hacia la ventana de la cocina y saltar como una maldita liebre, atravesando el vidrio con el cuerpo.
Cayó en picada más de seis pisos de altura, cubriéndose el rostro con los brazos para evitar que la luz terminara de cegarlo por completo cuando los rayos del sol le dieron de lleno. Las alturas jamás habían sido un problema para él y sabía manejar su cuerpo para evitar lesiones al momento de caer desde grandes distancias, pero al tener todo en contra, nada pudo hacer para aterrizar con agilidad y terminó estrellándose contra un contenedor de basura que le torció una pierna en un ángulo anormal y lo arrojó en rebote contra la pared de enfrente, sacándole el aire de los pulmones.
No bien el mundo dejó de girar a su alrededor y su mente se antepuso al dolor, Kaltos se arrastró un poco y se apresuró a ponerse pie, escuchando los terribles crujidos de algunos de sus huesos hechos trizas. Le dolían más las quemaduras, sin embargo. Su ojo izquierdo estaba totalmente perdido y sentía la carne del rostro al rojo vivo. Un sonido en la parte alta del edificio lo hizo levantar la cabeza. Los soldados se asomaron por la ventana que él había saltado y empezaron a ladrar órdenes por sus comunicadores al tiempo que abrieron fuego.
Kaltos echó a correr callejón arriba con una renguera vergonzosa mientras esquivaba las balas. Los callejones estaban cubiertos del sol en su mayoría, pero la luz del cielo continuaba alumbrándolo todo y entorpecía su visión, que se ponía borrosa a ratos. Podía escuchar los chirridos frenéticos de las llantas quemando caucho contra el asfalto en las calles alrededor de los callejones y la detonación continua de los rifles de asalto. Kaltos se topó con varios infectados en el camino que lo dejaron tranquilo luego de acercarse a olerlo. Era una zona altamente contaminada por los susurrantes, pero los humanos eran resilientes y se abrían camino por la fuerza, detonando todo tipo de armamento. Su obstinación por atrapar a Kaltos le hizo a él darse cuenta de lo estúpido que había sido al desdeñar las advertencias de su hermano y no haberle dado más importancia a lo poco que había descubierto en las mentes de los primeros soldados con los que se había topado.
Apretó el paso cuando el helicóptero sobrevoló por encima de él. Más y más infectados le salieron al paso. Kaltos los hizo a un lado con brusquedad antes de que uno de ellos lo embistiera con un gruñido y lo arrojara escaleras abajo en una pequeña cuesta que unía el desnivel de dos calles. Rodó por varios peldaños, expuesto al sol, y el calor abrasador que traspasó la cobertura de su ropa lo hizo gritar. Al legar abajo, se arrastró para cubrirse detrás de la pared de un edificio y se tomó unos segundos para respirar con dificultad, mirando hacia arriba cómo los susurrantes corrían hacia el sonido de los disparos y las aspas de los helicópteros.
-Mierda -masculló él, escupiendo un cúmulo de sangre.
El sol era su principal enemigo, le impedía sobreponerse, le impedía pensar y moverse con libertad. Sentía la sangre hervir dentro de su cuerpo y cómo su sentidos se deterioraban rápidamente. Si no se ponía a resguardo pronto, moriría incinerado en cualquier momento, cuando la cobertura de los edificios se terminara y él quedara a la intemperie.
-¡Carajo! -gritó, echando a renguear de nuevo.
Recorrió el largo de un callejón torcido hasta llegar a una intersección. Su reloj marcaba las tres con treinta y tres minutos. El sol ya estaba descendiendo, pero aún se encontraba lo suficientemente alto para torturar a Kaltos con su imperiosa presencia. Detrás de él, el sonido de las armas se dispersó un poco y eso le dio la esperanza de poder aventajar a los humanos. Los infectados atacaban en hordas y para esas alturas todos estaban corriendo en dirección al caos, pasando de largo a Kaltos tras olerlo un poco y constatar que no les apetecía su ensangrentada presencia.
Se detuvo nuevamente para tallarse los ojos con manos llenas de ampollas y la piel del dorso abierta en flor. La ropa le picaba en muchas zonas de su cuerpo y notó áreas empapadas en sangre. «Solo una hora y media más», pensó, buscando por todos lados un sitio seguro dónde esconderse. Oscurecería pronto, solo debía resistir antes de que los humanos se sobrepusieran a los ataques de los susurrantes y continuaran buscándolo.
El helicóptero volvió a pasar por encima de él, pero Kaltos lo burló escondiéndose debajo de un vehículo abandonado. Ahí fue donde localizó su salvación y la esperanza volvió a palpitar en él. La tapa redonda y oxidada de una alcantarilla al otro lado del callejón pareció sonreírle con sus dibujos torcidos, tallados hacía décadas. Kaltos gateó hasta ella y la retiró con un esfuerzo descomunal, lo que le hizo darse cuenta de lo debilitado que se hallaba. Decenas de cucarachas y otros bichos brotaron de entre la oscuridad y reptaron despavoridos en distintas direcciones. Kaltos echó un último vistazo por encima de su hombro antes de arrojarse dentro del agujero y perderse entre las sombras, donde poco a poco comenzó a recobrar los sentidos, mas no la tranquilidad.
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