1 Susurro
Kaltos abrió los ojos con un sobresalto y se sentó, aspirando una larga bocanada de aire, la primera en más de cuarenta años de reposo. Sabía del tiempo puesto que aunque no lo había vivido de manera consciente, lo había contado entre sueños. Uno a uno, los años se habían sucedido viendo nacer y morir generaciones en una cantidad ridícula de tiempo. La última vez que Kaltos se había levantado hasta antes de decidir que la eternidad era demasiado aburrida para vivirla cada noche despierto, el internet había sido un rumor a voces considerado satanismo por muchos, los celulares habían sido un sueño de las películas de ciencia ficción y los vehículos parecían contenedores de carga.
Ahora todo era distinto... pero de alguna manera se había detenido.
Desde hacía meses que no detectaba actividad cerebral de ningún tipo cerca de él. El silencio, que tanto apreciaba de manera consciente porque lo ayudaba a pensar, se había vuelto tan oscuro y tenebroso como una pesadilla en la inconsciencia de su letargo. Había escuchado voces ocasionalmente; llantos, gritos. Había visto el fuego a través de los ojos de los hombres más cercanos, pero en las marañas torcidas en las que se habían convertido los pensamientos de éstos Kaltos había sido incapaz de ver lo que ocurría.
Al principio lo había creído algo propio de su letargo, después, cuando había dejado de escuchar la vida racional a su alrededor para sumirse en un silencio tenso y hostil, había comenzado a otear más allá del lecho en el que llevaba décadas durmiendo. Hasta que Damus, su hermano, había irrumpido en su mente con esa última advertencia, arrancándolo de tajo del descanso.
Una vez que abrió los ojos, la voz de su hermano se esfumó de los suaves murmullos que permanecieron haciendo eco en su cabeza, dejando en su lugar el silencio endeble del subsuelo de la vieja escuela de música bajo la que Kaltos había decidido dormir sin que nadie lo perturbara. Los roedores, sus únicos compañeros por tanto tiempo, corrieron despavoridos ante sus movimientos, huyendo del maltratado cuerpo sobre el que habían caminado e intentado devorar durante décadas solo para encontrar el sabor de su carne asqueroso.
Todavía confundido por lo abrupto de su despertar, intentó establecer contacto con su hermano a nivel mental, trabajando en normalizar el ritmo de su respiración y aminorar los violentos latidos de su corazón. Pero no solo no podía escuchar más a Damus por ningún lado, sino que tampoco lo sentía.
No cierres los ojos, le había dicho a Kaltos.
Están matándome.
¿Pero quién? ¿Cómo?
Si bien un vampiro sí podía morir pese a que en teoría era inmortal por tratarse de un ser maldito o solamente genéticamente superior a la media humana, eran pocas las maneras con las que algo o alguien podía lastimarlo o quitarle la vida. Damus era fuerte. Era superior que Kaltos en muchos sentidos de habilidad y destreza, y atrás habían dejado ya las épocas en las que la iglesia o sus derivados los habían cazado por considerarlos demoníacos. En los años que se encontraban actualmente, solo la fantasía les daba vida en la imaginación de las personas.
Intentó comunicarse con Damus por varios minutos más, sentado en el sucio hueco lleno de tierra y hierba seca en el que se había convertido el ligero cobertor sobre el que se había recostado cuatro décadas atrás. Nadie había bajado a esa zona del sótano en mucho tiempo. Tal vez los nuevos adquisidores del conservatorio de música ni siquiera sabían que existía.
Se puso de pie con piernas torpes, ayudándose con la pared. Se sentía débil y atontado, pero su visión continuaba siendo perfecta en la oscuridad y rápidamente se aclaró para permitirle analizar el pequeño cuarto de tres por tres metros en el que estaba encerrado. Las ratas desde hacía rato que se habían ocultado entre los hoyos que ellas mismas habían cavado. Los únicos valientes que permanecían imperturbables eran los insectos. Docenas de arañas habían extendido sus telarañas a lo largo del bajo techo, formando arcos y figuras geométricas perfectas que Kaltos destruyó cuando echó a andar.
Damus seguía en silencio. La gente a su alrededor estaba en silencio. Kaltos intentó extender su percepción psíquica más allá de las gruesas paredes del conservatorio, pero solo logró amplificar un poco su aguda capacidad auditiva. No tenía idea de la hora. Quizás era de madrugada. Todo estaba tan tranquilo que el menor de los sonidos, aun debajo del sótano, sonaba como una orquesta en sus recién despertados sentidos.
«Damus... —pensó, llamándolo de esa forma—. Desperté como querías. ¿Dónde carajo estás?».
En ningún lado. La presencia de su hermano era tan espectral como un suspiro en ese momento. El miedo embargó a Kaltos entonces. Lo apresuró a encontrar la portezuela tapiada en una esquina para tirar de ella con toda su fuerza antes de recordar que se abría hacia afuera, así que empujó. Cuarenta años sin probar una sola gota de sangre lo habían reducido a un esperpento delgado y mohoso del que colgaban jirones de ropa que los roedores habían rasgado, defecado y orinado tantas veces que era increíble que aún hubiera algo en torno a su cuerpo. Debía lucir espantoso.
El ruido de la portezuela al abrirse fue estremecedor. Kaltos no pudo evitar poner una mueca y se llevó las manos a los oídos, lamentando el estruendo. Después salió, tambaleándose. Recordaba el sótano del conservatorio, lleno de muebles y cachivaches cubiertos con gruesas telas que en mejores tiempos habían sido blancas. Las siluetas de las harpas descompuestas eran las más notorias, también las anaqueleras cubiertas de objetos olvidados o requisados a los rebeldes estudiantes. De no haber tenido la urgencia de averiguar lo que sucedía en la superficie y con su hermano, Kaltos habría gastado algunos minutos en observarlo todo. Necesitaba nutrir su mente además de sus sentidos, recuperar el conocimiento que había dejado en pausa y que no había podido absorber enteramente de los humanos que habían asistido al conservatorio.
«Damus —insistió dentro de su mente—. ¿Damus, qué sucede?».
A diferencia suya, su hermano jamás se habría aburrido de la monotonía de la eternidad y nunca habría optado por ocultarse del tiempo. Damus era mucho más valiente que él; había enfrentado la maldición de la oscuridad con la cabeza en alto y la excitación de un niño conociendo nuevos horizontes. Su súbita desaparición justificaba todos los temores de Kaltos. No podía evitar que su mente se inclinara hacia las peores posibilidades y obligaba a sus piernas a moverse más rápido, desplazándose entre tambaleos propios de uno de esos muertos vivientes de las ficciones.
Subió las escaleras de piedra que conectaban el sótano con la primera planta del conservatorio tan rápido como le fue posible. La puerta estaba cerrada, pero no fue problema para él forzar la perilla a girar hasta que el chasquido la desintegró entre sus dedos. Al abrirse, las bisagras rechinaron y dispararon un chirrido largo y agudo a lo largo de un amplio pasillo de concreto, piedra y cerámica. El olor a encerrado superaba el de la madera.
Kaltos oteó entre la oscuridad como un lobo hambriento. La luz estaba apagada. Las cámaras de seguridad, ubicadas en distintos puntos estratégicos, no funcionaban. Sus foquillos rojos, que Kaltos tantas veces había visto a través de los ojos de los guardias nocturnos, estaban fundidos.
Dio el primer paso fuera del sótano con cuidado, insistiendo en establecer la conexión mental con su hermano, lo que no solo era imposible, sino agotador. Damus estaba completamente cerrado para él como no lo había estado ni siquiera cuando Kaltos había tocado lo más profundo de su sueño, un par de décadas atrás. Sus piernas rápidamente cobraron solidez y comenzaron a caminar con más entereza. Miró su silueta alta y delgada levemente reflejada en los vidrios de los oscuros salones de clases y el brillo anormal de sus ojos castaños, que en esas condiciones lucían ambarinos. Conservaba el cabello corto porque no era su voluntad que creciera, y los hombros anchos, aunque el cuerpo flaco y desgarbado por el hambre.
Le pesaba reconocer que Damus lo había despertado en el momento correcto, pocos años antes de que el hambre lo hubiera traído de regreso a la consciencia convertido en poco menos que un esqueleto desesperado por sorber sangre. Entonces le habría sido difícil moverse como lo hacía en ese instante.
Alcanzó la puerta en forma de arco y hoja doble ubicada al final del elegante pero desatendido corredor, y miró a través de los cristales. El patio estaba vacío. Las lámparas también apagadas. La oscuridad se extendía con gruesas sombras proyectadas por los árboles y los helechos que iniciaban las jardineras. Notó también hectáreas interminables de pasto sin cortar que fácilmente podría llegarle a las rodillas y frunció el ceño.
Tomó la palanqueta que fungía de perilla en la hermosa puerta de madera antigua y tiró hacia abajo para también destruir el mecanismo de seguridad. Al abrirse, una corriente de aire fresco le dio en la cara y revolvió las tiras de ropa que le colgaban del cuerpo; algunas incluso terminaron por desprenderse y volaron con suavidad hacia el suelo. Kaltos no le dio importancia a su semi desnudez y salió. Uno de sus pies estaba descalzo, su planta desnuda sintió con alivio la frialdad de la piedra y una oleada de satisfacción le recorrió el cuerpo.
Alcanzó así los peldaños de la escalinata de piedra tallada, deteniéndose por momentos a observar la tranquilidad del pequeño bosque que conformaba el patio del conservatorio bajo un cielo nocturno que coloreaba de amarillo el horizonte y ascendía en gradiente de tonalidades rojizas, camuflando las estrellas y pintando la luna de un dorado difuso. Había mucha tranquilidad. Tanta que incluso un cazador experimentado como Kaltos se sentía inseguro.
En los pocos y frenéticos pensamientos que había logrado captar de los últimos humanos que había percibido a su alrededor, ya algunos meses atrás, no había logrado entender mucho de lo que estaba ocurriendo. Lo había creído algún nuevo conflicto político que había derivado en otra nueva guerra, como muchas otras que había vivido ya en calidad de observador. Ninguna, sin embargo, había llegado al grado de silenciar a la humanidad de esa forma.
«Damus —llamó con su mente cuando descendió la escalinata y se condujo por el centro del camino de piedra, pasando de largo una fuente seca y cubierta de hojas que era coronada por dos curiosos querubines que secreteaban entre ellos—. Estoy despierto».
Y también desorientado y molesto. Damus había jurado que el día que Kaltos decidiera romper con su absurdo sueño que injustamente había tildado de berrinche, estaría esperándolo ahí, frente a la puerta del conservatorio.
—Carajo, Damus —masculló, escuchando los estragos del desuso en su voz.
Recorrió el largo del patio en pocos minutos hasta detenerse frente a una reja negra de varillas torcidas con adornos dorados. La calle al otro lado era una glorieta cerrada y rodeada de casas de un aspecto similar al del conservatorio. Kaltos sujetó las rejas con ambas manos e inspeccionó entre los vehículos perfectamente aparcados frente a las aceras, los jardines también descuidados y las muchas pertenencias abandonadas en medio de la calle. Podía escuchar el susurro suave y melódico de la noche, pero no el zumbido característico de la vida humana. Ese parecía tan apagado como la oscuridad que contorneaba los rincones entre las casas.
Suspiró, despejando sus pulmones del aire viciado que había respirado incansablemente en el subsuelo del sótano, y decidió escalar para brincar la reja al no sentirse lo suficientemente fuerte para forzar la gruesa cadena que habían enrollado en la parte central de la verja. Al caer al otro lado, trastabillando un poco, el panorama se amplió como si se hubiera abierto el candado a un mundo nuevo, a uno donde él en verdad pertenecía por su naturaleza maldita, pero que no le gustaba en lo absoluto.
Sin importar la hora de la noche, la ausencia de gente era por sí misma siniestra.
No sabía en qué tipo de infierno había despertado, pero la sensación de que estaba a punto de averiguarlo era tan o más inquietante que aquella que le estrujaba las entrañas por la ausencia de su hermano.
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