20. El origen de Don Quijote
No se veía ni se oía nada. El silencio reinaba en el ambiente, daba la sensación de que alguien me estuviera observando desde las sombras, pero lo retiré de mi mente cuando pensé que era mi imaginación jugándome malas pesadas por encontrarme de cara a la oscuridad.
Empecé a caminar sin ninguna señal que me guiara hacia un camino. Cada paso que daba, resonaba en todo aquel espacio negro que me envolvía. Seguí andando sin rumbo, hasta que, al final, había una luz blanca, con la curiosidad despierta en mi interior me dirigí cuidadosamente hacia ella. Cuando llegué, el color se expandió con rapidez absorbiendo las tinieblas de las que me encontraba atrapada, dejando tras de sí un nuevo desconcierto en mí.
Lo único que tenía claro era que estaba yendo a alguna vida pasada. Daniel me dijo que todos habíamos tenido anteriormente, algunos más que otros, pero solo los "conscientes" teníamos la capacidad de recordarlo mientras lo soñábamos. También, que eso nos hacía crecer y cambiar conforme aprendíamos, pero si era así, ¿Qué sentido tenía volverlas a vivir? ¿Acaso había cosas que no quedaron resueltas? Cada vida volvemos con una misión diferente me comentó al final. ¿Cuál sería la mía? Eso me recordaba al significado con la espiral, estaba estrechamente relacionada con todo esto.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
No se escuchaba ningún ruido alrededor ni se veía nada diferente. Esa blancura hacía que tuviera que entrecerrar los ojos para evitar que me lloraran, mis ojos eran sensibles a la luz. Poco a poco, el ambiente fue convirtiéndose en una calle amplia y de una época antigua. Daba la sensación de que tenía unas gafas 3D que me hacía sumergirme en una película de tiempo atrás.
La gente corría alegremente por la calle de un mercado, algunos miraban con atención los productos, mientras que otros conversaban. Se notaba la diferencia entre una clase social y otra, porque los colores estaban apagados y oscuros, en cambio, otros eran llamativos y llenos de vida. Cuánto más alta era el estatus social del hombre, más capas de ropa tenía, además de una corona o sombrero elegante; los que se encontraban en el más bajo tenían ropa y sombrero sencillo. En cambio, las mujeres de clase inferior, un vestido de un color con un delantal y una tela que le tapaba el cabello; las que tenían más riqueza poseían llevaban grandes vestidos de muchos colores vivos y, al igual que los hombres, un sombrero elegante.
—¡Gina! ¡Recuerda de llevarle los lápices a Leonardo! —escuché que alguien me decía cerca de mi oído y poniéndome una mano en el hombro—. Los tienes en el bolsillo del delantal —me contestó al ver que me quedaba parada.
—Y tú eres... —entrecerré los ojos confusa.
—¿Quién soy? —sus ojos se hicieron más grandes ante la sorpresa—. Soy Eros, el amigo de Miguel de Cervantes. Necesitaba un cochero, así que aquí me ves —sonrió encogiéndose de hombros—. Hace mucho tiempo que no venimos a visitar a Da Vinci —continuó—. Se rumorea que está enfermando —se puso una mano en medio de la boca. habló en voz baja para que nadie más lo oyera.
El ruido de la gente se oía de fondo. Tres niños y dos niñas jugaban corriendo por el mercado sin mirar por donde iban, las personas debían apartarse para no chocar con ellos, alguno les llamaba la atención. Se escuchaba las voces de las personas haciendo ofertas de sus productos para ganarse a sus posibles clientes. Había bastante multitud en el mercado, se amontonaban por las tiendas. Se podía ver algún gato callejero paseando tranquilamente entre la gente.
Hacía un perfecto día de primavera. Los pájaros cantaban alegremente acompañando el tiempo; algunos estaban posados en las ramas de los árboles que rodeaba al mercadillo y la calle en general, otros volaban con seguridad por encima de la cabeza de Eros y mía hacia un lugar marcado. Pintado de un azul claro, el cielo alegraba el día con libertad, las nubes no tapaban ningún rincón de aquel mar. El sol resplandecía orgulloso por sí solo, transmitiendo su calidez hacia nosotros.
El chico que tenía enfrente se le veía joven y simpático. Tenía el pelo que me recordaba a la ceniza, peinado hacia un lado. Una perfecta dentadura asomaba tras su sonrisa. Sus ojos grises expresaban tranquilidad y amabilidad, me recordaban al hombre del sueño donde me apareció el individuo de la túnica negra. No me había fijado antes, pero tenía una especie de sumerio que hacía juego con su pelo, junto con un abrigo amplio azul claro, unas medias oscuras, y unos zapatos que hacían juego con el abrigo. Tenía una mezcla de apariencia elegante y divertida. Sentí un buen presentimiento de él.
Me enfoqué en la conversación. Decidí seguir con el juego.
—Oh ¿en serio? —pude apenas decir. Alguien me interrumpió.
Me giré. Era una chica joven y parecía una sirvienta de algún sitio lujurioso. Pese a que tenía algún trozo de suciedad en su vestido mostaza, el delantal blanco se mostraba en buenas condiciones. Debían tratarlos bien.
—¿Qué esperas? Ves a darle los lápices a Leonardo —me advirtió presionándome sin mirarme mientras estaba limpiando el suelo del pasillo de la entrada de una casa.
La casa parecía grande. Al menos, por fuera era de una mezcla de rosado y rojizo. Entre cada arco había una ventana con flores que tenían un buen aspecto. Debía vivir personas de mediana o alta clase en ella; los colores, la construcción y el tamaño lo delataban.
La chica con pelo rojizo recogido en un moño y cinta blanca estaba justo en la parte derecha de la entrada de la casa. Era tranquila, pero podía ver su enfado en el fondo de sus ojos, continuaba esperando a que hiciera lo que me había pedido.
—¡Ahora voy! —le contesté corriendo sujetando mi delantal para que no cayeran los lápices.
Me despedí apresuradamente de Eros que me dedicó una sonrisa, para luego, correr como si mi vida me fuese en ello a entregar el pedido. Noté que mi vestido de sirvienta se las arreglaba para complicarme el camino con cada paso que daba. Sin casi respiración, llegué a la sala de Leonardo. Una pequeña y oscura habitación apareció delante de mis ojos, del cual, en las paredes había colgados cuadros, algunos planos y en el fondo, una gran mesa de trabajo junto con un caballete. Leonardo estaba situada al lado izquierdo de la entrada, así que fue fácil encontrarlo.
Justo cuando entré, Leonardo algo mayor, estaba hablando con otro chico joven que tenía el mismo aspecto en cuanto a ropa se refería que Eros, con la diferencia que, su abrigo era verde y hacía juego con sus ojos, bonitos era lo menos que se podía decir. El pelo lo tenía como el otoño y liso. Leonardo, en cambio, tenía el abrigo rojizo, el sumerio era negro y el resto de la ropa marrón. Se le notaba la barba que le había ido creciendo con los años y por el estrés de su trabajo, aunque aún no era una persona de la tercera edad. No se dieron cuenta de mi presencia. Estaban concentrados en su conversación.
—Señor, le traigo sus lápices—comenté disculpándome dejándolos en la mesa de trabajo. Los dos se callaron y se giraron.
—Por favor, no me gusta esa palabra. Llámame Leonardo —le restó importancia con la mano. Sonreía. De hecho, los dos lo hacían.
—Como quiera, Leonardo —sonreí de vuelta disculpándome. volvieron a la conversación—. Siento haber interferido en vuestra conversación —suspiré bajando la vista.
Hubo un silencio que duró unos segundos.
Unos pasos se acercaron hacia donde estaba, pero no podía ver nada, esperaba las instrucciones. Escuché unos pasos firmes y tranquilos acercarse a mí. Diferencié unos pantalones y zapatos marrones, sabiendo al momento de que se trataba de Leonardo.
—No te preocupes. No quiero que mires al suelo, que seas una sirvienta no quiere decir que estés por debajo de mí —hice lo que me pidió. Sus ojos expresaban una mezcla de alegría y cansancio contenido—. Aquí todos somos familia, y, por tanto, iguales —me extendió el brazo y lo acepté—. Si necesitas cualquier cosa, no dudes en pedírmelo, ¿De acuerdo? —añadió con voz entrecortada. Tosió un poco y se puso la mano en la boca.
—Como deseé, Leonardo —hice una reverencia aceptado lo que me había dicho —. ¿Hay algo más que quiera?
Leonardo ya se había vuelto hacia donde estaba el chico que lo acompañaba. Este nos miraba con cierta curiosidad e impaciencia por acabar la conversación que quedó a medias.
—Por ahora no, si necesito algo te lo haré saber —volvió la cabeza para echarme un último vistazo —. Puedes retirarte —se despidió sonriendo. Tosió.
Hice una reverencia. Pude ver como volvieron a lo que estaban hablando, que, fuera lo que fuera, debía ser de un tema importante. Tal vez, sobre alguno de sus cuadros por la expresión que tenían en los rostros. Tenía curiosidad por saber de qué trataría, pero eso sería meterse en los asuntos de los demás, y, además, una sirvienta no tenía que escuchar esas cosas.
Salí de la sala de Leonardo para sentarme al lado de la chica pelirroja. Limpiaba alegremente el poco polvo que había entre las plantas del exterior de la casa. Su energía y entusiasmo me recordaban mucho a Emily, siendo de otra época era imposible que fuera ella. ¿Quién dice que esa chica, en esa vida, hubiera tenido el espíritu de mi amiga?
Si en cada una de ellas, nacíamos con una misión diferente, ¿Cuáles habían sido las mías en las anteriores? ¿Qué tenía que hacer? La persona encapuchada me había dicho que no podía escapar de mi destino, ¿Acaso todo lo que iba a pasar, estaba predestinado a que sucediera y no podría hacer nada? No podía ser así, sino, ¿Qué iba a hacer? Si seguía apareciendo, tal y como parecía, ¿Cómo es que no me vi desaparecer en La sala de seguridad? Algo no cuadraba en todo esto.
Mi mente volvió a esta vida. Sentía curiosidad por saber de qué estaría hablando Leonardo con su invitado. Eros me había comentado que corrían rumores acerca de que Leonardo estaba enfermo, la verdad es que lo había visto toser. Si pasaba algo podría oírlo perfectamente, ya que estaba enfrente.
Una mujer más mayor que Leonardo, vestida como una auténtica reina con un sombrero que tenía parecido a la concha espiral de un caracol, recogía su pelo castaño oscuro. Llevaba una camiseta que apenas se la veía de rayas blancas y doradas, debajo de su vestido medio visto de plumas azul zafiro. Iba contenta con sus mejillas rojizas, y sus ojos penetrantes de color café dejaban entrever cierta tristeza, pero sonreían a la vez. Se mantenía con la cabeza alta, sin aires de superioridad, sino más bien de seguridad en sí misma.
—Buenos días, Diana y Gina —nos miró con ternura pese que estaba concentrada en algo. No se paró.
—Buenos días, Caterina —contestamos al unísono sonriéndole mientras teníamos cada una un trapo y limpiábamos el suelo.
Entró en la sala de trabajo de Leonardo. Se podía ver perfectamente el interior, ya que no había una puerta, sino un arco. Leonardo continuaba hablando con su invitado, pero al darse cuenta de que había alguien más, se calló y se giró. Abrazó a la señora que acaba de llegar a la sala.
—Buenos días, madre —saludó Lorenzo mientras dejaba de abrazar para mirarla a los ojos.
—Buenos días, Lorenzo, hijo mío —le puso las manos en la cara con dulzura mientras sonreía.
Se hizo un silencio.
—¿Cómo es que se la ve tan contenta? —pregunté a Diana con curiosidad mientras seguíamos limpiando el suelo.
—Leonardo acabó hoy de pintar a su madre de joven —fue alternando su mirada entre la estancia y yo—. La ha llamado: La Gioconda —susurró con voz misteriosa.
Se empezó a escuchar un ruido que provenía de la estancia. Leonardo sacó un plástico que ocultaba la obra que había acabado, y la quitó como si de un truco de magia se tratase. El chico de los ojos verdes, Lorenzo, le había estado escuchando hacía un rato, y la madre de Leonardo estaban contemplando la obra. Por la cara, quedaron satisfechos.
—Debería dejarme exponer su obra en mi exposición —Lorenzo tenía un dedo en la barbilla—. Estoy seguro que a la gente le encantará —sonrió asintiendo.
—Mi hijo, te ha quedado precioso —le sonrío con ternura.
Leonardo se quedó en silencio unos segundos.
—Sería una oportunidad —tosió casi silenciosamente y se limpió con un trozo de papel—. Gracias mamá —sonrío orgulloso.
Llamadas por la curiosidad, Diana y yo nos quedamos escuchando la escena, a la vez que hacíamos ver que limpiábamos.
Se escuchó un ruido.
—¿Cuál oportunidad? —dijo alguien. Una masculina y algo mayor. Todos los presentes nos giramos para saber quién era.
Detrás de nosotras estaban Eros que me sonrío amigablemente en cuanto me vio, y Miguel de cervantes con sus apuntes en la mano derecha, preparado para cualquier ocasión del que pudiera surgirle la inspiración para otra historia. Eros y Miguel saludaron a los de la sala. Volvimos a nuestro deber.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Leonardo entrecortado. Estaba enfermo, sin duda—. Acabo de vender una obra a este chico —señaló sonriéndole. Se le notaba exhausto.
—Bien... Algo cansados —contestó Miguel de cervantes mirando a Eros en busca de complicidad—. ¡Eso es fantástico amigo! —le dio unas palmadas en el hombro derecho.
—¿Cómo están chicas? —Eros se sacó el sumerio en señal de saludo. Las dos reímos.
—Eros, ¿Coqueteando ya? —Miguel le sonrío con picardía y cierto enfado. Volvimos a reír las dos. Eros se sonrojó ligeramente, pero no por ello dejó de mirarnos con sus ojos amables.
Continuaron conversando entre ellos mientras nosotras empezábamos a limpiar las ventanas entre los dos primeros arcos. Daba la sensación de que era una conversación entretenida. Cada vez iban levantando más la voz. Tenía ganas de darme un descanso y unirme a ellos, por desgracia, eso no nos estaba permitido.
—Molinos... muchos molinos... —soltó de repente Leonardo ido. Los que estaban con él se giraron confusos, no tenía ningún sentido sus palabras. Nosotras nos acercamos por si necesitaba algo.
—Hijo, ¿Estás bien? —le tocó la frente que efectivamente estaba ardiendo—. Tiene fiebre —respondió para el resto con voz preocupada.
Diana y yo nos juntamos con el resto. Estábamos perplejas ante lo que sucedía, Leonardo parecía un loco ahora mismo.
—¿Hay algo que podamos hacer, señora? —preguntó Diana intercambiando la mirada entre Leonardo y ella.
Se hizo un silencio.
—Necesitamos un médico —suspiró con tristeza.
—Enemigos...Molinos...—continuó. Se desmayó.
Diana salió en busca de un médico, no fue muy lejos.
Se empezó a escuchar el ruido de unos cocheros.
—Sancho —Señaló con medio dedo a Miguel en la barriga—. Dulcinea —esta vez el índice estaba puesto en ella. Al momento cerró los ojos. Dejó de respirar.
Se oyó el ruido de los cocheros más cerca.
—Se me acaba de ocurrir una idea para una historia —murmuró. Nadie lo pudo oír. Apenas lo escuché yo.
—¿Leonardo? —se acercó su madre en busca de vida sin éxito—. Diana, es tarde —comunicó levantando la voz para que la pudiera escuchar mientras las primeras lágrimas caían por sus mejillas. Ella volvió a juntarse con todos los demás.
Llegaron unas personas que parecían ser los policías de aquella época. Cogieron al momento a Miguel y se lo llevaron dentro de un coche. La gente se amontonó a ver qué sucedía. Entre ellos, había uno que me sonaba de algo. Daniel. Quedaba camuflado entre los demás. Su cara era lo único que percibía.
—¿Qué pasa? —comentó sorprendido intentando ver la reacción de los demás que también estábamos igual.
—Una persona nos ha comentado que le ha visto darle algo a Leonardo —lo miró fijamente—. Está acusado de asesinato, Miguel —añadió mientras lo metía en el coche—. Va a ir a la cárcel y va a pasar una larga temporada —cerró las puertas del cochero. Enseguida les perdimos la vista.
Los policías encendieron los motores de los cocheros y se fueron. Las personas que se habían quedado a contemplar le escena, se retiraron hasta que quedó todo vacío. Daniel ya no estaba.
La imagen de la escena se fue desvaneciendo poco a poco. En un abrir y cerrar de ojos se volvió todo oscuro de nuevo. No había nadie conmigo, pero sentí una presencia. ¿Dónde iría ahora?
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