12. Alucinaciones
—¿Hola? —pregunté a la nada.
Un golpe. Noté algo fresco en el rostro, a la misma vez que una cosa caía suavemente de mi frente. Cuando me fijé mejor, me di cuenta de que mi cuerpo quedaba reflejado y supe qué era: Un cristal.
No veía nada, y, aun así, lo podía sentir. Atrapada entre dos mundos. Desde luego, el teletransporte al despertar resultaba ser curioso. La intuición me advertía que no debía cruzar, pero no me quedaba otra opción, sino no podría salir.
Un par de ojos me observaban desde algún punto de las tinieblas en las que me encontraba presa. Me giré. Pensé que sería mi imaginación, puesto que diría que vi unos rojos llenos de astucia y maldad. Prestaba atención a mi movimiento de verme en el espejo. Duró unos segundos y desapareció entre las sombras, pero aquella incomodidad que me hizo sentir en su presencia no se desvanecía.
Toqué con la mano el material. Unas chispas azules saltaron y rodearon mi extremidad. Me sobresalté. ¿Qué era eso? El cristal parecía contener magia en su interior, del cual, desconocía su origen. Por alguna razón, me vi atraída hacia eso. Palpé más. Toda aquella pared había aparecido, de repente, ante mí, como si la hubiera atravesado. Podía ver todo mi cuerpo envuelto de aquellas chispas azul eléctrico, y a la vez, presenciar cómo se adueñaba de mi cuerpo. Lo extraño fue que me absorbió el brazo, y, antes de que me diera cuenta, perdí el equilibrio, viajando a lo desconocido. O eso creía. Las luces cian desaparecieron por todos los lados.
Cerré los ojos ante el temor de lo que podría encontrarme. Aun así, continuaba sintiéndome observada en algún rincón del sitio en que había llegado a aparecer. ¿Mi corazón sabía dónde necesitaba dirigirme?
—¿Hay alguien? —pregunté con voz nerviosa.
Abrí los ojos.
Lo primero que destacaba, es que era un sitio pequeño, aunque acogedor. Las paredes, coloreadas de un rojo rubí como los diamantes, ayudaban a que este pequeño sitio cobrara más vida y alegría. Vi que había muebles para dar de comer a mucha gente: fogones, encimeras, hornos, armarios, nevera, y, un congelador. Efectivamente, me encontraba en una cocina. De alguna manera, me resultaba familiar. ¿Dónde había ido a parar? Por suerte, estaba todo apagado, nada más faltaría que hubiera algo en marcha y se incendiaria todo esto. Lo cual agradecía, ya que, sino acabaría en llamas porque cocinar no era lo mío.
Estaba bien intentar encontrar algo de humor en todo esto, tantas cosas raras me sucedían desde que tuve aquel primer sueño, que, si no lo hiciera, acabaría teniendo algún problema mental. Había que mirar las cosas boca abajo, quitar algo de hierro al asunto. Siendo sincera conmigo misma, me costaba. No tenía esa facilidad como Emily, pero quería parecerme en ella en ese sentido.
Me quedé en silencio escuchando a mi alrededor. Había algo en el ambiente que no me gustaba. Sentía que algo maligno me estaba observando. Como si hubiera en algún rincón, escondido, un cazador fijándose en los movimientos y los gestos de su presa, esperando el mejor momento para abalanzarse sobre ella.
Tragué saliva. Me dije a mi misma que me debía tranquilizar, así que empecé a utilizar la técnica de relajación, inhalando y exhalando desde el estómago. Pasaron unos segundos hasta que conseguí estar mejor, pese a que mi corazón se rebelaba, haciendo que de vez en cuando, los latidos fueran irregulares.
Abrí la puerta.
Delante de mí, había un gran comedor con variedad de comidas hechas, listas para saborearlas. No me hizo falta nada más para reconocer el lugar: La universidad. Lo curioso era que, no había nadie, ni un alma. ¿Dónde había ido la gente? Alguna relación tendría con el destello que vi en el castillo, la túnica negra y la persona encapuchada. Demasiadas cosas.
Más allá, estaban las mesas. Entre ellas, localicé la mesa que nos sentamos el primer día de carrera David, Emily y yo, y, desde entonces, buscábamos la nuestra. También, era la misma con la que habíamos conocido a Víctor, el jugador de baloncesto que, precisamente, no era lo suyo. Apenas habían sido dos días, pero no pude evitar sonreír de nostalgia.
La pared rojiza era brillante, juraría que esta vez tenía un color más sangriento y oscuro. Las columnas que había visto que eran puras, estaban ligeramente más apagadas. Algunas luces dejaron de funcionar, mientras que otras, luchaban por mantener su calidez, ayudando a iluminar las partes oscuras.
Me puse a pensar en los viajes que hacía cuando despertaba. Parecía que este acontecimiento, sucedía cuando iba de un mundo a otro, y, por tanto, la espiral me indicaba si era hora de ir al Castillo de Morfeo, o, a La universidad. ¿Me estaría diciendo el futuro de algún modo? ¿Un viaje espacio–tiempo? Podía ser. ¿Cómo era posible? ¿Querían mostrarme algo?
El miedo empezó a controlar mi cuerpo. Para que todo volviera a ser igual, o regresar al Castillo de Morfeo, solo podía seguir adelante. Tenía que ser valiente, quería serlo, pero una de las emociones básicas me lo impedía. Mi corazón me susurraba que debía de presenciar algo. Caminé hacia el pasillo donde conocí a David. El primer día de universidad, justo después de que hablara con Mar y se dejara su almuerzo. Ese primer momento, pensé que era una excusa para escuchar la conversación. Fue justo al día siguiente en que, de la noche a la mañana, cambió todo.
Cuando llegué al corredor, me invadió una sensación de soledad. Ver todo aquel espacio, tan vacío, sin la gente, era sombrío. Era increíble lo que podía cambiar un mismo sitio con tan poco. No entendía por qué estaba pasando todo esto. Nadie más se le había aparecido la persona encapuchada, los cuervos o el individuo de la túnica negra. Cada uno de ellos, me hacía sentir lo opuesto del otro. Sin saber quién se escondía debajo de la capucha y de la máscara, dos seres desconocidos, uno me provocaba temor, haciendo que mi mente quisiera protegerse ante cualquier posible peligro. El otro, por razones que desconocía, me ayudaba a entrar en un estado de paz.
Las luces que quedaban, parpadearon amenazadoras con dejarme a oscuras durante unos segundos. Mi corazón dio un vuelco.
Miré la entrada. Nada. Giré la cabeza hacia el largo pasillo que se extendía hasta más allá de donde me alcanzaba la vista. Silencio. Algo me llamó la atención de la pared más próxima al comedor.
Me acerqué con cuidado. El sentimiento de sentirme observada no se desvanecía. Antes, la grieta apenas se veía. Ahora había crecido hasta un cuarto por todos los lugares. No me fijé bien en todo el tiempo que llevaba aquí, igual que en El castillo de Morfeo. Las similitudes entre los dos lados eran evidentes. ¿Qué pasaría cuando la grieta se completase?
Las luces restantes petaron, dejándome a solas con las tinieblas que me acechaban. Me tiré al suelo para intentar evitar que me dieran los trozos de cristal que habían caído al suelo.
Me levanté y me sacudí el polvo de los pantalones. Me daba mucho asco cuando se me pegaba en la ropa.
Noté que alguien me miraba fijamente.
Me di la vuelta. El pasillo estaba oscuro, pero se apreciaba a una persona encapuchada en el centro, casi escondida entre las sombras. Apenas había una minúscula luz detrás. Inquietante era lo menos que podía decir.
—Vas a retrasar lo inevitable —anunció señalándome con rabia—. Está predestinado. Lo que tenga que ser, será —sentenció moviendo su brazo.
Chasqueó los dedos. Tan simple como eso. Un cuervo apareció desde el otro lado. Al verme, graznó de forma amenazante y abrió sus alas, preparado para el ataque. Me agaché justo en el momento en que me pasó por encima. Una de sus plumas, la noté en el cabello. Me había rozado.
—¿Crees que puedes evitar lo que está por pasar? —giró su cabeza hacia donde me encontraba. Tragué saliva.
Movió el brazo a mi dirección. Se notó un ligero temblor en el suelo. ¿Qué estaba pasando? Miré hacia la persona encapuchada, pero ya no estaba. Había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Esa sensación fue creciendo rápidamente. Algo se iba a venir abajo.
En la pared que se situaba a mi lado, la grieta quería unirse a las demás para completarse. En el momento que esta lo logró, se escuchó un ruido. En el fondo, se podía ver como el suelo se iba cayendo a trozos. Corrí con todas mis fuerzas intentando apoyarme en algo. Noté que los pies daban con algo que me ayudaba a mantenerme en pie, aparte de eso, me envolvía la oscuridad. El esfuerzo fue en vano. No pude sujetarme a nada, y, cuando empecé a caer al vacío, sonó un timbre.
—¡Para! —grité poniendo ambas manos sobre mi cabeza.
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