Capitulo extra: Todas nuestras neurosis son sustitutos del sufrimiento legítimo
"No pude sanar mi ser con mi hacer. Ser quien soy es lo único que importa".
John Bradshaw, Homecoming: Reclaiming and Championing Your Inner Child
En un día radiante, el sol irradia sobre los suelos terrestres con un brillo aún más intenso que en días anteriores, en medio de un cálido verano del veinticuatro de marzo. Mientras el conductor guía el enorme auto dorado, Helena observa cómo las calles desfilan una tras otra.
Una iglesia enorme obstaculiza su vista, proyectándose sobre el sol. Al instante, sus ojos se cristalizan, como si algún recuerdo se asomara en su mente.
—Señorita, en unos minutos llegamos. Hay mucho tráfico —comunica el conductor.
—Está bien... no hay muchos apuros —responde Helena, mientras se relaja en el asiento.
—Generalmente usted siempre me apura. —El conductor mueve la cabeza en un gesto de arrepentimiento por lo dicho.
—Supongo que a veces no soy yo. —Helena sonríe, observando cómo dejan atrás la gran iglesia.El viaje no se hace mucho más largo, aunque sí incómodo. El silencio que perdura en el auto es palpable, como si estuvieran en un recorrido fúnebre. Finalmente, el coche se estaciona frente a una pequeña casa.
—Nos vemos en un rato. —Saluda Helena al conductor y se baja del auto.Su mirada se fija en esa casa, que se alza ante ella como un hogar imponente. Tras dar un fuerte trago de saliva y nerviosismo, toca el timbre dorado a un lado de la puerta.<<Dios, por favor que le haya dado un paro cardíaco>>, piensa Helena, aunque finalmente la puerta se abre.
—Hola, Helena, creí que no ibas a llegar —saluda una mujer que sale de la casa, con una vestimenta elegante y un moño recogido con una horquilla.
—Supongo que la salud mental se hace esperar... —responde Helena, mostrando una sonrisa algo tensa.
Otro de esos silencios incómodos característicos del día se presenta, aunque se interrumpe cuando las dos mujeres entran a la casa.
—Bueno, si no me confundo, te dio mi contacto Martín —dice, mientras toma asiento.Antes de entrar, Helena se percata de todos los libros que tiene la mujer; su sala de estar parece más una biblioteca. Aunque al menos tiene un sillón de cuero marrón bastante cómodo, iluminado por unas enormes ventanas con cortinas de encaje.
—Sí, es mi representante —responde Helena, mirando a su alrededor, observando los tapices y la gran mesa de madera que se asoma en la otra habitación.
—Bueno, me imagino que te hablo de mí. Me llamo Laura y tengo 34 años —dice la terapeuta, gesticulando con su rostro y manos—. Ahora lo importante, ¿cómo estás?
Helena ignora todos sus dichos, concentrándose únicamente en el olor a vainilla y todos los detalles del recinto hogareño, hasta que hace la última pregunta.
—¿Qué? —Su mirada pasa de enfocarse en los detalles del lugar a mirar con fijación a la terapeuta—. Estoy bien.
—¿Por qué dudas? —La mujer se pone unos lentes y luego entrelaza sus dedos sobre sus piernas.
—No dudo, estoy pasando por mi mejor momento profesional —responde Helena, con su mirada fija y perpleja.
La mujer comienza a anotar cosas en su libreta, mientras Helena, ahora un poco más insegura, lleva un mechón de cabello por detrás de las orejas y se sienta un poco más al borde del sillón.
—Creí que sabes que tuviste un inconveniente con una fanática... por intentar abrazarte.
—Realmente no me gustan los abrazos, y además me dijo que oraba por mi salud todos los días —dice Helena, con las cejas fruncidas y aumentando el tono de su voz—. No necesito al estúpido Jesucristo.
Al instante, Helena nota cómo su tono aumenta, sus manos hacen movimientos un poco más bruscos y arruga su nariz. Intenta revertir todo eso, pero ya se siente expuesta.
—¿Tuviste inconvenientes con la religión? Mencionas que tampoco te gustan los abrazos, ¿alguna vez sucedió algo negativo relacionado con ello? —pregunta la mujer, tomando uno de los vasos con agua que están en la mesita de cristal frente a ellas.
—No tengo problemas con Dios, quizás que yo quiero brillar tanto como él —responde Helena, riendo un poco—. Creo que de hecho la única vez que tuve un acercamiento con él fue de pequeña.
La terapeuta vuelve a anotar en su libreta y luego mira sobre sus lentes a Helena, sin siquiera decir que desarrolle sobre ese tema, solo esperando a que ella diga todo.
—Iba bastante a la iglesia de pequeña, creo que fue... —Intenta hacer memoria—. Mi mamá murió.
Fue hace años, o meses, quizás semanas. Hubo algo, alguien, no sabe qué, pero desde ahí dejó de contar, simplemente su mente se cerró, ya no tenía consciencia de la vida como algo físico, ni siquiera sabe qué sucede o sucedió.
—¿Ibas a la iglesia con ella? ¿Recuerdas de qué murió? —La mujer deja a un lado su libreta y fija su mirada en la pelirroja.
Helena divaga, aunque su cuerpo esté ahí, su mente no. Incluso su rostro lo refleja, una mirada perdida que se dirige a un vaso de agua, pero cuando la terapeuta pregunta eso, ella reacciona con mucha más seguridad.
—Oh, la mataron. —Quizás fue la seguridad con la que lo dijo, o lo que dijo, pero al instante su mirada refleja un shock total—. Ella se suicidó, lo siento.
—¿Por qué dijiste que la mataron? ¿Fue un suicidio inducido acaso? —Para ese momento, la mujer ya no toma notas ni se centra en un simple vaso de agua.
—Fue un error, ella se suicidó por la depresión —responde Helena, volviendo a reír, y luego toma el vaso de agua, llenando su boca de líquido.
—¿Sabes las causas de su depresón? —pregunta la mujer.
—Hasta donde sé, después de darme a luz, nunca volvió a ver a sus padres. Supongo que el peso de lo que perdió valió mucho más que lo ganado.
—¿Lo ganado eras tú? ¿Crees que vales lo mismo que la pérdida de sus padres? —La terapeuta lanza varias preguntas, pero Helena queda sin responder—. Dijiste que la mataron, ¿crees que tú la mataste?
Helena siente un nudo en la garganta mientras las palabras de la terapeuta penetran su mente. La tristeza que había estado tratando de ocultar comienza a emerger, abriéndose paso como un torrente que no puede controlar.
—No... No, yo... —susurra, luchando por encontrar las palabras adecuadas mientras sus ojos se humedecen.
La imagen de su madre, con su dulce sonrisa y sus brazos protectores, la invade de repente. La sensación de pérdida se vuelve abrumadora, como si el peso del mundo estuviera sobre sus hombros.
—Es que yo solo... me siento tan perdida—Las lágrimas empiezan a brotar, traicionando su intento por mantener la compostura.
Laura, la terapeuta observa con empatía el tormento que Helena está experimentando. Por más que desee ayudar, sabe que no puede borrar el dolor que siente. Su mente se remonta a todas las veces que ha intentado abordar este tema con su paciente, sin éxito.
—Helena, entiendo que este sea un tema difícil para ti. Pero necesitas enfrentarlo. No puedes seguir cargando con este peso en silencio. —Su voz es suave, reconfortante, pero también firme en su determinación por ayudar.
Helena se aferra al vaso de agua como si fuera su única ancla en medio de una tormenta emocional. Sabe que Laura tiene razón, pero el miedo a enfrentar la verdad la paraliza.
—No puedo... No puedo hacerlo. —Sus palabras son apenas un susurro entrecortado por sollozos. Se siente atrapada en un torbellino de emociones que la consume por completo.
Laura se acerca lentamente, con cautela, y coloca una mano reconfortante sobre el hombro de Helena.
—Está bien. No tienes que hacerlo sola. Estoy aquí para ayudarte, pero necesitas dejarme entrar. Necesitas permitirte sanar...
Mientras Helena sale de la casa de Laura, el sol se desliza suavemente hacia el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. El aire lleva consigo el suave aroma de las flores en floración, mezclado con el frescor de la brisa que llega desde los campos cercanos. El sonido distante de los pájaros cantando se mezcla armoniosamente con el murmullo de la ciudad.
Mientras camina por la calle, Helena se sumerge en un mar de sensaciones. La luz tenue de las farolas crea un ambiente íntimo y acogedor, pintando sombras danzantes sobre las aceras de piedra. El cálido roce del viento en su piel le recuerda la suave caricia de una madre, reconfortante y familiar.
El trajín de la ciudad se desvanece lentamente a medida que se aleja del bullicio del centro. Los edificios altos y modernos dan paso a pintorescas casas con fachadas de colores pastel, iluminadas por la luz de las ventanas. El aroma de la comida recién preparada flota en el aire, tentando a Helena con sus deliciosos aromas.
Cuando el chofer se acerca, una sensación de alivio la envuelve. La presencia tranquila y confiable del hombre ofrece un respiro en medio del torbellino de emociones que la embarga. Al entrar en el auto, el suave crujido del cuero bajo ella la reconforta, brindándole un refugio temporal del mundo exterior. El viaje de regreso transcurre en silencio, interrumpido solo por el suave murmullo del motor y el ocasional tintineo de una campana distante.
—Por favor, conduce más rápido, quiero comer —dice Helena, con su tono jocoso de siempre.
—Vuelves a ser tú... Nadie se pierde por siempre —responde el hombre, sonriendo a través del espejo retrovisor.
Helena suelta una leve carcajada mientras pasan por la iglesia de antes; solo que ahora esta tiene el patio repleto de niños jugando, en lo que parece ser una cena benéfica.
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