Capitulo 2: Memento Mori
La novia, con los ojos inundados de lágrimas, no puede apartar la vista del cuerpo mutilado de su prometido. Su vestido blanco, ahora manchado de sangre, crea un cruel contraste con la pureza que debería representar. Esmeralda la abraza con fuerza, intentando protegerla de la terrible realidad que se despliega ante ellas.
—Tranquila, hermana... tranquila —susurra Esmeralda, pero sus palabras se desvanecen en el viento, que ahora lleva consigo el olor metálico de la tragedia.
Las sombras se agitan a su alrededor en ese momento. El cielo escarlata arroja una luz ominosa sobre la escena, revelando siluetas oscuras que se mueven entre los árboles circundantes. Un murmullo ininteligible se cierne en el aire, como un coro de lamentos procedentes de una dimensión desconocida.
—No es momento de morir, niña —una voz resuena desde las entrañas del bosque, tan misteriosa como hermosa.
Las siluetas comienzan a cerrar el círculo, rodeando a los presentes; algunos, aterrados, huyeron en cuanto apareció el cadáver, dejando atrás solo gritos agónicos que resuenan entre los árboles.
—¿Quién eres? ¿Qué ha sucedido aquí? —pregunta Esmeralda, temblando ante la inquietante presencia.
El bosque se sumerge en un silencio pesado, como la calma antes de la tormenta. Las hojas vuelan en el aire, derramando gotas carmesí sobre los presentes, una verdadera lluvia de sangre.
—¿Dónde está mamá? —Esmeralda deja a su hermana recostada en el suelo.
—¡Hija! —grita su padre entre la multitud aterrorizada—. No sé qué está sucediendo.
Esmeralda se arroja en los brazos de su padre, encontrando un breve consuelo en su abrazo. La opresión en su pecho se desvanece momentáneamente, y una cálida luz la envuelve, como un sol que disipa las nubes con su esplendor.
Un regusto metálico invade la boca de la joven, un líquido tibio empapa el pecho de su padre y la envuelve a ella. Al alzar la vista, ve unas garras afiladas que gotean sangre sobre el cuello de su progenitor.
—¿Qué...? —balbucea Esmeralda, con una palabra tosca que se filtra de sus labios.
Las garras que sujetan a su padre lo sueltan, dejándolo caer de rodillas al suelo. La criatura no se parece a un águila gigante, al menos no desde el torso hacia abajo. Su cabeza, sin embargo, muestra quemaduras y deformidades inusuales para cualquier especie conocida.
Un chirrido, un alarido y un silbido escapan de la criatura, una amalgama de sonidos tan aterradores que resulta imposible describir con precisión. Después de este escalofriante concierto auditivo, los cielos se abren para permitir el paso a criaturas voladoras que surcan el firmamento.
—Hija, vete de aquí —la voz de su madre resuena tras su espalda, llena de desesperación.
La señora de la gran falda floreada se lanza valientemente hacia la criatura voladora, sacrificándose para que una de sus hijas pueda escapar.
—¡No dejaré a nadie! —Esmeralda se aferra al suelo, intentando desesperadamente tomar la mano de su madre.
La señora se aferra a los brazos de la bestia, inmovilizando sus alas e impidiendo que vuele. La criatura se retuerce con desesperación, sus garras desgarran la espalda de la mujer.
Incapaz de resistir, la madre comienza a deslizarse sobre el demonio, como si fuera un insignificante insecto que la criatura intenta quitarse de encima. Esmeralda no puede hacer más que retroceder, no por cobardía, sino con cautela; en su corazón sabe que no puede hacer nada más.
—Es hora de irnos, niña —la voz que resonó anteriormente se manifiesta con una tristeza profunda.
Junto a la voz, algunas ramas del bosque se abren, creando un pasillo desprovisto de vegetación. El bosque, antes exuberante y lleno de vida, se torna oscuro y sombrío, como si lamentara la tragedia que acaba de presenciar.
Esmeralda cierra los ojos, indecisa sobre qué hacer. Las imágenes de sus padres, luchando por salvarla hasta el final, y algo en su corazón que la atrae al pasillo desértico que se abre ante ella, la impulsan a retroceder hacia el bosque.
—Lo siento, familia, lo siento tanto —se repite a sí misma, las lágrimas mezclándose con la lluvia que empieza a caer.
El bosque se desmorona a su paso; las ramas se retuercen como brazos desesperados tratando de sostener algo que se desvanece. Las hojas caen como lágrimas del cielo, formando un manto triste sobre el suelo. El sendero de tierra que se abre ante ella está marcado por la desolación, y a medida que avanza, la tristeza del bosque la envuelve como un lamento que nunca se desvanecerá.
Mientras camina por el bosque desolado, sus ojos se sienten pesados, su visión privilegiada se torna borrosa y, cuando toma conciencia, sus rodillas ya están sobre el frío suelo. Es demasiado tarde para evitar caer en un profundo sueño.
—Es hora de que despiertes, niña —la voz que se presentó con anterioridad despierta con cautela a Esmeralda.
La gitana despierta poco a poco, sus pesteñas se despegan, abriendo paso a sus irices verdosos. Cuando logra enfocar su vision puede notar una presencia femenina, con largos mechones dorados cayendo por su rostros y contenidos gran parte en un casco vikingo.
—¿Quien se supone que eres? —pregunta Esmeralda.
—Oh, los humanos me conocen como Freya. —La mujer de rizos dorados le ofrece ayuda para levantarse.
Esmeralda habia escuchado ese nombre antes, la diosa de la guerra nordica, si bien la religion vikinga no esta muy vigente en la actualidad, es cultura popular conocer al menos a Thor.
—Esto es imposible... ¿Qué mierda está sucediendo? —exclama Esmeralda, rechazando la ayuda de la diosa con un gesto vehemente.
—Pues creo que eligieron un mal día para casarse. Es noche de luna llena y los demonios tienen más autoridad sobre estas tierras.
—Dime que todo lo que sucedió es mentira, por favor, necesito que me abofetees.
El silencio perdura, y es en ese instante cuando Esmeralda se ve obligada a confrontar la amarga realidad. Nada de esto es un sueño. La sangre empapando su vestido y el desolador sentimiento de amargura se lo confirman con crueldad.
—D-Dios, mierda... —susurra, tambaleándose mientras escudriña su entorno. Al parecer, ya han descendido de la montaña y ahora se encuentran en las afueras del pueblo.
Su cabeza se siente helada y gotas de sudor resbalan por sus mejillas. La ansiedad de no comprender lo que está ocurriendo invade cada fibra de su ser. Incluso cuando intenta hablar, solo emite quejidos inaudibles mientras su garganta se cierra, sofocando las palabras.
—Lo sé, niña, te comprendo. —Freya no necesita decir más. La toma por los brazos y la estrecha en un abrazo firme.
La calidez de ese contacto la abruma. Esmeralda siente un alivio casi surrealista, aunque sospecha que podría ser un espejismo creado por poderes celestiales. Aun así, se rinde ante esa calidez, incapaz de soportar el dolor que atenaza su corazón.
—Sufrirás, lamento haber llegado tarde y no haber podido evitar que otros sufrieran las consecuencias —dice Freya, con una voz clemente y empática—. Mis abrazos te reconfortan porque soy una diosa del amor, pero debes saber que cuando no esté aquí, vas a llorar y desearás morir para no tener que enfrentar tal dolor. Pero eso te hará más fuerte.
Esmeralda siente como si el suelo desapareciera bajo sus pies, dejándola suspendida en un abismo de desesperación. Su mente está nublada por la confusión y el miedo, y cada intento de respirar se convierte en un esfuerzo monumental. La realidad la golpea con una crudeza implacable, y cada latido de su corazón es una punzada de dolor que la atraviesa sin piedad.
La calidez del abrazo de Freya es un consuelo efímero, una tregua momentánea en medio del caos. Esmeralda se aferra a esa calidez con desesperación, como si fuera el último ancla que la mantiene en la realidad. Pero las palabras de Freya resuenan en su mente, un recordatorio sombrío de que el dolor será su constante compañero.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué fue todo lo que pasó en la montaña? —pregunta Esmeralda, su voz temblorosa pero un poco más controlada.
—Realmente creo que este no es el momento de responder preguntas. Solo te diré que debes venir conmigo.
—¿Siquiera tengo alguna opción? Creo que nunca la tuve...
—La tienes, pero yo te salvé de esos demonios. Puedes darme un voto de confianza.
—No, no la tengo. Me quedé sin hogar, sin familia y sin nada. Desde el momento en el que la primera persona murió, mi destino fue escrito... —dice, aunque más que decirlo, lo suspira, como si deseara que el viento se llevara sus palabras, para que no se convirtieran en una realidad ineludible.
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