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CAPÍTULO 1: La despedida

Mark acababa de salir por la puerta apresurado. Les había dicho, a Tristeza y a Pasado, que no se movieran del apartamento. Les indicó que regresaría en un par de horas, y que había comida en la nevera. Ni sabían que era una nevera. Ni tampoco Mark sabía, que los cuentos, no comían. Tristeza contemplaba la lluvia, obviamente con expresión triste. Pasado observó su delicado rostro y sonrió con nostalgia. Parecía que hacía un siglo que habían dejado la Escuela del Cuento. Y, más aún, que se habían sentado en el Aula de la Infelicidad, a pensar sobre la lluvia. Tristeza rompió su silencio:

—Deja de mirarme así, Pasado, como si te estuvieras despidiendo.

—Mañana Mark acabará tu cuento. Lo leerás y vivirás en él. Quieras o no, será una despedida.

—¿Y tú? Aún no te he visto trabajar en tu historia, ni dedicar tiempo a ello de ninguna manera. Te quedas sin tiempo...

—Cualquiera diría que tengo tiempo infinito representando el pasado, pero es una larga brevedad la que se me asocia.

—No te pongas filosófico conmigo.

—No tengo historia que contar, Tristeza. Además, cualquier cuento que yo imaginé, no llegará a ser,ni la mitad, de lo que estoy descubriendo. Me quedan tres días y voy a dedicar mi tiempo a descubrir la verdad sobre el amigo de Mark y Carolina. Y, sobre todo, quiero saber quién es el Sin sombra. Quiero... ayudar a... encontrarlo —dijo Pasado, incapaz de no pensar en ellos. ¿Qué le sucedía?

—Pero... ¿Te quedarás en la nada? O peor... ¿y si te quedas aquí como Nostalgia?

—No lo sé, Tristeza, pero no me importa. Tengo la sospecha de que no fueron del todo sinceros con nosotros en la Escuela del Cuento. Creo que hay algo más... algo que relaciona al Sin sombra, a Nostalgia y al resto de nosotros. Y creo que... es mi deber descubrirlo.

Más allá, en la Escuela del Cuento, la directora chasqueó la lengua. Ese Pasado podía traerle a problemas. Bajó con furia las escaleras en dirección a su despacho. La habían avisado enseguida que había pronunciado las palabras, y ahora, tenían tres días para acabar con todo aquello. Si Pasado descubría la verdad y la contaba, sería peligroso para Mundo. Sin embargo, no era el primero en estar cerca y no era el primero al que corregían. Al fin y al cabo, no todos los cuentos eran igual de complacientes. La directora miró los papeles; unos suaves golpes le hicieron levantar la mirada. Hizo pasar a la visita. El hombre vestido de negro entró con suavidad.

—¿Me llamaba, señora directora? —dijo. Su voz era aterciopelada, y su rostro era joven y hermoso. Alto, fuerte y atractivo. Con unos ojos que eran verdes como dos zafiros. Le conocía de hacía tiempo. Pero, a pesar de ello, la directora se sintió algo cohibida.

—Uno de tus cuentos está investigando, Abigor. Es el número 5673 de Pasado. Creo que deberías corregirlo.

—Señora, hasta ahora ninguno de mis cuentos había despertado. ¿Cree que sería posible que... bueno...?

—¿Deseas un ayudante, Abigor? Nunca lo habías solicitado —el hombre asintió imperceptiblemente, y la directora chasqueó la lengua, molesta de nuevo. Ese Pasado no era de su agrado, pero nunca había concedido a Abigor un ayudante. Cuando el resto tenía decenas de ellos. Ciertamente, ninguno de sus cuentos había despertado, lo que le hacía el mejor. Si le pedía un favor, ella no podía negarlo. Se encogió de hombros e indicó:

—De acuerdo, concedido, haz lo que creas conveniente. Pero... no hagas nada imprudente. Recuerda tú promesa.

Mark aparcó el coche enfrente de la casa de su madre. Vivía a las afueras de la ciudad, desde que se había divorciado de su padre. Su padre seguía viviendo en el piso dónde se había criado Mark, con su nueva esposa Yelena. No se veían mucho, pero tampoco le importaba. Su padre era un ser despreciable. Egoísta y narcisista, superando esa eterna crisis de los cincuenta. Mark adoraba a su madre, aunque tenía un carácter, ciertamente, muy diferente al suyo. Mientras él era práctico, tranquilo y ermitaño. Su madre era... bueno, totalmente lo opuesto. Entró con su llave. Su madre estaba tomándose un té en la cocina en su colorido mono de flores. Le extrañó la quietud de la escena, y pensó que la recordaría para siempre. Sin más preguntó:

—¿Qué ocurre, mamá?

—Es tu gata, cariño. Lleva dos días sin comer, a penas consigo que beba agua. Creo que... bueno, ha llegado la hora. Por eso te he llamado —para Mark, esa simple frase, fue la constatación de que el mundo seguía siendo tan injusto como lo recordaba. Se sentó a la mesa, incapaz de sentir nada que no fuera rabia y vacío. Su gata tan solo tenía doce años. No era tan mayor. La había adoptado en su adolescencia, bueno, ella le había adoptado a él. Le había elegido. Simplemente, ella le había seguido a casa, y desde entonces no se habían separado. Hasta que hacía un par de años se había tenido que mudar. No le habían dejado tener mascotas en su piso. Ni ninguno de los que encontró. Su corazón se había roto, pero tenía que marcharse, y empezar a madurar. Su madre cuidaría de ella. Mark se dijo que era lo correcto, pero el nudo de culpa volvió a atenazarle la respiración. Ella le había elegido y él la había abandonado. Incapaz de decir nada sobre sus sentimientos, se vio obligado a decir con voz lejana:

— Mamá, tenemos que llevarla al veterinario.

—Sabes lo que dirán... está enferma, tiene un problema en el riñón. Ya nos lo dijeron, que si pasaba esto, no podrían salvarla. ¿Estás preparado?

—No quiero que sufra, mamá. Es lo correcto —ambos se miraron a través de la mesa, y él apartó la mirada incómodo. Odiaba cuando su madre le miraba así. Como si aún fuera un crío incapaz de entender el mundo. Era lo correcto, su pequeña gata no podía sufrir. Sin más se levantó. Recorrió la desvencijada casa de su madre, hasta el que, un par de años atrás, era su cuarto. La encontró donde siempre, hecha un ovillo durmiendo. Se acercó, ella levantó la mirada. En sus ojos cruzó, como siempre, esa mirada de reconocimiento y amor. Mark se acercó de rodillas y le acarició la cabecita. Sentía ganas de llorar, de gritar, pero sobre todo de odiarse. Pero, no iba a permitir que ninguna de esas emociones empañarán ese momento. Esos últimos momentos. Le acaricio la cabecita y ella hizo ademán de levantarse para saludarle, pero le era imposible. Mark no pudo evitarlo y un sollozo escapó de su pecho. Tenía veintisiete años, pero era como volver a ser niño. Observó su cuarto lleno de pósteres de grupos grunge, su cama con la colcha que le había regalado su abuela, sus fotografías y las cosas de su gata esparcidas, diseminadas por la habitación. El peluche que le había regalado el primer año de su vida, su cuenco con agua y comida, sus dos camas nuevas, aunque ella siempre había preferido la que estaba. Esa cama era dónde la había encontrado Mark abandonada en la calle. Mark la miró.

—Ha llegado el momento, pequeña. Vamos a llevarte al médico, y verás que no te harán nada malo —la gatita ronroneo bajo sus caricias, pero hasta su ronroneo era apagado—. Debes encontrarte muy mal, no quiero que sientas dolor. Te quiero mucho, sabes. Y cada día te echo de menos, echo de menos que duermas conmigo, tu olor a patas mojadas, que te sientes a mi lado cuando escribo. Echo de menos a la persona que soy contigo —Mark lloró un rato, antes de ver a su madre observándole en el marco de la puerta. Sus ojos también estaban rojos. En silencio, la metieron en su transportín. Mark cogió su peluche, ese que le había acompañado toda su vida. Condujo hacia el veterinario y le sorprendió que su madre no rompiera sus cavilaciones, sus pensamientos, y le dejará su espacio para el dolor. Su madre era de las que llenaban el hueco intentando consolar, comprender, hacer la situación mejor. Sin embargo, le estaba dejando llevar a él el control. Cuando llegaron, él firmó los papeles, él habló con el médico, él decidió. Su madre se mantuvo un segundo plano, y cuando les dejaron un rato solos para preparar la sala, Mark no pudo evitar preguntarle por qué.

—Ya no eres un niño —dijo su madre encogiéndose de hombros—. Creo que ambos sabemos que la gata es tuya, y que eres quien... debe hacerlo —Mark solo asintió como en trance, incapaz de hacer nada más. Aunque, egoístamente, quería volver a ser niño para no ser quien era ahora.

Les condujeron a la consulta. Vio la jeringuilla preparada, y solamente pudo pensar en que fácil era acabar con el sufrimiento. Su gata salió y se estremeció al verla tan delgada, tan frágil, tan poca cosa. La veterinaria les indicó el procedimiento, pero Mark únicamente podía mirarla. Ella le devolvía la mirada, y parecía... entenderle. Entender que era el momento. Se había consumido ante sus ojos, y él no se había dado cuenta. Es decir, había tenido que dejarla. Al poco tiempo, había enfermado. Su madre le había llamado al trabajo y él había ido corriendo. Su gata tenía un riñón mal y el otro malformado. Una operación era inviable, sin embargo, les habían dado tratamiento. Habían pasado casi dos buenos años. Él se la hubiera querido llevar con él, pero no era posible. Ni por el piso, ni por su trabajo. Él se pasaba el día fuera de casa, mientras que su madre estaba jubilada. Ella podría cuidarla mejor. Entonces, Mark al principio empezó a pasar los fines de semana en su casa. Iba a verla cada vez que podía, pero sabía que no era suficiente. Sin embargo, cuando vio que estaba bien, que volvía a ser la gata de siempre, volvió a vivir con normalidad. Mark hasta creyó que no había sido más que un susto. Y casi, casi cuando había olvidado lo que sucedía, la vida le había dado de nuevo en la cara con la llamada inesperada de su madre. Miró a su gata y pensó en la historia que había escrito en los últimos dos días. Había trabajado casi veinte horas diarias. También había creído que entendía la tristeza de la que hablaba, pero de golpe sintió que era ridículo. Podía escribir sobre ello, pero... no entendía la tristeza. Al menos no, hasta ahora. Hasta ese momento.

La veterinaria dijo que era el momento, y Mark clavó su mirada en la de su gata. La jeringuilla se vació y él se echó a reír absurdamente. No supo por qué hasta que dijo:

—Ella nunca hubiera dejado que la pincharán en condiciones normales—su madre río con él. Ambos comentaron lo buena que era en casa, y la fiera que era en la consulta.Pero, guardaron silencio de nuevo. Mark vio como la vida se fue extinguiendo de su cuerpo. Primero fue su cuerpo, que fue quedando inerte, y pareció perder brillo, luego fue su respiración. Vio el último latido de su corazón. Pero Mark no pudo evitar pensar que la vida fue lo último que se extinguió de sus ojos. No fue hasta ese momento, que se dio cuenta de que le habían dejado solo. Su madre estaba fuera llorando con la veterinaria. Pero él seguía allí, clavado, inmóvil, frío. Sin pensar le acaricio la cabeza y lo primero que sintió es que ella no era su gata. Eso no había pasado. Pero, sabía que sí. La veterinaria entró a hablar con él. Le dijo que era lo correcto, que estaba muy enferma, que había estado sufriendo y que era lo mejor que se podía hacer por ellos. Que si se les quería, aunque doliera, había que pensar en ellos. Mark asintió en shock y condujo de vuelta a casa de su madre. Le había costado irse de allí, dejando el pequeño cuerpo tumbado, con los ojos cerrados. Casi parecía dormida. Y casi le pareció un insulto marcharse y dejarla sola. Pero tuvo que recordarse que ya no estaba, solo su cáscara vacía que quemarían. No tuvo fuerzas para conducir de vuelta a su piso, por lo que se quedó esa noche en el cuarto. Tras varios intentos de conversación, su madre desistió de conversar con él y se marchó a dormir.

Mark fue a su cuarto y se tumbó en la cama. Su mirada vagó por los recuerdos de sus últimos años ahí. Sus ojos fueron a parar a la pequeña cama junto a la ventana. Se levantó y se sentó a su lado. Ya solo, en la inmensidad de su corazón, se permitió recordar. Recordar el día en que la vio al lado de un cubo de basura. Era una pequeña gata gris rallada, con ojos verdes. Nada exótico. Pero Mark, con quince años, se había sentido incomprensiblemente compungido por ello. Miró a todos lados, pero nadie estaba allí. La habrían abandonado. Entonces maulló, él se acercó y la acarició. Ambos se marcharon andando, ella siguiéndole y él con la cama bajo los brazos. Desde entonces, pasaron doce años juntos. Eran inseparables. Mark pensó en los días de tormenta, mirando ambos por la ventana. Él, perdido en sus sueños, ella haciéndole compañía. La recordó dormida a los pies de su cama, mientras él, como siempre, leía. No había amigos que esperarán a Mark. No había chicas con las que salir. Se dio cuenta de que en sus veintisiete años solamente había tenido dos amigos: su gata y a... Eric. Y del primero se había olvidado hasta hacía poco. Como si los años le hubieran borrado el recuerdo a golpes. Mark se hizo un ovillo y se echó a llorar. Fue como si se vaciara, como si se permitiera descargar todo lo que sentía. Su corazón dolía y, por primera vez, supo que nunca le dejaría de doler. Ella había sido su amiga incondicional y él la había dejado...no había sido con intención, pero ahora ella ya no estaba.

Ya no había un «volverá». Ya no podría ir a casa de su madre y estaría. Nadie te dice que te vas a sentir así, y, sin embargo, eso es lo único cierto que había en la vida. Mark supuso que le dolía doble porque durante su vida, siempre había podido llorar acurrucado contra ella. Pero, ahora, ella ya no iba a estar. Mark se permitió llorar, vaciarse, entenderse, y antes de que saliera el sol decidió marcharse a su hogar. Tenía una misión aún por cumplir, y ahora tenía más sentido que nunca, Tristeza se marcharía con su cuento. Pero él sabía que la tristeza se iba a quedar para siempre con él, oculta en los recovecos que era la vida. Siendo una cicatriz que olvidabas que estaba ahí, hasta que alguien la señalaba. Salió al fresco de la mañana y observó que su madre estaba sentada en el porche mirando la calle.

—No podía dormir —le dijo, mientras miraba al cielo. Mark se sentó a su lado, y ella le cubrió con la manta vieja que siempre llevaba consigo.

—Yo tampoco. Además, quería volver temprano a casa. Tengo invitados, no les dije que me iba tanto tiempo. Se preguntarán si me ha pasado algo.

—Y te ha pasado, aunque me alegra saber que tienes amigos. Nunca me hablas de ellos.

—No son amigos, mamá, son compañeros del... bueno, trabajo —dijo Mark algo incómodo. Incapaz de revelarle que creía que estaba perdiendo el juicio.

—Bueno, está bien estar acompañado, ¿sabes? Toda la vida has estado solo. Aún recuerdo que eras un niño introvertido, cerrado y que vivía en su mundo de fantasía. Hasta la pequeñaja, nunca trajiste amigos a casa.

—Eso no es verdad, Eric venía los viernes a jugar.

—¿Eric? —ella pareció confundida, y como si la memoria le viniera con el nombre asintió—. Es verdad, le había olvidado. Nunca supe qué paso entre vosotros.

—Se marchó, creo que estaba enfermo y sus padres se lo llevaron —ambos miraron al cielo estrellado, y su madre le pasó un brazo por los hombros.

—Estaremos bien. Ahora nos sentimos solos, pero ella sigue aquí —dijo tocándose el corazón y señalando el cielo— ¿No te parece que el cielo hoy tiene una gran estrella más?

Y sin duda, Mark quiso creerlo. Quiso creer que aunque el mundo fuera más oscuro, triste y vacío. El cielo se había llenado con una luz más, una luz llena y pletórica. Y, aunque sentía que nunca volvería a ser el mismo, iba a intentarlo.

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