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CAPÍTULO 1: El Escritor

Pasado llevaba varios días caminando por las calles de esa ciudad; sin más deseo que encontrar a alguien capaz de escuchar su cuento. Pero, siempre que decidía visualizarse y comunicarse con algún habitante de Mundo, esté le salía con excusas. No sabía cómo le iría a sus compañeros, aunque esperaba que mejor que a él. Anduvo un par de calles y contempló pensativo una tienda que vendía diferentes artículos. Toda la decoración era agradable, de vivos colores y motivos navideños. A pesar de ello, el vendedor tras el mostrador tenía la mirada apagada y cansada. Quizás esa fuera su oportunidad. Pasado suspiró. Se introdujo en el portátil que descansaba sobre su mesa, y se reprodujo como un anuncio. Al principio, el joven pareció tener interés en su historia. Pero, tras varios segundos, apagó la máquina. Pasado salió escopeteado y lo miró con molestia.

Nadie quería escucharle. A pesar de llevar más de seis siglos (o eso es lo que él creía llevar) en la Escuela del Cuento su historia no enganchaba. Estaba condenado a fracasar y quedarse vagando por los límites entre Mundo, la Escuela del Cuento, y ese lugar incierto, dónde habitaban las buenas historias. Pasado rió y caminó hasta un parque cercano. Sin duda, la directora debía de sentirse satisfecha. Estaba más que claro, que ella, no había querido que se graduarán. Nunca daba oportunidades al Aula de la Infelicidad. Suponía que, obligada por los dirigentes, había cedido. Sin embargo, las fechas no acompañaban a las historias infelices. Pasado se sentó en un banco cercano. Tenía ganas de rendirse, disfrutar su tiempo en Mundo, y luego, ver lo que le depararía su incierto futuro. No obstante, le habían enseñado a temer fracasar, por lo que ahora no podía rendirse. La ansiedad por no cumplir con su tarea, le era demasiado pesada. Era como una losa que le oprimía el pecho. Pasado vivía de obligaciones, lo que aún volvía más tediosa su historia. Le habían dicho que era esencial, que la gente estaría dispuesta a oírle. Pero... ahora, en la práctica, no era así. Ya hacía tiempo que Mundo no quería cuentos infelices, que no quería recordar lo malo que le sucedía. Él sabía que para sus amigos y él mismo, valga la ironía, no habría final feliz. Ellos morirían en esa absurda carrera por contar su cuento, a pesar de no querer ser escuchados. Pasado observó, con creciente asco,el mundo que le rodeaba. Vio a centenares de historias felices, correr entre los habitantes de ese lugar. Vio como todos les escuchaban, reían y se alegraban el día unos a otros.

No, la gente no estaba preparada para su cuento. No era culpa de él, ni de lo que había estudiado, ni compuesto, ni escrito, ni imaginado, ni creído. No era su culpa. Era culpa de Mundo que no quería escucharle. No quería de historias incómodas, desgraciadas, infelices. Quería vivir en un mundo dónde todo tuviera lado positivo, pero olvidarse del negativo. Querían de la compañía, pero no la ausencia. Querían de la alegría, pero no la tristeza. Querían de la diversión, pero no del miedo. Y querían al futuro, pero no al pasado. Suspiró, y observó el lugar, y a unas palomas que roían un sucio trozo de pan. Migajas cayeron en la pelea de esas dos aves y le pareció realmente precioso. Pasado no comprendía Mundo. Era un lugar lleno de ruido, olor y visiones; pero, vacío de lo que se apreciaba que era en realidad. La gente no veía, no oía y no olía. Vivían ajenos a ese mismo Mundo. Lo suficiente ajenos como para necesitar de ellos. De cuentos, que les dijeran lo hermoso y feo, que tenía su Mundo. Siguió sentado. Reflexionando y culpando a los demás de su desgracia. Pasado, igual que el resto, estaba totalmente ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Por eso, no lo vio.

Mark caminaba apresurado cruzando el parque. Llegaba tarde a trabajar, como cada día. Siempre llegaba cinco o diez minutos tarde. No sabía como se lo hacía, pero siempre le ocurría. A pesar de levantarse temprano, desayunar con tiempo, arreglarse de sobra. Salía de casa justo, para luego tener que cruzar corriendo el parque. Y así, entrar algo desarreglado y nervioso por la puerta de su trabajo. Exclamar un alegre «hola» y sentarse en su portátil.

Ese mismo día no fue distinto; Mark abrió la bandeja de correo. Únicamente para constatar que, en las pocas horas que habían transcurrido del cierre a la mañana, tenía treinta nuevos correos. Treinta nuevos problemas, se dijo. Pero, sonrío. Era mejor eso que nada. Mark tenía un buen trabajo. Se sentía satisfecho laboralmente, y feliz de haber encontrado un puesto, en esa maravillosa compañía. Mac-Leak vendía componentes de electrónica a otras empresas. Y él trabajaba como un simple administrativo de atención al cliente y servicio posventa, junto a otros tres compañeros. Aunque le gustaba su trabajo, siempre se sentía como un poco al borde de un ataque de nervios. Eso poco tenía que ver con su trabajo en verdad, tenía más que ver con su miedo a perderlo. Vivía obsesionado con que ese día le iban a despedir, aunque eso nunca pasaba. Mark sabía que estaban contentos con él, con su trabajo y su profesionalidad. Incluso nunca le reñían por llegar tarde, pero, él sentía terror igualmente. Sobre todo porque estaba convencido de que no estaba cualificado para semejante puesto. Él era un don nadie, estudiante de filosofía y sin pocas aspiraciones. Mark suspiró y dejó de autocompadecerse para ponerse a trabajar.

Por su lado, Pasado siguió meditando sobre su cuento y las lecciones que había aprendido. Aunque debía reconocer que había faltado a demasiadas clases. ¿Qué hacía que la gente quisiera escuchar un cuento? Bueno... que fuera interesante. ¿Su historia era interesante? Tuvo que reconocer que no. Su historia no iba a atrapar al oyente, sobre todo porque era lenta. ¿Qué más enganchaba de un buen cuento? Que tuviera un protagonista carismático, empático, bueno y capaz de cambiar. Y claro... eso lo tenía, pero muy al fondo de su historia. Su protagonista era más bien algo normal. Pasado suspiró, quiso modificar su cuento, pero quizá ya era demasiado tarde. Cuando cruzaban para graduarse ya no había cambios, ¿no? Ellos debían defender con uñas y dientes su cuento. Pasado sintió ganas de llorar; se sintió culpable por no haber trabajado algo más en ello. Aunque, debía reconocer que ninguno de sus compañeros, había dedicado tanto tiempo a su cuento como él. Pensar en sus compañeros volvió a ponerle nervioso. ¿Habrían contado ya sus cuentos? ¿Habrían cruzado a ese mundo ideal? Agitó las manos. ¿Qué importaba? Ellos harían su vida, él debía hacer la suya. Observó a un gato lamerse las patas y sonrío. ¡Qué suerte aquellos que viven sin preocupaciones!

Mark salió de la oficina, apresurado, a comprarse algo de comer. Se sentaría un rato en el parque y contemplaría las aves. Le gustaba estar solo y tranquilo. No es que se llevará mal con sus compañeros, o que no le cayeran bien; es que él, simplemente, era un ser algo antisocial. Prefería la compañía de su soledad y su reflexión. Eso le mantenía en ese estado de calma que quería transmitir. Cogió una simple ensalada, y cruzó para sentarse en el banco cercano a su oficina. Justo delante, en el otro banco, había un chico bastante raro. Estaba sentado con la mirada perdida, muy pálido y ojeroso. Le dio algo de mal rollo, quizás estuviera enfermo o fuera un drogadicto, pero se sentó en silencio. El otro chico no hizo el menor gesto, ni miró en su dirección. Era algo tétrico. Mark comió observando las palomas que se peleaban por una migaja de pan. Era algo triste, pero había algo también hermoso en sus gestos. Vio que el otro chico, también miraba las palomas, aunque con una sonrisa algo irónica en su rostro. Mark le observó meditativo. Era alto, desgarbado, con unos impresionantes ojos verdes, y bien vestido con una gruesa chaqueta oscura. Quizá fuera modelo, por eso estuviera tan apático. El chico levantó la vista y ambos se aguantaron la mirada. Supuso que evaluándose y midiéndose. Mark se encogió de hombros y le hizo un gesto de despedida. El chico abrió los ojos algo sorprendido. Mark se dirigió algo confundido, aunque divertido, hacia la oficina.

Se sentó al frente de su mesa, y reflexionó unos instantes más en el extraño chico. Era realmente atractivo, sin ser ofensivo en su belleza. Mark estaba casi seguro de que debía ser modelo o actor. Parecía concentrado en sus pensamientos, por lo que quizá tuviera alguna preocupación grave, por eso las ojeras. Además, creía que no había lejos un hospital. Quizás, estuviera enfermo. Mark negó con la cabeza. Era una pena. Parecía muy joven. Más que él. Mark era un tío de casi treinta años, y aunque se lo negará por dentro, sentía que estaba envejeciendo.

Pasado se sorprendió del gesto de ese extraño hombre. Parecía casi haberle visto. No, juraría que así había sido. Ese hombre le había visto y saludado. Pasado se estremeció. Era alguien de Mundo. Era alguien corriente. No un cuento como él. Era un tío alto, algo musculoso,con barba. Pelo negro, aunque vio algunas canas. Ojos azules, tan concentrados como los suyos. ¿Quién era ese hombre? Pasado no pudo estarse quieto y le siguió. No podía arriesgarse a dejar escapar lo extraño que había en él. El hombre, ajeno a su perseguidor, se metió dentro de un gran edificio. Pasado entró también y le siguió hasta el ascensor. Él parecía enfrascado en extraños pensamientos. Pasado le siguió hasta verlo sentarse en su mesa. El extraño hombre suspiró cansado, se pasó la mano por el pelo y tecleó.

—¿Cómo puedes verme? —dijo, sobresaltando al otro, que miró alrededor hasta dar con él.

—¿Me has seguido? ¿Quién te crees que eres?

—He hecho yo antes una pregunta. ¿Cómo me ves?

—Pues con los ojos —dijo el hombre, Pasado arqueó una ceja molesto— ¿Cómo has entrado aquí?

—Con los pies —respondió solo para molestarle—. ¿Por qué tú me ves y el resto no? ¿Eres una historia olvidada? ¿Vivís aquí?

—¿De qué se supone que hablas?

—Da igual. Lo averiguaré —Pasado echó a andar, dejando al chico, con más preguntas que respuestas. Pero, así era la vida, en verdad. Una incógnita. Salió del edificio y vio un hermoso pájaro lavándose en un pequeño charco. Pasado sonrió, en su historia también había pájaros. Le gustaban demasiado como para no hablar de ellos. Recordó, entonces, la historia de una de sus primeras amigas en la Escuela del Cuento. Ella había pertenecido a la misma aula, y un día habían intercambiado sus cuentos. Recordó que su historia era algo así, aunque quizás él la estuviera adornando con su propios hechos.

Había una joven y dulce muchacha llamada Eloísa que vivía en el reino de las nubes. Era un reino precioso, con grandes y hermosos caserones posados encima de las esponjosas nubes que enmarcaban un cielo claro y azul. Eloísa era hija de un gran señor del reino de las nubes, conocido por sus años de guerrero al frente del ejército Nubarrón. Eloísa creció con los privilegios de ser la hija de un noble guerrero, de corazón puro y bondad. Pero, creció sin madre a la que amar, a la que contar sus secretos y sus miedos. Eloísa adoraba a su padre por encima de cualquier otra cosa en el mundo, y juntos conformaban una dulce familia.

Sin embargo, el padre de Eloísa quería volver a formar una gran familia. Y decidió casarse con una de las vecinas de su hogar. Una joven y hermosa doncella llamada Martha. Ella no paraba de elogiar al maravilloso guerrero y a su hermosa hija. Martha parecía adorar a la joven Eloísa, y ella, feliz, vivió el proceso del matrimonio de su padre con alegría y esperanza. Durante varios hermosos años, vivieron como una maravillosa familia de tres. Pero una vidente un día en el mercado, advirtió a Martha de que Eloísa mataría a todos los hijos, que un día Martha y su esposo pudieran tener. Por lo que, cuando Martha quedó embarazada, su carácter se volvió receloso de su hijastra. Martha empezó a creer que Eloísa dañaría por celos a su precioso bebé. Comenzó a desconfiar de la joven y dulce Eloísa, que veía con extraños ojos el miedo que su madrastra profesaba hacia ella. El padre confundido y asustado por lo que sucedía, decidió poner remedio. Como la joven Eloísa ya era lo suficiente mayor como para casarse, arregló que en cuanto naciera su hermano, Eloísa se desposaría con el primer hombre capaz de capturar una gota de lluvia antes de caer de la nube.

Martha, insatisfecha con la solución de su marido, y temerosa de que Eloísa dañará a su hijo por celos, urdió un plan para engañar a su marido y conseguir que Eloísa se alejará del bebé. La desplazó al torreón más alejado del castillo. Por su lado, Eloísa no temía dañar a su hermano. Es más, le consideraba el regalo más preciado que jamás podría poseer. Amaba a su hermoso hermano de pelo rizado y risa angelical. Pero, a penas, le dejaban acercarse a él y solo podía verle encaramada a una nube que le llevaba hasta la ventana más lejana de su cuna. Aun así, ella sentía que le quería y era imposible que le dañará. Pronto, los jóvenes de la nación de nubes, conocedores de la belleza de la joven Eloísa, empezaron a buscar la maravillosa gota de lluvia. Casi todos fracasaron en el intento, puesto que la hazaña era casi imposible. Los días y meses pasaron y Eloísa seguía en el hogar. Martha volvió a quedar embarazada y los miedos se doblaron. Insistió a su marido de conceder el matrimonio de su hija, pero él siguió en sus trece. Una gota capturada en el precioso instante que se despega de la nube. No antes, no después. La realidad es que no quería alejarse aún de su hija Llegaron a pasar casi dos años y dos hijos más. Dos años de soledad para Eloísa, dos años de ansiedad para Martha, dos años en que el guerrero padre no doblegó su voluntad. Martha urdía planes para engañar a su marido que fracasaban nada más descubrirse la verdad. Eloísa envejecía y languidecía a causa de su soledad. Ningún joven ya intentaba desposarla, intentaban solo cumplir con el reto invencible de su padre.

Los años pasaron. Eloísa ya era una joven triste y solitaria. Martha estaba enferma de nervios, a pesar de haber sido madre de nuevo. Vivía temerosa de su sombra, de los ruidos que escuchaba por las noches, de los llantos de Eloísa, de las súplicas de sus hijos por conocer a su repudiada hermana. Martha había encerrado a Eloísa en la torre, solo ella o su padre la visitaban. Visitas que le rompían el corazón. Sus hijos vivían encerrados en la otra torre, tenían prohibido salir durante la tarde cuando Eloísa paseaba. Tenían prohibido comer de los platos de ella, o tocar algo que ella hubiera tocado. En cierto modo, vivían todos tan protegidos los unos de los otros que se sentían asfixiados. Martha había enloquecido por la profecía de la bruja, pero su marido se negaba a ver que su felicidad estuviera tocando a su fin. Eloísa, por su lado, vivía en un mundo de fantasía dónde seguía siendo una traviesa y feliz niña que disfrutaba de su castillo en las nubes, sus padres y sus sueños. Poco preocupaba a su padre la salud de su hija cada vez más delgada, perdida e infantilizada. Poco preocupaba al marido la salud de su mujer Martha, que vivía ansiosa, temerosa, loca.

Tras diez años de encierro, Eloísa decidió darle una sorpresa a su padre y su preciada madrastra para el cumpleaños de este. Convenció a la cocinera y ella misma bajó a recoger las bayas que tanto gustaban a su padre. Ella misma preparó la tarta con cariño y cuidado, y volvió a su encierro antes de que nadie pudiera darse cuenta. La cocinera traería la tarta cuando su padre la visitará y juntos, los dos, la disfrutarían. Martha regresó y apremió a la cocinera a correr a llevar la tarta y celebrar con sus hijos y su marido en el salón el cumpleaños de este último. Luego, tenían que subir a la torre. Y preparar después la fiesta con sus amigos, todos los niños encerrados en sus torres y habitaciones. La cocinera con las prisas olvidó cuál era la de la joven Eloísa y cuál la suya. Así que cogió la más hermosa y se dirigió al salón. Los cinco hijos del matrimonio de Martha con el guerrero disfrutaron del cumpleaños de su padre y acabaron con toda la tarta en un segundo. Fue el primogénito el primero en encontrarse mal. Martha lo vio caer y corrió a ayudarle. Sus hijos rara vez enfermaban, rara vez se hacían daño, rara vez les pasaba algo. Ella se encargaba de que su única amenaza, Eloísa, se mantuviera alejada. Pero cuando llegó hasta él, supo que estaba muerto. Sus labios estaban morados y sus ojos perdidos en el infinito. Todos murieron en menos de un par de minutos. Martha, sin lágrimas en los ojos e incapaz de entender lo ocurrido, se desplomó. Había mantenido a Eloísa todos esos años encerrada y alejada de sus hijos, por nada. El hombre increpó a la cocinera, que incapaz de mentir les contó la historia de las bayas y la joven Eloísa.

Enfurecida, Martha corrió a la torre dispuesta a hacer pagar a Eloísa por su asesinato. Estaba casi segura de que ella lo había hecho a propósito, a pesar de la bondad y el amor de la joven. La bruja la había avisado. Martha abrió la oscura torre dónde Eloísa había vivido más de diez años encerrada. La buscó frenética por la habitación, para encontrarla hecha un ovillo cerca de la única abertura que le había permitido una vista al salón. Había sido su regalo de cumpleaños, poder verles mientras cenaban y compartir ese rato en la lejanía y seguridad de la torre. Martha se acercó, vio que había un pequeño cuenco con más bayas. Eloísa estaba muerta en el suelo, su mirada triste, perdida, observando la ventana desde la que les había visto disfrutar de la tarta. Martha gritó y su grito desgarró las nubes. Tantos años de encierro habían confundido a la joven que recogió unas bayas equivocadas. Martha vio como su marido caía inconsciente en el salón y supo que su fin también estaba cerca. Todo había sido culpa de la bruja que la había engañado, o quizás había sido suya por dejarse engañar. O de su marido por poner condiciones imposibles al matrimonio de su hija, o de la cocinera por equivocarse de tarta, o del destino que caprichoso les había llevado a ello. Martha abrazó a su Eloísa y dejó que su lágrima muriera en su mejilla.

Pasado sonrió. Era una historia espectacular. La suya nunca hubiera sido tan imaginativa. La superstición. De eso trataba. Y, ahora, él sentía la extraña sensación de que su intuición no le engañaba. Ese hombre era algo más que un hombre. Le veía, y si le veía, quizá pudiera ayudarle. Pasado se quedó mirando fijamente a la puerta. Él saldría, y entonces, hablarían. Sabía que quizá no tenía tiempo para eso, al fin y al cabo, tenía que contar su cuento. Igual que esperaba hubiera hecho su amiga. Que viviera en ese castillo de las nubes, lleno de magia y superstición. No había finales felices para sus historias, pero era mejor así, ¿no? La realidad no tenía finales felices.

Mark lo vio esperándolo cuando salió y quiso echar a correr. Cosa que hizo, le importaban poco las miradas de los demás. Pero, el otro le siguió el paso muy cerca, y no sabía qué hacer. Él se cansaba, pero ese chico no parecía notarlo. Llegó a un descampado cerca de su casa y maldijo que no hubiera nadie cerca. Se había hecho de noche. Frenó en seco y se giró para enfrentarle.

—¿Se puede saber que quieres, psicópata? —dijo muy enfadado.

—Saber por qué me ves.

—Todo el mundo te ve, colgado —dijo molesto,  mientras recuperaba el aliento—. ¿O vas decirme que eres un espíritu del más allá y vienes a darme consejos para encauzar mi vida, ahora que es Navidad?

—No soy un espíritu. Soy un cuento.

—Mucho más creíble —Quiso arrancar de nuevo a correr, pero vio a un grupo de mujeres que caminaban cerca, y se tranquilizó un poco. Parecía un colgado inofensivo—. Bien, si solo yo te veo no tendrás problema en desmotármelo.

El joven puso los ojos en blanco y se acercó al grupo de abuelas que con indiferencia pasaron entre él y no parecieron verlo, ni notarlo. Un estremecimiento le recorrió la columna vertebral. Le habían atravesado como si fuera polvo. Mark abrió los ojos con sorpresa. De nuevo, echó a correr hacia su hogar. Esa vez le tenía ventaja. Llegó en tiempo récord y subió los peldaños de cuatro en cuatro. Pero ya en la puerta se abrió el ascensor. El joven salió despreocupadamente

—¿Por qué no has cogido esta máquina? —Mark no quería, pero gritó asustado, convencido de que estaba perdiendo la cabeza. Entró en su casa y cerró con llave, pero el joven estaba sentado en su escritorio—. No deberías gritar, podrías asustar a alguien.

—Y tú no deberías perseguir a la gente, ni meterte en sus casas —Mark quiso llorar, pero se contuvo. Si iba a vivir la posesión de un fantasma colgado, al menos, iba a mantenerse sereno —¿Por qué quieres asustarme?

—No quiero asustarte, quiero entender por qué tú me ves y el resto no. Al menos, no de esa forma. ¿Qué te hace especial...?

—Me llamo Mark, y soy un tipo corrente. Un oficinista, con una vida sosa y aburrida, en soledad. ¿Y tú eres? O eras...

—Soy Pasado. Un cuento del Aula de la Infelicidad que he venido a Mundo a contar mi propio cuento, para que vosotros los seres de Mundo sigáis aprendiendo —Mark se echó a reír.

—Eso es muy imaginativo. Quizá tenga que ver algo que yo sea escritor en mi tiempo libre. Si tú eres un cuento...

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