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Capítulo 32 ❆

Las hojas volaban abandonando las copas de los árboles, dejándolos desnudos ante el reciente frío y los primeros copos de nieve. El otoño había quedado atrás junto a los niños temerosos que habían llegado hasta Dullahan y Hedas hacía ya casi tres meses.

Vanora Cadogan había abandonado su nombre por completo, quedado en el olvido para el resto del mundo, pero siempre guardado en un pequeño rincón de su memoria. Sus esfuerzos habían dado sus frutos, su entrenamiento con Dullahan había mejorado su cuerpo y su mente, pero no el control de su magia.

Aún recordaba los días y semanas en los que su maestro le había tenido golpeando los árboles de la zona, en la que le había obligado a correr junto a Hara, Zelik y Arterys por el riachuelo contra corriente para fortalecer sus piernas. En cómo, cuando le tocaba a Hedas mostrarles alguna habilidad que no dominaban, a los pocos días los dedos de sus manos sufrían las consecuencias.

Torturados. Secuestrados. Rotos y hundidos, pero a su vez renacidos. Esa era la historia del pequeño grupo que se había formado con aquellos salvajes entrenamientos.

Zelik se había convertido en un maestro de lo más particular en el combate cuerpo a cuerpo. Y sus conversaciones siempre resultaban divertidas y reconfortantes al caer la noche. Vanora, Novara no había podido evitar cogerle cierto cariño a aquel niño con el que no había empezado demasiado bien, pero que ahora era el primero en defenderla.

Después de todo, la rivalidad sana acababa uniendo a las personas.

Hara sin embargo se había centrado en ser la mejor curandera y a pesar de que aún era una niña, era la que más destacaba entre todos los pequeños que querían dedicarse a ello. Su sonrisa perfecta y sus ojos color miel, conseguían tranquilizar a Novara en cada momento en la que la pequeña se venía abajo por los recuerdos.

¿Y Arterys? Apenas había hablado con él. Un misterio andante, un vagabundo solitario.

No recordaba tan solo una conversación con la que hubiera podido hablar más allá de los entrenamientos o misiones. Mientras Zelik bromeaba en las hogueras, ganándose la tímida risa de las niñas, siempre se había asegurado de mantener a Art cerca, para involucrarlo con el resto. Un gesto que, a pesar de todo, el chico parecía agradecer en silencio.

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Los días helados pasaron y Novara supo entonces que su entrenamiento comenzaría a ser más intenso. No era extraño que, al pasar las estaciones, y apenas llevando dos con aquella gente, aprovechasen las condiciones meteorológicas para hacer unos entrenamientos u otros. El invierno comenzó hacerse notar en aquellos días, y para entonces Novara ya sabía lo que le esperaba.

Aquella mañana, la posición de Dullahan era firme, con las piernas separadas y los brazos cruzados frente a ella, indicaba que aguardaba por un golpe directo.

—No puedo invocar la magia, ya lo sabéis.

—Pudiste invocarla cuando te separé de Bugul, cuando te atacaron los Espectrals y cuando murió Zalnar.

Sus recuerdos le atizaron sin remordimientos y aunque aquello provocó que las lágrimas se agolpasen contra sus ojos, no se permitió derramar ninguna. Con dureza, tragó saliva para observar a su maestro que se mostraba como siempre, paciente y calmado. Frío y letal. Dullahan Somber era sin duda un hombre al que había comenzado a admirar.

—No fui consciente de ello, desconozco como lo hice. —Expresó la pequeña acariciándose la cicatriz que aún decoraba su pómulo izquierdo. Aquel corte que él mismo le había hecho el día que la cazó.

—¿Recuerdas los entrenamientos con Zelik al comienzo? e incluso, ¿el primero en el que Hedas se burló de tu debilidad? en tu interior comenzó a arder ese poder.

—Pero me sacasteis de allí antes de que explotase. —Se quejó la pequeña con cara de pocos amigos. —Aquel día no salió de mi ni tan solo un fogonazo de las veces anteriores.

—Porque habrías quemado vivo a Zelik, a Hedas y seguramente a ti misma.

—¿Y eso sería tan malo...?

Los pasos de Dullahan fueron lentos, firmes y duros. Cuando llegó frente a la niña ésta tuvo que echar la cabeza hacía atrás para ver aquel hombre que se deshacía lentamente de la venda que hasta aquel día había cubierto sus ojos. Una venda que jamás se había quitado desde que lo conocía.

Allí comprobó que él también tenía la misma cicatriz que la princesa, la misma que él mismo le había causado, de igual forma lucía sobre su pómulo derecho. Un corte más largo e irregular, más profundo y una cicatriz mal cerrada en comparación con la suya propia.

—¿Te lo hizo quien te dejó ciego? —Murmuró la princesa forzándose a tragar saliva.

—No. —El hombre negó con la cabeza, y sus ojos completamente blancos, como si una capa nubosa cubriera sus iris la miraron. —Fue un pacto de poder. Pero esto me ayudó a poder controlar la magia que brotaba sin control de mis más profundas entrañas y por eso te la hice cuando te vi.

—Pero si es un simple corte ¿cómo...?

—Eres una Invocadora, Novara Ganodac, y la magia menor que poseéis se debe al lugar donde nacisteis. —Sus grandes manos agarraron la mandíbula de la chica con firmeza obligándola a mirar aquellos ojos perdidos en la nada—. La magia es lista, se adapta al ambiente y territorio donde nos encontramos, donde nacemos. Somos su recipiente cuando nos escoge y como tal, podemos sobrecargarnos de su energía y acabar expulsándola sin control.

—¿Y el corte...? ¿Qué tendría que ver la magia y mi poco control sobre ella con eso?

—Tú y Arterys poseéis una magia que hacía años que no se veía en Alstaen. Uniros con el corte era la única manera de asegurarnos de que no perecierais al poder.

En aquel instante la pequeña lo comprendió. Arterys tenía entonces la misma cicatriz que Hedas lucía bajo su pómulo derecho, porque era él el que estaba unido a Dullahan. Ellos sabían del poder de los niños y los habían unido como alguien había hecho con ellos antes. A pesar de todo el daño que les habían estado causando, de romperles los dedos, de no darles de comer, o de mantenerlos obligados a permanecer de rodillas durante horas en el río helado, se habían preocupado por ellos desde el primer momento.

Los habían estado entrenando para volverlos más fuertes y que pudieran usar su poder usando al otro como recipiente si en algún momento se veían sobrepasados.

Novara abrió los ojos como platos observando como el calor brotaba de ella y a su alrededor un aura más cálida y roja comenzaba a forjarse como una armadura. Los dedos de Dullahan comenzaron a quemarse y las ampollas no tardaron en aparecer en la punta de sus dedos, pero el comandante no la soltó en ningún momento.

—El poder ha de ser controlado y moldeado jovencita, pero todavía no estás lista para ello. Debes respetarlo y entrenarlo.

—Pero me consumiré. Arterys no me ayudará...Ni siquiera me mira y...

El hombre soltó su cara y sin mediar palabra sacó de su camisa un viejo colgante. Una cuerda negra desgastada de la cual colgaba una vieja Triqueta, ahora conocidas como Trivetas. Eran uno de los canalizadores más populares de los cinco continentes. Un artefacto que servía para canalizar su magia, para contenerla y guiarla. Para proteger a su portador.

La pieza era grande y tosca, pero Dullahan la sacó con sutileza por su cabeza para colocarla finalmente en el cuello de la pequeña Ganodac. Aún estaba caliente, lo que le hizo comprender que aquello realmente estaba sucediendo. Dullahan se acababa de comprometer con ella a ser algo más que su maestro. Un hombre cruel, que en ocasiones no le dejaba ni respirar en los entrenamientos, estaba teniendo un gesto dulce y protector con ella.

—Esto te ayudará hasta que consigas formar un vínculo con él y hasta que puedas dominar tu poder. Pero no te lo quites jamás, o tu magia saldrá disparada en todas direcciones.

Con los ojos aún abiertos, una sonrisa adornó su rostro mientras sujetaba con una mano el nuevo colgante que lucía en su pequeño pecho. Un canalizador, uno de los objetos más antiguos de Alstaen ahora lucía en su cuello. Ahora sí, era una Invocadora.

—Creo...creo que gracias. —Tartamudeó la princesa, cerrando el puño alrededor de la Triveta.

Y ante todo pronóstico y mientras el comandante volvía a cubrirse los ojos, le dedicó por primera vez una sonrisa cómplice, una que se perdió con el viento y que ella guardaría por mucho, mucho tiempo. 

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