Capítulo 31 ❆
Los días eran largos, y las noches demasiado cortas para el grupo de niños que aguardaba cada atardecer con esperanza. Sus pequeñas camas que no eran más que un conjunto de heno y hojas húmedas, habían acabado pareciéndose de lo más reconfortantes.
La gran mayoría de los niños y las niñas habían sido asignados en pequeños pelotones a diferentes soldados, los que les mostraban disciplina, y métodos de supervivencia. Trucos, habilidades, y tretas que no habían hecho otra cosa que hacerles sentir mejor. Aquello enfureció a la pequeña princesa, pues no lograba comprender cómo en apenas dos semanas los niños que días atrás habían temblado y mirado a todos lados deseando ver una salida, ahora se acurrucaban al lado de sus nuevos maestros.
Habían cambiado su hogar por otro con demasiada facilidad. Ellos, que probablemente si tuvieran familias que les estuviera esperando, que los quisieran y aún aguardaran en la entrada a sus hogares con esperanza de volver a verlos.
—He vuelto de la reunión con Dullahan. —La voz de Hara la alcanzó mientras la princesa permanecía en lo alto de un grupo de rocas observando a Zelik ser apaleado por un soldado.
—¿Y bien? ¿No te obligará a que aprendas con la espada?
—Yo no sirvo para eso...El otro día casi me matan por no mirar donde debía y... —En aquel instante los ojos de Hara se posaron sobre los de su reciente compañera, y sentándose a su lado zarandeó los pies con nerviosismo—. Dullahan cree que puedo unirme a los curanderos.
—¿Qué? ¡Pero entonces me quedaré sola en las lecciones con ese monstruo!
—No tiene por qué...
—¡Claro que sí! Aquí todo el mundo se siente como en casa, han dejado de intentar escaparse, de ver más allá de estos bosques. No entiendo porque todo el mundo se ha amoldado tan rápido a este lugar. Porque todos hacen lo que ellos quieren.
—Porque nos matarían, y porque no nos queda nada más.
—Eso no es cierto...Muchos de ellos deben tener familia esperándolos más allá de todo esto.
—Sea así o no, ahora estamos aquí. —La mano de piel aceitunada de Hara, agarró los puños de la princesa que aún temblaba de frustración y rabia—. Solo tenemos que sobrevivir. Solo hay que esforzarse un poco, después de todo, Dullahan no es como Hedas. Tenemos suerte.
Aquellas palabras hicieron eco en su cabeza como si se tratase de un zumbido horroroso del que no podía librarse. ¿En serio debían contentarse con aquello? Seguían siendo esclavos de dos de los hombres más horribles del continente, de aquellos que tenían leyendas propias.
Los dedos de Hara trataron de calmarla, fortaleciendo aquel vínculo que habían formado el primer día en la hoguera, pero no hizo efecto. Vanora no estaba dispuesta a encariñarse de nadie de vuelta, pues sabía cómo acababa, y aunque tenía la certeza de que no podría evitarlo con Hara, quería asegurarse de ello. Alejarla antes de que también acabase muerta, por su culpa. Era lo mejor.
Vanora no dijo nada más, segundos más tarde se puso en pie ante los ojos dorados de su compañera y sin decir una palabra, se marchó.
Porque aquella idea, alejar a las personas que quería antes de que acabasen heridas o muertas, era sobrevivir.
Tanto para ellos como para ella misma.
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Sobre la tierra, y con la cara cubierta de polvo, sus ojos se posaron sobre Zelik Omenak, que sonriente y zarandeando su espada de madera observó a la niña con arrogancia. En medio de aquel círculo de pelea donde se encontraban, algunos soldados hablaban viendo con atención a los nuevos reclutas. Entre ellos se encontraba Dullahan que negaba con la cabeza ante la derrota de su pupila.
Al parecer, tanto Dullahan como Hedas habían creado una competición con los niños, para que se esforzasen más en tareas como aquellas para ganar recompensas. Premios que variaban desde mejores mantas, la mejor comida, o librarse de las tareas que nadie quería.
Sin embargo, Vanora no se esforzaba en ninguna, no quería ser la esclava de nadie, no quería tener que seguir aquel terrible juego para sobrevivir.
Ella permaneció con la esperanza de que algún día pudiera escapar y regresar junto a Bugul, a su hogar. Y si se esforzaba en aquellas estúpidas pruebas que les ponían, solo haría que tuviera más pegada a los talones a Dullahan.
—Levántate jovencita. —La voz del comandante llegó hasta ella, como un latigazo. Su postura rígida fue todo lo que la pequeña pudo ver aún de rodillas en el suelo.
—Me ha ganado. ¿No hemos terminado ya?
Zelik, que sonreía triunfal ante los ojos de los demás adultos, se paseaba zarandeando su arma como si fuera el mejor guerrero de todos los presentes. Pero ella sabía por sus movimientos que no había tocado una espada más que para jugar con ella. Según como se agarraba a la empuñadura de su espada, dejaba en evidencia que debía de haber sido el escudero de algún guerrero de su aldea.
Sus piernas estaban rígidas, no flexionadas como las de los soldados de su alrededor cuando combatían. Ni su espalda estaba recta al sujetar el peso del arma para poder distribuirlo mejor por todo su cuerpo. Zelik no había visto a guerreros de verdad combatir, ni entrenar como ella en su corte.
¿Cómo lo sabía? Si una cosa era Vanora Cadogan, ahora Novara Ganodac, era observadora. Un don que había adquirido gracias a su madre, que siempre le recomendaba estar atenta a su alrededor para recopilar la mayor información posible.
—¿Así que esto es lo que quieres mostrar? ¿Debilidad?
Sus palabras eran duras, opacando a los murmullos del resto de personas que los rodeaban criticando la elección del comandante por esa chica. ¿Lo cuestionaban? No, no dudaban de su líder si no de la chica que se mantenía de rodillas con sus ojos grises clavados en la tierra.
Vanora se puso en pie y observó con atención a Zelik que volvió atacar, ella se apartó con rapidez dejando que el niño se deslizase sobre la arena mostrando sus dientes con enfado. No iba a combatir contra él, no quería tener que luchar contra otra persona que no le había hecho nada. No quería volver a ver una espada si no era necesario, no quería luchar ni derramar sangre por estupideces como aquella. No después de Zalnar.
Sin embargo, no comprendía como la gran mayoría de los niños habían pasado de mostrar su terror por ellos, a querer ganarse su aprobación. Como si con ello, fuesen más validos o tuvieran más valor que antes. Después de todo, parecía ser que los pequeños solo querían sentirse a salvo, ganarse un sitio en su nuevo hogar. Aunque los llantos no cesaran todas las noches, por las mañanas debían batallar por ganarse un lugar en aquel campamento.
—¿Qué pasa? ¿Me tienes miedo? —Los dientes de tiburón de Zelik chasquearon al hablar.
—¿De ti? Sería como temerle a un cordero. —Le criticó Vanora caminando hacía Dullahan.
—¡Vuelve a repetir eso!
Zelik corrió hasta ella, y Vanora recibió el silbido de Dullahan como advertencia, lo que provocó en ella un movimiento automático. Sus piernas se movieron solas girando sobre sí misma.
Su cuerpo parecía reaccionar a Dullahan como si estuvieran conectados de alguna forma extraña, como si supiera la orden que quería darle con tan solo un sonido como aquel. Se lanzó al suelo rodando por la arena para agarrar la espada y así alzarla al tiempo que el niño se lanzaba con todo a por ella.
El choque de las espadas fue ruidoso ante el gesto de sorpresa de los soldados. Cuando todo el mundo había perdido la esperanza en aquella niña que no había hecho más que escapar de los golpes. En esquivarlos y huir de la pelea.
—Remátala Zelik. —Le reclamó Hedas que había aparecido junto al otro de sus pupilos. Arterys tenía el cabello revuelto y cojeaba justo tras él. Su mirada perdida en la lejanía indicaba que Hedas lo había llevado al infierno y traído de vuelta aquellos días en los que nadie lo había visto.
Lo había roto y recompuesto a su antojo. ¿Pero qué le habría hecho? ¿Qué castigo le habría infligido como para que estuviera en aquel estado de shock?
—El combate ha terminado. —Avisó Dullahan a los niños caminando en su dirección.
—Un combate nunca termina hasta que uno de los dos cae, amigo. —Reclamó Hedas desde la distancia. La diversión no había terminado para él, que deseaba ver a la niña de rodillas de nuevo.
Vanora aún tenía la espada en alto, con sus manos temblando debido al esfuerzo. Pero toda su atención no estaba en el niño que tenía delante, ansioso por mostrarle a Hedas su poder, sino en Arterys, aquel que estaba tras su comandante, herido. Roto.
—Tu niña es débil. No me digas amigo mío, que te has vuelto blando. ¿Acaso le has cogido cariño a la princesita?
—¿Y qué propones? —Contestó Dullahan
La sonrisa de Hedas no auguraba nada bueno, y para cuando Dullahan volvió a prestar atención a los niños, Vanora no dejaba de recordar aquella palabra que el hombre acababa de nombrar. Princesa. Una palabra que Dullahan prometió que quedaría olvidada para ganarse un nuevo nombre.
Una palabra que Hedas había utilizado para desestabilizarla, y provocarla. La ira que comenzó a arder en su interior no tuvo opción a salir, pues Vanora volvió a centrarse en el niño justo cuando la espada la golpeó tirándola al suelo.
Un gruñido se escapó de sus labios al notar la sangre caliente brotar de la nueva brecha en su frente, en como Dullahan caminaba a pasos rápidos hasta ella y la levantaba de la almilla de cuero para arrastrarla hacía el interior del bosque. Dejando la fuerte risa de Hedas de fondo, como un recordatorio de lo débil y penosa que seguía siendo, fuera o no una princesa.
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—¿Qué es lo que queréis de mí?
Vanora se limpió la sangre que a esas horas seguía brotando de su frente, pues el anochecer se había abierto paso entre los árboles, y los últimos rayos de luz ya se despedían en el horizonte.
Dullahan había intensificado el entrenamiento particular que le había estado haciendo aquellas últimas semanas: correr, flexiones, cruzar el rio de un lado al otro sin zapatos para que sintiera el frio en sus huesos y luchar contra la corriente que la arrastraba.
—Que golpees el tronco. —Ordenó Dullahan.
—¿Qué? ¿Por qué haría eso? —Murmuró la pequeña entre jadeos. Su ropa empapada no hacía más que provocar escalofríos por todo su cuerpo exhausto que comenzaba a entumecerse debido al cambio de temperaturas.
No hubo respuesta por parte de Dullahan que sentado en un gran tronco que descansaba sobre el musgo, no dejaba de prestar atención a la pequeña. La que no entendía era qué narices esperaba de ella, ni que pretendía conseguir machacándola como lo había hecho esas últimas semanas y horas. ¿Era un castigo?
—¿Es por perder en ese estúpido combate? —Estaba indignada, y le daba lo mismo si por subir la voz le caían cincuenta flexiones más, si le tocaba pescarse la cena con las manos o quedarse allí parada toda la noche como tantas otras.
—Ese "estúpido combate" era para mostrarles al resto que no eras una cobarde, Vanora Cadogan. Para ganarte su respeto.
—Lo soy, ya os lo dije cuando vinisteis a por mí. No soy una luchadora, no soy la princesa feroz que decía ser. ¡Maldita sea, era pura fachada! No merezco ningún respeto después de todo lo que he hecho.
—No creo que sea así. —Sentenció el hombre con voz calmada—. Mi instinto no falla nunca, y aunque no pueda veros a los ojos, princesa, noto el poder y la rabia que ruge en vuestro corazón. Los errores del pasado no nos definen a pesar de lo que la gente diga. Vuestro potencial puede ser vuestra penitencia si lo empleáis bien y lo desarrolláis.
—¿Ah sí? ¿Y cómo la notáis? —Los ojos de la princesa vacilaron alejándose del tronco de aquel inmenso árbol que la esperaba.
—Conozco a alguien que tiene ese mismo poder en su interior. Que por contenerlo durante años hizo que su rabia se convirtiera en maldad. El poder debe de ser entrenado y moldeado, pues si lo contienes durante mucho tiempo acaba consumiéndote y devorándote. —La cabeza del comandante estaba ligeramente echada hacía atrás como si pudiera ver las estrellas más allá de los árboles teñidos por los colores anaranjados de la reciente estación. Perdido completamente en sus recuerdos.
La princesa no hizo ademán de seguir la conversación, trató de marcharse, pero Dullahan desenvainó la mitad de su mandoble logrando que la pequeña se detuviera ante aquel sonido. Así que después de todo no estaba tan distraído como aparentaba. Ese hombre podía ser ciego, pero tenía ojos en todos lados.
—Volved a la posición, princesa.
Con un gruñido y ante el relucir de la espada a la luz de los últimos rayos de sol, Vanora regresó hasta aquel árbol que se alzaba sobre su cabeza como un gigante. Y mientras tanto, las preguntas seguían revoloteando en su mente, buscando la posibilidad de a quien se había referido Dullahan.
¿Podría ser él mismo? ¿U otra persona de su pasado? Alguien con el mismo poder que decía que tenía ella. Alguien que tal vez pudiera ayudarla en un futuro, una persona que tal vez hubiera podido ganarle en un pasado.
—¿Y bien?
—Ahora golpéalo.
—¿Al árbol? —La mirada atónita de la niña se hubiera ganado otra desaprobatoria por parte del comandante, pero este simplemente asintió—. ¿Para qué?
—Vas a fortalecer las manos de la forma que sea necesaria.
—Pero me las destrozaré. Me romperé los nudillos, sangraré de nuevo y Hedas y sus pupilos se reirán de mí.
—Se reirán si te ven débil como hoy, jovencita. —Dullahan se puso en pie y se deslizó en la oscuridad hasta su lado. Su puño golpeó con tal fuerza el árbol, que hizo que de las ramas más cercanas cayeran algunas de las hojas tocadas por el otoño—. Sobrevivir es ganar poder, es ganar fuerza.
Los ojos plateados de la pequeña lo miraron por primera vez, con una mezcla de sentimientos que hasta entonces no había sentido nunca. Miedo, terror y admiración. Ciego pero fuerte. Alto pero ágil. En ese instante, Vanora comprendió que Dullahan había convertido todas sus debilidades en nuevas fortalezas. Y había sacado poder de todas ellas.
Que después de todo si podría aprender algo de aquel hombre, y que quizás ella también debía amoldarse como el resto de niños lo habían hecho días antes. Tal vez esforzarse y dejar que su potencial saliese de ella le hiciera sentir por primera vez mejor.
—Vas a golpear ese árbol hasta que consigas que caigan las bellotas de esas ramas.
—Puedo estar así toda la noche. —Se quejó la niña con voz temblorosa por el aire frío que comenzaba a soplar. Aquella noche, sería larga y fría.
Y si no moría aquella noche, lo haría en las siguientes.
—Así es, por lo que os recomiendo jovencita que comencéis a golpear antes de que el frío os cale en los huesos y no podáis moveros.
Y sin mediar una palabra más, el hombre volvió a su tronco donde permaneció tranquilo, con sus manos entrelazadas como si pudiera observarla realmente. Como si aguardase los gritos de dolor de la princesa, sus quejas y el derramamiento de sangre a voluntad propia por un entrenamiento más que cuestionable. Unos gritos y maldiciones que no tardaron en llegar con cada golpe propiciado de aquellos nudillos de piel fina, digna de una princesa, contra el árbol.
La noche oscura los rodeó como un manto frío que los cobijó durante aquella tarde, y las siguientes... y los gritos de Vanora Cadogan se acabaron sofocando con los días y las noches venideras, y su piel, fue arrancada a voluntad de sus huesos contra la corteza de aquel árbol y los que vinieron después.
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