Capítulo 3: Cura y enfermedad.
No podía abrir los ojos, no con el profundo dolor de cabeza que me atormentaba. Lo intenté algunas veces, por lo que sabía que estaba en mi habitación, en el ático de la mansión. Tenía las frazadas cubriéndome hasta la mandíbula, sin embargo, tiritaba del frío. Podía escuchar que la chimenea estaba encendida, el fuego crepitándose y el olor de la madera quemada eran inconfundibles.
Cuando logré sentirme un poco mejor, miré todo a mi alrededor, la habitación estaba en penumbra, solo el fuego iluminaba tenuemente. Por eso me sorprendí al notar que Nate se encontraba sentado en el pequeño sofá de mi habitación, totalmente dormido.
Intenté levantarme, pero el malestar que embargaba mi cuerpo era mucho más fuerte. Me sentía arder, de seguro tenía la temperatura alta, sentía la garganta seca y un dolor punzante en mi tobillo.
Me había enfermado por la lluvia, era obvio. Siempre fui de salud frágil, por esa razón el alfa me había prohibido muchas veces jugar con Nate y los demás cachorros de la manada. Ellos podrían estar durante días bajo la lluvia sin problemas, yo, en cambio, tenía la salud de un pequeño pollito. Solté un suave quejido, pero fue suficiente para despertar a Nathan y tenerlo a mi lado en un parpadeo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó con preocupación.
—Como en la mierda —respondí con la voz ronca.
Él río un poco, parecía encontrarse de mejor humor, por lo que le sonreí en respuesta. Me tocó en la frente un par de veces, arrugando el gesto.
—Tienes algo de fiebre. ¿Quieres comer algo?
—No tengo apetito —gruñí.
—No me interesa —refutó—. Debes comer algo, Eleanna.
—Me siento mal, Nate —lloriqueé—. Consiénteme.
El gran y futuro alfa tenía una debilidad, una que jamás pudo resistir. Y esa era la mirada de perrito triste. Sabía bien cuando utilizarla, por lo que seguía siendo muy eficiente. Me acarició suavemente el cabello, con esa expresión de resignación al saber que había ganado esta batalla.
Torció la boca, parecía estar pensando en algo. Era tan atractivo y yo estaba hecha un asco.
En mi defensa, nadie se veía bien estando enfermo.
—Nada me gustaría más, pero debo cuidarte, Elle. Si comes algo, lo que sea saludable, prometo consentirte el resto del día.
—¡Hecho! —exclamé, verdaderamente contenta.
Podía hacer el sacrificio de comer algo, si eso significaba tenerlo cerca todo el día. Me gustaba pasar el tiempo con él, incluso como amigos. Nuestras tardes de videojuegos y películas eran mis favoritas. Gracias a que crecimos juntos, nuestros gustos solían encajar. Cosas como pelear por cual película poner eran totalmente ajenas a nosotros.
Complicidad, éramos tan cómplices en todos los aspectos de nuestra vida, que, de una forma u otra, terminamos por sincronizarnos, complementarnos.
—Odio la sopa —refunfuñé, luego de haberla terminado. Sabía que él iba a aprovecharse de mi desgracia.
A mi pesar, eso también formaba parte de nuestra amistad. ¿Qué clase de amigos no se fastidiaban el uno al otro de vez en cuando?
—Lo sé —admitió, sonriendo de forma burlona.
Se acostó junto a mí, como cada noche donde los silencios no eran incómodos, donde no necesitaba explicarle cosas que ya sabía. Nathan les temía a las tormentas, desde que su madre lo abandonó en medio de una. El alfa me lo contó una vez, solo porque notó que su hijo se refugiaba en mi habitación en cada noche de lluvia.
Cuando la antigua luna decidió abandonar el cargo y a su familia, la lluvia caía afuera con gran furia. El pequeño Nathan estuvo fuera de la mansión toda la noche, esperando a que su madre regresara. Ni siquiera el alfa pudo convencerlo de refugiarse en su hogar.
Así que la lluvia provocaba un gran sentimiento de soledad en Nate, incluso cuando ya habían pasado tantos años de aquel momento.
Sin embargo, ya éramos unos adolescentes, casi adultos. Él ya no venía buscando mi refugio, pero la costumbre quedó entre nosotros.
—Lo siento mucho —se disculpó por quinta vez en el día.
—Ya te dije que estamos bien. No fue la gran cosa.
—Estás enferma por mi culpa. Jamás debí hacerle caso a Rosie.
—¿A qué te refieres? —pregunté fruncido el ceño.
—Dijo que no pasaría nada por escaparnos un rato. Dijo que el autobús pasaría hasta caer la noche, que ella ya lo había chequeado.
—No pasó ningún autobús en dos horas, Nate —escupí. Tenía tantas ganas de partirle la cara a esa desgraciada.
Ella lo hizo adrede. Lo sabía con certeza. ¿Tenía pruebas de ello? No, no las tenía, pero eso no quitaba mi molestia. Algún día me cobraría todo lo que me había hecho durante mi infancia y adolescencia.
Pero ahora ella aseguraba ser la futura luna de la manada.
¿Qué haría entonces? No podía quedarme aquí si ella mandaba. Ni siquiera Nathan podría protegerme, estaba segura de que me haría la vida imposible.
No, ella no era luna de nadie.
—Lo sé. Llegué aquí y ya habían pasado muchas horas, nadie sabía nada de ti. Tuve mucho miedo, jamás había estado tan asustado en mi vida.
Él estaba llorando. No de una forma escandalosa y asquerosa, no. Las lágrimas corrían libremente por su rostro, no intentó detenerlas ni fingir que no estaba llorando. Se abrió conmigo, me permitió ver su corazón, a pesar de que no hacía falta.
—Escúchame bien, Nathan —hablé con seriedad, obligándolo verme a los ojos—. No fue culpa tuya. Yo debí llamar a alguien al ver que no pasaba algún autobús, sí, me quedé sin batería en la parada de autobuses, sin embargo, nadie me obligó a perderme en el bosque.
—Pero no tenías que tomar esa decisión si yo hubiese estado allí.
—Estoy cansada, Nate —admití—. No quiero seguir siendo la débil humana de la manada. Sólo estoy aquí, porque tú los obligaste a aceptarme.
—Eso no es cierto —intentó negarlo, pero ambos sabíamos que mentía.
—No soy capaz ni de llegar por mi cuenta a la manada. ¿Qué dice eso de mí? —sorbí sonoramente por la nariz. Estaba a segundos de echarme a llorar.
—Jamás intenté enseñarte el camino, es culpa mía, no tuya —él estaba desesperado, se lo notaba en la voz.
—Y yo no lo aprendí por mi cuenta.
Ambos soltamos un suspiro al unísono. Era inútil discutir, ambos nos echaríamos la culpa a nosotros mismos. No era la primera vez, por supuesto que no.
Cuando éramos niños y alguno era atrapado haciendo una travesura, solíamos culparnos. El alfa nunca sabía bien a quién castigar, por lo que usualmente terminábamos castigados juntos.
Conversamos durante horas. Nate tenía meses sin tener un día libre y el Alfa se lo concedió con la excusa de que iba a cuidarme. No debía preocuparme por contagiarlo, puesto que los hombres lobos pocas veces se enfermaban.
A veces los envidiaba. Eran más fuertes, ágiles y con mejor resistencia a todo tipo de enfermedades que los humanos. Yo en comparación era sólo una muñequita de papel, demasiado débil.
Pero eso cambiaría, necesitaba que cambiara. Iba a pedirle a Nate que me enseñara el camino, que me entrenara. No podía seguir siendo sólo la amiga del futuro alfa. No si existía la posibilidad, por remota que fuera, de que Rosie fuera su luna. No, tenía que aprender a cuidarme por mi cuenta, no podía quedarme siendo una carga para Nathan.
Ya no más.
Al día siguiente me sentía mucho mejor. Aún quedaban vestigios de enfermedad, estornudaba de vez en cuando y debía tener un pañuelo siempre a la mano, pero al menos podía ir al instituto.
El futuro alfa estaba apoyado en su auto blanco, reluciente, esperando por mí. Usaba una camisa verde bosque, unos pantalones rotos en las rodillas y una sonrisa salvaje en sus labios.
Tan atractivo, tan provocativo. Tenía unas inmensas ganas de saltarle encima, probar sus labios y perderme en él. Carraspeó, llamando mi atención.
No me sentía avergonzada, él hacia lo mismo todo el tiempo. Yo estaba usando una camiseta blanca y unos jeans desgastados. Necesitaba comprar más ropa, pero para eso debía liberarme de un par de exámenes antes de poder dedicarme al trabajo.
A veces trabajaba en una cafetería, en el centro de la ciudad. La dueña era una amable loba, me había aceptado como a una hija, a pesar de ser viuda.
Yo había llegado a su vida justo después de la muerte de su marido. Normalmente los hombres lobos mueren luego de la pérdida de su pareja, por lo que todos en la manada estaban esperando a que muriera.
Era una niña en un lugar muy curioso, así que no entendía ninguna de sus reglas. Cuando la vi, sólo pude acercarme, tomarla de la mano y susurrarle que sentía su perdida. Algo que estaba prohibido en la manada, pero que era justo lo que Margaret necesitaba.
Cada día iba a su cafetería, que en ese entonces se encontraba en la manada, y conversaba con ella durante horas.
Ambas estábamos rotas, demasiado lastimadas. Sólo nosotras podíamos saber el dolor que cargábamos. Ella actuó como una madre para mí y yo le di una razón para seguir con vida.
Desde entonces trabajaba para ella en vacaciones y horas libres.
—Tierra llamando a la princesa Eleanna —escuché la voz de Nate, demasiado cerca de mí.
Estaba de pie, su rostro apenas unos centímetros separados del mío. Sentí como me sonrojaba y miles de avispas asesinas atacaban mi estómago.
—¿Por qué princesa? —pregunté lo primero que me pasó por la mente.
Él pareció pensarlo por unos segundos, poniendo su mano en la barbilla.
—Porque eres la princesa de mi vida, supongo —se encogió de hombros, ese gesto tan característico suyo.
Intenté que mi corazón no se acelerara ante sus palabras, pero fue imposible. ¿Cómo no iba a enamorarme de él? ¿Cómo evitaba caer rendida a sus pies?
—Yo no soy una princesa —balbuceé.
—Lo eres para mí. Ahora, señorita princesa, mueva esas nalgas suyas hasta mi coche o llegaremos tarde a clases.
Solté una carcajada al escucharlo, obedeciéndolo. Nate tenía un humor que solo florecía conmigo. Ante los demás debía mostrarse serio y regio, como todo un líder. Era cuando estábamos a solas que su verdadera personalidad salía a la luz.
Manejó hasta el instituto. Me había fijado en el camino durante todo el viaje. Estaba segura de que lo aprendería por mi cuenta. Si había logrado llegar allí siendo sólo una niña, entonces era capaz de hacerlo nuevamente.
—¡Hey, alfa! —saludó en tono burlón Stuart, su mejor amigo.
Chocaron los puños y luego se dieron palmadas en la espalda en un raro saludo característico de los hombres.
—Hola, Stu —le revolví el cabello y lo rasqué detrás de la oreja, como si de un cachorro se tratase.
Él de inmediato sacó la lengua y comenzó a mover una pierna, siguiéndome el juego. Era algo así como mi mascota personal, mi amigo. Tenía el cabello color caoba, sus ojos eran verdes, hipnotizantes. Sus cejas eran pobladas y su nariz era un poco grande, pero era atractivo a su manera.
No un adonis, por supuesto. Pero sí que era muy atractivo. Stuart estaba enamorado de mi mejor amiga, Carol. Un amor no correspondido, lamentablemente.
—¡Anna! —Gritó una voz a mis espaldas, justo antes de que Carol me arrollara.
Ella era una humana. Su cabello era castaño y tenía las puntas amarillas, le llegaba hasta más allá de la cintura. Sus ojos eran color miel, sus labios eran finos y siempre cubiertos con algún labial. Ojos coquetos, actitud despreocupada y sonriente. Esa era mi mejor amiga, la única humana a la que le permitía acercarse a mí.
Si fuera lesbiana, de seguro que le tiraba los tejos. Era demasiado hermosa.
Además, la adoraba.
Mi amistad con ella se desarrolló de una forma tan peculiar, la chica extrovertida adoptando como su amiga a la introvertida. Carol se acercó a mí por más que yo me resistí. No debía ser cercana a los humanos, puesto que ellos podrían enterarse de mi relación con la manada, cosa que estaba prohibido.
Pero ella no me permitió alejarme. Se mantuvo a mi lado, ganándose mi aprecio cada día un poco más.
—No me llames Anna —reclamé. Estaba acostumbrada a que me dijera así, pero seguía fingiendo enfado.
—¡Oh, vamos! Todos te llaman Elle, a veces no entiendo si sólo te llaman a ti o están pronunciando el abecedario.
—No seas envidiosa —le di un pequeño golpe en la frente, sonriendo—. Sólo porque tú no tengas un apodo cool, significa que los demás debamos tener nombres normales.
Infló sus mejillas, haciendo un mohín adorable. Cuanto adoraba a esta chica. Era mi amiga desde hace varios años y siempre estuvo junto a mí, siendo mi apoyo y mi ancla. Era sencillamente la mejor amiga del mundo.
Noté que Stuart también la miraba, hipnotizado ante su belleza. Me compadecí, yo sabía bien lo que era la friendzone y todas las desventajas que existían por pertenecer a ella.
—Mucho bla, bla, bla es hora de entrar a clases —apremió Nathan.
Él era un buen estudiante, realmente se esforzaba mucho en obtener buenas notas. Pero jamás me ganaría a mí. Era el mejor promedio en todo el instituto y así debía mantenerlo si quería seguir con mi beca. El alfa se ofreció a pagar mi educación, pero yo no quería depender siempre de su amabilidad. Me dio un techo y comida, eso ya era demasiado.
—Vamos, señor gruñón —le di un ligero empujón con el hombro, pero no lo moví ni un centímetro.
Maldito hombre lobo, maldita súper fuerza que me hacía quedar en ridículo.
El rio al verme enfurruñada, burlándose. Era divertido para él que yo no tuviera ninguna oportunidad, aunque más de una vez había logrado vencerlo cuando era niña.
Me crie corriendo y viajando por todos lados, así que no era precisamente una damita. Los hombres lobos suelen jugar pesado, siempre luchando entre sí.
Al principio nos reñían, puesto que el futuro alfa no debía ser tan cruel al pelear contra humana, pero eso fue antes de que vieran que lo igualaba en fuerza. Eso hizo molestar tanto al alfa, que lo mandó a ejercitarse mucho más de lo que realmente debía.
Una humana jamás debía tener oportunidad contra un alfa. Con los años, había dejado de ser una buena contrincante, de hecho, Nate podía quebrar mis huesos sólo con tocarme.
No le temía, en absoluto. Nate y yo tenemos tanta confianza gracias a todos los años que hemos vivido juntos. Siempre fue mi valiente protector, a pesar de que no era lo que debía hacer.
Una vez, escuché a los viejos sabios hablar respecto a nosotros. Resultaba extraño que pudiéramos llevarnos tan bien, así que hicieron una reunión de emergencia a las pocas semanas de mi estadía.
Espiando, aunque realmente esa no había sido mi intenso al esconderme en la sala del consejo, los escuché hablar sobre un mito.
Dicen que, si tu mate está en peligro, verdadero peligro de muerte, entonces podrá ser guiado a ti. Creían que yo había enfrentado tantos peligros, que el camino hacia la manada se había marcado en mis pasos.
Luego fue desestimado, pues jamás se habían encontrado con una mate humana.
Hasta que llegué yo, por supuesto.
¡Hola! ¿Qué tal? ¿Les está gustando la historia? A mí me gusta mucho escribirla, porque la siento bastante ligera. ¡Muchas gracias por todo su apoyo!
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