Jugando a ser Dios
Castillo Gayenhofen, Austria, 1942.
El disparo hace eco frente a las paredes del castillo, y todos los prisioneros se acuclillaron en medio de gritos de pánico. Todos, excepto el rabino Simón Kohen que permaneció de pie unos segundos más; el lugar en que la bala de nueve milímetros atravesó su cráneo mostraba un perfecto agujero, por el que un fino hilo de sangre comienza a brotar. Es entonces que su cuerpo se desploma.
El coronel Bruno Horn permanece un momento en la postura que había asumido antes de disparar su Mauser Luger. Luego, la enfunda tratando de disimular una macabra sonrisa, con sus ojos casi cubiertos por la visera de su gorra de coronel de las SS. Esa, con la calavera con huesos cruzados.
—Bien —dice Horn — Ya no habrá más quejas sobre quedarse afuera esta noche.
Hace señas y cuatro soldados armados rodean a los prisioneros mientras dos más recogen el cadáver para disponer de este. Hay mujeres, niños, ancianos y varios hombres. Casi todos llevando cocida en sus ropas, la estrella de seis picos identificándolos como judíos.
Al voltearse, ve que el teniente Götz regresa del interior con un pelotón de soldados, luego de revisar el castillo.
—Herr Kommandant — se anuncia el teniente —. El castillo está vacío.
—Eso no es posible —comenta Horn algo sorprendido —. Tenía entendido que la propiedad estaba ocupada. ¿Dónde están los sirvientes?
—Los sirvientes no permanecen en el castillo durante la noche.
—¿Y el dueño?
—No hay nadie en el castillo, Herr Kommandant.
El comandante Horn se quita su gorra y la pone bajo su brazo con solemnidad antes de atravesar las puertas. Se detiene justo en la entrada, y su sombra se alarga con los últimos rayos del sol otoñal adentrándose en el gran salón que se encuentra en tinieblas al fondo, como si algo se la tragara.
Cuatro soldados entran corriendo llevando un generador y luces para iluminar el recinto. Horn espera pacientemente a que se haga la luz para penetrar aún más en el salón que se siente frío. Todavía más frío que el exterior. Un minuto después, las luces se encienden y el salón queda bañado de una luz amarillenta. A la vez que el astro rey desaparece tras las montañas a lo lejos; una brisa muy fría sopla por las puertas. Solo necesita mirar al soldado a su izquierda para que este salga corriendo a cerrar.
Avanza un poco más con paso decidido y sus botas resuenan en el suelo de roca del antiguo castillo austriaco. El teniente Götz toma la iniciativa de poner unos leños en la chimenea, enciende el fuego y luego se cuadra en atención.
—Relájese Götz —dice el comandante con unas palmadas en el hombro —. Esta noche descansaremos bien aquí.
Mientras acerca sus manos al hogar, los eficientes soldados se mueven de un lado para otro trayendo una mesa y unas sillas del comedor, varias cajas con suministros en la que está una buena carne enlatada y papas para ser cocinadas, en la cocina del castillo.
Haciendo uso de su autoridad el sargento Gunther, el cocinero de la unidad; hombre recio que solía ser chef de un prestigioso restaurante de Hamburgo, pega gritos a sus asistentes para que le lleven luz a la cocina bajo la mirada satisfecha del comandante, que ve con admiración la disciplina con que ordena a sus subordinados.
—Que el sargento Schultz se encargue de las rotaciones de cuatro horas, para vigilar a los prisioneros —dice el comandante sin dejar de mirar al fuego.
—Jawohl, herr kommandant! —contesta Götz y se retira a dar las instrucciones.
Mientras, Horn mira meditativo las llamas en el fuego de la chimenea que le traen recuerdos de una fantástica noche. Una noche de 1933, en la que una hoguera más grande consumía una pila de libros inservibles y perversos. Él y varios de sus camaradas, en sus uniformes de la Liga Nacionalsocialista de Estudiantes Alemanes, recogieron libros de varias partes para alimentar las llamas que los liberarían de la opresión de comunistas, pacifistas y... judíos. Toda idea contraria al Tercer Reich, debía ser erradicada.
«Horn recuerda bien que contribuyó gritando a todo pulmón sus proclamas: "¡Contra la decadencia y la ruina moral, por la disciplina y la moralidad en la familia y el estado; entrego a las llamas el súbdito de Heinrich Mann!". "¡Contra la petulante adulteración de la lengua alemana, por el cuidado del más precioso bien de nuestro pueblo; entrego a las llamas un pergamino de la torá judía!". "¡Contra la lucha de clases y el materialismo, por la unidad del pueblo y una actitud idealista; entrego a las llamas el capital de Karl Marx!"».
«Y nueve años después, su entrega y dedicación al Führer, le colocaron en esa prestigiosa posición de comandante de la décimo quinta unidad de las SS; encargados de reunir y entregar judíos, comunistas y cobardes pacifistas para ser... procesados».
Bruno Horn se siente poderoso. Tanto que tan solo bastó su presencia para que una unidad apostada en Viena, le ofreciera un pelotón de sus soldados sin chistar.
Con estos arresta una buena cantidad de indeseables al régimen; una nota positiva más, a su ya impresionante carrera.
Al regresar, el teniente Götz se encuentra con el coronel mirando fijamente el fuego. Con esa mirada de locura en los ojos que tienen todos los que siguen ciegamente el dogma del partido.
En cambio, Derek Götz siempre fue soldado. Su carrera militar es mucho más larga que la de Horn, pero de la noche a la mañana este jovencito asciende en esa fuerza especial, con tan solo seguir sus... «rituales». Un chico adoctrinado para pensar en la superioridad alemana.
«Eso es lo que el partido ha creado. Niños convertidos en asesinos de inocentes, creyendo firmemente que lo hacen por un bien mayor»; es el pensar de Derek.
Afuera, los cuatro soldados que vigilan a los prisioneros charlan y los capturados se unen lo más juntos que pueden para conservar el calor.
—Hace mucho frío esta noche Karl —comenta uno procurando que le escuchen.
—Sí —responde Karl sonriendo al entender la burla, mirando al grupo —. Tal vez baje a unos cinco grados. Lástima que no tuvieron tiempo de recoger sus abrigos.
Casi al centro, otro rabino musita palabras en hebreo, mientras es rodeado por los niños y mujeres que a su vez son cubiertos por los hombres. Lentamente, se congregan a su alrededor para compartir el calor. Solo dos permanecen apartados.
—¿Por qué está aquí? —pregunta uno de los prisioneros al otro —. Usted no es judío.
—Por oponerme. Por no compartir sus ideas —responde el aludido.
Mira a su alrededor y al notar que los guardias se han apartado para fumar y charlar, continúa.
—Yo le creí. Después de la gran guerra, las sanciones impuestas a Alemania eran desmedidas. Y le creí, le apoyé con mis gritos, con mis artículos en el diario.
El hombre voltea a mirar al rabino y a los niños un momento y luego a los ojos de su interlocutor.
—Pero no me esperaba esto.
«Cuando fueron por mis vecinos, me impresioné. Los Meyer siempre fueron gente buena que no molestaban a nadie. Samuel Meyer, saludaba a todo el mundo con amabilidad».
«Y un día. Un martes en la tarde, la policía los arrestó. Tan solo esa mañana, mi esposa había hablado con la señora Meyer, luego de compartir unos panes con lentejas. Estaban muy mal económicamente ya que el señor Meyer fue injustamente despedido».
«Entiendo que puede haber gente mala entre los judíos. Pero ellos, toda la familia, era gente buena y trabajadora. Cuando los arrestaron, pregunté el porqué y simplemente me dijeron: "Son judíos"».
El hombre se llevó las manos a la cabeza, en señal de arrepentimiento.
«Se los llevaron a todos. A Samuel Meyer, a su esposa Martha y los niños, a Josef y Ana. Por eso escribí. Escribí acerca de ese abuso, pero nadie quiso publicarme. Todos actuaban como si eso fuera lo más normal. "Si son judíos, se lo merecen"; me dijo el editor del periódico. Pronto me di cuenta que todo negocio de su gente estaba cerrado. Que en la calle había menos gente. Desaparecidos, como mi amigo Ernest Müller, reportero como yo».
«Entonces lo comprendí todo. Necesitaban de un chivo expiatorio. Alguien debía pagar por las faltas en el país y en lugar de buscar soluciones, señalaron culpables y la gente olvidó los problemas para enfocarse en castigar».
El hombre guarda silencio tratando de ahogar el llanto que le quiere invadir.
—Solo por ser judíos, por no pensar cómo ellos, por diferir de sus ideas —susurra.
—¿Cuál es su nombre amigo? —pregunta al fin el otro a su lado.
—Hans. Hans Schneider.
—Bien, Hans Schneider —comenta el hombre posando una mano en su hombro —. Usted también es un hombre bueno.
El hombre le ofreció la mano y Hans la tomó.
—Abraham Goldberg —dice a la vez que estrecha la mano en un saludo de cordial solidaridad.
Entonces callaron al ver que los soldados regresaban.
Caminando por los pasillos del castillo, el cabo Fritz Schwarz ilumina las paredes de roca con su linterna buscando en caso de que alguien se encuentre escondido dentro. En su mente, el ambiente le recuerda la película de Drácula con el actor Bela Lugosi y algo le provoca que se le crispen los nervios.
—¡Fritz! —El cabo no pudo evitar dar un notable brinco y llevar su mano al arma — Tranquilo, soy yo, Herbert.
—¡Eres un idiota! Sabes que estoy armado —regaña Fritz.
—¡Ja! Eres demasiado lento. Y cobarde.
—Este lugar es tétrico.
—Es solo un montón de piedra —responde Herbert riendo y golpeando con los nudillos la pared.
—Eso no impide que haya gente escondida.
—Cierto.
Un ruido alerta a los soldados. Un sonido parecido al aleteo de un ave que alteró los nervios de ambos; por lo que Fritz dirige su linterna hacia el frente, pero solo ven el profundo pasillo extenderse ante ellos sin aparente presencia de vida.
El eco en el solitario pasillo aumenta el sonido de las pequeñas patas de una rata que intenta llegar de una columna a otra. Una vez más el ruido del aleteo se escucha y ambos soldados presencian atónitos el ataque de un búho que toma a la rata entre sus garras, y se eleva en un certero movimiento que termina posándolo en una de las salientes junto con su presa; todo eso seguido por la luz de la linterna de Fritz.
—¿Viste eso? —pregunta Herbert emocionado.
—¡Increíble! —Responde Fritz aún iluminando al ave, que ignorando al soldado descuartiza con su pico al roedor.
El cabo continúa iluminando al búho y ve como este levanta la cabeza y la hace girar casi ciento ochenta grados, mira hacia el techo y luego regresa la atención a su comida.
Fritz se voltea y la luz de su linterna recorre todas las paredes. Está buscando a su compañero, pero este no se ve por ningún lado.
—¡Herbert! —llama hacia lo lejos del pasillo, pero no recibe respuesta —. ¡Herbert! ¿Dónde te has metido?
Avanza unos metros y hace que el haz de luz recorra los desvíos, pero nada de su amigo. «Bastardo. Estará buscando asustarme otra vez»; va pensando mientras camina. Llega a otro punto donde los pasillos se cruzan e ilumina a su derecha, nada. Ilumina la izquierda y nada, al dar el primer paso para continuar avanzando escucha un suspiro.
—¡Maldito Herbert, te voy a...!
No era Herbert, y Fritz nunca llega a ver con claridad lo que es; solo logra notar un par de pequeños y brillantes puntos rojos. La linterna cae y detrás de esta se va asomando frente al haz de luz, un espeso líquido oscuro.
El sargento Schultz camina alrededor de los prisioneros mirando con desprecio las caras asustadas de mujeres y niños. Los rostros serios y meditabundos de los hombres. A su pensar, parecen un rebaño de ovejas reunidas para pasar la noche.
Al verlos, solo puede imaginar que su exterminio es lo mejor para todos; no tienen cabida en el nuevo Reich. Pues en lo personal, Hansel Schultz los ve como un lastre innecesario. Judíos, cosacos, comunistas y cobardes. La clase de gente que debe ser erradicada del mundo para hacer de este uno mejor.
Con paso lento, va notando entre ellos a las mujeres de suave piel blanca. Respiran asustadas, lo que provoca que sus pechos se agiten levemente. Se detiene un momento y levanta su fuete de cuero para caballos extendiéndolo entre ellos hasta alcanzar el rostro de una joven que ha llamado su atención.
Rozó la punta en su mejilla y esta intenta alejarse más. Sin embargo, el sargento alcanza su mentón con el fuete y con leves golpes le indica que levante su rostro. El bonito rostro de una joven judía. Blanco como la leche, ojos pardos y oscuros como el alma de todos los de su raza. Y esa nariz aguileña y prominente que les confiere un... «parecido a las ratas».
«Ah. Esos labios»; piensa por un momento y hace una indicación a los soldados. Uno de estos, sin mediar palabra se adentra en medio del grupo tomando a la chica por el brazo que comienza a gemir suplicante. Sus súplicas se unen a las de las demás mujeres.
—¡Schweigen! —grita el soldado preparando su arma y todos los prisioneros guardaron el silencio que se les ordenó.
La joven es forzada a estar frente al sargento y Schultz la toma por el brazo con un apretón que la lastima, pero el miedo no le permite emitir quejido alguno.
—Vigila bien al resto —dice mirando al soldado con una complicidad implícita. A lo que este se limita a asentir.
«Asqueroso»; piensa el soldado por los gustos del sargento y continúa su guardia.
Ya bastante alejados, el sargento Schultz, empuja con violencia a la chica contra un frondoso y ancho árbol.
—Bien — le dice —; ¿cuál es tu nombre?
Asustada como está la joven contesta de la única manera en que le han impuesto responder.
—Ma...Mariam... Seller.
El golpe a su estómago la deja sin aire y la obliga a caer de rodillas. Schultz le tira del cabello.
—¿Acaso estás frente a una mesa? —pregunta colérico —. ¡No me interesa tu apellido de perra judía, solo tu nombre!
Mariam está confundida. A sus diecisiete años, no entiende el comportamiento de este hombre. «¿Por qué me odia?»
—Por favor, señor —suplica la joven.
—¡Cállate!
Mariam se somete para pedir que todo eso termine lo más pronto posible, pero apenas está comenzando. La voltea de cara al árbol y escucha la voz del soldado en su oído.
—Si gritas tan solo una vez, te mato.
Confirmando la amenaza, la chica siente el frío metal del cañón de la pistola en su nuca. Un miedo más atroz se apodera de ella al sentir que tiran de su ropa exponiendo su espalda. El fuete azota la piel con un golpe no muy duro. Suficiente para que la chica se asuste, pero bajo la amenaza de muerte aprieta los dientes y tensa todo su cuerpo.
Otro golpe y otro más. Mariam llora en silencio con una angustia que aumenta con cada azote del fuete. Emite un leve quejido de horror, cuando siente que su falda se desliza cayendo al suelo.
Los prisioneros pueden escuchar levemente, un ligero zumbido en el aire y el azote. Las mujeres lloran y los hombres aprietan los puños ante la impotencia de no poder hacer nada por detener ese abuso. Los guardias también, mas sus rostros no muestran expresión alguna.
Tiempo después, la joven aparece de entre los árboles seguida por Schultz empujándola.
El coronel Horn, saborea junto al teniente la carne enlatada, magistralmente cocida con un caldo de yerbas acompañadas de papas gratinadas.
—Placeres en medio de la guerra, Götz —dice luego de pasar la servilleta por su boca —. Pocos, pero sustanciales. ¿No crees?
—Sí señor —responde el teniente complacido con la relajada actitud del comandante.
Un sargento se acerca a la mesa y ruidosamente se pone en atención.
—¿Algún problema sargento? —pregunta Horn secamente.
—Señor. Hay dos soldados desaparecidos.
—¿Desaparecidos, sargento?
—No regresaron de su inspección del castillo.
—Búsquelos —replica el coronel —. De seguro encontraron licor y andan tomando por algún lado. Repréndalos severamente en cuanto los encuentre. Y eso por no compartir.
La ligera risa del coronel fue seguida por los presentes con timidez.
—Adelante sargento.
Continuaron comiendo su última porción hasta que el teniente Götz reacciona a algo en su mente.
—Coronel. Me preocupa que haya otro motivo para la desaparición de los soldados.
Guardó silencio en espera de la atención de su oficial superior.
—¿Qué piensa Götz?
—Este castillo tiene muchos lugares que pueden ser usados para esconderse.
—¿Está insinuando una incursión en nuestra contra? ¿En Austria?
—Bueno, señor...
—Teniente, ha olvidado que Austria se unió al Reich. Estamos en zona segura.
—Tonto de mi parte. Tiene razón coronel.
—De seguro los austriacos están agradecidos por librarlos de la plaga judía —añade el coronel Horn con toda su convicción.
—Sí, señor —responde el teniente, aunque no está del todo de acuerdo con esas ideas.
El sargento Gunther regresa del salón luego de servir personalmente la cena al comandante. Había dejado al soldado Hoffman limpiando. Pero al regresar, la cocina está igual que como la dejara y el soldado no se ve por ninguna parte.
Como todo un chef hierve en cólera, pero como militar la limpieza debe realizarse. Ya tendrá tiempo para hacer que el soldado Luther Hoffman se arrepienta de su irresponsabilidad.
Luego de salir al pasillo y llamar a un par de chicos para ayudarle, Gunther comienza a dar instrucciones mientras limpia bien el caldero.
—Toma niño — le dice a uno de sus ayudantes extendiéndole la sartén —. Guarda esto en el horno.
Se voltea y un segundo después escucha la sartén sonar sobre el suelo y el ruido metálico resuena por toda la cocina y parte del pasillo a causa del eco.
Gunther está a punto de reclamar a gritos cuando se fija en el soldado que tiembla como hoja; y su rostro está todo descompuesto en una expresión de horror que no deja de mirar hacia la entrada del horno.
Siguiendo la mirada del asustado joven, da con el motivo de tanto miedo.
Dentro del horno, está el cuerpo del soldado Hoffman apiñado en su totalidad. El metro setenta del chico, había sido introducido en un espacio en el que apenas cabría un pavo grande. Debieron ser varios y lo hicieron con rapidez, apenas había tardado uno cinco minutos.
El sargento hace señas al otro soldado, le indica que dé aviso y rápidamente va hacia la pared donde cuelga la baqueta y busca su arma. No quiere mostrar ningún temor, pero en realidad lo siente; ya que los cocineros rara vez entran en combate. No cabe duda de que alguien le ha hecho eso al pobre muchacho y es su deber enfrentarlo.
Respira hondo buscando armarse de valor y se voltea para dar instrucciones al otro soldado, pero este ya no está. Lentamente examina cada rincón de la cocina en busca de una sombra o de alguien más. Con el silencio imperando en el lugar, percibe tan solo un sonido. Este se oye igual que el goteo de agua en el suelo y buscando su origen encuentra un pequeño charco de inconfundible sangre que es alimentado por la caída ocasional de gotas.
Al seguir con la mirada la caída de las gotas nota que provienen del techo que está sumido en la oscuridad. Y apenas puede notar lo que se asoma de la penumbra. «¿Son dedos?». Alguien está colgado del techo, sangrando y la sangre se desliza por sus dedos.
Gunther está a punto de gritar y dar la alarma cuando siente que su boca ha sido cubierta por una poderosa mano. Los ojos de ese hombre que ha aparecido frente a él, no son humanos.
Trató de levantar su arma, pero no puede mover la mano sujetada y la de su atacante le aprieta tanto la boca que su mandíbula está apunto de quebrarse.
—No queremos hacer ruido aún — le escucha decir. La mano le aprieta más y sus afilados dientes se asoman en medio del grito sofocado del sargento — Ahora solo tengo sed.
Gunther siente que su cabeza es ladeada con violencia y todo se oscureció.
Mientras Talbot sacia su sed antes que la vida se escape del cuerpo del sargento, Ivana se acerca lentamente y silenciosa.
—¿Ya te divertiste querida? —pregunta Moss con calma limpiando la sangre de sus labios con un pañuelo.
—Déjame cazar a uno más —contesta Ivana con una infantil emoción.
—¿Cuántos van?
—Unos... treinta y tres.
—Bien. Uno más —dice Talbot —luego acabaré con esto.
—Es una lástima —comenta la joven —. Era tan tranquilo este lugar. No tenían que traer su guerra.
—Ve. Te daré una hora —. Ivana desapareció antes de que terminara de hablar.
Es una noche sin luna y el manto de estrellas cubre el cielo, por lo que todo se ve muy oscuro más allá de la luz del farol. El incesante ruido del generador, muy cerca de los prisioneros, tiene la intención de hacerles difícil el conciliar el sueño.
Pero realmente, era imposible dormir viendo al sargento Schultz, caminando con su fuete bajo el brazo. Le agrada el morbo de ver el miedo en ellos. La sensación de poder lo intoxica. Y el encontrar una verdadera belleza entre las prisioneras es un placer indescriptible.
«¿Dónde te habías metido?»; pensó al notar a esta joven de cabellos negros y ojos castaños; con un pálido rostro de muñeca que le mira con suplicante agonía que alimenta aún más sus... impulsos.
Era la única que se encontraba al borde de la masa de personas por lo que fue muy fácil, extender el fuete hacia ella y ver complacido como el soldado de guardia se acerca y la toma del brazo. La joven se deja llevar con estoica tranquilidad, cabizbaja y callada.
Una anciana la ve alejarse sintiendo una pena por la pobre muchacha, tratando de recordar si la había conocido, como conoce a todas las mujeres del grupo. Luego, voltea a ver con lágrimas a la pobre Mariam.
El lugar elegido por Schultz es el ideal. Algo de la luz del farol ilumina y algo de la oscuridad del bosque oculta. Pone la punta de su fuete en la barbilla de la chica y empuja lentamente para obligarla a levantar la cabeza.
Al mirar a sus ojos, los instintos de Schultz se encienden. La mirada suplicante de la joven lo enciende.
—¿Cómo te llamas? —pregunta con soberbia.
—Esther —responde la joven tímida.
—Esther. Eres una hermosa joven —dice él tomándola de la barbilla —. Ciertamente muy hermosa.
El sargento Schultz se sorprende al ver que lejos de mostrar miedo, la mujer le sonríe. «Así que eres atrevida»; piensa al ver su expresión. Eso, molesta al sargento que disfruta de ver terror en los ojos de cada una de ellas. «Solo se ven hermosas para tentar, cual demonios que son».
Schultz comenzó a apretar el rostro de la joven, pero la chica no deja de mirarlo con una mirada de reto que le enfada.
—Creo que hay que mostrarte quién manda —susurra en su oído.
Sin dejar de sonreír, Esther se aferra a la muñeca del sargento y la aprieta. Sorprendido este levanta el fuete y azota el brazo de la mujer.
No lo mueve. Ni siquiera cambia su semblante. Repite el golpe una vez más y otra, mas no hay cambio. Un extraño sentimiento de miedo se refleja en el rostro del hombre, que da un paso atrás. Pero la mujer no le suelta el brazo y otra mano se aferra a su boca; con una fuerza que solo puede comparar a la de su madre cuando era tan solo un niño.
—Mi turno —dice Esther sin dejar de sonreír.
Pasaron varios minutos y en el puesto, tanto los guardias, como los prisioneros escuchan el sonido de los azotes. Los soldados se miran con algo de preocupación; los prisioneros con una inconsolable pena. Mariam solloza pensando que fue afortunada de no recibir tal trato, porque se escucha que estos son más fuertes y continuos.
—Será mejor que lo detengamos —susurra un guardia al otro —. Si sigue así la va a matar.
—¿Y eso qué? —responde el compañero con la indiferencia habitual que los alemanes han adoptado.
—¡El coronel puede explicar que mató a un rabino! —explica apurado —. Pero nos castigará si sabe que dejamos morir a una de sus prisioneras.
El soldado sopesa lo que su compañero le ha dicho y al fin asiente.
No bien uno de los guardias comienza a caminar cuando se ve a la mujer asomarse de entre los árboles. La joven va caminando, sola, como si estuviera dando un paseo y muy sonriente se les acerca.
—¿¡Dónde está el sargento!? —pregunta el guardia levantando su arma.
Por respuesta, la mujer se echa a reír con una risa de loca diversión, mientras camina directo a hacia ellos.
El coronel Horn degusta un vino escuchando ópera a través del fonógrafo.
Götz le observa desde la chimenea con su copa en mano. Le ve agitar los brazos como si dirigiera una orquesta; y piensa en que las SS está lleno de oficiales que han adquirido un forzado gusto por cosas que rayan en lo absurdo. Como ese imprevisto gusto por la ópera de jóvenes que solían beber cerveza en las cantinas y cantar canciones indecentes.
El teniente siempre ha sido leal al ejército, pero jamás pensó que terminaría recogiendo personas para ser llevadas probablemente a su muerte. Odia tener que callar y ser obediente por el bien de su esposa y su hijo. Habría preferido regresar al frente de batalla, y no saber nada.
Tal vez, está demasiado viejo para tener el grado de visión de estos jóvenes oficiales, comisionados más por su devoción, que por sus méritos.
La música se interrumpe de pronto y ambos hombres dirigen sus miradas al aparato.
—¿Quién es usted? — La voz del coronel se deja escuchar, claramente está muy ofendido.
Un hombre alto está parado junto al fonógrafo y les sonríe con aparente amabilidad.
—¿Quién es usted? —insiste el coronel autoritario.
—Soy el dueño de este castillo —responde el hombre que ciertamente se ve por sus ropas que es alguien con gran poder adquisitivo.
—Eso no puede ser —replica el coronel —. El dueño de este castillo debe ser austriaco. Su acento señor, parece británico.
El caballero asintió.
—Lo compré hace mucho. Mucho antes de que... las circunstancias cambiaran.
Una sonrisa de satisfacción se dibuja en el rostro del coronel.
—Pues lo siento mucho señor...
—Moss —se presenta Talbot a los oficiales.
El teniente ve la conversación sin intervenir. Todo en ese hombre denota una peligrosa seguridad que le puede costar caro, pero siente que él no es un hombre común.
—Me alegra que entienda que las circunstancias hayan cambiado —dice Horn —. De ese modo ya sabe que este castillo y sus alrededores han sido confiscados por el Reich para cubrir sus necesidades.
Talbot se sonríe como si se divirtiera.
—Seguro —responde el vampiro con una sonrisa que pretende hacer sorna del coronel.
—¡Teniente! —dice de pronto Horn sacando su arma y pensando que ha de poner al británico en su lugar —. Busque a un par de soldados y lleve al señor Moss con los otros prisioneros.
— Jawohl! —responde Götz saliendo del salón.
—Tiene poca paciencia, Herr Kommandant.
—¿En dónde ha estado Herr Moss? —pregunta Horn con sorna —. Su país y el mío están en guerra.
—Pues, estaba muy tranquilo en mi castillo hasta que ustedes llegaron con sus luces y sus ruidosas botas a perturbar mi paz.
—Solo habrá paz, cuando el Tercer Reich se imponga sobre todos.
—Su guerra no me interesa —replica Moss llevando sus manos a la espalda.
Dando pasos lentos, Talbot Moss camina tras el fonógrafo mientras habla.
—Esa gente allá fuera; ¿qué le ha hecho? —inquiere con aparente curiosidad —. A mi parecer son gente honesta que no mataría una mosca y sin embargo usted los aprisiona y los trata como animales.
—¡Son animales! —replica en un grito el coronel de las SS —. ¡Enemigos del partido, enemigos de Alemania!
—¿En serio? ¿Niños, mujeres, un rabino y hombres desarmados, son enemigos? Que miedo.
En la mente de Horn, el desprecio por la arrogancia de este hombre crece.
—¡Clásico! La ignorancia de un hombre que no ha sido iluminado por la grandeza de ser un germano. Nuestro triunfo está asegurado por nuestro legado.
—¡Coronel! —Entra gritando el teniente —. ¡Los hombres... todos... están muertos!
Horn miró al hombre frente a él y sin dudar un segundo más disparó. Tres disparos se oyeron y claramente impactaron a Talbot que no dio muestras de sentirse herido.
—Le dije: que había comprado el castillo hace mucho, mucho tiempo.
—¡Santa María! —exclama el teniente desenfundando su pistola.
—¡Esto es imposible! —exclama Horn mirando su arma —. Usted, usted no es humano.
—No. No lo soy —responde Talbot calmado mientras las balas que recibiera, se deslizan por entre su ropa cayendo al suelo —. Debe ser frustrante para usted, ver que no tiene poder sobre mi vida, coronel.
Horn rechina los dientes y vuelve a disparar varias veces más. Su arma se queda sin balas y un terror de verse impotente de matar a Talbot, se aloja como una locura irracional en su mente. Piensa que ha de morir a manos de ese ser sobrenatural y se limita a alargar su discurso.
«¡Todos aquellos débiles e inferiores, deben ser purgados de la Tierra para que el orden reine! ¡Esos prisioneros, no son inocentes! ¡Su peligro está en su procedencia y en su cobardía! ¡Son animales, animales dañinos, una plaga que debe ser erradicada!».
En medio de su discurso a gritos, el coronel patea el suelo como niño haciendo rabieta. Levanta los brazos y golpea al aire cual lo hace su Führer en sus discursos.
El teniente Götz, solo ve a un niño que juega a ser Dios con la vida y la muerte de inocentes, recitando las palabras de un líder enfermo. Justificaciones absurdas para matar sin cargo alguno de consciencia.
—He vivido lo suficiente —replica Moss —, para ver el mismo tipo de discurso en otros hombres. En otros países. El pensar que la grandeza viene de destruir a otros. Siempre son los más inseguros los que al verse con un poco de poder, se crecen al punto de perderse en una locura irracional y la descargan contra los que son más débiles.
Los ojos de Bruno Horn, están inyectados de odio. Sus puños apretados y su rostro al rojo vivo por la furia de ser contradicho.
—¡Götz! ¡Mate a este infeliz! ¡Mátelo por la gloria del Führer, por la gloria de Ale...
El teniente disparó, pero no contra Moss. La expresión de confusión en el rostro de Bruno Horn mirándolo, jamás se le borraría de la mente. Pero no por culpa, Derek Götz, está cansado del discurso. Ya no quería seguir siendo un monstruo.
Talbot le mira con una expresión de extrañeza.
—Acabe de una vez, Herr Moss — le dice el teniente sometiéndose a su muerte segura.
Talbot comienza a caminar hacia la salida.
—Solo lárguese de mi castillo y déjenos en paz —dice a la vez que abre la puerta.
Afuera, los prisioneros discuten lo que deben hacer. Los guardias están tirados en el suelo, muertos sobre un gran charco de sangre. Y todos ahora temen a la mujer. Un miedo comprensible, luego de verla despachar a los tres soldados con sus propias manos.
Al ver a su maestro, Ivana se le acerca con una expresión de ebriedad en el rostro.
—¿Qué hacemos con ellos? —pregunta en un susurro — ¿Me los quedo?
—Ya has jugado suficiente — le dice Talbot sonriéndole. El rostro de la joven, está todo bañado en sangre.
Luego, dirigiéndose al grupo les dice:
—Vayan al oeste a través del bosque. En uno o dos días estarán en Suiza y serán libres.
Todos hablan entre ellos dudosos hasta que, motivados por Hans Schneider, comienzan a caminar con la luz del nuevo día a sus espaldas. Un indicador para los vampiros de que deben refugiarse tras las puertas del castillo.
—Señor — le llama el rabino con cierto temor en su rostro —. Usted y la joven; ¿Son demonios?
—No debería hablar con demonios rabino —responde Moss sin voltearse a ver.
—Dicen que el rey Salomón dominó demonios que hicieron bien.
—Solo son mitos rabino. Mitos como nosotros — Talbot no quiere ser mal educado, pero la luz del sol se acerca —. Quédese y verá que no hay dominio alguno; viviendo la misma suerte que estos invasores.
Tras decir esto, las puertas se cerraron.
El rabino se da la espalda y camina tras el grupo que se aleja con esperanza. Bajo la mirada compungida del teniente Götz, que ha abandonado su uniforme y los seguirá.
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