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La Profecía

¿Qué me pasó?

Sentía el cuerpo entumecido y aletargado, como si hubiera dormido por años. ¿O sí?

Estaba confundida. Mis sentidos estaban tan fuera de sí que soy incapaz de aproximar la fecha exacta, ni la hora; si era de día o de noche. Intentando hacer memoria, me era imposible recordar lo que me había ocurrido previo a llegar... ¿Adónde? Ni siquiera ubicó el sitio en el que me hallaba. Me noto desorientada.

Sé que estoy en una especie de construcción antigua, un palacio de algún noble quizá; la apariencia desamparada, cubierta de grietas, polvo a centenares y telarañas de aquella imponente obra arquitectónica, lo revelaba. Definitivamente, eran las ruinas de un castillo abandonado.

Me sorprendí a mí misma al percatar a otros seis (6) individuos en aquel recinto.

Pude ver a una mujer esbelta con rasgos delicados, una pelirroja muy femenina, vestida con atuendos lascivos, un tanto provocativa; diría que es una elfo, una ninfa o una súcubo si no tuviera la certeza que es humana.

También está una ninfa, una Alseides específicamente o hada dicho de otra forma. Pero es diferente a sus hermanas, sus piel pálida a extremos y sus alas negras, lo destaca. Lo supe enseguida, es el producto entre la unión de una Alseides y una Hespérides; dos ninfas diferentes.

Entre los presentes, un chico con cuernos de carnero sobresaliente de su cabellera azabache observaba a su alrededor, completamente aterrado. Era un joven íncubo que, a juzgar por todavía presentar la cornamenta, no ha alcanzado la madurez.

Nos hace compañía un par de hombres maduros y experimentados. Uno es un albino con expresión preocupada, vestido de toga blanca y el símbolo de Beatitud; un Sacerdote Celeste. En cambio el otro, opuesto al primero, tenía un pronunciado ceño fruncido, profundamente molesto, vestido de armadura de obsidiana y una capa de plumas negras, y esa vibra oscura, deja en claro su obrar de Nigromante.

Quién más destaca entre todos, es una criatura abominable. Una bestia quimérica. Un ser heterodoxo cuya piel verde cuál musgo posee una corpulencia y tamaño de ogro, garras superiores de ave, patas inferiores de carnero, rostro monocular, con branquias, lengua expuesta de víbora y cola de escorpión. Era repulsivo.

Sin embargo, algo era extraño en todo aquello, incorrecto.

Nos encontramos postrados formando un círculo entre todos; uno al lado del otro a una distancia prudente.

He intentar levantarme o romper la incómoda postura, me era imposible. Mis extremidades no reaccionan a las órdenes de mi cabeza, como si estuviera bajo alguna influencia que me impidiera moverme. Y en efecto.

Memphys, Zeverux, Advenior, Deutromio, Baalzephon, Kurthut e Irrhane... —clamó una voz imperiosa.

Inmediatamente, en mi vista apareció un hombre vestido de blanco y negro, tan pálido para estar muerto o aparentar un cadáver y con una cabellera tan negra como la mismísima noche sin estrellas, despidiendo la elegancia implícita en la nobleza.

Me tense enseguida al reconocer las palabras: los nombres prohibidos.

Sus pasos eran suaves y armoniosos, lejos de la desesperación o letargo, y su andar era imperturbable, digno de su porte de alcurnia.

»¡ACUDAN A MÍ SANGRE PURA!

De su cinturón extrajo lo que pude definir cómo la reliquia más antigua en la cultura de los nigromantes, una joya que celan con suma veneración y que mantienen alejado de cualquier individuo ajeno a las doctrinas mortuorias: la Necrodaga.

—¡Maldito traidor desgraciado! —desde su puesto, incapaz de moverse, por más que pareciera forcejear, rugió aquel nigromante con rencor. Pero el sujeto ignoto ni se inmutó a la ofensa, seguía perturbadoramente estoico.

El hombre procedió a cortar la palma de su mano con la hoja ennegrecida de la daga, dejando correr su sangre. En ese instante llegó al centro del círculo que nosotros conformamos.

A esa distancia tuve una mejor visión del autor intelectual. Su atuendo constaba de una capa negra hecha de escamas de tiranosaurio con detalles en oro; una chaqueta manga larga, ceñida, de color ceniza, un pantalón blanco y unos zapatos de mezclilla negro. Su elegancia lo hace aún más aterrador.

Colocó su palma sangrante en el suelo e hizo aparecer en su mano desocupada un libro perturbador. Recitó palabras ininteligibles y por obra de un brillo proveniente del manuscrito, en el suelo se trazaron líneas aciagas formando un sello profano.

Supe entonces que me hallaba en medio de un ritual.

—¡Oh padres del Mal! ¡Los Caídos! Amos del Caos, la Desolación, la Peste, el Pecado, la Locura y la Penuria, por la última partícula de sus existencias derrotadas y condenadas al Dournamu, ¡Exijo ser oído!

La tierra tembló con violencia y con ella, la construcción que albergaba crepitó en consecuencia, dejando caer escombros y arena develando su pronto colapso.

De inmediato la energía negativa dominó la zona. La tiniebla se espeso, devorando cualquier rastro de luz, hasta el más mínimo retazo de claridad sucumbió. Un frío antinatural calo hasta los huesos, cubriendo las paredes en un crujir progresivo. El aire se hizo denso e irrespirable. Plantas, árboles y cualquier rastro de vida sencilla, morían marchitas hasta la carbonización instantánea por la sóla influencia que de allí nacía.

Inhale y aguanté la respiración al sentir el abismo insondable en el que me hallaba.

Lo ví sonreír de satisfacción, erguido al nivel del grimorio dueño de todos los males en el mundo, el libro blasfemo que levita por sí mismo por sobre el sello maligno.

»¡Indominus! —Y las líneas que conforman al símbolo ardieron con vigor, humeantes llamas fatuas danzaron incontrolables y descoordinadas en un ondeado salvaje, allí vagamente iluminando la penumbra.

Tiene un solo significado: las deidades del Universo Negativo acudieron a su llamado.

—¡Tonto! —recriminó un jadeante sacerdote—. ¡No sabes lo que haz liberado! —pude captar el terror impregnado en su voz.

—Crees obtener fuerza, pero es imposible contener y dominar el caos de las energías negativas —sentenció la abominación con burla—. ¡Te van a consumir! —Carcajeó.

Yo estaba muda, temblando bajo las fuerzas opresivas, observando aterrada la escena que era testigo.

Como respuesta, él tan siquiera obsequió una fina sonrisa de labios cerrados, apenas perceptible, pero siniestra, un vil gesto que augura sufrimiento.

—¡Oh, señores míos, oigan mi pedido y acepten mis ofrendas, denme la fuerza para esparcir en la tierra de sus hermanos el legado que les fue negado! —De su garganta emergió un grito atronador, haciendo estremecer al propio aire con su vibración sobrenatural.

Cerré los ojos con fuerza por el agravio en los oídos.

Al abrirlos, ví con espanto como las páginas del Dournamu, el grimorio maldito, cambiaban de manera sucesiva; millones de hojas antiguas moviéndose a un frenético ritmo vertiginoso. Simultáneo a ello, al libro rotar en su eje, genera resplandores de matices sombríos y torrentes de viento. ¡Nada está bien! ¡Todo está muy mal!

»¡Les ofrezco los sacrificios! —se encamina al frente de la mujer humana que, para mí impresión, está embarazada—. Mi primera ofrenda: una mustia mortal impura fertilizada.

—P-por fa-favor... Por favor, no me mate —ella imploró al borde del llanto. Él se limitó acariciar con delicadeza el fino y suave rostro de la chica—. Tenga piedad.

—Decepciona la vida fácil que ha decido una hermosa flor —acaricia con su pulgar la mejilla derecha, ocultando el sadismo en falsa ternura—, es una pena. —Inclemente, cortó la mejilla con la daga, derramando su sangre mientras ella grita de suplicio; repitió la acción hasta formar una runa en la piel desgarrada—. ¡Devoratia morthuor espir!

Las llamas la cubrieron, le abrasaron en agonía. Aparté la mirada, escuchado sus lamentos desesperados. Contuve la respiración una vez más.

»Mi segunda ofrenda —su potente voz profunda me obligó a levantar la mirada, forzada a observar sus actos. Ese hombre se hallaba frente al joven íncubo, pobre envuelto en llanto, temblando en su puesto sin cabida a huir—: un doncel y virginal hijo de la noche.

—Que los supremos me aguarden en su rega~. —cortó la mejilla izquierda, como si sus palabras fuesen un insulto. Repitió hasta formar una runa diferente al de la mujer humana—. ¡Argh!

¡Devoratia morthuor espir! —el chico apretó los ojos, soltando una lágrima errante antes de cubrirse en flamas—. Imbécil —insultó despectivo a quién sufría en fuego—. Mi tercera ofrenda: la dualidad real concebida de una aventura incestuosa.

No le permitió sus últimas palabras. Abrió la garganta en un tajo horizontal y procedió ha dar forma a la runa, mientras la ninfa híbrida sufría de broncoespasmos.

»¡Devoratia morthuor espir! —las flamas la rodearon enseguida. Entonces no tardaron en surgir murmullos etéreos en la edificación, voces superpuestas en la nada que discutían por la supremacía y exigían en una lengua irreconocible; una disputa macabra que erizaba mis poros—. ¡Trifásica! —el fuego en los cuerpos, cuyo lamento se prolonga sin permitir descanso en la muerte, ardió en tonos carmesí.

—Ya no hay marcha atrás para tus actos —afirmó la bestia heterogénea; él único entre todos que no demostraba emoción alguna—. Ya estás maldito —condenó. Pese a su apariencia, es un ser valiente.

—Maldito del poder que siento fluir en mis venas —aceptó cerrando los ojos e inhalando, deleitándose. Sus manos y rostro, la piel expuesta de aquel hombre, mostraron pronunciadas venas negras. Y abrió los ojos, antes azules, ahora de un rubí pálido—. ¡La Tetraopton, mi cuarta ofrenda: la abominación hecatombe de la naturaleza!

Forjó la runa en medio de las clavículas de la criatura, quién ni se inmutó ante los tajos.

—Gozarás del poder, pero jamás de la paz —dijo el sacrificio—. Pobre iluso, tus días serán agonía, un hambre constante que jamás podrás saciar. El Universo Negativo no tiene consideración con nadie, ni siquiera tú eres tan especial en el Caos —lo encaró sin titubear y pude sentir fascinación de su determinación.

—¡Devoratia morthuor espir! —pronunció con ira, tal vez afectado por las palabras anterior dichas—. Nunca verás lo equivocado que estás.

—¡Tú soberbia te llevará a tu destrucción! —la carcajada de quién yace dentro de la fogata no tardó en surgir e irritar a nuestro captor.

—Tsk, quinta ofrenda —apuntó con la daga al tórax del Sacerdote—: el fiel devoto a sus hermanos traidores.

—Pido perdón por ser parte de éste mal... Ahhh —rogó apenada con la vista alzada. La hoja penetró hasta la guarda y a raíz de ese centro formó líneas convergentes en él.

—Seres repulsivos —realizó una mueca de desagrado, mientras que el hombre de fe se desangraba, quise apartar la mirada, pero era imposible—. ¡Devoratia morthuor espir! —sonrió ante los gritos agonizantes y yo cerré los ojos—. Hermano...

Abrí la mirada de golpe. Él estaba frente a su igual, aquel nigromante que le observaba con ojos filosos, mientras sonreía con superioridad y prepotencia. «¿Hermanos?». Yo estaba impresionada. En su vasta maldad es incapaz de sentir afecto por alguien cercano. Es un monstruo.

—Disfruta mientras puedas, Muzan, sólo recuerda que al morir atravesarás el peor de los tormentos, tanto para desear un final inmediato, el cual se te negará —condenó escupiendo cada palabra con odio—, pero aún luego de fallecer, el castigo a tus pecados condenará tú alma al sufrimiento absoluto dado por la mano de los Todopoderoso —conectó sus miradas, demostrándole su repugnancia—, te lo prometo~.

Lo silenció con una fuerte bofetada.

—¡La muerte no me tocará jamás! ¡Seré eterno! ¡Seré perfecto! ¡No habrá quién pueda siquiera atreverse a enfrentarme! —dictaminó.

—La verdad hiere, ¿No es así? —se burló irónico.

—Lo único cierto aquí será tu muerte —le despojó la armadura, arrojándola hacia quién sabe dónde—... Mi sexta ofrenda: el manipulador de los muertos —con la daga sagrada rasgó la piel de su abdomen. El agraviado apenas se quejó—. Siéntete orgulloso, hermanito, por formar parte de la grandeza.

—Pudrete... —escupió el suelo con desagrado.

—¡Devoratia morthuor espir!

El miedo me embarcó. Quién con vida, sólo quedaba yo en el círculo de cuerpos calcinados en las piras mortuorias, y por desgracia tenía su atención.

Y él se aproximó ha mi dirección, tan digno y elegante con esos pasos imperturbables, sin remordimiento ni duda en su mirar, pese a darle fin a tantas personas y a su propio hermano, pero allí férreo y condescendiente frente a mí, se veía tan sereno que era escalofriante.

»¿También quieres replicar como tus antecesores? —y esas exactas palabras retumbaron en mi mente.

Se repetían y se repetían y seguían repitiéndose en un eco crescendo, taladrando mis sentidos.

Sonreí para la extrañeza de aquel ser despiadado. «Entonces será por última vez», me dije a mí misma sabiendo y reconociendo los síntomas.

Sentí como la realidad se fragmenta y desaparecía para ser suplantada por una secuencia inconexa de imágenes impropias, cuyo tiempo y protagonistas desconozco, pero que con fervor llevan consigo la esperanza de toda Kimetsu ante el enemigo que frente a mí causará un sinfín de pesar.

—Lo veo. Lo veo... tú destino —pronuncié embriagada de las sensaciones generadas. No me reconocí, mi voz ya no era mi voz, era un conjunto de voces gritando potentes al unísono—. ¡La furia del Astro vendrá en un hijo y junto a él, de la mano, se levantarán las ocho (8) fuerzas de los Creadores para dar fin a tu reinado de maldad! —dije la unigenita profecía en la cual no perdía la consciencia y lo que ví me hizo sentir en plena—. Y es irrefutable.

—¡No! —rugió consumido en intensa cólera, rompiendo su postura calmada por primera vez ante mis ojos. Su grito fue aquel para hacer retumbar las paredes del palacio y estallar todo cristal que aún se conserve, pero ya no sentí miedo. Estaba en paz—. Ellos no tienen potestad aquí —alcé el rostro, confrontándolo, mientras relámpagos y terremotos hacían acto de presencia—. Ellos ya no decidirán mi futuro.

—La verdad hiere, ¿No es así? —me burlé en su cara y oí la estridente risa satisfecha de quién fue su hermano desde su hoguera.

Pude notar como en mi ejecutor las pupilas en sus ojos rojos se contraían, disgustado por mi osadía. No pude sentirme más realizada por ello.

—Mi séptima y última ofrenda —se aferró a la daga, airado. Me preparé para lo que vendría y me prometí a mí misma no demostrarle debilidad, sino honor—: la mensajera de los designios divinos, el oráculo —hizo los cortes en mi frente y no dude, por más brusco que fue, no dude—. ¡Devoratia morthuor espir!

Inmediatamente, la candela me cubrió de pies a cabeza, y, aunque la quema era insufrible, me abstuve a soportar sin emitir el dolor infringido.

»¡Merzhaí morthuor sentens Septa'espir negatron vers indominus Dournamu patre! —Reconocí la lengua deidificada, el idioma extinto del cosmos.

A duras penas, logré ver como entre sus manos obligó al libro a posarse y el como clavaba la Necrodaga en su anverso que, sin menos prórroga, exacerbó bestiales cantidades de un poder destructivo. Él disfrutaba, se deleitaba alimentándose con la influencia negativa. En ese instante trajo la mortandad, lo sé, lo ví. Y, poco antes de desfallecer, fui testigo del nacimiento del rey de los demonios.

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