Capítulo 18
UN DÍA!!! No se pueden quejar! Uno de mis capítulos favoritos hasta ahora, espero que lo disfruten :) Sólo nos queda un capítulo o dos más el epílogo para el final de la historia *llora y se abraza a la computadora* Los lectores fantasmas todavía están a tiempo de dejar algún voto o cmentario :) (SI, A USTEDES LES HABLO, LECTORES FANTASMAS. Puedo ver la cantidad de leídos) Sin más demoras, acá se los dejo -R
Algo no iba bien.
Me percaté de ello en el mismo momento en que mis pies tocaron el piso de piedra del pasadizo al que nos habíamos trasladado. La oscuridad era absoluta. Solo sentía el sonido de nuestras respiraciones.
Gyande recitó unas palabras, y las antorchas de la pared se prendieron. Los demás también debieron presentir que había algo raro en la atmósfera, porque Kalen y Santiago desenvainaron las espadas.
—Síganme y no se detengan—apremió Gyandev.
Y avanzamos. Avanzamos por el laberinto de pasillos y paredes de piedras. Pequeñas lenguas de fuego aparecían en las antorchas a medida que mi maestro iba encendiéndolas con magia. Aun así, había una oscuridad que ni las llamas podían atravesar.
No sé cuánto tiempo caminamos, pero los pasadizos parecían no tener fin. ¿Era esto algo normal? Tal vez era mi escaso sentido de la orientación lo que hacía que el camino me resultase tan confuso, pero algo me decía que había algo más. Las paredes parecían cerrarse en torno a nosotros, dejándome sin aliento. Me concentré en continuar. Un pie detrás del otro.
Luego de lo que me parecieron horas, llegamos a una gran cámara, cuyo techo estaba pintado con estrellas que formaban distintas constelaciones, y nos detuvimos. La recordaba.
Kalen se sacó algo del cinturón y me lo tendió. Yo solo lo miré, asombrada.
—¿Cómo? —miré el círculo de estrellas en la hoja de Tahaiel.
—Sivan me la dio antes de irnos—susurró—. Quiero que la tengas.
—Gracias—dije, apretando con fuerza su empuñadura. Se sentía bien tenerla otra vez.
—Pero no se lo digas, o se ofenderá—rio Kalen.
Santiago—un hombre de unos treinta años, rubio y alto—arqueó una ceja en nuestra dirección, pero no dijo nada. Solo se limitó a mantener la espada bien sujeta. En la muñeca, llevaba atado un pañuelo blanco; me hacía pensar que alguien estaba esperándolo en casa.
—¿Podemos avanzar? —comentó al final—. Este lugar me está poniendo nervioso.
Sinceramente, a mí también me ponía nerviosa. ¿Faltaría mucho para salir de aquí?
—¿No sienten olor raro? —preguntó Kalen, mirando alrededor.
—Vámonos de aquí—dijo Gyandev—. Ya queda poco.
Sentí un hormigueo en mis piernas cuando intente moverme. Buen momento para un calambre. Mi corazón dio un vuelvo cuando escuche a Santiago maldecir.
—¡Mis piernas no responden! —dijo, con terror reflejándose en su voz—. ¡No me puedo mover!
—¿Qué está sucediendo? —pregunté. Yo tampoco podía moverme. Mis brazos permanecían fijos, sin querer obedecer las órdenes de mi cerebro. Una sola mirada a Kalen y a Gyandev me bastó para que se confirmara mi temor: estaban en la misma posición.
Mi maestro no perdió tiempo. Cerró los ojos, y en voz alta comenzó a recitar un contra-hechizo. Unos segundos después, su voz pareció quebrarse, y abrió los ojos, sorprendido. Volvió a intentarlo, pero de su boca no salió ningún sonido.
—¿Crees que no estaba preparado para enfrentarme a ti, hermano?
El dueño de la voz salió de entre las sombras, y Nathaniel sonrió, petulante. Yo solo pude ahogar un grito.
—¿Qué te pasó? —pregunté. El hechicero me miró fijamente, pero yo no podía apartar la mirada de la cicatriz que recorría todo el lado izquierdo de su cara. El ojo parecía haberse salvado de milagro, pero no la piel de su cara. Parecía reciente, de unos cuantos días. ¿Por qué no se había curado ya? Gyandev me había explicado que había algunas sustancias que la magia no podía curar. Pero, ¿Quién era la suficientemente fuerte para plantarle cara a Nathaniel sin morir en el intento?
—Al rey no le gustó que los dejara escapar—dijo. Tragué en seco. No iba a sentirme culpable. De ninguna manera. Él se lo tenía más que merecido.
—Pues vaya rey al que sirves—espetó Kalen, con tranquilidad—. Me extraña que le permitieras hacerte eso. Se ve bastante mal.
¡Cállate, Kalen! Quise gritarle, pero no me atreví a abrir la boca, al ver que se aproximaba a él, que se encontraba a mi lado. Su espada salió volando de su mano y el chico apretó los dientes.
—Aprendo de mis errores—siseó. Se agachó y levantó la espada del piso. La empuñó, y acercó la hoja al cuello de Kalen. Sentí que iba a desmayarme. EL hechicero se dirigió a mí cuando habló—. ¿Qué pasa si lo mato?
—Nathaniel...—mi voz tembló, no sé si de miedo o de ira contenida.
—Nathaniel...¿qué? —dijo, con una sonrisa—. ¿No te enseñó tu papá a ser educada?
Directo a la llaga. Lo miré con odio. Por supuesto que sabía lo que había pasado. El hechicero presionó más la hoja de la espada contra el cuello de Kalen, dejando escapar un hilo de sangre.
—Por favor—susurré, y el rió.
—Dime una razón por la que no deba hacerlo.
—Porque no ganarías nada con su muerte—le dije, desafiante. Sorprendentemente, Nathaniel bajó la espada.
—Tienes razón. Es un media-sangre; no tiene la suficiente magia. No me sirve.
Un segundo, ¿de qué estaba hablando?
Nathaniel alzó la espada y la llevó a mi cuello, e hizo caso omiso a las amenazas e insultos que vinieron por parte de Kalen. Solo me miró, y pude notar sus ojos azules más oscuros que de costumbre.
—Tú tampoco me sirves. Aunque sería interesante ver que efecto tiene tu sangre. Tal vez más adelante.
Luego pasó a Gyandev, que seguía sin poder decir una palabra. Su mirada solo mostraba una mezcla de decepción y precausión.
—Tentador, pero no—dijo Nathaniel—. No quiero que te pierdas el espectáculo, hermano.
¿Espectáculo? Esto no sonaba nada bien.
Luego volvió su mirada hacia Santiago, cuyos ojos reflejaban un profundo odio. Nathaniel sonrió, y su sonrisa me puso los pelos de punta.
—Perfecto.
Y diciendo esto, le cortó la garganta. Ahogué un grito mientras el cuerpo inerte del hombre caía con un golpe seco. Nathaniel, haciendo oídos sordos a la nueva sarta de insultos que Kalen le gritaba, extrajo un objeto de su túnica. Una copa. Con ella, juntó la sangre de Santiago del piso de piedras.
Luego se arrodillo, con la copa frente a él. Extrajo una daga y se cortó la palma de la mano, mezclando el contenido del recipiente con su sangre.
—Si alguno me interrumpe—advirtió, con tranquilidad— le cortaré la lengua. Y el Sol sabe que lo haré.
Cerró los ojos, y comenzó a recitar un hechizo. Sus palabras hicieron que todo mi cuerpo paralizado se estremeciera. Era el idioma de la magia, sí, pero también hablaba de muerte y sombras y cosas que me eran imposibles nombrar. El hechizo parecía estar formado de susurros provenientes del mismo Infierno. Mi sangre parecía arder, y quería desesperadamente taparme los oídos.
Poco a poco, alrededor de Nathaniel comenzaron a formarse sombras. Aparecían y desaparecían. Finalmente, el hechicero dejó de salmodiar y, rodeándolo, la silueta de seis hombres pareció cobrar consistencia.
Nathaniel había invocado a las Sombras.
¿Qué es lo que quieres, hechicero? Le preguntaron.
—Lo acordado—contestó, tomando la copa. Los tatuajes azules en sus manos parecían brillar.
Tus deseos hablan de muerte y destrucción. ¿Por qué habríamos de hacerlo?
—Porque yo los invoqué, y deben obedecerme. Así es como funciona.
Las Sombras parecieron aproximarse más a él, pero no pareció inmutarse.
Nuestra magia tiene un precio. Contestaron al fin. Pero eso ya lo sabes.
—Háganlo.
Las Sombras se desvanecieron, o más específicamente, se desvanecieron en el cuerpo de Nathaniel. No podía dejar de mirar, a pesar de que mi deseo era salir corriendo y gritar. El contenido de la copa comenzó a brillar, y él se la llevó a los labios. Conteniendo las ganas de vomitar, vi como vaciaba su contenido y sonreía.
Se levantó y gritó algo.
Instantáneamente, las sogas invisibles que nos ataban desaparecieron. Kalen profirió una exclamación y calló de rodillas.
—¿Qué sucede? —pregunté, acercándome a él.
—Mi magia. No puedo sentirla—susurró.
Volteé hacia Gyandev, que también había caído, y luchaba por mantenerse consiente.
—¿Qué hiciste, Nathaniel? —preguntó, jadeando.
—Solo observen—dijo, dándose la vuelta y alzando las manos. Frente a él, una imagen fue formándose, igual que el día en que habíamos compartido con el rey.
La imagen comenzó a tornarse nítida, y pude observar, con horror, la batalla que estaba teniendo en las afueras de la Capital. Ciudadanos asustados intentaban defenderse vagamente, mientras que los soldados de Ezran arrasaban con todo sin ningún tipo de contemplación. Algunos caían presos de algún hechizo, pero aun así luchaban con ferocidad.
De repente, una ola invisible pareció golpear a los ejércitos. Los soldados del Oeste se recuperaron con rapidez, pero los hombres de Sivan parecían aturdidos. Muchos estaban demasiado débiles como para mantenerse en pie.
La batalla se convirtió en una masacre.
Entre las filas de hombres, pude distinguir al rey, quién se incorporaba con gran esfuerzo. Podía notar la ira en sus ojos. Con un grito, alzó la espada y siguió peleando, aunque podía notar que sus movimientos eran forzados.
—Parece que el Reino Este perdió su esplendor—dijo Nathaniel, volviéndose hacia nosotros. Yo solo podía mirarlo, horrorizada.
—¿Cómo puedes hacer esto? ¡Esa es tu gente! —le grité, intentando no llorar mientras observaba como la masacre seguía.
—Esa no es mi gente—dijo Nathaniel, apretando los dientes—. Si lo hubieran sido, hubieran hecho algo cuando mi madre fue asesinada. Hubieran hecho algo cuando fui obligado a servir al mismo rey que seguramente fue el causante de su muerte. Hubieran hecho algo cuando demostré que tenía talento, pero el Consejo de los Sabios no quiso ni mirarme. Pero nadie hizo nada—exclamó, mirando fijamente a su hermano—. Y yo no voy a hacer nada por ellos.
Dirigí mis ojos hacia Gyandev, sorprendida. ¿Qué es lo que había sucedido realmente? Mi maestro lucía... ¿arrepentido? ¿El rey había matado a la madre de Nathaniel? Se me ocurrió un solo motivo por el cual seguía a su servicio: venganza. Venganza a todos los que le habían dado la espalda.
—Lo lamento, Nathaniel—dijo Gyandev, lo que hizo que Kalen y yo enmudeciéramos—. No debí haberte dejado solo. Ahora veo mi error.
—Demasiado tarde, hermano—sonrió Nathaniel—. Demasiado tarde.
—Tenemos que hacer algo—me susurró Kalen.
El hechicero rió, volviéndose a nosotros.
—¿Acaso no ven que ya no hay nada que hacer? Perdieron. No sirve que de nada que...
Repentinamente, la voz de Nathaniel se quebró y calló de rodillas, tocándose el pecho. Sombras parecieron salir de su cuerpo, pero volvieron a él.
—¡Déjalas ir, Nathaniel! —exclamó Gyandev— ¡Van a matarte!
—No lo harán—dijo entre dientes—. Soy más fuerte que ellas.
Alrededor de él se había formado un remolino de sombras, que buscaban escapar desesperadamente del control del mago. Parecían gritar en susurros.
Me levante, y Kalen me tomó de la muñeca. Negué con la cabeza, y él me soltó. Me acerqué a tientas al hechicero, que parecía luchar consigo mismo. Me arrodillé frente a él, haciendo caso omiso a las sombras que nos rodeaban.
Cuando alzó la vista hacia mí, tenía los ojos inyectados en sangre.
—Deja ir a las Sombras—le dije, intentando mantener mi voz firme—. No vale la pena morir así.
—¡Y a ti que te importa la forma en que muera! —me gritó. Todo su cuerpo temblaba, intentando contener la magia—. ¿Acaso no me odias?
—No. No te odio—me sorprendí diciendo—. Descubrí que no vale la pena hacerlo. Y sé que no mataste a mi mamá.
Nathaniel me miró sorprendido. Un temblor recorrió su cuerpo y las sombras alrededor nuestro se multiplicaron. Gritaban y suplicaban y peleaban.
—Por favor, suéltalas. Esto no tiene por qué terminar así, Nathaniel. Puedes salvar muchas vidas. Por favor.
Él solo cerró los ojos, y unos segundos después me di cuenta de que estaba llorando, no sabía si de dolor o de otra cosa. Muy tarde me di cuenta de que yo también lo estaba haciendo. Dios, esto no podía acabar así. Todos habíamos llegado muy lejos para ver el fin ahora.
Tras unos instantes que parecieron una eternidad, el hechicero abrió los ojos y los fijó en mí.
—Cuando las deje ir, deben correr—susurró jadeando, no dando crédito a mis oídos—. Estarán furiosas y no dudarán en destruir todo lo que esté en su camino.
—Pero...
—¡Sólo corran! —exclamó entre dientes, cerrando otra vez los ojos.
—Gracias—susurré. Él asintió.
Todavía en shock, retrocedí hacia donde se encontraba Kalen, que estaba bastante débil. Entre los dos sujetamos a mi maestro, que parecía al borde de la inconciencia.
Con un grito, Nathaniel extendió los brazos.
Y dejó ir a las Sombras.
Le ordené a Kalen que corriera, y entre los dos pudimos hacer que Gyandev se moviera. Este recuperó bastantes fuerzas unos segundos después, signo de que su magia estaba volviendo a su cuerpo.
No supe hacia donde nos dirigíamos, pero no me importaba. Sólo quería escapar de ese lugar, de esos gritos, de ese olor a muerte.
—¡Por aquí! —les dije, abriendo la primera puerta que encontré.
Una vez que los tres cruzamos, la cerré fuertemente detrás de mí. En realidad, no era una puerta. Era un cuadro.
—¿Qué pasó ahí? —preguntó Gyandev, intentando recuperar el aliento.
—Luego—le respondí—. Tenemos que llegar a las habitaciones del rey antes de qué...
—¡¿Qué hacen ustedes ahí?! —gritó una voz al final del pasillo. Un soldado—¡No se muevan!
Kalen desenvainó la espada.
—¡Corre, Arleen! Nosotros haremos tiempo.
Los soldados se aproximaban hacia nosotros a gran velocidad, y no me quedó otra que hacer lo que Kalen me había dicho.
Corrí.
Corrí hasta que no pude respirar. Miré a mí alrededor. ¿Era este el camino correcto? No me permití parar, pero si disminuí la velocidad. Escuché pasos cerca mío, y me metí en el primer cuarto que encontré abierto.
Cerré la puerta y me apoyé en ella, intentando volver a respirar. ¿En qué estaba pensando? ¡Los había dejado solos! Cuando estaba a punto de regresar al pasillo y volver por donde había venido, una voz me detuvo.
—¿Señorita Arleen?
Una mujer mayor, tal vez de unos sesenta años, se encontraba detrás de mí. Hice memoria y recordé haberla visto antes, en la cocina. Era una de las cocineras.
—¡Es peligroso que esté aquí! —me espetó, tomándome del brazo—. ¡Debe marcharse enseguida!
—Debo llegar a las habitaciones del rey.
La mujer me miró, con una pregunta en los ojos. ¿De qué lado estaba? Son embargo, no me cuestionó cuando dijo:
—Sígame. La servidumbre tiene sus trucos.
Luego me llevó a un costado del cuarto, donde había una pequeña puerta que yo no había visto antes.
—Siga derecho, suba las escaleras y doble a la izquierda dos veces.
—Gracias—le dije. No sabía si me estaba conduciendo a una trampa, pero no me quedaba otra que confiar en la mujer.
—¡Apresúrese, niña! ¡Y que el Sol la guarde!
Hice lo que la cocinera me había indicado, y muy pronto me vi frente a una pequeña puerta que daba al pasillo principal. Tomé aire y la salí despacio. Conocía este lugar, si avanza unos pocos metros llegaría a donde el rey se...
Alguien me agarró fuertemente del brazo y me hizo voltearme. Un soldado—que era por lo menos dos cabezas más alto que yo—me dirigió una mirada poco amigable.
—No puedes estar aquí—luego sus ojos se posaron en mi collar, y la ira se reflejó en sus facciones—. Tú eres...
Antes de siquiera pensarlo, empuñé a Tahaiel y hundí la daga en su pecho. Con horror, observé la sorpresa en su rostro, y cómo la vida de le iba escapando. Cayó al suelo, y no se volvió a mover. Dios mío.
Había matado a un hombre.
Temblando, retiré la daga de su pecho, obligándome a no llorar. Estaba demasiado cerca. Demasiado cerca.
No había más soldados, lo cual me extrañó, pero luego pensé con esperanza que quizás los necesitaban más en el frente, lo que significaría que el Oeste estaba perdiendo. Bien.
Empujé la puerta de la habitación de Ezran, y estás se abrieron sin dificultad. Apreté con fuerza la empuñadura de Tahaiel, cuya hoja se encontraba ahora manchada de sangre. Después. Después pensarás en eso. La cama se encontraba vacía, y no había rastros del rey por ninguna parte.
Sentí el filo del metal en mi cuello un segundo después.
—Enviar a una niña a hacer el trabajo de un soldado—susurró el rey Ezran en mi oído—. No me extraña viniendo de un rey como el tuyo. Por lo menos tú fuiste más inteligente que los otros dos. No duraron mucho.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, y me obligué a calmarme. No podían estar muertos. Simplemente no podían.
—Está mintiendo—le recriminé.
—No voy a discutir contigo. No tengo por qué mentirte—el rey retiró la espada de mi cuello y yo me volteé para verlo a la cara. Para ver al asesino que tanto sufrimiento había causado. Tenía unas profundas ojeras bajo los ojos, y una tez cenicienta. Seguía enfermo.
Se escucharon fuertes ruidos, y Ezran se acercó a la ventana. Soltó una maldición, lo que sólo significaba una cosa. ¡Los hombres de Sivan habían llegado al palacio! Sonreí triunfante, y el rey se volvió.
—¿Dónde demonios está Nathaniel?
—Nathaniel está muerto—dije. Porque sabía que era así—. Murió no sin antes habernos dado la victoria.
—Cómo te atreves—espetó, alzando la espada hacia mí. Yo retrocedí y levanté mi daga. Con un simple movimiento, el rey me desarmó. Mi espalda chocó contra un estante con libros—. Eres igual a tu madre. Simplemente no podía dejar las cosas como estaban. Era realmente un problema. Al igual que tú—Ezran sonrió—. Te llevaste la vida de mi hechicero, y yo me llevaré la tuya. ¿Cómo es que dicen en tu Tierra, Arleen? Ojo por ojo...
—Y el mundo quedará ciego—grité, arrojándole uno de los pesados libros a la cabeza y corriendo hacia la puerta, que un segundo después se abrió con un estrépito. Suspiré aliviada al ver quién estaba detrás de ella.
El rey Sivan.
Sus ojos llamearon cuando vieron a su oponente, y prometían muerte. Entró en la habitación, empuñando su espada, y con una palabra, el otro hombre voló por el aire, estrellándose contra una pared. Se incorporó a duras penas, escupiendo sangre.
—Pagarás por cada gota de sangre que derramaste. Pagarás por lo que le hiciste a ella.
—¿Ella? ¿Todavía piensas en ella? No tengo miedo a la muerte—masculló, con la mirada fija en la del otro monarca—. Ni tengo miedo a ti.
—¿Todavía piensas que puedes hacerme frente a mí, estúpido mortal? —respondió Sivan con una sonrisa, y por un momento no fue el rostro del rey el que vi, sino el de Írek—. Déjame decirte que en mis dos mil años he lidiado con dolores de cabeza, pero nunca tan molestos como el que tú me estas causando. Los has adivinado ya, ¿no es cierto? —preguntó al ver la cara de sorpresa y espanto de Ezran—. Y sabes que no eres una amenaza para mí.
Los dos hombres permanecieron en silencio, observándose, el rey Ezran respirando entrecortadamente.
—Si tanto es tu poder, hijo de Sadoc—escupió él—mátame de una vez. Véngate.
—¿Vengarme? —rio el otro hombre—. Esto no se trata de venganza. Se trata de justicia. Compadecerás ante un tribunal, y todo tu pueblo podrá ver tus crímenes. No, no voy a matarte. No me corresponde a mí hacerlo.
Y diciendo esto, Sivan bajó la espada. Se dio la vuelta, dispuesto a volver con sus hombres.
Sucedió demasiado rápido. Ezran, cuyo rostro ardía de ira, alzó su arma y atravesó la espalda del rey, al mismo tiempo que yo gritaba y lanzaba lo único que tenía a mano—a Tahatiel—hacia el atacante. Se undió en su pecho, y Ezran cayó al suelo.
Me acerqué al rey, quién se encontraba aferrado al respaldo de la cama, sin nada de color en el rostro.
—¿Su Majestad, se encuentra bien? —pregunté. ¿Cuánto tardaría su cuerpo inmortal en recuperarse de una herida así?
—Algo anda mal—jadeó, cayéndose al suelo. Vi como una mancha de sangre se extendía por su estómago. Corrí hacia él.
Esto no debería estar pasando.
—La maldición debe de haberse roto... cuando la magia abandonó mi cuerpo—susurró, y sonrió—. Voy a ver a Olivia.
—Majestad, puede curarse. ¡Use su magia! —el rey negó con la cabeza.
—Llegué al punto de no retorno. Ya no puedo hacer nada—su voz se iba volviendo cada vez más débil, y todo el color abandonaba su rostro—. Dile a mi hijo... que no cometa mis mismos errores.
Y, tras decir eso, cerró los ojos y sonrió débilmente. Y murió.
Todavía en shock, no pude hacer más que quedarme donde me encontraba, de rodillas ante los dos reyes sin vida, intentando que todo pareciera más real.
Así fue cómo los soldados nos encontraron.
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