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Bajaste la mirada a nuestros dedos entrelazados y dudaste un poco.
Sabía que no te gustaba que nadie te viera débil y por eso me sorprendiste mostrándote vulnerable.
Incluso cuando éramos chicos no te permitías llorar frente a mí ni nadie más.
Te apartabas.
Siempre huías y te escondías.
Pero ya no lo iba a permitir.
—Está bien —aceptaste.
Y sonreí.
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