Capítulo 1
Odio el verano.
Lo hago con todo mi ser.
Si pudiera escoger una estación del año para poder eliminar sería definitivamente esta. Detesto sudar en exceso, detesto a los mosquitos que me chupan la sangre como si fuese un envase de jugo y definitivamente detesto tener que trabajar con este calor sofocante, y para empeorar la situación tener que hacerlo en una panaderia.
—¡Isla, apresurate que tenemos clientes! —llaman al otro lado de la puerta.
Suspiro derrotada y con pesadez me pongo de pie, mi plan de quedarme encerrada en el baño de empleados el resto de la tarde acaba de irse por el retrete. Me acerco al lavado donde luego de lavarme las manos decido darme una ojeada rápida en el espejo.
No debo lucir tan mal. Pienso para mis adentros.
Alzo la vista y la imagen me horroriza, mi cabello se encuentra todo revuelto, la trenza que había hecho en la mañana ya no existe y en su lugar solo quedó una maraña castaña con la misma consistencia que una esponja. El sudor me brilla en el rostro y el cuello mientras que las secuelas de una noche de insomnio repercuten en los pequeños pliegues oscuros bajo mis ojos. Lo único bueno de mí en estos momentos es el labial sabor fresa que compré en la tienda.
Los mejores cuatro dólares invertidos en mi vida.
Respiro hondo y salgo del baño donde nuevamente vuelvo a encontrarme con el mismo panorama de hace unos instantes, una fila de clientes esperando a ser atendidos y el señor Roger amasando pan con mucho fervor y entusiasmo. Bufo por lo bajo y regreso al mostrador con la sonrisa más falsa que podemos poner los que trabajamos en atención al público. Es un don.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?
—Quiero llevar una orden de churros —responde la mujer que tengo delante mío.
Tomo unas pinzas, unas canastitas y comienzo a preparar el pedido. Trabajo en la panadería hace más de un año y para ser honesta no me va tan mal, considerando que es mi cuarto empleo y en el que más he durado. Admiro la paciencia que ha tenido mi jefe conmigo ya que no soy precisamente una empleada modelo. En menos de un mes ya me he peleado con más de diez clientes, y eso solo fue la semana pasada.
Definitivamente conseguir un empleo de verano fue toda una odisea, no todos confían en una chica de diecinueve años y no los culpo. Yo tampoco confío en mí.
Recuesto la espalda en la pared y suelto todo el aire que, no era consciente, tenía retenido. El local queda completamente vacío y son estos los pequeños momentos en los que puedo relajarme completamente. Mi jefe me informa que estará en la cocina por lo que me deja sola en el mostrador. Aprovecho ese momento para sacar mi celular y meterme en Instagram.
No soy una persona fotogénica, casi no subo fotos mías, tengo poca actividad en redes y tan solo unos doscientos seguidores, seguramente más de la mitad de ellos son cuentas falsas o algún viejo verde. Suelo solamente entrar para likear fotos de mis amigas o participar sorteos de comida, pero en su mayoría solo me quedo a ver las historias de otras personas.
Muchas veces me pregunto si estaré desperdiciando mi vida, no puedo evitar compararme con otras personas de mi edad y creer que no he hecho nada en comparación con ellos. Tal vez suene ridículo y lo sé, mis pensamientos suelen serlo y siempre tratan de recordármelo.
Deslizo el dedo a través de la pantalla varías veces hasta que por fin me siento satisfecha, guardo el móvil al mismo tiempo que la campanilla de la puerta anuncia la llegada de un nuevo cliente. Alzo la vista y me topo con una imagen ya familiar. Rizos castaños, ojos avellaneda y una sonrisa dulce.
—¿Qué haces aquí? —pregunto.
La sonrisa de Miriam, mi mejor amiga, se ensancha extrañamente. Me resulta raro verla aquí tan temprano, ella no suele caracterizarse por ser una persona muy madrugadora.
—Traigo buenas noticias.
Quizá para otra persona las buenas noticias resulten ser cosas positivas o alegres, pero en el caso de Miriam debo decir que tenemos una percepción diferente de lo bueno.
—Ajá. —No quiero parecer pesimista pero cada vez que ella abre la boca terminamos metidas en problemas.
—Hablo enserio, Isla. —Apoya su bolso en el mostrador y saca una especie de sobre dorado. No logro ver el destinatario solo una letra S, escrita en cursiva.
—¿Qué es eso?
—Nuestra puerta al cielo.
Frunzo el ceño sin entender muy bien sus palabras.
—¿Compraste entradas para ver a Coldplay?
Pone los ojos en blanco antes de responder:
—Ya te dije que se agotaron todas las fechas. Hablo de una fiesta.
—Ah. —Quisiera decir que algo en mí se movió ante sus palabras pero mentiría, no hay nada que me importe menos que otra fiesta en este maldito pueblo.
—¡Hey, al menos finge alegría! —me regaña—. Tuve que hacer milagros para conseguir pases.
—Miriam, solo es una maldita fiesta, qué tiene de especial. —Tomó un par de canastillas y las acomodo en los estantes. Mientras hago mi tarea oigo como mi amiga se mueve por todo el local hasta pararse a mí lado.
—No es cualquier fiesta, Isla. La organiza los Wilson para su hija y la entrada es exclusiva. Vamos por favor, es la última fiesta antes del regreso a clases.
Es mi momento de poner los ojos en blanco ante las súplicas de la castaña. Los Wilson son la familia más rica e influyente del pueblo, tienen a toda la población de Carson comiendo de su mano. A parte de ser asquerosamente ricos son dueños de la fábrica de madera más grande del estado, la cual exporta a todo el país y a muchos otros países de Europa. No es sorpresa que una fiesta suya, o mejor dicho de su hija, tenga a todo Carson alterados.
—Si es tan exclusiva cómo hiciste para conseguir entradas. Que yo recuerde no somos muy amigas de Sasha —señalo.
Jamás tuve problemas con Sasha Wilson, para sorpresa de muchos, ella no es la típica niña rica que describen las películas. Muchas veces nos hemos saludado por los pasillos de la preparatoria, solo que no somos amigas, cada una tiene su grupo conformado de amistades.
—Mi hermano sale con una amiga de Sasha, ella le dio entradas para él y sus amigos. Y como Marco no tiene amigos me las dio a mí.
A veces me asombra la suspicacia de Miriam.
—Eres tan dulce Miriam, como una picadura de araña.
—Solo señalo lo obvio, la tipa le dio diez entradas a Marco. ¿Qué creyó? ¿Qué mi hermano es la persona más sociable del planeta? Marco es signo antisocial con ascendente en malhumorado.
Muchas veces me he preguntado qué es aquello que me une a Miriam. Ambas somos como el agua y el aceite. Tenemos gustos, personalidades y creencias completamente diferentes. Supongo que eso es lo que nos hace un buen dúo, somos polos opuestos que saben complementarse.
Es una relación 50/50. Mientras una grita por la cucaracha, la otra se encarga de pisarla.
—Al menos deberías decirlo con poco más de tacto.
—A Marco no le molesta, es consciente de sus virtudes. Ahora a lo importante. —Sacude las entradas en mi cara—. Iremos, es este fin de semana, hablé con las chicas y están de acuerdo, te pasó a buscar a las ocho —dicho aquello da media vuelta y se encamina a la puerta.
—Oye pero yo en ningún momento dij...
—Ponte algo bonito, te quiero, adiós —ignora mis palabras y sale de la tienda.
Suspiro resignada, diga lo que diga no va a escucharme. Recojo el montón de papeles apilados sobre la repisa y me pongo a realizar el inventario, mientras que en mi cabeza evalúo algunas excusas que podría poner para faltar a la dichosa fiesta. Aunque no creo que sirvan de mucho, al fin y al cabo mi amiga buscará la forma de resolverla.
Las horas transcurren con normalidad, los clientes van y vienen. Debo decir que trabajar en la panadería tiene sus ventajas, a demás de poder comer pan gratis, te mantienes informado de todos los sucesos que ocurren en el pueblo si siquiera intentarlo. Todos los días llegan cientos de mujeres mayores aficionadas a la vida ajena, con necesidad de contárselo a la primera persona que vean. Es este caso, su servidora.
En menos de veinticuatro horas me he enterado qué nueva pareja se formó, quiénes se están divorciando, qué vecino discutió por una pelota en el césped y la nueva llegada al pueblo.
Llega la noche y me encuentro prácticamente sola, el señor Chicho salió a cenar y me dejó a cargo de todo. Cada tanto ojeo el reloj para ver cuánto falta para irme. Saco mi laptop de la mochila para continuar con mi serie, cada tanto ojeo la puerta. Levanto la vista de mi ordenador en cuanto el sonido de la puerta, y la pequeña campana, me informaron que nuevos clientes habían llegado. En el momento que tres cuerpos de la procedencia masculina irrumpieron en el local todas las alarmas de mi cuerpo se activaron, iban con abrigos grandes de colores oscuros y los tres estaban utilizando capuchas que impedían ver con claridad sus rostros. Un solo pensamiento se prendió en mi cabeza.
Van a asaltarme.
Uno de ellos se acercaba hasta el mostrador mientras sus secuaces se dispersaban a través de la tienda.
Mierda, sí van a asaltarme.
¿Qué hago?
¿Grito, me desmayo o me defiendo?
¿Y si esta armado? Ay Dios, van a matarme y se llevaran todo el dinero.
Voy a morir sin saber el final de la serie.
Miles de escenarios catastróficos se cruzan en mi cerebro, absolutamente todos acaban conmigo en un ataúd, o en el mejor de los casos un secuestro donde mis padres dicen que no pagarán el rescate. Los segundos parecen eternos hasta que por fin el misterioso ladrón se acerca hasta mí y con una voz sumamente varonil y grave, dice:
—Me darías medio kilo de pan.
N/A:
Holis, ¿cómo están?
Este es mi primer capítulo, ojalá les guste. Lamento muchísimo los errores ortográficos que encuentren, pero escribo sobre la marcha. Prometo que corregiré todo ni bien acabe con el primer borrador.
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Besos, Ana💖
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