PRÓLOGO
Kenia, África.
2049.
Un pequeño convoy de vehículos militares avanzaba con rapidez a través de la llanura africana, el calor era abrasador y el camino parecía interminable. El conductor y el copiloto del segundo vehículo eran quienes más ansiosos estaban por llegar, ellos llevaban el paquete.
Lo transportaban en una unidad militar de clase nueve, grande, pesada, blindada y artillada, acompañada por un par de jeeps militares; uno en el frente y el otro en la retaguardia. Realmente estaban nerviosos, aquella era una entrega inusual, ninguno tenía conocimiento de lo que transportaban, salvo que era peligroso, por ello viajaban en una ruta secreta, o eso pensaron...
De entre la maleza emergieron un par de motociclistas, vestidos completamente de negro y armados con ametralladoras, el convoy aceleró pero más motociclistas comenzaron a salir, hasta que el convoy se vio rodeado de ambos lados.
Uno de ellos se acercó al primer jeep y disparó sin piedad, las llantas reventaron, el jeep se frenó y la unidad militar tuvo que atravesarlo.
El automóvil estalló cubriendo de llamas el lugar.
El segundo jeep respondió el fuego, pero cuatro motociclistas lo rodearon y acribillaron en cuestión de segundos. En el interior de la unidad militar estaban en caos, ninguno de los dos tripulantes sabía que hacer.
—¿Pero... qué es eso? —preguntó el piloto con voz temblorosa. Ambos miraron con más detenimiento, cuando una lanza atravesó de lleno el pecho del piloto.
Su compañero gritó con horror mientras la sangre lo bañaba por completo, no alcanzó a sostener el volante a tiempo, la unidad militar zigzageó un par de veces hasta que se detuvo abruptamente a mitad del camino.
El copiloto miró con terror, había alguien frente al vehículo, grande y fornido, parecía que tenía puesta una armadura.
—¿Qué...? —la puerta se abrió de golpe y uno de los motociclistas lo bajó de un jalón. El hombre cayó de bruces al suelo, su vista estaba borrosa y sus oídos aturdidos, miró como al menos tres personas cubiertas de negro lo rodeaban, uno de ellos se acercó un poco, desenfundó una escopeta y le disparó. Los sesos y la sangre pintaron la arena de rojo.
Aquella figura se acercó lentamente, sus pasos sonaban como el chocar de un martillo de acero contra la roca, todos los hombres bajaron la cabeza al verlo pasar. Era alto, realmente fornido, con una extraña armadura negra como la noche, un par de imponentes sables en su espalda, los cuales solo eran opacados por su máscara. Tenía puesto un casco que le ocultaba completamente el rostro, negro en un inicio, pero ahora tenía pintado el diseño de un cráneo y unas rendijas en su boca que permitía escuchar su espectral respiración.
Llegó tranquilamente hasta el reverso de la unidad militar, y se topó con una enorme y reforzada puerta. Alzó su brazo derecho, y en un parpadeo; una gran y afilada cuchilla emergió. Se acercó un poco a la puerta y lanzó un tajo en diagonal que la cortó con una precisión inimaginable por la mitad. Los pedazos de metal cayeron al suelo levantando una gran cantidad de polvo.
Dentro de la unidad yacía un gran contenedor de cristal, lleno hasta el tope de un brillante líquido rojo como las llamas del infierno. Entró a la unidad y colocó su mano en el contenedor.
—Lo tenemos... —pronunció, su voz era fría y grave, y la máscara solo lo hacía sonar más atemorizante.
—Señor, sus objetivos ya han sido localizados —avisó uno de sus hombres mirando una tableta electrónica.
—¿Dónde?
—Nueva York, señor.
—Lleven el contenedor al avión, y prepárense, vamos a La Gran Manzana, ya es tiempo de verla arder...
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