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Los príncipes también lloran

Azul

— Hola, soy Zayn Dixon, pero desde que tengo memoria, me llaman Azul. Nací en Montreal, Canadá, un lugar que se viste de magia en otoño y se cubre de un manto blanco de nieve que parece interminable. A pesar de vivir aquí, en una región donde el cielo azul es un lujo que pocos pueden disfrutar, siempre estoy hablando de él. Quizás por eso me apodaron Azul, además de que mis ojos azules claros suelen robarse las miradas y los elogios de quienes me rodean. A veces me siento un poco incómodo con tanta atención, pero la magia de la vida sigue fluyendo a mi alrededor, y la verdad es que no me importa demasiado.

Desde pequeño, mi mamá solía quejarse de mi desorganización crónica; siempre era un caos encontrar mis cosas. Nunca he sido muy aficionado a quedarme en casa; mi lugar favorito es el exterior, donde el viento acaricia mi rostro y la aventura me llama. Sin embargo, debo confesar que esas peleas cariñosas se sienten bastante lejanas ahora. Hace cinco años, perdí a mis padres en un trágico accidente de tránsito, y desde entonces he vivido con mis abuelos paternos aquí en Montreal. Hablar de ese capítulo de mi vida es algo que evito con todas mis fuerzas.

A pesar del dolor que llevo dentro, sigo buscando la belleza en cada rincón del mundo, en cada rayo de sol que atraviesa las nubes. La vida tiene su forma de recordarnos que, incluso en los días más grises, siempre hay un destello de azul esperando ser descubierto.

A veces me invade la sensación de que el amor es solo un espejismo, pero luego alzo la mirada al cielo y recuerdo que en mi espacio sideral, Dios guarda a mis más grandes amores. No me gusta llamarles pérdidas, prefiero llamarlos dulces recuerdos.

En un atardecer de abril, cuando el sol se despedía con su manto dorado y las flores desplegaban sus pétalos en una danza silenciosa, me encontraba en mi habitación, contemplando la suave luz que se filtraba por la ventana. El aroma fresco de la primavera acariciaba mis sentidos, transportándome a un remanso de paz y melancolía.

Desde mi refugio, podía divisar un arcoíris tenue en el horizonte, como un susurro de esperanza en medio de la penumbra. Cada color era un recuerdo, cada matiz una emoción que se desvanecía en el aire, dejando una estela de nostalgia en mi corazón. Aquel arcoíris casi apagado era un reflejo de mi alma, marcada por la ausencia de aquellos que ya no estaban físicamente a mi lado.

En mi espacio sideral, donde las estrellas guardan secretos y los susurros del viento llevan mensajes de amor eterno, Dios custodiaba a mis más grandes amores. Allí, en la inmensidad del universo, encontraba consuelo y fortaleza para seguir adelante, sabiendo que ellos vivían en cada estrella que brillaba en la noche.

Era un jueves de abril, uno de esos días en los que el tiempo se detiene para recordarme que la vida es un ciclo eterno de pérdidas y reencuentros. A través de la ventana, podía ver el mundo girar, las nubes danzar en el cielo y los árboles susurrar historias de tiempos pasados. Cada lágrima que brotaba de mis ojos era una canción silenciosa dedicada a aquellos que ya no estaban físicamente a mi lado, pero que vivían en mi corazón como dulces recuerdos.

En ese instante de calma y reflexión, me di cuenta de que el amor no es un espejismo, sino una fuerza eterna que trasciende el tiempo y el espacio. Aunque la ausencia duela y el vacío sea abrumador, sé que mis seres queridos están allí, en el brillo de una estrella fugaz, en el susurro del viento y en cada latido de mi corazón .

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